Capítulo XII

Arabia, otoño e invierno de 263;

1016 de la fundación de Roma

La expedición encabezada por Giorgios salió de Palmira en dirección a las ciudades del oeste de Arabia. Guiados por conductores de caravanas que recorrían cada año la ruta del sur, los embajadores palmirenos llegaron primero a Bosra, sede de la III Legión Cirenaica, la gran ciudad siria en la que se levantaba el segundo teatro más grande de todo el oriente romano, construido en piedra negra, al que sólo superaba en capacidad el de Apamea. Allí pudo asistir a la representación de una obra de Plauto, en la que un viejo tacaño sufría al ver su dinero dilapidado por su hijo irreverente.

Tras asistir a la representación de la comedia, interpretada por unos actores cuya actuación resultó demasiado histriónica, como era del gusto de la mayoría de los espectadores en los teatros de Oriente, el gobernador romano de Bosra lo invitó a degustar un banquete en el que se sirvió como plato central el pentafármaco, un guiso elaborado con carne de faisán, tetina de cerda, jamón adobado y cocido, cabeza de jabalí y pasteles de carne de pavo.

—Este suculento plato —le explicó el gobernador mientras lo servían unas jóvenes hermosísimas, de ojos oscuros como el azabache, piel tostada como la miel de romero y labios rojos como el sol en los atardeceres otoñales de Palmira— fue el favorito del emperador Adriano, de gloriosa memoria. En Roma lo consideramos como el más importante de la cocina imperial. Suele servirse en el palacio de los césares en ocasiones excepcionales debido a su compleja elaboración. Cuando supe que el legado del cónsul Odenato iba a visitar esta ciudad, pensé que te agradaría degustarlo.

Giorgios partió un pedazo de pan de pita y lo usó a modo de cuchara para envolver un bocado de carne de una de las bandejas donde se había repartido el pentafármaco. Lo rebañó con su mano derecha y lo saboreó con deleite.

—Muy sabroso, gobernador; digno de un emperador, en verdad.

El banquete discurrió entre risas, abundante vino y música y baile. Al son de unas flautas dobles y de timbales, varias bailarinas vestidas con vaporosas gasas que apenas cubrían una parte mínima de su anatomía se contorsionaron como si estuvieran hechas de arcilla húmeda recién modelada por las manos expertas del más hábil de los alfareros.

—Una magnífica música y unas excelentes danzarinas —comentó Giorgios.

—Los músicos son los mejores de Bosra, tal vez de toda Siria, y las bailarinas forman parte de una compañía de acróbatas recién llegada de Bizancio; la mayoría de ellas son macedonias aunque creo que también hay algunas griegas de la región de Tesalia, mujeres ardientes como ascuas, según dicen. Pero si sus cabriolas son admirables, espera a que conozcas las que aseguran que son sus mejores artes —musitó el gobernador a la vez que dibujaba una lasciva sonrisa en sus labios.

Finalizado el banquete, los principales comensales se dirigieron a un discreto salón en el que se habían dispuesto varios lechos, con cuatro grandes cojines en cada uno de ellos, enlazados por una fina redecilla sobre la que se había depositado una capa de pétalos de rosa.

Algunas de las bailarinas que habían animado la cena, perfumadas ahora con embriagadores aromas de Persia, entraron en la sala contorneándose al son de flautas, cítaras y liras y se fueron desnudando conforme fluía la música. Uno a uno fueron tomando de la mano a los invitados, a los que condujeron a los lechos entre tocamientos y procacidades. Allí fornicaron con los invitados del gobernador sobre cobertores de seda en los que se habían depositado lirios frescos. A las danzantes macedonias y griegas se había sumado un pequeño grupo de rameras africanas, armenias y persas. Y también varios efebos, pues alguno de los comensales prefería a un joven musculoso como compañero de juegos amatorios.

En medio de la vorágine de aquella bacanal, Giorgios fue requerido por dos hermosas mujeres: una esclava nativa del lejano Sudán, de piel negra como la noche más oscura, de cuerpo sedoso y músculos tersos, pechos tan voluminosos como la mitad inferior de un ánfora y pezones gruesos como ciruelas, curvas rotundas y labios carnosos, y una bella sierva armenia de cabello castaño largo y rizado, de ojos verdes ligeramente rasgados, de pechos pequeños y duros como manzanas, con pezones anaranjados y sólidos como botoncitos de ámbar y piernas y brazos torneados y fuertes. Pese al deleite que le proporcionaron aquellas dos hetairas, no pudo quitarse a Zenobia de su cabeza mientras copulaba con ellas.

Los expedicionarios palmirenos se hubieran quedado mucho más tiempo en Bosra, pues el gobernador los trató como a distinguidos huéspedes y no faltaron ni la comida más exquisita ni las mujeres más exuberantes, pero Giorgios ordenó a sus hombres que se prepararan para continuar hacia Arabia.

En otoño el sol calienta las tierras del desierto del norte de Arabia como en los atardeceres estivales del Mediterráneo pero ya no abrasa como en los meses del estío en los que luce en lo más alto del cielo; los días son más cortos y por la noche refresca lo suficiente como para poder descansar tras una larga jornada de camino, aunque a mediodía hace todavía demasiado calor.

El griego dividió la marcha en dos períodos en cada etapa diaria: desayunaban de manera abundante poco antes del amanecer, se ponían en camino con las primeras luces del alba y avanzaban hacia el sur hasta cerca del mediodía. Cuando el sol comenzaba a apretar, se detenían y permanecían descansando en algún lugar sombrío si ello era posible, o si no bajo las lonas de sus tiendas desplegadas para hacer sombra, y tomaban una comida ligera con galletas, queso y frutos secos y abundante agua. Cuando remitía el calor, iniciaban la segunda etapa de cada jornada hasta que el sol declinaba; en ese momento se detenían para instalar el campamento, justo con las últimas luces del ocaso, para encender el fuego, comer y pasar la noche a la escucha de los lejanos aullidos de los lobos.

Recorrieron la calzada empedrada construida por los legionarios romanos tiempo atrás para la conquista de Judea, que discurría paralela al Mar Muerto, al que llamaban así porque en sus salobres aguas no podía vivir ningún animal, y porque además cada cierto tiempo emanaba asfalto, de modo que algunos también lo llamaban Asfaltites. Ocho días después de dejar Bosra llegaron a la ciudad de Petra, la capital del viejo reino de los nabateos, a mitad de camino entre el Mar Rojo y el Mar Muerto, lugar de paso de las caravanas que atravesaban Arabia de norte a sur.

Petra ya no era la fastuosa ciudad que había florecido cien años atrás. En el último siglo su población se había reducido a menos de la mitad de los habitantes que había alcanzado en su época más floreciente, la del emperador Marco Aurelio; el agua de sus pozos, acumulada durante siglos en depósitos naturales subterráneos, se estaba agotando deprisa y barrios enteros se habían despoblado, pero pese a ello seguía manteniendo en pie su monumental arquitectura, con sus templos y grandes edificios excavados en las canteras de piedra caliza de los profundos acantilados rocosos entre los que surgía la ciudad como una catarata de piedra. Los manantiales y pozos que suministraban agua a sus habitantes, y que habían sido sobreexplotados en el pasado hasta el derroche, apenas llevaban caudal suficiente para cubrir la demanda de los viajeros, lo que había provocado un exorbitado aumento del precio del agua; algunas caravanas habían decidido desviar su ruta hacia el oeste, por lo que Petra había perdido buena parte de la importancia comercial que tuvo antaño. No obstante, seguía siendo un centro destacado en las rutas comerciales terrestres entre Arabia, Siria y Egipto. La decadencia de la ciudad de piedra, también erigida en medio de un desierto, entre desfiladeros pétreos que le proporcionaban protección y sombra, le hizo pensar a Giorgios que tal vez algún día le ocurriera lo mismo a Palmira.

En Petra se detuvieron un par de días para aprovisionarse de harina, aceite, dátiles y carne y pescados secos, para continuar de inmediato con los tramos más difíciles del camino que les restaba por delante, pues al sur de la ciudad excavada en la roca comenzaban las etapas más duras. Algunos soldados aprovecharon para visitar uno de los afamados burdeles, pues los proxenetas les dijeron que no volverían a encontrar una mujer con la que acostarse hasta su regreso de La Meca. Les previnieron de que los árabes del sur, tanto los habitantes de los oasis como los beduinos nómadas, eran celosos guardianes de sus esposas, y que la mujer sorprendida fornicando con un hombre que no fuera su marido era lapidada hasta la muerte, a veces al lado de su ocasional amante, que solía correr la misma suerte si era un extranjero.

Varios soldados palmirenos se creyeron aquel cuento y se gastaron buena parte de su paga copulando como posesos con rameras en un prostíbulo que regentaba un árabe gordo y seboso como un cerdo bien cebado, cuyo cuello, brazos y dedos estaban tan cargados de brazaletes y anillos de oro que apenas dejaban entrever un pedazo de piel.

Como pudieron comprobar más adelante, resultaron engañados con aquella argucia, pues eran muchos los árabes que a lo largo de los oasis de la ruta hacia el sur, e incluso en pleno desierto a veces, les ofrecieron a sus esposas e hijas, o al menos a las que decían serlo, para que se acostaran con los viajeros por un par de piezas de plata.

Antes de partir, los palmirenos asistieron a una ceremonia en el templo del Sol para pedirle que la ruta hacia La Meca les fuera propicia. El sacerdote les recordó que se dirigían a la tierra donde vivía el Ave Fénix; allí residía durante quinientos cuarenta años, la cuarta parte de una edad zodiacal, que duraba dos mil ciento sesenta años. El ave sagrada se consumía en llamas, pero renacía una y otra vez de sus propias cenizas para volver a la vida e iniciar un nuevo ciclo.

En Petra acababa el mundo civilizado, el espacio en el que Roma y otras culturas del oriente mediterráneo habían dejado su huella, y unas decenas de millas al sur comenzaba el territorio más inhóspito y desolado que pudiera imaginarse: centenares de millas de áridos parajes pedregosos con el suelo cubierto de piedras de basalto con aristas cortantes como cuchillos, o de enormes dunas de arena barridas por inesperadas tormentas que eran capaces de engullir y enterrar a caravanas enteras en unos instantes.

El desierto de Arabia es inmenso, terrible y tórrido como un horno de pan. Los caminos estables no existen y sólo los más expertos conductores de caravanas son capaces de dirigir a las recuas de camellos a través de aquellas vastas soledades abrasadas por el sol y barridas de vez en cuando por aterradoras tempestades de arena. En medio de aquella dilatada devastación es muy fácil perder la orientación y desviarse de la ruta, lo que implica una muerte inevitable. En todas esas regiones el agua es escasísima incluso fuera de la época estival y sólo es posible acceder a ella en los oasis y en algunos pozos, excavados a profundidades enormes, que están controlados por clanes celosos de su posesión. Sobrevivir en ese medio hostil sólo está al alcance de los beduinos, quienes desde que nacen se acostumbran a aprovechar los escasos recursos que ofrece el desierto.

Treinta días después de dejar Petra, y siempre siguiendo las rutas más transitadas, el cuerpo expedicionario que dirigía Giorgios avistó la ciudad de La Meca, el principal emporio comercial de la alargada llanura costera que se extiende entre las costas del Mar Rojo y la cordillera de montañas del interior de Arabia, que discurre de norte a sur paralela a la costa.

La Meca es un oasis en medio de un asolado desierto de rocas y arena, rodeado de montes pedregosos abrasados por un sol inclemente. Debe su fortuna a la existencia de un manantial que nunca se agota y que, según la tradición, brotó del suelo por orden del mismísimo Dios.

Tras instalarse en un campamento en las afueras de La Meca, Giorgios fue recibido por los magistrados de la ciudad árabe; el ateniense mostró sus credenciales, escritas en arameo y en griego, como embajador de Palmira.

Los magnates de la ciudad, que sabían de su llegada porque se habían adelantado dos jinetes palmirenos para anunciarla, se mostraron afectuosos en grado sumo, mucho más de lo que esperaba el ateniense. Nada más saludarse, comenzaron a contarle la tradición que explicaba la fundación de esa ciudad, de la que se sentían especialmente orgullosos a pesar de que al lado de los edificios de Palmira o de Petra, los de La Meca parecían un montón desordenado de cabañas para guardar ganado.

—Abraham, el patriarca común de judíos y árabes, vivía en la ciudad de Ur y estaba casado con una mujer llamada Sara, la cual, pese a sus deseos de otorgarle descendencia, no conseguía quedarse embarazada. Dios había prometido a Abraham que lo convertiría en el patriarca fundador de un numeroso linaje y de un gran pueblo, y que su descendencia sería tan abundante como las estrellas del cielo, pero Sara no había concebido ningún hijo y ya tenía demasiada edad como para poder hacerlo. Por ello, Abraham tomó como concubina a una joven muchacha llamada Agar, que era su esclava, copuló con ella con el consentimiento de Sara y la dejó preñada. El viejo Abraham también copuló entre tanto con Sara, su esposa legítima, y, cuando ya habían perdido toda esperanza de ser padres, se obró el milagro, pues la anciana quedó encinta. Abraham se encontró entonces con dos herederos: Ismail, nacido de la joven esclava Agar, e Isaac, nacido de Sara, la esposa legítima.

Un santón del santuario de la Kaaba le explicaba a Giorgios el origen del pueblo árabe y del lugar más sagrado de La Meca ante la atención de los principales miembros de los clanes que gobernaban la ciudad, quienes, a pesar de haber escuchado aquella historia en cientos de ocasiones, prestaban tal interés a la narración que parecía como si la estuvieran oyendo por primera vez.

—Aquello constituiría un grave inconveniente para los planes del patriarca Abraham —supuso Giorgios.

—En efecto —continuó el santón—. Dos herederos engendrados de dos mujeres de diferente condición significaban un problema, y Sara, celosa de la juventud y de la belleza de Agar, obligó a Abraham a que expulsara a la esclava y a su hijo Ismail de su casa. Abraham así lo dispuso, y madre e hijo fueron arrojados de la patria del padre y se vieron obligados a vagar por los desiertos sin rumbo y sin defensa. Estaban a punto de perecer de hambre y de sed, perdidos en la soledad, cuando Dios se apiadó de ellos e hizo surgir del suelo un pozo de agua. En el lugar donde brotó el manantial, que salvó la vida de Ismail y de su madre, se construyó una fuente, a la que se llamó Zem-Zem, y en su entorno creció esta ciudad sagrada de La Meca. Por eso, este es el lugar más sagrado del mundo.

—Imagino que esa es la fuente que os abastece.

—Una de ellas, pero esta es la fuente sagrada para todos los árabes. De este modo es como relata nuestra tradición la fundación de nuestra ciudad —intervino Ibn Umayya, el caudillo más influyente de La Meca, en cuya casa Giorgios, como comandante de la expedición de Palmira, había sido invitado a comer junto con un grupo de notables de la ciudad.

—Un lugar extraordinario —puntualizó el griego.

—Así es. Allah, todopoderoso señor del cielo y padre de todos los dioses, eligió este preciso sitio para hacer manar de la arena estéril el agua de la vida, y desde entonces aquí se encuentra el único santuario que veneramos todos los árabes. Mañana podrás visitarlo, si te parece.

—Tendré mucho gusto en hacerlo.

Unos criados sacaron bandejas repletas de salchichas de cordero, puré de garbanzos, harina hervida con verduras, pescado seco guisado en salsa de dátiles y tortas de pan ácimo.

El jefe de los mercaderes de La Meca, también guardián del santuario, y Giorgios se entendían en arameo, aunque algunas palabras tenían que ser traducidas del árabe al griego o del griego al árabe por alguno de los intérpretes que habían viajado con la expedición.

A la mañana siguiente Ibn Umayya se presentó en el campamento de los palmirenos, que habían desplegado sus tiendas a una milla de La Meca, al abrigo de unas rocas.

El caudillo árabe montaba un nervioso corcel bayo de pequeña alzada y de patas finas y estilizadas, un magnífico ejemplar de la raza de la que tan orgullosos estaban los habitantes de Arabia. Iba acompañado por cuatro jinetes de su clan, todos montados en caballos negros zainos.

Invitado por su anfitrión, Giorgios montó su alazán tostado, más grande y poderoso que el corcel árabe pero menos rápido y ágil, y se dirigieron al santuario de La Meca. Dos soldados palmirenos acompañaban a su general.

—Lo llamamos la Kaaba —le explicó Ibn Umayya mientras entraban ya a pie en el recinto del santuario, ubicado en una amplia explanada rodeada de un sencillo muro de mampostería en cuyo interior se levantaban algunos humildes templetes y numerosos aras y altares con estatuas de piedra, de madera y de barro cocido—. Aquí tienen su altar y su estatua todos los dioses de los árabes. Te aseguro que no existe bajo el cielo un lugar más sagrado que este. Mira, aquel es Hubal —el árabe señaló un ídolo de piedra gris del tamaño de un hombre grande, tallado de manera burda y poco elegante, colocado sobre un pedestal de piedra tosca casi en el centro del recinto—, una de nuestras principales divinidades. Debes encomendarte a él si deseas tener un camino propicio y libre de sobresaltos cuando salgas de viaje; es el dios protector de los mercaderes, por eso es el más apreciado entre los mecanos.

—¿Y aquellas tres figuras de mujer? —Giorgios señaló tres esculturas femeninas de talla poco refinada.

—Son las deidades más veneradas aquí en La Meca después de Allah. Se trata de Allât, Al-Uzza y Manat, las hijas predilectas del dios padre Allah; cada una de ellas está dotada de unas facultades especiales. Allât es la madre de muchos dioses menores y la divinidad que garantiza la fecundidad de las mujeres y del ganado; a ella se encomiendan las embarazadas y a ella le ofrecemos presentes todos los árabes para que nuestro primer hijo sea un varón. Al-Uzza es la poderosa, la diosa del amor y de la belleza; todos los atardeceres luce la primera, en forma del astro más luminoso y bello, en el cielo vespertino, y es la última en desaparecer del firmamento. Las jóvenes de La Meca suelen subir a las azoteas de las casas cuando se pone el sol y asoma Al-Uzza en el horizonte para alzar sus rostros hacia ese astro a fin de que las ilumine con su belleza y les transfiera algo de su hermosura. Manat es la diosa del destino, de la fortuna y también de la guerra; a ella le ha entregado Allah el secreto del futuro de cada uno de nosotros y sólo ella sabe lo que nos aguarda el mañana; nunca dejes de encomendarte a Manat antes de una batalla si deseas conservar la vida tras el combate.

—Así lo haré.

—Esos otros ídolos representan a dioses menores, como aquel bloque de piedra roja dedicado al dios al-Fals; o aquel ídolo de madera, el dios Sad; o esa escultura de piedra blanca, nuestro dios al-Gasad; o este otro, el más venerado por mi familia, el dios Muzdalifa, el señor del trueno y de las tormentas, que nos protege en las travesías del desierto y nos custodia de las tempestades de arena y de los fatídicos rayos.

»Y ahí está el centro del mundo.

Tras atravesar medio recinto habían llegado ante una construcción de piedra de forma cúbica de unos doce pasos de lado. Era el único edificio de todo aquel complejo religioso, un bloque con las paredes macizas construidas con mampuesto de piedras trabadas entre sí con argamasa y sin ningún vano; sólo en el lado sur se abría una pequeña puerta de tablones de madera pintados de negro.

—¿Qué es eso?

—La morada de Allah —Ibn Umayya empleó la palabra árabe para nombrar a Dios—, la divinidad suprema, el padre de todos los demás dioses de los árabes, el creador del universo, al que algunos nombran como el Único. No hay ningún otro dios como Allah. Es el principio de todo, del cielo y de la tierra, del agua y de la arena, del viento y del fuego, de los dioses y de los hombres. Allah es el creador; no había nada antes que Él. Allah engendró a los otros dioses, creó todas las cosas y a todos los hombres.

—¿Qué guardáis ahí dentro? —preguntó Giorgios.

—Nuestra más preciada reliquia.

—¿Puedo verla?

Ibn Umayya asintió con la cabeza y le indicó que lo siguiera; los seis hombres que los acompañaban se quedaron fuera.

A la puerta del cubo de mampostería estaba sentado el santón que el día anterior había relatado la fundación de La Meca durante la comida en casa de Ibn Umayya. Giorgios lo saludó llevándose la mano a la frente y al corazón, como había visto que hacían los árabes. El santón le devolvió el saludo.

—Buen día, Abdallah —lo saludó Ibn Umayya—. Nuestro amigo Giorgios —el jeque árabe pronunció el nombre del ateniense de un modo que sonó como «Yuryus»— desea visitar el santuario de Allah.

—Sé bienvenido a la casa de Allah —dijo el santón Abdallah a la vez que abría la puerta de tablones y lo invitaba a pasar.

Estaba oscuro; sólo un par de lamparillas de aceite ubicadas en dos de los rincones iluminaban tenuemente el interior del cubo, un recinto de unos diez pasos de lado, un espacio abierto que se cubría con un techo sostenido por vigas elaboradas con troncos de palmeras. Giorgios tuvo que esperar un rato a que sus ojos, todavía inundados de la intensa luz del exterior, se acostumbraran a tanta penumbra.

En las paredes, colocados en pequeñas hornacinas, había varios ídolos, más pequeños que los que se mostraban en el recinto exterior pero de mejor factura, realizados por manos de artistas mucho más expertos en el manejo del cincel, el martillo y el escoplo.

En uno de los lados había una estatua de madera de Hubal, de mejor traza que la que se mostraba en el exterior, del tamaño de un hombre mediano, con los ojos pintados de rojo y perfilados de negro; estaba desnudo, con los brazos extendidos hacia adelante y mostraba un enorme falo enhiesto. En la pared oeste se alzaban tres esculturas femeninas, las tres diosas de La Meca, las hijas de Allah, también desnudas, con enormes pechos y las vulvas muy resaltadas; parecían labradas por un artista egipcio de segunda fila.

En la pared orientada hacia el este, en dirección a la salida del sol, sólo había un sencillo pedestal de basalto de la altura de un hombre adulto sobre el cual brillaba una piedra negra, de forma almendrada y del tamaño de una cabeza de niño.

—Esa es la Kaaba, la piedra del cielo, el sagrado talismán del pueblo árabe, la señal de Allah a los hombres. Es la reliquia que Allah nos envió desde su palacio en las alturas del firmamento para que lo veneráramos —indicó Abdallah.

—¿No existe una imagen de Allah, una escultura como la de Hubal?

—Allah es el único dios que no puede ser representado en efigie. Allah no tiene ni cuerpo ni imagen humanos; sólo es espíritu y, por tanto, no puede ser plasmado en forma de ídolo. Él nos envió, hace mucho tiempo, esta piedra, que cayó del cielo una noche de luna envuelta en una bola de fuego. Aunque algunos dicen que se trata de un narciso blanco, nuestra flor sagrada, que Allah entregó a los hombres para que lo cuidaran en su nombre, pero que se ha ennegrecido y endurecido a causa de los pecados cometidos contra el Creador del mundo, hasta convertirse en esa roca. ¡Quién sabe! En cualquier caso es un envío de Allah.

El viejo guardián le pareció a Giorgios un pobre orate.

Se despidieron de Abdallah y salieron del santuario; la luz del sol invernal estalló de nuevo en los ojos del ateniense, que tardó algunos instantes en volver a acostumbrarse a la intensa luminosidad exterior.

—Y, por fin, aquí está la fuente sagrada del Zem-Zem. —Mostró Umayya, señalando un pozo que brotaba de un manantial en una zona vallada con un parapeto de piedra dentro del recinto de la Kaaba.

—¿Puedo beber? —preguntó Giorgios.

—Claro, te purificará aunque no seas un árabe.

Giorgios tomó una escudilla de madera y dio un sorbo.

—Es ligeramente salada —comentó.

—Sí, tiene un sabor salino, el sabor que Allah le dio para que quienes la beban recuerden cuán excelso es su divino poder y cuán humildes debemos postrarnos todos los hombres ante su celestial majestad. Todos los árabes debemos acudir aquí en peregrinación al menos una vez en la vida. Esta fuente y este santuario es lo que nos une, lo que nos recuerda que, aunque ahora estemos divididos en varias tribus y clanes, y que incluso libremos guerras fratricidas entre nosotros, nuestro origen es común y formamos parte de un único pueblo, de una misma sangre. Algún día tal vez volvamos a unirnos y consigamos formar una gran nación. Nuestra profecía más sagrada anuncia que eso ocurrirá y que nacerá un profeta extraordinario y único, el enviado de Dios, que unirá a todos los árabes bajo su caudillaje, y entonces sí seremos una sola nación y una sola comunidad con el mismo destino.

—De eso precisamente quería hablarte. Como ya te avanzaron nuestros mensajeros, venimos en nombre de Odenato, señor de Palmira y dux de Oriente. Su origen también es árabe, pues procede de una nobilísima familia de beduinos que se estableció en una ciudad llamada Edesa, al norte de Mesopotamia, donde se convirtieron en custodios del templo dedicado a Dios…

¿Dux…? —se extrañó Ibn Umayya.

—Es un título muy importante que le concedió el emperador de Roma; se trata de un gran honor, sin duda sólo reservado a hombres muy especiales. Odenato está orgulloso de su origen árabe y gobierna la provincia de Siria, la más rica del Imperio romano; su deseo es que los comerciantes de Arabia, sus hermanos de sangre, hagáis lucrativos negocios con Palmira, y que vuestras caravanas fluyan hacia nuestra ciudad y las nuestras hacia las vuestras cargadas con ricas mercancías en beneficio de ambas partes. Odenato garantiza la seguridad de los caminos y unas pingües ganancias para todos aquellos mercaderes de La Meca que acudan a comerciar a Palmira.

Ibn Umayya condujo a Giorgios a un porche cubierto con ramas de palma y adosado al muro del santuario. Lo invitó a sentarse sobre unos cojines ubicados en una tarima de madera colocada sobre el suelo de tierra pisada y luego ordenó a los sirvientes del santuario que trajeran una infusión de hierbas, licor de dátiles, pastelitos de harina y miel, pasas, dátiles confitados, nueces y pistachos.

—Los mecanos hemos comerciado con nuestros vecinos desde que existe memoria de esta ciudad. La Meca es paso obligado de las caravanas que vienen del fértil Yemen, al sur, y se dirigen a la tierra de los nabateos y a su capital, Petra. Aquí se aprovisionan, aquí hacen negocios, aquí rezan a nuestros dioses… ¿Para qué necesitamos a Palmira?

Giorgios indicó a uno de los soldados que sacara un lienzo de tela de una bolsa que portaba colgada del hombro.

—Mira. —Lo desplegó y se lo mostró al árabe—. Es un paño de seda; un regalo de Odenato.

Ihn Umayya acarició la seda y se asombró ante el rutilante tornasol de brillantes reflejos que desprendía según incidieran sobre ella los rayos de luz.

—Conozco este tejido…

—Pero no de esta calidad y no en tanta cantidad y al precio que podrías comprarla si te decidieras a firmar un tratado con Palmira. Y no sólo seda: piedras preciosas de la India, delicadas telas y brocados de Shiraz, embriagadores perfumes de Persia, sabrosísimos vinos especiados de Grecia y de Anatolia, espadas y otras armas de las mejores fundiciones de Damasco y de Bosra, caballos celestiales del valle de Fergana, en el interior de Asia, hermosísimas esclavas armenias y germanas, mujeres tan bellas como las diosas mecanas, de cabellos de oro y ojos de cielo… Todo eso significa comerciar con Palmira, amigo, todo eso.

Ibn Umayya dio un sorbo a su vaso de licor de dátiles y engulló varios pistachos.

—¿A cambio de qué? —demandó.

—De que los mecanos, y cuantas tribus nómadas del desierto de Arabia podáis convencer, actuéis como aliados de Palmira, de que mantengáis las rutas comerciales abiertas y seguras hacia el norte… y de que rompáis cualquier relación con los sasánidas. Como bien sabes, una de las dos grandes tribus árabes del norte, los gashánidas, son nuestros aliados y suelen combatir a nuestro lado, y hemos dispuesto en nuestro ejército de algunos de sus mejores jinetes, pero la otra tribu, la de los lájmidas, es una tradicional aliada de los persas. En las batallas que hemos librado contra ellos hemos comprobado que en su ejército se integran algunas unidades de la caballería ligera lájmida. Sus jinetes son muy eficaces y en algunos combates nos han causado ciertos problemas. Si consigues que los lájmidas abandonen la alianza con Sapor y se unan a Odenato, Palmira te compensará con numerosas riquezas.

—Los lájmidas y los gashánidas son nuestros hermanos de sangre, pero ya te he dicho que los árabes estamos separados en diversas facciones y clanes, e incluso enfrentados entre nosotros. A veces hemos tenido que desbaratar incursiones de los lájmidas en nuestro propio territorio, y en otras ocasiones hemos sido nosotros quienes hemos asaltado sus campamentos como represalia. Será difícil que los lájmidas acepten tu propuesta porque el rey de Persia les ha otorgado muchos beneficios.

—Tal vez haya llegado el momento de acabar con vuestras rencillas y poner en marcha nuevas alianzas y tratados. Quién sabe si este puede ser el comienzo de la unidad de todos los árabes que auguran vuestras profecías; te aseguro que para ello Palmira os ayudará con generosidad.

—Todos los árabes juntos… Ese sería mi principal deseo y el de muchos jeques de mi tribu, pero me temo que no es posible por el momento. Los árabes somos individualistas, orgullosos y altaneros. Creo que, por ahora, no seríamos capaces de unirnos en un objetivo común.

—Búscalo, ofréceselo tú, Umayya. Eres el sumo guardián del santuario de la Kaaba, el único lugar que veneran y respetan todos los árabes; nadie mejor que tú para encabezar el proceso hacia la unidad de tu pueblo.

—Sólo nos reconocemos como pueblo en el origen de la sangre, en una tradición lejana y en la veneración a este santuario; por lo demás, cada tribu, cada clan, obedece tan sólo a su parentesco, a la llamada de la sangre y a su propio interés. Tal vez los romanos no entendáis esto, pero ese es nuestro modo de ser y así es como seguimos nuestro código de comportamiento.

—Yo no soy romano —corrigió Giorgios—; soy griego, ateniense, pero no por ello dejo de pertenecer al Imperio de Roma, y créeme si te digo que es mejor ser romano que bárbaro. Ser ciudadano romano es la manera más segura de vivir en este mundo. Como ciudadano del Imperio disfruto de muchos privilegios, y me protege el derecho imperial.

—Aquí nos atenemos a las leyes ancestrales de la tribu, a las costumbres y a las tradiciones de los clanes que han dictado nuestros mayores durante generaciones. Nuestra vida siempre ha sido así, y estimo que así debe seguir siendo. Yo no deseo ser romano, ni griego, ni palmireno; soy árabe de La Meca, estoy orgulloso de mi estirpe y de mi raza y no quiero ser otra cosa. —Ibn Umayya habló con arrogancia, elevando el mentón, un gesto de dignidad propio de los nómadas, aunque él era un comerciante, un hombre de la ciudad.

—De acuerdo, pero nada impide que La Meca y Palmira firmen tratados comerciales que beneficien a ambas ciudades —dijo Giorgios.

—Sí, en esa cuestión no tendremos diferencias, te lo aseguro.

Pasaron algunas semanas en las que los palmirenos no hicieron otra cosa que cazar con halcón en las montañas que rodean La Meca, escuchar poemas épicos en los que se hablaba de héroes y de batallas libradas por los árabes y participar en carreras de caballos y camellos y en festivales ecuestres en los que siempre ganaban los mecanos.

Ibn Umayya no mostraba ninguna prisa por sellar tratados comerciales, y dejaba pasar el tiempo para desesperación de Giorgios y de los soldados palmirenos, que comenzaban a sentirse molestos porque no se llegaba a ningún acuerdo y no se atisbaba el ansiado momento de regresar a Palmira.

Pasaron todo el invierno en La Meca, y la mayoría de los palmirenos se dejó allí lo que le quedaba de su soldada. Algunos hombres de la ciudad o de las tribus beduinas del contorno les ofrecían como prostitutas a sus esposas e hijas. En La Meca todo aquello que rendía un beneficio se utilizaba como mercancía, aunque fuera el alquiler sexual a otro hombre de la propia esposa, de la hija o de la hermana.

Por fin, al inicio de la primavera, Giorgios dio la orden de regresar a Palmira. Ibn Umayya ofreció su palabra de que los comerciantes de La Meca mantendrían a los palmirenos como socios preferentes y despidió a los expedicionarios entregándoles como presente una docena de los que dijo que eran sus mejores camellos; a cambio recibió los ricos paños de seda y algunas joyas que habían traído desde Palmira. El ateniense tuvo claro que aquellos árabes jamás atenderían a otra cosa que a la defensa de sus propios intereses.