Palmira, verano de 263;
1016 de la fundación de Roma
Pacificada y reintegrada la autoridad de Galieno en la mitad oriental del Imperio y con los sasánidas encastillados en espera de un nuevo ataque, la primavera discurrió de un modo extraordinariamente calmado. Los persas habían recibido un escarmiento de tales proporciones que Sapor, cansado y envejecido, no se atrevió a salir de las murallas de Ctesifonte y, tras algunos momentos de incertidumbre, los comerciantes pudieron organizar sus caravanas con completa seguridad a través de los caminos de Siria. Ni siquiera los bandidos se atrevieron a acosar a los convoyes más humildes.
Palmira volvió a bullir de actividad. Las rutas estaban abiertas y la ciudad del desierto mantuvo su trasiego de gentes y de mercancías entre oriente y occidente. Los mercados se abastecieron con productos de medio mundo y la riqueza de los palmirenos recuperó la bonanza de tiempos de los grandes emperadores Trajano y Adriano.
Zenobia gestó a su segundo hijo con plena tranquilidad. El amuleto de aetita contra los abortos funcionó de nuevo y dio a luz a un segundo niño al que Odenato impuso el nombre de Timolao. Los palmirenos estaban orgullosos de su soberano: había vencido a los persas en cuantas ocasiones se había enfrentado a ellos, había restituido la riqueza de la ciudad y estaba casado con la mujer más bella de Oriente, tal vez de todo el mundo, la cual le había dado dos hijos varones, y, por su juventud y su lozanía, estaba en condiciones de proporcionarle muchos más. Los genios del destino les sonreían.
La mitad de los mercenarios contratados para las campañas contra los sasánidas y contra los usurpadores fueron licenciados y regresaron a sus aldeas en Armenia, en Siria o a los campamentos de sus tribus beduinas en el desierto árabe, todos con una considerable paga en sus bolsas tras haber jurado lealtad eterna a Odenato. Antes de la partida fueron congregados a un gran banquete en la explanada de las afueras de la puerta de Damasco, donde se asaron corderos y bueyes, corrió con abundancia el vino blanco de Grecia y el rojo de Siria y Anatolia y se cantaron canciones de guerra y de victoria.
Zenobia, que había parido a su segundo hijo hacía apenas un mes y ya se encontraba repuesta, se unió a la fiesta como un soldado más.
Giorgios departía con algunos de los comandantes de la caballería, uno de los cuales acababa de vencer en la carrera de caballos que se había celebrado antes del banquete y en la que habían participado los mejores jinetes del ejército palmireno; entre ellos estaban el joven príncipe Hairam, que había sido derrotado, pese a disponer de uno de los mejores caballos, y que alardeaba del ardor en la cama de sus tres esposas persas como un pavo real. Uno de los comandantes le recomendó moderarse, pues ocurría a veces que demasiada práctica podía acarrear impotencia. Hairam le respondió que era joven y que su virilidad era capaz de satisfacer a tres de sus concubinas cada noche, y que, en cualquier caso, si en alguna ocasión desfallecía, sabía de un remedio afrodisíaco infalible. Consistía en tomar un brebaje elaborado con el jugo del guiso de un lagarto escinco mezclado con granos de jaramago, aceite de mirra y pimienta, un preparado también efectivo para otros males, pues aplicado en forma de apósito servía para curar las heridas provocadas por flechas envenenadas. Ante las bravuconadas de Hairam, Meonio sonreía y animaba a su sobrino aplaudiendo todas sus ocurrencias.
Entonces la vio acercarse. Atardecía y el sol del noveno mes del calendario romano teñía de rojo las colinas de Palmira, que parecían esculpidas en fuego. Vestía unos pantalones de seda verde y se ceñía el cuerpo con una faja de seda de color púrpura de la cual colgaban varios engarces de piedras preciosas entre las que destacaba, justo en el centro, a la altura del vientre, un enorme broche en forma de caracol, un regalo de Odenato, la joya más exquisita de las capturadas en el tesoro de Sapor.
—¿Estáis disfrutando de la fiesta? —les preguntó Zenobia.
Los soldados respondieron con afirmaciones, algunos balbuceando ante la presencia de la mujer a la que tanto admiraban.
—Mi señora —tomó la palabra Giorgios—, ha sido un enorme privilegio servir a las órdenes de tu esposo.
—Acompáñame, general.
Zenobia dio unos pasos y se giró hacia Giorgios, que permanecía quieto al lado de sus comandantes.
—¿Acaso te da miedo una débil mujer? —le preguntó.
—No, no, por supuesto que no, señora.
Meonio miró al ateniense conteniendo su ira. Aquel extranjero parecía haberse ganado el favor de Zenobia, mientras él, aspirante en silencio al trono de Palmira, siempre había sido ignorado por la esposa de su primo.
Zenobia esperó a que Giorgios llegara a su lado e iniciaron un paseo hacia las palmeras, ante los ojos celosos de Meonio.
—Háblame de Atenas —le pidió.
—Es la ciudad más brillante del mundo, señora. Sus templos, sus teatros y sus escuelas no tienen igual en ninguna otra ciudad del Imperio, aunque creo que en los últimos tiempos han cerrado algunas debido a la inseguridad provocada por los ataques de los bárbaros y por las penurias económicas, pero Atenas resurgirá de nuevo, cual el Ave Fénix.
—¿Es más hermosa que Palmira?
—En Atenas están la Acrópolis, con sus magníficos templos, el ágora, el gran teatro donde estrenaron sus obras Sófocles, Eurípides y Aristófanes, el inacabado templo de Zeus, la Academia de filosofía que fundara Platón… Pero en Palmira estás tú, mi señora —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—; sólo por eso, creo que Palmira supera a Atenas y a cualquier otra ciudad del mundo.
Giorgios miró a Zenobia a los ojos, esos ojos negros y brillantes que irradiaban un vigor extraordinario. La suya era la mirada de una diosa; sí, así debían de ser los ojos de las diosas del Olimpo, pensó.
El intenso perfume de esencia de áloe y narciso que se había aplicado Zenobia inundó la nariz de Giorgios, que volvió a contemplarla y a admirar su increíble belleza, su sonrisa, sus dientes perfectos e inmaculadamente blancos y su cabello negro irisado de reflejos azulados. Le sobrevino la tentación de abrazarla y besarla, pero se contuvo. Era la esposa de su señor, de Odenato, del hombre que lo había ascendido al rango de general de la caballería palmirena y que le había otorgado toda su confianza.
Además de su hermosura, había algo en aquella mujer que lo atraía como la magnetita al hierro. Desde luego admiraba su talle de diosa, sus caderas ahora más rotundas tras los dos partos, su cintura estrecha y su vientre firme, sus pechos redondos y armoniosos, y sus brazos y sus piernas como cincelados en mármol por los mismísimos Fidias o Praxiteles, pero, sobre todo, relucía su espíritu, un espíritu fascinante que la rodeaba con un aura que hubiera envidiado el más noble de los dioses del cielo.
—Me halagas, general.
—Ya sabes cuánto te admiramos todos los palmirenos, señora.
—Tú eres griego.
—Desde ahora, también me considero un palmireno más.
—Esta ciudad es acogedora para los que vienen a contribuir a su grandeza; y tú la has ayudado mucho con tu espada. Mi esposo te tiene en gran estima. En alguna ocasión me ha dicho que tu presencia en el ejército ha sido muy importante para nuestras victorias sobre los sasánidas.
—Agradezco las palabras de tu esposo, señora, pero Odenato ya los derrotó en ocasiones anteriores sin mi ayuda, y, si he de serte sincero, creo que tú has sido la causa principal de tantos triunfos.
—¿Yo, una mujer?
—Sí, tú, señora. Si les preguntaras uno a uno a nuestros soldados y fueran sinceros en sus respuestas, te confesarían que fuiste tú la razón esencial de su empeño en cada una de las batallas. Te veían a su lado, vestida como ellos, con tu casco de combate de plata adornado con las plumas escarlatas y querían ofrecerte todas las victorias. Te aseguro que no hubiéramos luchado con tanto vigor y tanta fuerza si tú no hubieras estado allí cada vez que nos enfrentamos con los persas.
—Creo que exageras, general.
—En absoluto, mi señora. Dura Europos, la principal fortaleza de Roma en Mesopotamia, fue arrasada sin remedio pese a sus formidables muros, y las siete mejores legiones que pudo reunir Valeriano fueron desbaratadas por el ejército de Sapor. Entre los defensores de Dura Europos o entre los soldados de aquellas siete legiones no había hombres ni más cobardes ni más débiles que entre los nuestros, ni, probablemente, eran peores sus estrategas. La diferencia en esos combates, mi señora, es que los palmirenos te tenían a ti y los romanos no. En ti contemplan una señal, el símbolo vivo de Palmira, y han luchado a muerte por ese símbolo, por ti. Puedo asegurarte que jamás he visto batirse a nadie con el vigor con el que esos soldados han luchado bajo los estandartes palmirenos. Y sé muy bien que la razón de semejante entrega en el combate has sido tú.
—¿Estás casado? —Zenobia cambió el tema de la conversación y el tono de sus palabras.
Habitualmente, y pese a su juventud, la señora de Palmira tenía un timbre de voz claro y rotundo, semejante al de un varón seguro de sí aunque modulado con la delicadeza de una dama, pero en aquellos momentos sonaba dulce y melodioso, como el susurro de una poetisa recitando unos versos delicados y líricos.
—No, no tengo esposa. Mi vida ha transcurrido en una continua guerra, entre cuarteles, fortalezas y batallas. Además, a los soldados romanos se les prohíbe contraer matrimonio, aunque esa norma no suele cumplirse nunca; en la frontera del Danubio había muchos legionarios casados y nadie les impedía tener cerca a sus esposas, a las que visitaban a menudo, en aldeas próximas al campamento. Las autoridades de las legiones suelen hacer la vista gorda en estos casos y permiten que los legionarios lleven consigo a sus mujeres y a sus hijos, que se instalan en poblados junto a los campamentos sin que nadie se lo impida.
»Todo hombre necesita una mujer a su lado. Aunque algunos de entre los más grandes filósofos griegos estiman que las mujeres distraen la atención y que lo más conveniente para un sabio es permanecer célibe y alejado de ellas.
—Por como peleas, no pareces uno de esos filósofos —comentó Zenobia.
—No lo soy. Cuando era un adolescente, mi padre dispuso que estudiara en la Academia de Atenas, y durante tres años asistí a las clases de filosofía y gramática que allí se impartían. Pero cuando los godos invadieron Grecia y asesinaron a mi familia, la diosa Atenea, la que concede el don de la sabiduría a los elegidos, se olvidó de mí. Tal vez por la ira que me invadió o por los deseos de venganza que brotaron en mi corazón, fue Ares, nuestro dios de la guerra, el que, al parecer, intervino para marcarme con el signo de los guerreros.
—¿Has conocido a muchas mujeres? Los soldados tenéis fama de ser muy promiscuos en el amor.
—Puedo asegurarte que no es así. Si no estamos en campaña o en guerra, la mayor parte de nuestro tiempo la dedicamos a prepararnos para el próximo combate, porque hay una batalla a la vista que te espera con la muerte siempre al acecho, deseando cobrar su precio en sangre. En este peligroso oficio, si aprecias en algo tu vida, debes permanecer constantemente en guardia. Si te relajas un instante, si no ejercitas tus músculos cada día, si no mejoras tu técnica de esgrima y no mantienes despiertos tus reflejos, te aseguro que no saldrás vivo de la siguiente batalla. En un trabajo tan expuesto como este resta poco espacio para el amor. Conozco a legionarios que han servido veinte o veinticinco años en el ejército y los han pasado esperando el día de su licencia, para entonces, si han conseguido ahorrar algunos sestercios, regresar a su tierra natal, comprar una finca, buscar una esposa y convertirse en campesinos; algunos lo han logrado cuando comenzaban a rayar la ancianidad, pero otros muchos han dejado su vida en el camino.
—Tú eres un hombre apuesto, seguro que tienes mucha experiencia en el amor —insistió Zenobia.
Giorgios se acercó hasta colocarse apenas a un palmo de distancia de ella. Ahora, además del aroma de su perfume, podía sentir su aliento, fresco y dulce. Lo invadió un ardiente deseo de besarla. Levantó despacio el brazo derecho y dirigió la mano hacia el rostro de Zenobia, pero se detuvo antes de acariciarlo. Sus dedos casi rozaban la piel de la joven princesa, que el general intuía suave y cálida.
—Yo sí tengo esposo —le dijo Zenobia.
Giorgios retiró despacio su brazo pero, antes de que acabara de hacerlo, Zenobia le cogió la mano y la dirigió al centro de su pecho, justo debajo del cuello. Tal y como él había imaginado, su piel era sedosa y tersa.
—¿Has sentido algo parecido ante otra mujer?
—No he conocido a ninguna como tú, mi señora. —Giorgios tomó la mano de Zenobia y la besó—. Y no creo que exista otra semejante en ningún lugar del mundo.
El sol comenzó a ocultarse tras los cerros rocosos del valle de las tumbas y las hojas de las palmeras se tiñeron de violeta, como las doradas arenas del desierto.
Regresaron caminando hacia el improvisado campamento donde continuaba la fiesta. Giorgios se detuvo unos cien pasos antes de llegar hasta el círculo de fogatas y esperó a que Zenobia llegara hasta el grupo donde estaban su esposo y los altos oficiales del ejército.
Odenato y Zabdas reían a carcajadas recostados sobre esterillas de fieltro alrededor de una fogata en la que, ensartados en enormes espetones, se asaban algunas aves y varios corderos; a un lado bailaban varias muchachas al son de las desacompasadas palmas de los soldados y de la música de cítaras, rabeles y tambores.
Meonio bebía vino de una copa de plata mientras observaba cómo Zenobia, que acababa de dejar a Giorgios, se acercaba hacia ellos. Se acomodó al lado de su esposo, que la besó con delicadeza, y los soldados la vitorearon alzando sus copas de vino y brindando por su prosperidad y la de Palmira.
En la distancia, el ateniense contempló la fiesta durante un largo momento; luego se alejó cabizbajo y regresó a la ciudad rumiando su melancolía. Su corazón latía como el de un corcel desbocado en la carrera.
Zenobia acababa de desayunar con Odenato y se dirigían hacia el gabinete donde ella recibía sus clases matinales.
—Pablo de Samosata sigue ejerciendo de patriarca de los cristianos de Antioquía —le dijo Odenato—. Ha vuelto a pedirme ayuda. Dice que se siente en peligro y que vive amenazado.
—¿Y qué más puedes hacer? Ese hombre es un problema.
—Pretendo convertir Palmira en un centro de cultura y para lograrlo he invitado a que se instalen aquí a intelectuales sirios, griegos, egipcios e incluso romanos. Mi plan es crear una escuela de sabios en torno a la corte y que tú y nuestros hijos recibáis la mejor instrucción posible. Pablo de Samosata es un intelectual muy relevante, del cual admiro su capacidad para la retórica. Tal vez debería convencerlo para que renunciara a su patriarcado de Antioquía y se instalara aquí en Palmira.
—Si lo que pretendes es convertir Palmira en un centro de cultura, tendrás que traer a hombres tolerantes con todas las creencias, y Pablo, a lo que parece, no lo es. Su presencia, lejos de lo que pretendes, no haría sino entorpecer la política que pretendes de acercamiento entre los distintos cultos que se practican en Siria.
—Pablo es un hombre letrado, erudito, cultísimo y con notables conocimientos teológicos, pero su perversa desviación de la ortodoxa cristiana y su carácter soberbio y colérico lo han convertido en un personaje incómodo. Desde Antioquía ha llegado una carta de la comunidad cristiana dirigida a mí como dux de esta provincia en la que se denuncia el comportamiento que ha mostrado tanto como patriarca cristiano como procurador civil. Según me dicen, Pablo se ha rodeado de una guardia personal formada por una docena de mercenarios violentos y brutales que lo acompañan a todas partes como si se tratara de una jauría de feroces perros guardianes, y también afirman que ha convertido su dignidad patriarcal y su cargo como procurador ducenviro en una sinecura personal, desde donde favorece a los amigos y persigue los que no le rinden la pleitesía que exige a todos los cristianos e incluso a otras gentes no cristianas de la ciudad.
—Es decir, que ese sacerdote cristiano está actuando como un verdadero tirano —concluyó Zenobia.
—Así es. Incluso ha llegado a construirse en el templo cristiano donde radica la sede patriarcal que él ocupa una tarima de madera sobre la que ha ordenado colocar un trono, al estilo de los emperadores, desde donde dicta sentencias como procurador, rodeado de un público fiel que lo jalea como si se tratara del juez supremo del más alto e inapelable de los tribunales.
Los dos esposos llegaron al gabinete, donde Longino estaba sentado a la mesa, preparando la clase que iba a impartir a Zenobia.
El preceptor dejó sobre la mesa su tablilla de cera, donde había tomado algunas notas, y se incorporó respetuoso al ver aparecer a los dos esposos.
—¿Qué opinas de los cristianos? —le preguntó de sopetón Zenobia.
—¡Ah, esos…! Los considero una secta de fanáticos alocados que adoran a un absurdo hombre-dios del que aseguran que murió en la cruz en tiempos del emperador Tiberio.
—¿Y de sus diversas sectas y sus internas diferencias doctrinales?
—Son gentes extrañas, divididas en varios grupos enfrentados entre ellos. Los hay que creen en una especie de divinidad trinitaria compuesta por tres deidades, o «personas» como ellos las llaman, una de las cuales fue ese tal Jesucristo, el hombre-dios al que adoran en sus altares y del que dicen beber su sangre y comer su carne en sus horrendas ceremonias iniciáticas; en cambio, otros consideran que Cristo sólo fue un hombre designado por Dios para transmitir un nuevo mensaje, que llaman Evangelio, a toda la humanidad. Todos ellos resultan exaltados y vehementes en defensa de sus irracionales creencias y, aunque son capaces de matarse entre ellos por la más inocua de las nimiedades, están de acuerdo en no admitir la menor idea que provenga de otras religiones.
—¿Crees que hay que vigilarlos?
—Yo no les prestaría demasiada atención, aunque hay quien estima que hay que estar atentos y controlarlos muy de cerca porque, si pudieran, se convertirían en los dueños del mundo y dictarían lo que se debe hacer y lo que debe prohibirse.
—Yo no los considero tan irrelevantes —asentó Zenobia.
—Mi esposa tiene razón —terció Odenato, que asistía con cierto interés a las preguntas de Zenobia y las respuestas de Longino—. Su número crece de manera constante en toda Siria; hasta Palmira han llegado algunos de ellos predicando la doctrina de su fundador. Al norte de Damasco hay aldeas en las cuales todos sus habitantes son miembros de esa secta; allí han levantado santuarios e iglesias donde rezan a una mujer llamada Tecla, que murió por su fe y a la que atribuyen la realización de numerosos milagros. Y en Antioquía son muy influyentes; su patriarca, Pablo de Samosata, incluso ocupa el cargo de procurador.
—A mí me repugnan, pero no me parecen demasiado peligrosos, al menos por el momento. Las autoridades romanas saben cómo tratarlos y los mantienen a raya; algunos de los más fanáticos han sido ejecutados a causa de su rechazo al poder del emperador o por atentar contra nuestros dioses y nuestros ritos. Dicen que incendiaron Roma en tiempos del emperador Nerón y que desde entonces abogan por acabar con el Imperio de los Césares para instaurar lo que llaman el reino de su dios en la Tierra. Algunos de ellos son unos locos exaltados. Hace años vivió en el norte de África uno de los más radicales: se llamaba Tertuliano y era muy violento en la defensa del cristianismo.
—Pero en los últimos años su número está creciendo, y mucho; se asegura que el porcentaje de cristianos también es muy notable en Roma y existe una pequeña comunidad de cristianos incluso aquí, en Palmira.
—Mi señora, durante el tiempo que llevo en esta ciudad he comprobado que conviven adeptos a la mayoría de los credos y religiones conocidas en el mundo. En estos dos años en Palmira me he encontrado con judíos seguidores de la Torá que transmitiera su profeta Moisés; poseen incluso una pequeña sinagoga donde acuden a rezar todos juntos los viernes al atardecer. También he visto a los adoradores del fuego, que veneran a su profeta Zaratustra. En el mercado no faltan comerciantes árabes llegados de los desiertos del sur que adoran a espíritus de la naturaleza que consideran que habitan en lugares significados como fuentes, ríos, palmeras e incluso grandes piedras y creen que todos sus dioses residen en un recinto sagrado en un lejano oasis de Arabia al que llaman La Meca, donde acuden en peregrinación para purificarse con las aguas de una fuente sagrada que mana de un pozo salino. La misma religión de los palmirenos admite en su ritual a no menos de setenta dioses; todas las religiones se basan en asertos humanos, pero la divinidad sólo suele inspirar a los que buscan algún destello de su luz con el corazón abierto y sincero. Hoy tenía preparada para ti una lección en la que te iba a explicar que Platón ya aseguraba que los hombres no podíamos observar la realidad del mundo de manera directa sino a través de sus sombras. Creo que eso es precisamente lo que les ocurre a los cristianos, que sólo han contemplado difusas sombras pero creen que han estado en presencia de la luz. Confunden las cosas y toman el oscuro reflejo de la realidad por la realidad misma, y tratan de imponer sus creencias erradas a todos los demás. Y creo que, si pudieran, las impondrían a la fuerza.
—Sabes mucho de ellos para no prestarles importancia —intervino de nuevo Odenato.
—Mi señor, es necesario conocer a los enemigos para combatirlos en igualdad, y te aseguro que los cristianos consideran como enemigos de todos a cuantos no siguen a ciegas sus absurdos dogmas.
—Está claro que no te gustan —constató Zenobia.
—No me gustan todos cuantos desean imponer sus creencias religiosas, ni los que se consideran portadores de la verdad única e inalterable. Si los romanos han logrado construir un imperio tan enorme y mantenerlo unido durante tanto tiempo ha sido, además de por su fuerza militar, por haber permitido que cada uno de los pueblos que han ido conquistando pudiera practicar su propia religión y sus ritos peculiares. Ningún dios ha quedado excluido de los altares de Roma; en el mismo centro de esa ciudad existe un templo circular dedicado a todos los dioses y en él han reservado un ara «al dios desconocido». Lo construyeron para dejar constancia de que admitían a todas las divinidades, del tipo que fueran y vinieran de donde viniesen. No creo que ningún gobierno mundano haya consentido algo semejante jamás.
—Te hemos preguntado por los cristianos porque tenemos un grave problema con uno de ellos —dijo Odenato—. Ya imaginas que las quejas se refieren a Pablo de Samosata.
—Mi esposo aceptó proteger a Pablo y lo designó para ese importante cargo porque admiró que hubiera hombres dispuestos a morir por sus ideas, pero ahora se ha convertido en un estorbo. ¿Qué crees que deberíamos hacer con él?
—Conozco bien el caso, mis señores. Entre la comunidad de los cristianos no todos piensan lo mismo con respecto a sus sagrados dogmas. Las diferencias fundamentales entre ellos estriban en la concepción de la naturaleza de Jesucristo, el rabino judío fundador de la secta.
—En una ocasión, Pablo de Samosata nos confesó a mi esposo y a mí que él creía que Dios era uno solo y no trino, y que consideraba a Cristo como al más excelso de los profetas, pero no como al mismo Dios. Entonces no entendí lo que pretendía explicarme.
—Por eso lo han denunciado la mayoría de sus feligreses de Antioquía, porque consideran que las ideas que defiende Pablo son propias de la peor de las herejías, y que con ellas se aleja del seno de la mayoría de la Iglesia cristiana.
—¿Estimas entonces que deberíamos deponerlo de su cargo como procurador y de su dignidad como patriarca? —le preguntó Odenato.
—Los pocos cristianos que viven aquí, en Palmira, tampoco están de acuerdo con las ideas de Pablo, y me temo que eso puede convertirse en un foco de conflictos —supuso Zenobia.
—En ese caso, yo no me fiaría de Pablo de Samosata y le ordenaría que se abstuviera de promover nuevos enfrentamientos en Antioquía —aconsejó Longino.
Pocos días después, Odenato envió una carta a Pablo de Samosata en la que le ordenaba que tratara de evitar conflictos públicos a causa de su credo religioso, pero lo ratificó como procurador ducenviro porque ejercía el cargo con autoridad y firmeza.
A finales del verano arribaron a Palmira dos grandes caravanas en una misma semana; una procedía del sur, del reino del Yemen, una región feraz y próspera que los romanos denominaban la Arabia Feliz, y otra del este, de la lejanísima China, la región donde se fabricaba el hilo de seda según una técnica que sólo allí se conocía. Hacía mucho tiempo que no entraba en la ciudad una cantidad tan grande de riquezas y productos a la vez.
Los mercaderes procedentes de China, que destacaban por sus ojos tan rasgados que parecían carentes de párpados, su cabello negro y lacio y su piel pálida, de color pajizo, conducían camellos que portaban numerosísimos fardos de los más lujosos tejidos de seda, telas de fina lana y del más delicado lino, sacos cargados de especias aromáticas como clavo y canela, perfumes y esencias embriagadores como sándalo y lavanda, y piedras semipreciosas como jade, ónice y ágata.
Los camellos árabes cargaban cestas de dátiles dulcísimos y almibarados de los oasis del sur de Mesopotamia, que pese a ser territorio sasánida comerciaba con Palmira de manera regular, sacas de cardamomo y pimienta, perlas del mar de Persia, rubíes y diamantes de la India y perfumes de algalia y áloe, y sacos de mirra e incienso; tras ellos, encadenados unos a otros, caminaban recuas de esclavos negros capturados en las misteriosas regiones interiores de las costas africanas del mar índico, al sur del cual decían que se acababa el mundo.
Giorgios fue convocado de inmediato al palacio del dux.
—General —Odenato señaló al griego una silla de tijera para que se sentara a su lado—, como bien sabes, los almacenes del mercado de Palmira están llenos de los productos más caros y lujosos de la Tierra. Esta ciudad debe su prosperidad, su misma existencia, al comercio de esos productos y al abastecimiento y a los peajes que pagan las caravanas que atraviesan este territorio, de manera que si queremos que Palmira siga siendo un emporio de riqueza debemos asegurarlos convenientemente. Nada aleja más a los comerciantes de su camino y de los negocios que la inseguridad y la duda. Por ello, debemos organizar un sistema de protección de esas ricas mercancías.
—Gracias a los dioses y a tu previsión ya disponemos de unas murallas para defendernos.
—Así es, general, pero las rutas de las caravanas hasta llegar a Palmira siguen siendo vulnerables y los mercaderes están expuestos en el camino a merced de cualquier osada banda de ladrones.
—No podemos levantar muros a lo largo de todas las rutas, mi señor.
—Muros de piedra y argamasa no, pero podemos dejar constancia de que estamos dispuestos a proteger a los mercaderes y a perseguir a los bandidos hasta el último rincón donde se escondan.
—¿Y qué pretendes que haga?
—Quiero enviarte a una misión. Irás hasta Arabia con algunos soldados palmirenos y varios guías para demostrar que defenderemos con nuestra presencia a lo largo de las rutas comerciales hacia el sur a nuestros mercaderes y a los de otras naciones que deseen venir hasta Palmira. Ya no somos una pequeña ciudad de comerciantes, ganaderos y campesinos de oasis. Nos hemos convertido en referencia y ejemplo para medio mundo por nuestras victorias ante los persas; somos admirados y debemos aprovechar que la gente nos contempla para aumentar nuestro prestigio y nuestra riqueza.
—¿A Arabia? ¿Y qué debo hacer en Arabia?
—Recorrerás la ruta de las caravanas hasta Bosra, y de allí, por la calzada que en su día construyeron los legionarios romanos entre Damasco y el Mar Rojo, seguirás hasta Eliat y Petra, la ciudad de los nabateos, desde donde continuarás hacia el sur, hasta las ciudades de Yathrib y La Meca, en la Arabia interior. Elige a una docena de soldados para la expedición; te acompañarán además tres guías caravaneros que conocen bien esos caminos y la ubicación de los pozos de agua. En cada ciudad en la que recales hablarás de las riquezas de Palmira, de nuestra hospitalidad, de nuestra firme voluntad de asegurar las rutas comerciales y de los enormes beneficios que aguardan a quienes acudan a comerciar con nosotros; y, si es posible, acordarás pactos y tratados previamente estipulados.
—Yo no soy un comerciante, mi señor, nada sé de productos, mercancías o negocios.
—No te será necesario, sólo deberás llevar nuestro mensaje a esas ciudades.
—¿Eso es todo? —preguntó Giorgios.
—Sí, eso es todo. A menos que desees romper tu contrato como soldado de Palmira y marcharte de aquí.
—Ya soy un palmireno más. Quedo a tus órdenes, mi señor.
El griego se retiró extrañado. Aquellas órdenes no eran nada concretas y no parecía necesario desplazar a una quincena de hombres a una expedición que tardaría meses en completarse.
Giorgios quiso comentárselo a Zabdas.
El gran general había salido a cazar a las montañas del norte, a las laderas del monte Rujmain, entre los bosquecillos de lentiscos, terebintos y arces en donde en aquellos días abundaban los osos, las gacelas y los jabalíes. A su regreso, Giorgios le explicó los planes de Odenato.
—No sabía nada —respondió el generalísimo de Palmira tras escuchar a su lugarteniente.
—No lo entiendo, general. ¿A qué crees que obedece semejante plan?
—Si Odenato lo hubiera pensado hace algún tiempo, supongo que me lo hubiera comentado… —Zabdas dudó—. No sé, tal vez haya ocurrido algo en mi ausencia que lo haya inclinado a tomar esa determinación. Puede haber sido idea de Zenobia.
—¿Zenobia? ¿Qué tiene que ver ella en todo esto? —le preguntó Giorgios.
—No te había dicho nada porque no le concedí ninguna importancia, pero corren algunos rumores entre los soldados…
—¿Rumores…? ¿Qué quieres decir?
—Algunos soldados vieron que te alejabas a solas con Zenobia el día que celebramos la fiesta de despedida de los mercenarios. Aseguran que os adentrasteis en el palmeral y que tardasteis algún tiempo en regresar.
—Vaya, de eso se trata… ¿Quién te lo ha contado?
—Meonio.
—Sí, es cierto. Yo estaba conversando con un grupo de oficiales de caballería cuando se acercó la señora. Me pidió que la siguiera y nos alejamos un centenar de pasos de allí.
—¿Los dos solos?
—Sí, los dos solos, pero te aseguro que no nos ocultamos.
—¿Y qué ocurrió?
—Nada, absolutamente nada. Hablamos de Atenas y de Palmira, de la belleza de nuestras dos ciudades…
—¿Y después?
—¿Es esto un interrogatorio, general?
—Es la conversación entre dos amigos, Giorgios, tan sólo eso.
—Después hablamos de mi soltería. Le expliqué que mi vida había estado dedicada al ejército y que ni siquiera había tenido tiempo para pensar en el matrimonio.
—Cometiste un error. Los árabes, y Odenato es el más insigne de todos nosotros, entendemos que un hombre no debe entrometerse con una mujer casada.
—Yo no hice otra cosa que acatar la voluntad de Zenobia. Fue ella la que me pidió que la acompañara en ese inocente paseo. Te juro por la memoria de mis padres que no hice nada de lo que deba arrepentirme. Esa mujer es hermosa, muy hermosa, y cualquiera se volvería loco por ella; pero sé respetar la propiedad de otro hombre. Créeme; ya hemos hablado de ello en alguna otra ocasión.
—Procuraré enterarme de qué es lo que ha motivado esta expedición; te mantendré al corriente.
—Gracias, general, yo también te transmitiré cuanto sepa —concluyó Giorgios.
Tal cual Giorgios imaginaba, había sido Meonio quien había planteado a Odenato la conveniencia de enviar una expedición diplomática a Arabia y también fue idea suya que la dirigiera el ateniense. Zabdas informó a Giorgios de la conversación que acababa de mantener con Odenato.
—¿Qué supones que ha motivado esa decisión? —le preguntó Giorgios.
—Creo que Meonio desea alejarte de Palmira, al menos por algún tiempo.
—¿Cómo represalia? No me cae bien, pero yo no le hecho nada a ese hombre.
—No, como represalia no, más bien como forma de eludir la tentación.
—Yo no…
—Tu tentación no, me refiero a la de Zenobia. Meonio es un tipo sagaz y muy listo. Se ha dado cuenta de cómo te mira cuando coincides con ella en alguna ceremonia. Yo también he percibido esas miradas, porque no lo hace de la misma manera con los demás hombres de Palmira. —Zabdas observó a su alrededor y bajó la voz. Los dos generales caminaban por la gran calle porticada; atardecía pero todavía quedaban algunos mercaderes retrasados recogiendo sus tiendas mientras otros consumían los últimos bocados de sus cenas en los mesones—. Júrame que no dirás nada de esto a nadie, júramelo por todos los dioses de tu Olimpo.
—Lo juro.
—Escucha entonces y cree cuanto te digo: Zenobia no eligió a Odenato como esposo. Fue él quien se prendó de ella cuando esta era todavía una adolescente. Odenato la tomó como segunda esposa pero la convirtió en la principal y obligó a la primera, la madre de su primogénito y heredero Hairam, a exiliarse de Palmira y a recluirse en una perdida aldea cerca de Damasco. Odenato podría disponer de un harén con las más bellas mujeres de Oriente, pero desde que se casó vive apasionado con su joven esposa, que lo tiene absolutamente obnubilado y rendido. Para ello, Zenobia utiliza a su conveniencia los delicados atributos que los dioses han otorgado a las mujeres.
—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Giorgios.
—La seguridad de esta ciudad depende de mí, y Odenato es el primero al que debo proteger. Estoy al corriente de cuanto le sucede; dispongo de informadores en cada rincón del palacio, donde nada ocurre sin que yo me entere de inmediato. Zenobia no se entrega a su esposo todas las noches, ni siquiera aquellas en las que él la requiere, que son casi todas. La señora administra sus dosis de amor con preciso cálculo. Así, deja a Odenato dos y hasta tres semanas sin acostarse con ella y sólo cuando ella lo desea le permite poseerla. Pero luego vuelve a mantenerlo en abstinencia de su cuerpo durante varios días de nuevo, con lo cual controla los deseos y la voluntad de su esposo a su antojo. Una de sus criadas me confesó que Zenobia suele aguardar a que pase el período de la menstruación y entonces copulan un par de días seguidos, tres o cuatro a lo sumo, y sólo durante aquellos en los que es más fértil y propensa a quedarse encinta. Con esa actitud da la impresión de que sólo desea de Odenato que la deje preñada.
—Ese comportamiento resulta extraño en una mujer tan hermosa y que debe sentirse tan deseada por tantos hombres.
—Pues así es. Sus doncellas la califican como una mujer extremadamente casta, a la que no le atrae el sexo. Uno de los eunucos de servicio en palacio me ha confesado que de no haber sido por Odenato y su matrimonio, probablemente Zenobia se hubiera mantenido virgen, como esas jóvenes sacerdotisas que dicen que se consagran a la diosa Vesta en Roma. Al parecer, no siente deseos carnales hacia los hombres… o al menos no los sentía hasta ahora.
—¿A qué te refieres?
—A tu presencia, estúpido. Desde que estás aquí su comportamiento ha cambiado. Está más hermosa, más radiante si cabe, pero a la vez sus ojos rezuman una melancolía como jamás antes habían mostrado. Ella era fría y distante, pero desde que te conoce su mirada se ha tornado más cálida, más humana. Además, vuelve a estar embarazada; porta en su vientre el tercer hijo que le dará a Odenato este invierno.
—Pero si hace unas pocas semanas que acaba de parir a su segundo retoño.
—Pues ha vuelto a ocurrir. Cuando nazca ese niño, Meonio tendrá por delante a cuatro herederos que lo precederán en derechos al trono de Palmira; su esperanza de convertirse en soberano de esta ciudad se desvanecerá para siempre.
—¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?
—Meonio ha convencido a Odenato para que tú dirijas esa expedición a Arabia; quiere alejarte de aquí. Imagino que considera que si Odenato muere, Zenobia podría hacerse con el poder en Palmira, y si eso ocurriera y tú estuvieras a su lado…
—General, eres un tipo muy astuto.
—Además, en esta ocasión Zenobia ha estado de acuerdo con Meonio y ha propuesto a Odenato que seas tú quien encabece esa embajada a Arabia.
—¿Quiere perderme de vista?
—Creo que lo que no le gustará es que la veas preñada… por otro hombre.
Giorgios se estremeció. Hacía meses que sólo pensaba en esa mujer, en su cuerpo de gacela y en sus ojos como de vidrio negro. Cada vez que se acostaba con alguna de las prostitutas de los burdeles de Palmira o cuando seducía a alguna joven de la ciudad y la llevaba a su tálamo para fornicar con ella, cerraba los ojos e intentaba imaginar que era Zenobia la que ocupaba aquel lecho, y entonces su corazón se agitaba y su cuerpo se tensaba como la cuerda de un arco y cabalgaba sobre sus amantes con la fuerza de un purasangre lanzado a todo galope por la llanura. Pero cuando volvía a abrir los ojos y contemplaba a la hembra que estaba montando la realidad retornaba de golpe a su cabeza y sentía una tremenda angustia por no poseer a la mujer con la que soñaba, a la que probablemente nunca tendría entre sus brazos.