Capítulo X

Mesopotamia, verano de 262;

1015 de la fundación de Roma

A finales de primavera, justo antes de que las primeras cosechas fueran recolectadas, Odenato lanzó una nueva ofensiva contra los sasánidas. Si la del año anterior fue inesperada, en esta ocasión el ejército persa todavía estaba menos preparado si cabe. Sapor I había pasado todo el invierno refugiado tras las murallas de Ctesifonte, sin mostrar reacción alguna para evitar un segundo ataque de los palmirenos. El que Odenato se hubiera retirado de Ctesifonte el año anterior, sin probar siquiera un intento de asalto a la ciudad, había convencido al soberano sasánida de que la intención del palmireno no era otra que obtener un cuantioso botín. Por ello lo consideró poco más que un bandido, uno de aquellos jefes de las tribus árabes que se dedicaban a organizar partidas de bandoleros con las cuales asaltar pequeñas caravanas o saquear aldeas indefensas.

Pero Sapor se equivocó. Odenato no era un bandido y sus acciones no eran equiparables a las de los ladrones de caravanas. Un bandido se limitaba a saquear, a robar y a escapar corriendo para vivir de su rapiña. Odenato controlaba su ejército y mantenía la administración de miles de personas. Sus antepasados habían convertido una aglomeración de cabañas y tiendas de campesinos, pastores y camelleros en una ciudad magnífica, con sus magistraturas, su hacienda y su gobierno propio. Odenato había obtenido títulos que nadie había ostentado hasta entonces y era el único hombre en todo el Imperio que se codeaba de igual a igual con el emperador de Roma. Al frente de un puñado de palmirenos y con el refuerzo de algunos mercenarios había derrotado al gran emperador de Persia, había destruido sus principales fortalezas en Mesopotamia y había puesto en jaque al vencedor de las siete legiones romanas de Valeriano. No, no era un vulgar bandido sino un gran general, un audaz y valeroso soldado y un habilidoso estratega.

Por consejo de Giorgios, los soldados del ejército palmireno fueron provistos con un equipo de utensilios similar al de los legionarios. Cada soldado debía portar, además de sus armas, un petate en el que cupieran una capa y una manta de lana, un cazo y una sopera para la comida, una cantimplora con agua suficiente para tres días, comida para el mismo período de tiempo y, además, media docena de estacas de madera de seis palmos de largo, una soga de veinte pasos de longitud y un pico y una pala pequeños.

En apenas dos semanas desde que saliera de Palmira, el ejército de Odenato se plantó de nuevo, como el año anterior, en el corazón de Mesopotamia.

Cuando el soberano sasánida se enteró de la nueva cabalgada de Odenato, él mismo se instaló, con algunas de sus esposas, en un campamento que ordenó levantar a unas pocas millas al norte de su capital, dispuesto a hacer frente desde allí a la acometida de los palmirenos. No quería que sus súbditos lo tildaran de cobarde, como ocurriera el año anterior, cuando se refugió en la ciudad y no ofreció combate abierto a Odenato. Sin embargo cometió el error de salir de Ctesifonte antes de que sus generales pudieran desplegar y hacer operativos los regimientos de catafractas.

Gracias a sus espías, Odenato se enteró de que la caballería pesada sasánida seguía acuartelada en Ctesifonte. En cuanto llegaron a la vista del campamento del rey sasánida, ordenó atacar el pabellón de Sapor antes de que los catafractas estuvieran listos para el combate. Los palmirenos cayeron sobre los persas como un huracán. Sapor, que no esperaba el ataque, dispuso en primera línea de combate varios destacamentos de infantería integrados por campesinos inexpertos en la batalla, reclutados a toda prisa y a la fuerza. Apenas sabían combatir, carecían de temple y se arrugaron de miedo cuando vieron aparecer ante sus ojos a los fieros jinetes acorazados que encabezaba Giorgios, cuyo casco estaba adornado con unas garras de águila.

La carga cerrada de la caballería pesada palmirena arrasó las primeras líneas de la infantería enemiga y las dispersó con la misma facilidad que el vendaval arrastra las hojas secas en la tormenta.

Las lanzas de los jinetes palmirenos ensartaron a los atemorizados infantes persas, que, desprovistos de armadura, fueron masacrados sin piedad, mientras los jinetes de la caballería ligera, equipados con sus arcos cortos, asaeteaban a los que huían despavoridos. Centenares de horrorizados campesinos, utilizados como improvisados e inexpertos soldados, fueron liquidados en unos instantes, pues la mayoría quedó paralizada de terror y apenas ofreció resistencia. Los soldados persas veteranos, colocados en la segunda línea, algunos de ellos ya bregados en anteriores guerras contra los romanos, dudaron. Sin la defensa de los catafractas, que seguían en Ctesifonte, los generales de Sapor decidieron colocarse en la retaguardia y aquella maniobra fue interpretada por las mejores tropas persas como una retirada. Carentes del ánimo de sus jefes y abatidas las primeras líneas, los soldados veteranos dieron unos pasos atrás y abrieron su formación, quedando sus filas descolocadas y descompuestas. Entre ellas se coló Giorgios al frente de sus caballeros acorazados que, formando en cuña, rompieron por varios sitios el segundo frente de la infantería persa, ante lo que se produjo una desbandada general. El joven Hairam se condujo con valor en la batalla; aprendía rápido de la experiencia del griego, que en los combates siempre se mantenía cerca del primogénito de Odenato.

En unos instantes, la avanzada de la caballería pesada palmirena, que mantenía una posición cerrada y sólida en forma de rombo, alcanzó las primeras tiendas del campamento sasánida y el emperador Sapor, viéndose amenazado, huyó precipitadamente, abandonando a algunas de sus esposas y concubinas y no pocos tesoros que había llevado consigo al campamento para que sus soldados se convencieran de su determinación de resistir.

En cuanto las atribuladas tropas persas se apercibieron de la huida de su emperador, corrieron en desbandada alejándose del frente de aquella batalla. Odenato ordenó entonces que el ataque se concentrara en el campamento de Sapor a fin de recoger el botín abandonado allí mismo y para evitar la dispersión de su ejército.

Giorgios desplegó sus regimientos de jinetes acorazados en el flanco sur, formando una barrera de trescientos pasos de ancho a modo de protección de un posible contraataque de la caballería pesada persa, cuyos catafractas habían llegado tarde a la batalla y ni siquiera tuvieron la oportunidad de intervenir; estos, desorientados ante la falta de decisiones de sus generales y confusos por la huida desordenada de la infantería, se detuvieron al contemplar el formidable muro de jinetes acorazados palmirenos que había formado Giorgios.

Las dos formaciones de jinetes acorazados estaban ahora frente a frente. Los catafractas, que se consideraban herederos del batallón de los Inmortales, la guardia personal de los grandes emperadores persas del pasado, ofrecían un aspecto formidable. Sus grandes caballos, cubiertos de placas de acero, piafaban nerviosos ante la batalla que se intuía; a unos quinientos pasos de distancia, los palmirenos enarbolaban sus lanzas, todavía ensangrentadas tras haber masacrado a la infantería de Sapor. El rutilante estandarte rojo de Palmira tremolaba al viento.

—Preparados para rechazar su carga. Manteneos firmes y no dudéis. ¡Fuerza y honor! —gritó Giorgios para evitar cualquier atisbo de desánimo.

La carga de los catafractas parecía inminente, pero cuando los palmirenos ya la esperaban, los persas dieron media vuelta y se marcharon en busca de la protección de los muros de Ctesifonte sin siquiera amagar con un envite.

Mientras los persas se alejaban hacia el sur rodeados por los restos de la infantería, Zabdas percibió la maniobra de su subordinado y se ratificó en que había sido una decisión muy acertada nombrar a aquel griego como su segundo.

Acabada la batalla, con los sasánidas desbaratados y en retirada, Odenato se dirigió al pabellón de Sapor, una enorme tienda de fieltro y seda en la que algunos soldados custodiaban las ricas posesiones que había abandonado su dueño.

—Señor —informó Zabdas—, hemos encontrado media docena de cofres cargados de objetos de oro, plata, piedras preciosas y perlas; y a treinta mujeres. Todas dicen que son esposas de Sapor, aunque creo que algunas son criadas y esclavas.

—Veamos. —Odenato entró en el enorme pabellón imperial, decorado con los emblemas de la dinastía sasánida y con tapices bordados en seda con escenas de animales y flores.

En el centro de la estancia principal, separada del resto mediante pesados cortinajes de lino, se habían colocado las seis arcas y a un lado se agrupaban las bellísimas mujeres, custodiadas por soldados que las observaban asombrados. Odenato comprobó uno a uno el contenido de los baúles.

—Dice uno de los escribas que contienen tesoros por un valor de no menos de millón y medio de sestercios —informó Zabdas.

—¿Puedo quedarme con algunas joyas y con tres de esas mujeres? —preguntó Hairam, entusiasta admirador de todo lo persa.

—La mitad de este botín se repartirá entre los soldados, incluidos los que se han quedado custodiando Palmira. Con el resto financiaremos las obras de abastecimiento de agua, como prometí. Si todavía sobra dinero, levantaremos un nuevo templo en Palmira —decidió Odenato ignorando la petición de su primogénito.

—¿En honor a qué dios? —preguntó Zabdas.

—En el de todos los dioses, como el que dicen que existe en Roma.

Giorgios entró en el pabellón.

—Sapor ha huido hacia Ctesifonte protegido por los catafractas; deberíamos perseguirlo, tal vez podamos darle alcance todavía —propuso.

Odenato lo miró contrariado. Acababa de darse cuenta de algo que Giorgios había intuido desde el principio del ataque: el abandono del pabellón imperial había sido una treta de Sapor para distraerlos y retardar el avance de los palmirenos, y así ganar tiempo para escapar con sus mejores tropas intactas. Si lo hubieran perseguido en lugar de detenerse para apoderarse del botín, es probable que ahora no sólo tuvieran ese tesoro en sus manos, sino también al propio Sapor y todas las riquezas de Persia.

Solo Giorgios se había apercibido de ello en el fragor del combate y, además, había ordenado a sus jinetes que se colocaran en guardia por si la maniobra de Sapor encerraba una trampa y decidía regresar con tropas de refresco aprovechando que los palmirenos estaban distraídos con el saqueo del campamento, una táctica que habían utilizado con éxito grandes generales en el pasado.

Odenato había cometido un error estratégico, pero sólo Giorgios y Zabdas se habían percatado de ello.

—Reagruparemos las tropas y descansaremos aquí esta noche. Mañana continuaremos hacia Ctesifonte. General —le ordenó a Giorgios—, encárgate de organizar los turnos de la guardia de noche.

—¿Qué hacemos con estas hermosas mujeres, señor? Algunas de ellas son esposas imperiales —preguntó Zabdas.

—No merecen pertenecer a un cobarde. Hairam —Odenato se dirigió a su hijo—, elige a las tres que más te gusten y quédatelas, pero no cojas ni una sola de esas joyas; y si a alguno de vosotros, mis generales, os apetece alguna de esas mujeres, tomadla. Las demás vendrán con nosotros a Palmira. Creo que habrá comerciantes dispuestos a casarse con las que han sido esposas de un rey.

Meonio, que había asistido a esa escena con una irónica sonrisa en sus labios, se acercó hasta Giorgios y le susurró:

—Ese muchacho —se refería a Hairam— no será un buen gobernante; le gusta demasiado el lujo y un soldado debe regirse por la disciplina y la austeridad.

Giorgios se volvió hacia el primo de Odenato, que sonreía como un perro, con ese rictus propio de los cínicos y los cobardes.

—Todavía es peor un aspirante ambicioso y ávido de poder que un gobernante al que le atraiga lo bello.

Ante la respuesta del general, Meonio apretó los dientes y torció el gesto.

Las imponentes murallas ocres de Ctesifonte seguían siendo un obstáculo insalvable para el ejército palmireno.

Odenato las contemplaba con impotencia desde la llanura regada por el curso del río, entre feracísimas huertas y frondosos palmerales. Además de por los poderosos muros, la capital de Sapor estaba defendida por profundos fosos y trincheras que la convertían en un objetivo muy difícil de conquistar.

—De nuevo estamos aquí. ¿Qué sugieres ahora, Zabdas? —preguntó a su general.

—Tenías razón, mi señor, con nuestras fuerzas no podemos conquistar esa ciudad. Apenas disponemos de capacidad para mantener un asedio que se volvería contra nosotros si Sapor concentrara aquí a tropas procedentes de diversas provincias de su Imperio. Observa sus muros y sus defensas… Serían necesarias decenas de máquinas de asalto, las más potentes catapultas y, sobre todo, varios miles de hombres más para intentar el asalto a Ctesifonte. Y si lográramos romper esos muros y ocupar la ciudad, ¿qué haríamos luego? ¿Cómo la mantendríamos en nuestro poder? Es probable que dentro de esas murallas haya más de doscientas mil personas; veinte por cada uno de nuestros soldados. Acertaste cuando hablaste de ello durante la campaña del año pasado. Hemos causado otra importante derrota a Sapor y le hemos demostrado que podemos vencerlo en campo abierto una y otra vez. No creo que se atreva a lanzar una contraofensiva sobre Palmira o sobre cualquier otra ciudad de Siria en mucho tiempo. Nuestros soldados están contentos por la victoria y alegres por el reparto del botín que les has prometido. Si regresamos ahora, lo haremos triunfantes y dichosos. Mi opinión es que debemos regresar a casa.

Zenobia, que había permanecido al margen hasta entonces en aquella campaña, miraba a los dos guerreros sentada sobre almohadas de seda en una de las sillas de madera con sendas cabezas de toro labradas en los reposabrazos que se habían requisado en el campamento de Sapor.

—Zabdas ha hablado con sabiduría. Si seguimos aquí sólo podemos perder cuanto hemos ganado. Retornemos a Palmira. —Zenobia se incorporó de su asiento y dio un par de pasos hacia los dos hombres.

—¿No quieres que te ofrezca Ctesifonte y sus riquezas? —le preguntó Odenato.

—Ya hemos conseguido bastante más de cuanto habíamos siquiera imaginado. Muchos de nuestros soldados son mercenarios, pero otros son campesinos, artesanos y comerciantes que anhelan retornar a casa cuanto antes; permíteles que disfruten de esta nueva victoria en compañía de sus mujeres e hijos.

—De acuerdo; regresamos.

Aquella noche no hubo fiesta en el campamento palmireno. Algunos hombres quisieron celebrarlo en cuanto sus comandantes les comunicaron el regreso, pero Giorgios los convenció para que se mantuvieran alerta, pues los sasánidas seguían siendo peligrosos, y les pidió que reservaran su alegría para cuando se encontraran de vuelta en Palmira. No sería la primera ocasión en la historia de las guerras en que un ejército se relajara tras una victoria y fuera sorprendido al día siguiente por su enemigo. El general ateniense sabía que los catafractas persas mantenían todos sus regimientos intactos y dudaba si en un enfrentamiento en campo abierto serían capaces de derrotarlos.

Meonio habló con Odenato y le aconsejó que reprimiera las ansias que su hijo Hairam mostraba hacia el lujo y la atracción por lo persa, pues no era un buen ejemplo para los palmirenos. Pero Odenato sentía una especial debilidad por su primogénito, al que consentía casi todos sus caprichos. Aquella misma noche el lecho del heredero fue ocupado por las tres más bellas esposas de Sapor, que pasaron a formar parte del pequeño harén del joven Hairam, en el que ya moraban una docena de hermosas mujeres.

La vuelta a Palmira se realizó con precauciones similares a las que se habían organizado al inicio de la campaña y el ejército fue recibido con los mismos fastos que el año anterior. Hereniano, de año y medio de edad, corrió en esta ocasión hacia los brazos de su madre, que lo besó con delicadeza ante la mirada complacida de Odenato.

Algo estaba ocurriendo entre las gentes de aquella ciudad del desierto que estaba alterando su espíritu de comerciantes, ganaderos y campesinos, transformándolo en uno nuevo de soldados y guerreros; en ello tenía mucho que ver el gobierno de Odenato y sus contundentes victorias contra Persia. Desde luego, parecía que era mucho más fácil hacerse rico conquistando un gran botín a los sasánidas que arriesgando en el comercio con las caravanas.

Palmira, otoño de 262;

1015 de la fundación de Roma

Poco tiempo después del regreso a Palmira de la expedición a Ctesifonte, un correo imperial enviado por Galieno se presentó ante Odenato con la solicitud de ayuda urgente. El hijo de Valeriano no era reconocido como legítimo emperador en la mitad de las provincias del Imperio y en varias de ellas ciertos generales que tenían algunas legiones bajo su mando se habían autoproclamado emperadores. La revuelta más importante la habían protagonizado Macrino y Quieto, hijos del prestigioso general Macriano que, aunque ya anciano, continuaba gozando de un enorme prestigio entre los legionarios. Macriano y Carisio, otro condecorado general, habían negado fidelidad a Galieno, alegando su cobardía y su inanidad ante la captura de su padre por los persas, y ambos manifestaron su apoyo a los rebeldes.

En su carta, Galieno trataba a Odenato como a un igual, lo calificaba como corregente en Siria, lo que suponía la delegación efectiva del poder imperial en esa provincia del Imperio, y concedía a la ciudad de Palmira el título de «metrocolonia», una dignidad que suponía equipararla con la mismísima Roma.

En la terraza de su palacio, Odenato y Zenobia bebían vino dulce de Anatolia en copas de oro persas. Hereniano jugueteaba a su lado con una espada de madera persiguiendo a un perrillo que soportaba con paciencia sus acometidas.

—Mira nuestra ciudad, la segunda Roma —dijo Odenato orgulloso mientras sus dedos recorrían los pequeños relieves de las cabezas de toros cinceladas en su copa—. Roma nos necesita para poder sostener su Imperio.

—No entiendo a los romanos —intervino Zenobia—. Todos dicen amar su ciudad, sentirse orgullosos de su origen, vivir y luchar sólo por la grandeza de su Imperio, y en cambio se masacran entre ellos por alcanzar el poder y la púrpura y son capaces de arrastrar a la ruina a Roma si con ello consiguen poder, propiedades y dinero.

—Siempre ha sido así. Los hombres somos codiciosos, esposa mía, y anhelamos atesorar más riquezas, más honores, más posesiones. La ambición es la palanca que nos mueve.

—Algunos hombres creen en la fuerza del espíritu.

—Los espíritus no mueven el mundo.

—¿Ni siquiera los de Roma?

—Roma creció y se hizo grande como una república, una forma de gobierno ajena y extraña a lo que conocemos aquí en Oriente, pero cuando se procuró el dominio de la mitad de la tierra se convirtió en un imperio. Sus primeros emperadores crearon la ficción de que se mantenían las antiguas formas republicanas de gobierno de las que estaban tan orgullosos, y les placía mostrarse en público y hablar ante las masas como si sus personas estuvieran equiparadas a cualquiera de los demás ciudadanos. Pero no eran sino vanas apariencias, pues con el triunfo de Julio César todo cambió: Octavio Augusto, su hijo adoptivo y primero de sus emperadores, fue divinizado y se le erigieron templos y altares; algunos de sus sucesores se proclamaron hijos de los dioses, o dioses mismos en vida, y exigieron que se les rindiera culto en los templos, que se les erigieran estatuas a manera de las divinidades y se les consagraran santuarios propios. Se alteraron sus antiguos modos republicanos de gobierno, pero no sus ansias de expansión militar ni sus deseos de conquistar el mundo. Los romanos estaban decididos a que todo el mundo fuera romano.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Zenobia.

—Yo también he leído algunos libros de historia que me ha recomendado Calínico, y he sacado de ellos mis propias conclusiones. Un gobernante debe conocer el mundo en el que vive. Escúchame con atención: algún día yo desapareceré y mi hijo Hairam será mi sucesor. Cuando eso ocurra tú seguirás aquí; eres mucho más joven que yo y la ley de la Naturaleza impone que yo muera antes. Hairam es un muchacho valeroso y noble, pero carece de inteligencia para el gobierno y se siente demasiado atraído por el lujo y por el modo de vida de los persas. Tras la campaña a Ctesifonte ha decorado su tienda con estatuas, cortinajes dorados y tapices de seda requisados a los persas. Cuando yo falte tú deberás asistirlo en las tareas que caerán sobre él. Por eso quiero que aprendas cuanto sean capaces de enseñarte los mejores maestros que pueda traer a Palmira.

—¿Confías en mí hasta ese extremo?

—Eres muy inteligente, y tienes el valor y la sangre fría necesaria como para que no te tiemble la mano a la hora de adoptar decisiones trascendentes. Has aprendido más en estos dos últimos años que muchos hombres durante toda su vida. Sé que cuando yo ya no esté aquí y Hairam dude ante un problema, tú sabrás aconsejarlo bien.

—¿Estás seguro de que haré como dices?

—Completamente, porque amas Tadmor tanto como yo mismo.

Odenato ordenó a las esclavas que se llevaran a Hereniano e indicó a los eunucos que los dejaran solos. Entonces besó a su esposa y le acarició el cabello. Su rostro, ya de por sí moreno, se había oscurecido todavía más al contacto con el sol y el aire en las cacerías en las montañas del norte y en las expediciones militares. Sus ojos, profundos como la noche más oscura pero luminosos como el sol, brillaban cual perlas negras a la luz dorada de los pebeteros, donde se consumían perfumes de la más delicada mirra, que inundaban de un aroma sutil y elegante la terraza.

Las ávidas manos de Odenato recorrieron el torneado cuerpo de Zenobia, deteniéndose en cada porción de su piel, suave y delicada como la más refinada de las sedas, y volvió a sentirse el más afortunado de los hombres. Aquella noche hicieron el amor y fruto de ese encuentro se produjo un nuevo embarazo de la princesa de las palmeras.

Giorgios recibió la orden de preparar la caballería de inmediato.

—¿Una nueva incursión contra los persas? —le preguntó a Zabdas, sorprendido.

—No; en esta ocasión vamos a combatir contra los romanos —respondió el general—. El emperador Galieno ha pedido a nuestro señor Odenato que acuda con sus tropas al encuentro de dos usurpadores que se han autoproclamado emperadores de Oriente. Se trata de dos idiotas llamados Macrino y Quieto, hijos de un ilustre soldado al que la vejez ha convertido en un imbécil. ¿Los conoces?

—A sus hijos no, pero a Macriano sí. Como general todavía disfruta de gran prestigio entre los legionarios. Él mismo se postuló como emperador, apoyado por dos legiones, cuando Galieno asumió el título de augusto. Es un buen soldado, y no creo que sea tan imbécil como supones. Hasta ahora siempre se ha comportado como un fiel soldado de Roma, si se ha levantado contra el hijo de Valeriano y apoya a sus hijos, sus razones tendrá.

—No te gusta Galieno —dedujo Zabdas.

—Lo conozco, y yo diría que no es el mejor de los emperadores posibles. Entre los romanos no goza de prestigio; tiene muchos enemigos en el Senado, en los gobiernos de las provincias y en el mismo ejército. En vez de preocuparse por los graves problemas que agobian al Imperio se dedica a organizar fiestas y banquetes y a lucir una imagen poco digna de un emperador. He oído que se tiñe el pelo de amarillo y que espolvorea oro sobre sus cabellos porque de ese modo se cree más próximo a la imagen de un dios. Un tipo así no es de fiar.

—Pues ahora es nuestro principal aliado.

En ese momento Odenato entró en la sala donde conversaban sus dos generales; lo acompañaba Meonio.

—Disponed todo lo necesario. Saldremos de inmediato hacia Anatolia con diez mil hombres. El emperador Galieno nos ha pedido ayuda para derrotar a dos usurpadores que no reconocen su autoridad. —Aquella fue la primera ocasión en que denominó con ese título al hijo de Valeriano.

—Mi señor, en el Imperio florecen los candidatos que se autoproclaman emperadores. Además de Macrino y de Quieto, también se han proclamado augustos un tal Valente en la región griega de Acaya, Pisón en la de Tesalia, el general ilirio Aureolo en Panonia, el tribuno Emiliano en Egipto, y continúan su rebeldía Postumo en la Galia occidental y Britania y Tétrico en la Galia oriental. ¿Deberemos luchar contra todos ellos? —Zabdas realizó aquella pregunta con manifiesta ironía, propia de su confianza y amistad con Odenato.

—Galieno me ha pedido que mantengamos la estabilidad en Grecia y Anatolia; del resto del Imperio ya se encargarán sus generales. Teodoto, su fiel lugarteniente, va camino de Egipto para derrocar a ese Emiliano. Ahora se trata de controlar Oriente; Occidente vendrá después.

—Si ocupamos a las mejores tropas de nuestro ejército en esta campaña, dejaremos desprotegida Palmira de un posible contragolpe persa —previno Zabdas.

—¿Qué opinas tú, ateniense?

—Si Sapor se entera de que Palmira ha quedado sin guarnición, y no dudo de que sus espías lo informarán convenientemente, podría tener la tentación de atacar nuestra ciudad para vengar sus derrotas y resarcirse de las pérdidas que le hemos causado. Yo haría eso mismo en su caso —precisó Giorgios.

—Pero Sapor no lo hará. Los agentes que nosotros tenemos infiltrados en su corte nos han informado de que está hundido por las dos derrotas que le hemos infligido. Además, haremos correr el rumor de que la próxima primavera realizaremos una nueva campaña contra Ctesifonte, más contundente y rotunda que las anteriores. Eso lo mantendrá todo el próximo invierno muy ocupado en reforzar las defensas de su reino y tendremos las manos libres para ayudar a Galieno a recuperar su dominio sobre Grecia y Anatolia —comentó Odenato—. Meonio, tú te quedarás en Palmira al frente de la defensa de la ciudad.

—Preferiría acompañarte en esta campaña, primo.

—Alguien de mi confianza debe permanecer aquí por si mis previsiones resultan fallidas y los persas intentaran un ataque sorpresa.

—Está Longino.

—El filósofo no es un soldado. Longino quedará al mando del gobierno de la ciudad, pero tú serás el responsable de su defensa.

Meonio sonrió.

Las tropas de los hijos de Macriano fueron aplastadas por el ataque combinado de la caballería pesada y los arqueros de Palmira con el apoyo de la infantería de dos legiones leales a Galieno. Los inexpertos soldados reclutados a toda prisa en los campos del centro de Anatolia por el viejo general, que intentó hacer valer la autoproclamación de sus dos hijos, no pudieron resistir la acometida de los experimentados legionarios curtidos en las guerras fronterizas del Danubio contra los bárbaros combinada con la contundente carga de los jinetes acorazados dirigidos por Giorgios, cubiertos en sus flancos por los mortíferos arqueros palmirenos.

Tras tres meses de campaña y derrotados los dos usurpadores, ya bien entrado el invierno, regresaron a Palmira; a la vez, recibieron la noticia de que Egipto también había sido reintegrado a los dominios fieles a Galieno. Toda la mitad oriental del Imperio, la más rica y poblada, había sido sometida a la obediencia del hijo de Valeriano, y los usurpadores derrotados en tan sólo seis meses. Ahora le tocaba el turno a las provincias rebeldes en Occidente. Roma parecía comenzar a recuperarse del desastre.