Capítulo VIII

Palmira y Mesopotamia, principios de otoño de 261;

1014 de la fundación de Roma

El ejército palmireno se mantenía perfectamente formado en la gran explanada al exterior de la puerta oriental del recinto murado de la dorada Palmira, la que se abría al camino que llevaba a Dura Europos, en la lejana ribera del Eufrates.

Zabdas aguardaba impaciente la presencia de Odenato para dar la orden de partir hacia Persia; a su lado estaban Giorgios y Meonio, cuya expresión denotaba la contrariedad que había supuesto para él la elección del ateniense como segundo del ejército y lugarteniente de Zabdas. Tres jinetes salieron al galope y atravesaron la puerta de la ciudad para ponerse al frente de las tropas expedicionarias.

—¡Por todos los dioses, es Zenobia! —exclamó Zabdas asombrado al ver acercarse al trío formado por Odenato, su hijo Hairam y Zenobia.

—¡Una mujer en el ejército! En Roma jamás lo creerían —se sorprendió Giorgios.

—La esposa de mi primo es muy atrevida. Tal vez no sepa cuál es el lugar que corresponde a una mujer —terció Meonio.

—¿Va a venir con nosotros a la guerra? —preguntó sorprendido el ateniense.

—Eso parece. Está equipada con coraza y con armas de combate; nadie se viste así tan sólo para salir de paseo; ni siquiera para despedir a las tropas —observó Meonio.

—No es un soldado —comentó Giorgios.

—Pero tiene más valor que la mayoría de los que conozco —asentó Zabdas.

Los jinetes llegaron a la altura de Zabdas, Giorgios y Meonio, que los saludaron con reverencia.

—Señor, el ejército está listo para partir en cuanto des la orden —indicó el general todavía con un rictus de asombro en su rostro.

—En ese caso no perdamos tiempo. Mi esposa viene con nosotros. ¡Zenobia, nuestra señora, nos acompañará en esta campaña; ofrecedle la victoria! —gritó Odenato dirigiéndose a sus soldados.

En cuanto se corrió la voz entre los destacamentos, los soldados palmirenos agitaron sus lanzas al cielo, golpearon sus espadas contra sus escudos pintados en vivos colores y vitorearon a Odenato y a Zenobia.

—General, vayamos a por esos persas y démosles una buena lección.

Zabdas dio la orden de partir, que fue obedecida de inmediato. Diez mil hombres se pusieron en marcha camino del Eufrates; todos anhelaban conseguir un gran botín, llenar sus bolsas de oro y de joyas con el tesoro del rey de los persas y hacerse con alguna de las exóticas y hermosas mujeres de aquel reino. Pero Giorgios hubiera cambiado todos aquellos sueños de gloria y de fortuna por una sola noche entre los brazos de Zenobia.

El ejército palmireno atravesó el desierto sirio y cruzó el Eufrates aguas abajo de la destruida Dura Europos, entre cuyos despojos comenzaban a asentarse algunos mercaderes de Palmira que necesitaban apoyo en aquel lugar como punto de referencia de sus viajes entre oriente y occidente. Conocían palmo a palmo todos los caminos y pozos desde Mesopotamia hasta su oasis de palmeras y fueron los guías de las caravanas los que marcaron la ruta de los soldados.

Desde luego, Sapor no esperaba la ofensiva de Odenato y no se había preparado para rechazarla. Varios fortines persas fueron sorprendidos sin apenas defensa y arrasados por los palmirenos, que avanzaron deprisa por Mesopotamia ante la falta de respuesta del emperador sasánida, absolutamente desprevenido ante esa repentina incursión.

Tras un par de semanas indeciso ante las noticias que le llegaban del rápido progreso de los palmirenos, el rey de Persia intentó reaccionar enviando a su encuentro varios escuadrones de la caballería ligera, pero en tres ocasiones sus contraataques fueron rechazados por Odenato y sus hombres, que siguieron avanzando hacia el sureste. En la campaña fueron apresados varios sátrapas, que perdieron el gobierno de las provincias que Sapor les había entregado un año antes.

Media docena de gobernadores persas y numerosos carros cargados de botín fueron enviados por Odenato a Palmira con instrucciones para que la mitad de lo conseguido se remitiera a su vez al emperador Galieno.

Las ciudades de Carras y de Nisibis, en plena Mesopotamia, fueron reconquistadas con facilidad y sometidas de nuevo al derecho de Roma. En Nisibis se recompuso el cuartel general de la I Legión Pártica, que había sido desmantelado durante la ocupación persa, ante la desesperación del atribulado Sapor, que hizo un amago de contraofensiva pero acabó replegándose en desorden con su desmoralizado ejército hacia Ctesifonte, donde se fortificó para resistir el que suponía el ataque decisivo de Odenato.

Tras su contundente triunfo sobre Valeriano, Sapor I se había confiado y en lugar de consolidar sus conquistas y reforzar las nuevas fronteras se había dedicado a celebrar suntuosas fiestas, levantar monumentos a sus triunfos y erigir lápidas y monolitos elogiosos para festejar su victoria sobre las legiones romanas. Supuso que durante algún tiempo Roma no estaría en disposición de organizar un nuevo ejército y que las legiones tardarían en reponerse de la derrota sufrida en Edesa. Sabía que el nuevo emperador, Galieno, estaba más interesado en celebrar festines y banquetes en sus palacios que en vengar a su padre. Pero no había previsto, ni siquiera había podido imaginar, que se produjera la ofensiva que Odenato había estado preparando el verano anterior.

Atardecía sobre los frondosos palmerales del centro de Mesopotamia. El ejército palmireno acababa de ocupar un castillo sasánida a orillas del gran río Tigris, unas pocas millas al norte de Ctesifonte. Se trataba de la principal fortaleza que defendía la ruta desde el norte hacia la capital.

Odenato y Zenobia cenaban en su tienda, rodeados de los comandantes del ejército entre los que se encontraba Giorgios, que había demostrado una gran eficacia en cada combate librado y se había convertido en la mano derecha del general Zabdas.

—Mañana regresaremos a Palmira —anunció Odenato.

—Mi señor, tenemos Ctesifonte al alcance de nuestra mano; estamos a unas pocas millas de sus puertas, apenas a media jornada de distancia. Los persas no han resistido nuestro ataque y están atemorizados y sin moral. Un ejército en esas condiciones es fácil de derrotar; los hemos sorprendido y podemos asestarles un golpe definitivo, como hiciera el gran Alejandro siglos atrás —alegó Zabdas.

—No sería fácil, pero aunque fuéramos capaces de ocupar Ctesifonte como ya lo logró el emperador Trajano, Persia es demasiado extensa para ser conquistada por sólo diez mil hombres. Les hemos causado mucho daño, hemos destruido sus puestos avanzados de defensa en Mesopotamia y hemos sembrado en ellos muchas dudas sobre el éxito de futuros ataques que pudieran planear sobre Palmira, pero nosotros solos no podemos conquistar, y mucho menos conservar, un imperio tan gigantesco. Además, Sapor ya está al tanto de nuestro ataque y habrá organizado una defensa mucho más eficaz. En caso de que tomáramos su capital, el grueso de su ejército nos estaría esperando agazapado en las montañas del este, en los pasos de la cordillera del Zagros. Los mercaderes que las conocen me aseguran que es muy fácil preparar allí una emboscada. Y conforme nos adentremos en territorio persa, más débiles nos haremos. Además, todavía no nos hemos enfrentado a los catafractas; los jinetes acorazados no han hecho acto de presencia hasta ahora. Su principal baza para la batalla sigue intacta.

—Señor, disponemos de nuestros propios catafractas: dos mil jinetes acorazados bien entrenados y perfectamente equipados. Tú mismo los has visto maniobrar en el campo de entrenamiento. Podemos enfrentarnos a su caballería pesada con garantías de éxito.

—No. Es hora de regresar a Palmira. Lo hacemos victoriosos y con muy pocas bajas. Hemos dado un buen escarmiento a los persas y dudo que se atrevan a lanzar una nueva ofensiva sobre Siria por algún tiempo. Hemos ganado y debemos saborear este triunfo; si seguimos avanzando, nuestra línea de suministros se alargará en exceso y podrá ser fácilmente cortada. En ese caso seríamos una presa demasiado sencilla de abatir. No, no seguiremos adelante; este no es nuestro mundo.

—El soberano sasánida gobierna un imperio heterogéneo, compuesto por diversos pueblos y tribus sin lazos comunes entre ellos; ni siquiera hablan el mismo idioma. Si sabemos manejar sus desigualdades e incidir en sus diferencias romperemos la frágil obediencia que mantienen hacia la dinastía de Sapor y el imperio persa se deshará por sí solo —adujo Zabdas.

—No insistas, mi decisión es irrevocable. Regresamos a Palmira de inmediato —zanjó Odenato.

—Mi buen general —intervino Zenobia, que había permanecido callada y observante hasta entonces—, toda Palmira es conocedora de tu extraordinario valor y de tu generoso arrojo, pero las palabras de mi esposo son acertadas y sabias. Nadie más que yo anhela acabar con los persas y darles una lección definitiva para vengar la muerte de mi padre, pero no disponemos de la fuerza suficiente para hacerlo… por ahora.

Giorgios contempló el rostro delicado pero firme de Zenobia. Aquella mujer hermosa y elegante hablaba con la rotunda serenidad del más avezado de los políticos de Roma. El tono de su voz sonaba extraño en la boca de una mujer tan hermosa, pues pronunciaba algunas palabras con una sonoridad ligeramente masculina, tal vez porque hablaba con tal autoridad que las suyas no parecían las palabras propias de una mujer de aspecto tan bello sino las de un verdadero estratega que dominara, además, el sutil arte de la diplomacia.

Le faltaban varias semanas para cumplir los dieciséis años y carecía de experiencia, pero se comportaba como un soberano experto, cuajado en mil lides diplomáticas y guerreras.

Giorgios pensó que cualquier hombre se volvería loco fácilmente por una mujer así, y envidió que fuera Odenato quien compartiera su lecho todas las noches.

A la mañana siguiente, tomada ya la decisión de retirarse, Odenato se acercó con varios de sus hombres hasta contemplar a lo lejos las murallas ocres de Ctesifonte.

—Nunca podremos conquistar esa ciudad, ni siquiera con siete legiones. Sus murallas son demasiado altas y gruesas y sus fosos demasiado profundos —masculló.

—El emperador Trajano lo consiguió; tal vez algún día también nosotros… Ninguna ciudad, ningún muro es completamente inexpugnable —comentó Zabdas.

—Necesitaríamos centenares de formidables máquinas de asedio, miles y miles de hombres, una intendencia prodigiosa… No, no podremos.

—Entonces, ¿nos marchamos así, sin más?

—Antes de hacerlo enviaré a unos embajadores para reclamar de Sapor la entrega del emperador Valeriano, ya que no lo ha hecho su hijo Galieno, aunque me temo que no servirá de nada.

Kartir Hangirpe, el mago del culto al fuego y principal consejero del rey sasánida, fue el encargado de responder a los enviados de Palmira que su señor no entregaría a su imperial cautivo y que esperaba en su ciudad el ataque de Odenato. Y lo retó a que acudiera él mismo en persona a rescatar a Valeriano si tanto anhelaba su persona.

Cuando los correos regresaron al campamento del dux de Siria con la arrogante respuesta de Sapor por boca del mago, Odenato se sintió satisfecho. Había recuperado la mitad de Mesopotamia para Roma, había llegado ante las puertas de Ctesifonte y había reclamado la entrega del emperador Valeriano. Poco más podía hacer, de modo que dio la orden de regresar a Palmira sin descuidar la retaguardia.

El éxito de aquella campaña militar había radicado en la sorpresa del ataque y en la rapidez con la que se había ejecutado. Zabdas había organizado el cuerpo expedicionario a partir de dos pilares: por un lado la fuerza y contundencia de la nueva caballería pesada, compuesta por jinetes acorazados equipados con placas de hierro y cotas de malla, al estilo de los catafractas persas, pero con los soldados bien adiestrados por Giorgios montados en caballos en vez de infantes y combinada con otros escuadrones de caballería ligera, mucho menos contundentes pero más ágiles y veloces que guardaban las alas de los acorazados; y, por otro lado, los formidables arqueros palmirenos, entrenados convenientemente para alcanzar blancos fijos a doscientos pasos y móviles a más de cien. La combinación de ambos tipos de soldados y la coordinación de las tácticas de combate basadas en las cargas contundentes de la caballería acorazada, las cargas fulgurantes de la ligera y los precisos disparos de los arqueros, apoyados por infantes auxiliares armenios y sirios, habían proporcionado a los palmirenos todas las victorias en aquella campaña. La disputada tierra fértil comprendida entre los grandes ríos Tigris y Eufrates volvía a ser romana.

El regreso del ejército a Palmira, donde ya se conocían los éxitos de Odenato y Zenobia, fue triunfal. Los palmirenos habían preparado una extraordinaria recepción a los expedicionarios. Miles de ciudadanos se habían lanzado alborozados a las calles, vestidos con sus mejores galas, mezclando prendas de estilo griego y persa: los hombres se habían recortado las barbas y el pelo y se habían calado elegantes gorros de seda con engastes de piedras preciosas y de láminas de oro; las mujeres se habían adornado con collares, pulseras y pendientes y se habían perfumado con delicadas esencias; todas habían colocado delicadas flores amarillas y rojas en sus cabellos, trenzados con elegancia y rizados en atrevidos tirabuzones. Como era costumbre, muchas de ellas se cubrían la nariz y los labios con velos de fina gasa que dejaban intuir sus rostros alegres bajo unos ojos perfilados con un trazo negro y los párpados pintados con cosméticos de tonos azules y verdes.

Nunca se había organizado en Palmira una fiesta semejante. Los palmirenos, como laboriosos mercaderes y artesanos que eran, no se caracterizaban precisamente por ser inclinados a grandes celebraciones políticas. Festejaban con regocijo la llegada de las grandes caravanas y algunos acontecimientos festivos del calendario oficial de la ciudad y celebraban con espectaculares sacrificios y generosas ofrendas los rituales religiosos dedicados a los dioses de su panteón, sobre todo si se organizaban en el enorme santuario consagrado al dios Bel, pero no solían lanzarse a las calles de manera masiva como sí lo hacían ciudadanos de otras grandes urbes como Roma, Atenas o Alejandría, en las que cualquier excusa era aprovechada para organizar un buen jolgorio callejero que hiciera olvidar por unas horas las penurias que atormentaban la vida cotidiana de los desheredados de la fortuna.

Los únicos espectáculos que apasionaban a los palmirenos eran las carreras de caballos y las de camellos, en las que se cruzaban apuestas realmente cuantiosas, tanto en las de corto recorrido, de una o dos millas, como en las de resistencia, de hasta diez. Los caballos y camellos ganadores eran tratados como verdaderos héroes y se dedicaban a sementales si conseguían al menos cinco victorias.

Las fiestas privadas agradaban mucho a los palmirenos, sobre todo si se trataba de una boda entre dos ricos vástagos de dos ricas familias. Se celebraban en sus suntuosas mansiones en torno a sabrosos alimentos y delicados vinos y licores, y se invitaba a los numerosos parientes y amigos de los amplios clanes familiares árabes; allí se conversaba sobre la marcha de los negocios, las nuevas empresas o los productos más rentables con los que comerciar en cada momento o en cada región. En Palmira siempre se hablaba de negocios, y a veces sólo de negocios.

Pero aquella ocasión bien merecía una celebración acorde con la importancia del triunfo conseguido por Odenato y Zenobia. Los magistrados de la ciudad habían preparado un gigantesco arco triunfal elaborado con maderas y hojas de palma y decorado con guirnaldas de flores y lazos de seda justo delante de la puerta de oriente, en el camino que llegaba hasta Palmira desde el arruinado campamento de Dura Europos.

El ejército apareció encabezado por Zenobia, cuya armadura brillaba a la luz del sol. Montaba su yegua roana como si se tratara de una heroína sacada de alguna de las más extraordinarias epopeyas escritas por el mejor de los poetas griegos. Su hermosa cabeza estaba protegida por un reluciente casco de plata en el que destacaban dos plumas de halcón teñidas de un rojo escarlata. Cual amazona legendaria, cabalgaba al lado de su esposo, que de vez en cuando la miraba con orgullo. Ni siquiera Homero hubiera podido imaginar así a la mismísima Helena de Troya.

Miles de palmirenos y de beduinos de las tribus árabes del desierto circundante se habían congregado para recibir a sus héroes. La excitación de los ciudadanos se mezclaba con una sensación de alivio y de tranquilidad, pues los caminos hacia el este volvían a quedar abiertos y de nuevo las caravanas, la principal fuente de la riqueza de Palmira, fluirían aportando considerables beneficios a la ciudad y a todos sus habitantes.

—Ahí los tienes —le comentó Zabdas a Giorgios; los dos cabalgaban unos pasos por detrás de Zenobia y Odenato y tras ellos lo hacía el joven Hairam junto a su tío Meonio—. Esos son los ciudadanos de Palmira. Mira cómo vitorean a su caudillo.

—Creo que no lo hacen por la victoria misma, sino porque nuestros triunfos garantizan que sus caravanas transitarán seguras por los caminos y con ello sumarán nuevas riquezas a sus ya notables haciendas.

—Y qué importa cuáles sean sus verdaderos sentimientos. Lo cierto es que ahí están, alegres y entusiasmados, felices por nuestro regreso.

—Nosotros sólo somos soldados que hemos hecho nuestro trabajo; para eso nos pagan —dijo Giorgios.

—En tu caso es así, pero no en el mío. Yo nací, me crie y he vivido toda mi vida en esta ciudad. Amo Palmira y daría mi vida por ella —añadió Zabdas.

—Eso es muy noble por tu parte, general, pero no todos los hombres piensan como tú, ni siquiera todos los palmirenos. He conocido a muchos a los que sólo les preocupa su bolsa. Hoy son romanos, mañana persas y el año que viene, quién sabe, incluso se contarían entre los bárbaros si con ello mejorara su erario.

—Créeme, el caso de los palmirenos es diferente. Esta ciudad se encuentra en medio de la nada. Mires hacia donde mires, tus ojos sólo contemplarán desierto durante uno, dos o tres centenares de millas. Palmira es una ciudad única, un regalo de los dioses, una joya rutilante en el centro de la desolación, por eso la amamos tanto todos los que hemos nacido aquí. Para los palmirenos, Tadmor es el ombligo del mundo.

—Pero sois parte del Imperio de Roma —alegó Giorgios.

—Sólo mientras Roma respete nuestro modo de vida.

Tras la entrada triunfal, los expedicionarios se dirigieron al santuario de Bel, donde dieron gracias a los dioses y les ofrecieron parte de los tesoros ganados en la campaña militar. Los sacerdotes estaban especialmente contentos, pues su riqueza acababa de aumentar de manera considerable. Durante la ausencia de Odenato y Zenobia, habían sido los encargados de la custodia de su hijo Hereniano, pero el gobierno de la ciudad había quedado en manos del consejero Longino.

En los días siguientes se celebraron combates de gladiadores y peleas de fieras en la improvisada arena del teatro, y chanzas cómicas en su escena. Unos actores escenificaron el triunfo de Odenato y de Zenobia sobre Sapor I en una celebrada mascarada que fue representada durante una semana seguida ante el numeroso público que se concitó para presenciarla, y que provocó que aquella obra, escrita para aquella ocasión en un par de días por un mediocre dramaturgo griego que se ganaba la vida como secretario de un rico comerciante, tuviera que prorrogarse durante varias jornadas. Un bufón, vestido ampulosamente al estilo de los nobles persas, disfrazado con una esperpéntica peluca de enormes tirabuzones y barba postiza, y tocado con una corona ridícula por lo exagerada, representaba a un acobardado rey sasánida que corría torpemente por la escena, tropezando y cayendo una y otra vez, perseguido por una pareja de jóvenes hermosos y elegantes. El actor que encarnaba al monarca persa Sapor I gritaba aterrorizado y rodaba por el suelo entre las carcajadas de los espectadores, que lo abucheaban cuando se incorporaba tras cada traspiés para volver a salir corriendo despavorido, agitando los brazos entre exagerados aspavientos. Al fin, los dos jóvenes, que representaban a Odenato y a Zenobia, alcanzaban al aterrado persa y lo arrojaban al suelo para subirse sobre su cuerpo, mientras el caído chillaba, pataleaba y braceaba histriónicamente como un escarabajo tumbado boca arriba.

Para acabar el espectáculo, salieron a la arena los tres leones de Zenobia, que a sus dos años de edad ya habían crecido hasta alcanzar la madurez. Sus domadores lograron que se colocaran los tres frente al lugar que ocupaban Zenobia y su esposo y consiguieron que las fieras se incorporaran a la vez sobre sus patas traseras y agitaran las garras de las delanteras, como saludando a sus señores. El público rompió entonces en aplausos y vítores entusiastas. Sus soberanos no sólo habían logrado derrotar al ejército persa, también eran capaces de sojuzgar a la más feroz de las bestias.

A las pocas semanas de finalizados aquellos festejos se presentó en Palmira un legado del emperador Galieno. El hijo de Valeriano regía el Imperio desde la captura de su padre, pero carecía de sus dotes de gobierno y de su valor. El legado imperial fue recibido en el palacio del dux, allí estaban, además, la propia Zenobia, los principales magistrados de la ciudad y los generales Zabdas y Giorgios; y no faltaban el inevitable Meonio y el príncipe Hairam, que no se separaba un momento del ateniense.

Delante del trono de piedra, el legado desplegó un pergamino autentificado con el sello del emperador Galieno y leyó en voz alta:

—«Galieno Augusto, emperador de los romanos, hijo del divino Valeriano, al nobilísimo cónsul Septimio Odenato, hijo de Odenato y nieto de Hairam, gobernador de la ciudad de Palmira y duque de los romanos en la provincia de Siria: por los muchos méritos contraídos y por los servicios realizados en beneficio del Imperio, te concedo el título de restaurador de todo el Oriente y el de vir consularis para que puedas utilizarlos desde ahora y para siempre».

Aquellos dos títulos convertían a Odenato en el verdadero soberano de Siria y de Mesopotamia, en una posición casi de igual a igual con el emperador Galieno, quien reconocía que, sin Odenato, las provincias romanas de Oriente hubieran caído en manos de los persas y se hubieran perdido para Roma, y con ellas tal vez todo el Imperio.

Odenato estaba orgulloso; miró a Zenobia, que brillaba como acostumbraba a hacerlo en las grandes ceremonias, se incorporó y habló:

—Agradezco a Galieno su reconocimiento. Con la ayuda de los dioses hemos logrado derrotar al carcelero del emperador Valeriano y hemos reconquistado Mesopotamia. Por ello, merecemos también el título de «rey de reyes» que siempre han ostentado quienes han gobernado la tierra del Tigris y el Eufrates y que adopto como propio desde hoy mismo.

Con aquella declaración, Odenato sorprendió a los magistrados del Consejo municipal de Palmira, al legado de Roma y a sus propios generales.

—Ese es el título que utiliza el soberano de Persia… —comentó algo confuso el legado imperial.

—He derrotado a ese rey y, por tanto, creo que es justo que sea yo quien lo adopte como propio. Sapor es indigno de usarlo. Cuando invadimos Mesopotamia y nos presentamos ante las puertas de su capital, se refugió tras sus murallas y fue incapaz de salir de ellas para presentarnos batalla. Se comportó como un cobarde; ese título ya no le pertenece —aseveró Odenato.

—Pero sigue siendo un poderoso príncipe; tal vez se moleste cuando sepa que tú, ilustre Odenato, has adoptado un título que le corresponde a él.

—De eso se trata; quiero que se enfade y que intente atacarnos de nuevo. Lo estaremos esperando.

—¿Te has dado cuenta? Odenato no ha citado a Galieno con el título imperial, en cambio sí ha llamado «emperador» a Valeriano —le comentó Giorgios a Zabdas al oído.

—Sí y creo que el legado de Galieno también. Esto tal vez nos cause algunos problemas.

Entre tanto, Zenobia sonreía; ahora ella era también la esposa del rey de reyes y tenía un hijo suyo.