Capítulo VII

Palmira, primavera de 261;

1014 de la fundación de Roma

Giorgios de Atenas llegó a Palmira al atardecer de un luminoso día de finales de primavera. El sol, enorme y rojo, se ocultaba tras las colinas del oeste, tiñendo con sus últimos rayos las columnas de la gran avenida porticada de una intangible y etérea pátina dorada. El mercenario griego tenía veintiséis años y acababa de abandonar el ejército romano del Danubio, donde había combatido los últimos siete. Su padre, un mercader ateniense, su madre, una elegante dama de la aristocracia, y su joven hermana habían sido asesinados durante la incursión de una partida de godos que había penetrado en las fronteras del Imperio y alcanzado y saqueado los suburbios de la ciudad de Atenas. Con el ánimo de vengar a sus progenitores, Giorgios se había enrolado en las tropas auxiliares de caballería de la IV Legión Flavia, cuyo cuartel general se asentaba en la ciudad de Sirmio, en el curso medio del río Danubio.

Por información de unos mercaderes griegos que abastecían a su legión de productos orientales se enteró de que el gobernador de Palmira estaba contratando soldados profesionales para nutrir de mercenarios experimentados su ejército. No lo dudó un instante, consiguió una licencia del tribuno de su legión y se embarcó en una nave que lo condujo Danubio abajo hasta su desembocadura en el Ponto Euxino, el Mar Negro, y desde allí, a través de los estrechos de Bizancio, viajó en otro navío hasta la costa norte de Siria. Después cabalgó hasta la devastada Antioquía, que se recuperaba despacio del saqueo que habían llevado a cabo los persas, y luego, acompañando a una caravana, superó el desierto para llegar a Palmira.

Durante siete años no había hecho otra cosa que buscar, sin éxito, a los asesinos de su familia. Frustrado y resentido, había volcado todo su odio en la práctica de la guerra y había perseguido la venganza en brutales peleas contra los bárbaros. Cada vez que había liquidado a uno de ellos se había sentido confortado un poco más, aunque se había dado cuenta de que jamás alcanzaría el medio de saber si el godo que caía bajo el filo de su espada era uno de los que invadieron Grecia y asesinaron a sus padres y a su hermana. Pero llegó un momento en que eso ya no le importaba: sólo pretendía matar a un godo más, liquidar a otro bárbaro, y otro, y otro, y así uno tras otro hasta acabar con todos ellos, hasta eliminar al último individuo de aquella sucia especie de demonios salvajes surgidos como espectros diabólicos de las frías estepas del norte. En los primeros momentos se había movido por venganza y odio, pero, tras varios años de luchas, se había acostumbrado a matar sin sentir por ello sensación alguna. Para Giorgios, acabar con la vida de un hombre no tenía mayor significado que estrangular a un ganso o degollar a un cordero.

Nada más llegar a Palmira buscó acomodo en una fonda que le habían recomendado los soldados que custodiaban la puerta de Damasco, que se estaba embelleciendo con esculturas. Dormiría allí y al día siguiente se dirigiría al cuartel de reclutamiento y solicitaría su inscripción como soldado mercenario de Palmira. Si no le habían informado mal, la paga era abundante y la riqueza de la ciudad garantizaba un cobro seguro.

El dueño de la posada era un gordinflón calvo y con ojos de pez que mostraba sus amorcillados dedos repletos de anillos de oro y de plata y lucía una gruesa cadena de eslabones dorados colgada al cuello; con semejantes joyas, en Roma hubiera pasado por el más rico de los patricios, pero en Palmira no era sino un próspero mesonero. Al ver entrar en su establecimiento a Giorgios, se dirigió a él de inmediato.

—Imagino que buscas posada, extranjero; pues estás de suerte porque has entrado en la mejor de la ciudad. Por un sestercio dispondrás de un lecho para ti solo, con colchón de hojas de palmera bien secas y limpias, desayuno copioso y nutritivo, no como lo que toman los romanos, y cena tan sabrosa y abundante que no podrás con una sola ración tú solo. Y si lo deseas, puedo proporcionarte una mujer que te acompañe durante la noche; claro que eso te costará tres denarios más, de los de buena ley —rio el obeso mesonero—. Puedes elegir: dispongo de voluptuosas negras de Etiopía, ardientes como el sol del mediodía del verano, con pechos tan grandes como ánforas de aceite y ardientes vulvas jugosas como higos maduros, que satisfarán sumisas todos tus deseos; o, si lo prefieres, rubias cautivas de las tribus bárbaras del norte, de ojos azules como el cielo y piel blanca como la leche, fogosas como felinas hambrientas en celo; o elegantes y educadas hetairas griegas y anatolias, de senos delicados y caderas cimbreantes, expertas en proporcionar a los hombres los más sutiles placeres; ¡ah!, y si lo que te gustan son los muchachos, también puedo ofrecerte, por seis denarios, a delicados efebos de Egipto o de Persia, jóvenes de labios sensuales y nalgas tan prietas y tersas como losas de mármol, verdaderos Príapos capaces de mantener sus vergas enhiestas durante toda la noche.

—Bastará con la cama y la comida; y con que el colchón no esté lleno de chinches y pulgas —respondió Giorgios.

—Solo con sugerirlo me ofendes. Esta posada está tan limpia como el ara del templo de Nebo. No tienes aspecto de mercader, más bien pareces un soldado; ¿buscas trabajo como mercenario?

—Sí. Me han dicho que vuestro gobernador está reclutando a soldados que no se asusten por combatir contra los persas del rey Sapor.

—Así es, pero te aseguro que no se trata de un trabajo fácil. Los catafractas persas son temibles como luchadores. Algunos soldados que se creían tan valientes como el mismísimo Aquiles se cagaron de miedo cuando los contemplaron por primera vez.

—No me asusta combatir; es lo único que he hecho en los últimos siete años y lo único que sé hacer —respondió Giorgios.

—En ese caso te encuentras en el lugar adecuado. Nuestro gobernador está preparando un ejército para quién sabe qué. Unos dicen que pretende liberar a aquel emperador romano, anciano e idiota, que se empeñó, el muy cretino, en atacar alocadamente Mesopotamia y que sigue preso en algún escondido rincón, donde se pudrirá por imbécil, si es que no lo han hecho ya picadillo y lo han servido como alimento a los perros de Sapor; pero otros sostienen que lo que realmente persigue nuestro señor Odenato, a quien protejan todos los dioses de Palmira, es dar un escarmiento a los cabrones persas para que esos malditos demonios hijos de una cabra apestosa y de un chacal pulgoso olviden la tentación de atacar Palmira como hicieron hace ya algún tiempo con Antioquía.

—Así sea.

—Deduzco, por cómo hablas, que eres de origen griego; ¿cuál es tu nombre?

—Giorgios de Atenas.

—¿Eres ateniense de verdad o tratas de aparentarlo?

—Mis padres nacieron allí, y yo también.

—Pues en Palmira te encontrarás casi como en la propia Atenas. Aquí residen muchos griegos: comerciantes, médicos, artistas, maestros. En las escuelas, casi todos los que enseñan gramática, matemáticas, aritmética y geometría son griegos.

—¿Y tu nombre, mesonero?

—Yo me llamo Tielato… Tielato de Palmira —añadió para no parecer menos en su nombre que el ateniense—, dueño de la mejor fonda de esta ciudad; sé bienvenido a Tadmor, la ciudad de las palmeras, la joya del desierto, la perla de las arenas, donde nadie es extranjero… sobre todo si acude con una buena bolsa y ganas de gastarla.

El orondo mesonero rio a carcajadas mientras su abultado papo oscilaba al compás de su risa colgando en flácidos y rugosos pliegues de su grasiento cuello. Era el típico aspirante a gracioso, cobarde y servil con los poderosos y abusivo y cruel con sus subordinados, un saco de grasa y de mierda al que le rebanaría el cuello sin sentir el menor remordimiento.

Para atender al reclutamiento de los mercenarios se habían habilitado unas oficinas en un cuartel del ejército palmireno construido en la zona norte de la ciudad, adosado por el interior a las nuevas murallas levantadas por orden de Odenato, muy cerca del palacio del gobernador. El cuartel consistía en un amplio espacio de planta cuadrada, en cuyo centro se abría un enorme claustro que servía a la vez de palestra para los ejercicios a pie con la espada y la lanza y de patio de armas; bajo uno de los pórticos laterales, decenas de jóvenes se alineaban ante unas rudas mesas de madera sobre las que tres anodinos escribas iban anotando en sendos registros a los impacientes candidatos a ingresar en el ejército de Palmira.

Varios guardias equipados con corazas y armados con largas pértigas de madera dura y flexible intentaban mantener el orden y procuraban, a golpes si era necesario, que los inquietos reclutas que esperaban para ser alistados no causaran demasiados tumultos.

Los secretarios anotaban en el dialecto arameo que se hablaba en Palmira los nombres de los mercenarios.

Por fin, tras una tediosa espera, le tocó el turno a Giorgios.

—Tu nombre —le espetó uno de los escribas sin siquiera mirarlo.

—Giorgios de Atenas.

—¿Griego?

—Sí.

—¿Tienes experiencia en el ejército?

—He servido durante siete años como comandante de un escuadrón de caballería en las tropas auxiliares de la IV Legión Flavia, en la defensa de las fronteras imperiales en el curso medio del Danubio.

—¿Eres comandante de caballería? —El escriba alzó los ojos interesado—. ¿Perteneces al orden ecuestre? ¿Posees caballo propio?

—Sí, soy caballero y dispongo de mi propio caballo. Mi padre era miembro de la aristocracia de Atenas, un notable comerciante al que asesinaron unos bandidos godos durante una de sus incursiones por Grecia.

—¿Qué grado alcanzaste en el ejército romano del Danubio?

—Ya te lo he dicho. Durante cuatro años formé parte de un escuadrón de caballería y ascendí hasta alcanzar el grado de comandante de ese mismo escuadrón, cargo que he desempeñado en los dos últimos. Tuve bajo mi mando a treinta jinetes; mi rango en la caballería es equiparable al de centurión de las tropas de la infantería legionaria.

—¿Lo puedes demostrar?

Giorgios sacó de su pecho una plaquita de bronce que colgaba de un cordoncito de cuero de su cuello y se la mostró al escriba. Grabada en la placa, una inscripción rezaba en latín que el tribuno de la IV Legión lo nombraba comandante de caballería.

—¿Alguien puede decirme si esta placa es auténtica? —preguntó en voz alta uno de los escribas.

Un soldado se acercó, la inspeccionó con detenimiento y aseguró que sí lo era.

—¡Vaya!, Justo lo que necesitábamos. Soldado, avisa al general Zabdas —ordenó a uno de los militares que hacían guardia junto a las mesas de reclutamiento—; aquí tenemos a un auténtico comandante de caballería.

Poco después el soldado regresó y pidió a Giorgios que lo siguiera.

—El general Zabdas, comandante supremo del ejército de Palmira, desea hablar contigo de inmediato.

Zabdas era un tipo imponente. Fortísimo, de anchos hombros, cabeza poderosa, cuello recio y mandíbulas como fundidas en acero, ofrecía el aspecto del soldado perfecto. Su cara, de facciones rotundas, estaba recorrida por dos cicatrices; una, de algo más de seis dedos de longitud, le cruzaba el lado izquierdo del rostro, desde el arranque del pelo en lo alto de la frente hasta la mejilla, justo por la comisura del ojo, y la otra, más pequeña, arrancaba debajo del ojo derecho y moría junto a la aleta de la nariz. Su piel morena estaba curtida por el sol y el viento y sus ojos denotaban a un hombre valeroso y leal.

—De modo que eres comandante de caballería y afirmas que has mandado un escuadrón de jinetes en el ejército romano del Danubio… ¿No serás un desertor? —le preguntó Zabdas mirándolo fijamente a los ojos.

—No. Aquí tengo el certificado de mi licencia, firmado por el tribuno de la IV Legión. —Giorgios le mostró el documento.

—Entonces, ¿por qué lo has dejado? Si a tu edad ya has llegado a comandante, podrías haber alcanzado el rango de prefecto en unos pocos años más, e incluso el de tribuno, o general, antes de licenciarte.

—Mi cometido allí había acabado —se limitó a contestar Giorgios.

—Por lo que sé, esa frontera todavía no está en paz.

—Los bárbaros siguen incordiando ocultos en los espesos bosques de la orilla izquierda del Danubio, pero el motivo que me impulsó a enrolarme en la legión no era contribuir a la defensa de la frontera del Imperio, sino buscar la venganza, y no he podido completarla.

—¿A qué tipo de venganza te refieres y en qué has fracasado?

—Perdí el juicio y busqué a ciegas, como un loco que golpea invisibles objetivos en la oscuridad, a unos fantasmas a los que matar, y lo hice sin importarme otra cosa que sumar un cadáver tras otro creyendo que de ese modo aplacaría mi cólera, hasta que me di cuenta de que no encontraba la manera de saber quiénes eran en realidad los asesinos de los que pretendía vengarme.

Giorgios le relató brevemente, sin entrar en detalles, la muerte de sus padres y de su hermana por los godos.

—¿Te han abandonado tus ansias de venganza o es que ya has matado a un número suficiente de godos como para darte por satisfecho?

—Digamos que me cansé de buscar la cara de un asesino al que nunca llegué a conocer y al que nunca hubiera podido identificar; y, entonces, la venganza dejó de tener sentido para mí.

—¿Tienes el diploma que te identifica como comandante de caballería?

Giorgios mostró de nuevo su placa militar.

—¿Siete años en el limes del Danubio, eh?

—Un lugar como cualquier otro para morir.

—Espero que sepas luchar como supongo por tu apariencia y la experiencia que dices atesorar. Necesitamos oficiales capaces y dispuestos a trabajar duro. Si eres lo que dices, dirigirás uno de nuestros escuadrones de caballería. Confío en que no me hayas engañado, porque si lo has hecho los buitres no tardarán en devorar tu carroña. ¿Me has entendido?

—Perfectamente.

—¿Dispones de caballo propio?

—Sí, un alazán tostado; me lo custodian en uno de los establos, cerca de la puerta de Damasco.

—Dos sestercios diarios y la parte del botín que te corresponda según tu rango de comandante.

—¿Y por el caballo?

—Un sestercio más al día.

—No está mal… para empezar.

—Te incorporarás de inmediato; necesitamos entrenadores expertos para instruir a los novatos; en cuatro meses saldremos hacia Mesopotamia. Allí nos aguardan las mejores tropas de Sapor, y te aseguro que no van a recibirnos con los brazos abiertos. ¿Has oído hablar de los catafractas persas?

—Alguno de mis compañeros de armas se enfrentaron con ellos en Edesa. Yo nunca he combatido contra esa unidad, pero en Panonia nos peleamos en varias batallas con los jinetes de la caballería acorazada sármata, también equipados con pesadas cotas de malla a base de solapadas escamas de hierro, que montan caballos acorazados grandes y fuertes como bueyes. Sé que los catafractas persas son buenos jinetes y formidables guerreros, pero no los temo. Hace ya tiempo que perdí la capacidad de sentir miedo —afirmó el griego.

—Espero que demuestres en el campo de batalla esa carencia de miedo de la que presumes. Giorgios de Atenas, te nombro comandante de escuadrón de caballería. —El general Zabdas le indicó a uno de sus ayudantes que acompañara al nuevo mercenario de Palmira al almacén de intendencia para que recogiera su equipo militar y sus insignias de comandante.

Palmira, verano de 261;

1014 de la fundación de Roma

Durante varios meses los palmirenos realizaron continuos ejercicios militares en los alrededores de la ciudad. En cada uno de ellos Giorgios de Atenas mostraba su determinación en el envite, su habilidad en el manejo de la espada y su capacidad para dirigir a la caballería.

Una de las principales preocupaciones de Odenato y de Zabdas era cómo frenar la eficacia devastadora de la caballería pesada sasánida en las demoledoras cargas en campo abierto, donde, en igualdad de fuerzas, los catafractas se mostraban invencibles. El príncipe de Palmira sabía que para enfrentarse en las llanuras de Mesopotamia a una carga frontal de los jinetes acorazados persas debería idear una estrategia que anulara la contundencia de su formidable acometida en formación cerrada y desbaratara sus siempre compactas filas.

La caballería palmirena montaba caballos árabes, ligeros, rápidos y ágiles; sus jinetes eran extraordinarios combatiendo en espacios angostos, en lugares pedregosos o en incursiones rápidas y sorpresivas. Portaban arcos cortos con los que efectuaban certeros disparos desde su montura, aun a todo galope, sobre los jinetes enemigos, que no tenían medio alguno de responder a esos ataques. Pero poco podían hacer en un enfrentamiento en campo abierto ante los rocosos jinetes forrados de hierro de Sapor, equipados con sus resistentes y gruesas armaduras, montados sobre sus poderosos y enormes corceles de batalla también acorazados, los caballos celestiales que se criaban en las estepas de Asia, en la remota llanura de Fergana.

Zabdas se dio cuenta enseguida de la pericia de Giorgios en el manejo del caballo y de su capacidad para el mando y para imponer la disciplina a sus subordinados. Había adquirido esas habilidades en los combates librados contra los bárbaros en la frontera del Danubio, donde era imprescindible mantener una atención permanente y estar siempre alerta si se quería conservar la vida el mayor tiempo posible.

En numerosas ocasiones Zenobia acudía con su esposo a contemplar los ejercicios del ejército; se colocaba en lo alto de una loma, con el campo de maniobras ante ella, y observaba las evoluciones de los destacamentos a lomos de una yegua roana, con las manchas blancas, grises y bayas a modo de listas, similares a las de las cebras africanas.

A menudo la princesa de las palmeras, como la llamaban los soldados, se ejercitaba como hábil amazona y practicaba a diario el tiro con arco, en el que demostró una extraordinaria destreza, capaz de competir en puntería con el más preciso de los formidables arqueros palmirenos.

Para poder enfrentarse en condiciones similares a los catafractas persas, Zabdas, convencido de la capacidad militar del ateniense, le había encargado a Giorgios que formara varios escuadrones de caballería pesada. Para ello habían comprado a unos mercaderes de Edesa varias manadas de caballos criados en la región de Capadocia, grandes y poderosos como los ferganos que utilizaban los persas, y habían encargado a dos fraguas de Palmira la fabricación de armaduras pesadas, similares a las de los persas pero con elementos de defensa que Giorgios había visto utilizar a los caballeros acorazados sármatas.

Su batallón había concluido un ejercicio consistente en una carga de caballería lanzada a todo galope en la que se trataba de mantener rectas las líneas frontales de ataque, prietas las filas y ordenadas las columnas de los jinetes acorazados hasta alcanzar el objetivo señalado. Giorgios había dirigido la exitosa maniobra y había felicitado a los jinetes a sus órdenes por su perfecta ejecución. Después, requerido por un ayudante del general Zabdas, se había acercado hasta el pabellón de mando, una enorme tienda de color azafranado desde cuya puerta Odenato y sus generales contemplaban las evoluciones del ejército.

Giorgios llegó sobre su caballo castrado y descendió de un ágil brinco, dejando las riendas a uno de los ayudantes de campo de su general.

—Excelente maniobra, comandante Giorgios —lo felicitó Zabdas.

—Sí, lástima que en ese momento no hubiera enfrente un destacamento de catafractas persas en vez del viento —añadió irónico Meonio, que se encontraba al lado de su primo, el gobernador de Palmira.

—Enhorabuena, comandante. Me dice el general Zabdas que te llamas Giorgios —le comentó el príncipe.

—Así es, mi señor. Mi nombre es Giorgios de Atenas; he servido durante siete años en las legiones destinadas en el limes del Danubio.

—De modo que conoces la guerra en la frontera…

—He participado en decenas de acciones y en numerosas batallas contra varias tribus de los más belicosos germanos; experiencia en el combate no me falta, mi señor.

Meonio miró a Giorgios con recelo; desde luego, su felicitación no había sido sincera. En ese momento apareció Zenobia bajo el umbral de la puerta del pabellón. Vestía como un soldado y llevaba su melena negra y brillante recogida en un moño sujeto con una redecilla de hilos de seda roja, enlazada con unos zarcillos dorados. Era la primera vez que Giorgios contemplaba de cerca a la señora de Palmira.

El ateniense sabía por sus nuevos compañeros en el ejército de la belleza de aquella mujer y la había atisbado a lo lejos en varias ocasiones, pero nunca a tan corta distancia. Y en verdad que era hermosa, la mujer más atractiva que jamás había visto.

Durante sus últimos años se había acostumbrado a la disciplinada vida en los sobrios cuarteles y en los campamentos legionarios, siempre rodeado de soldados; las únicas mujeres con las que se había relacionado eran las prostitutas de los burdeles que seguían a las legiones y las jóvenes bárbaras capturadas en las incursiones contra las tribus enemigas de Roma, que los soldados utilizaban como concubinas durante un tiempo, hasta que se cansaban de ellas y las vendían como esclavas en cualquiera de los mercados de las ciudades de la frontera.

Por su lecho habían pasado decenas de mujeres, todas ellas anónimas, de las cuales no recordaba ni un solo nombre y apenas algunos rasgos de sus rostros y sus cuerpos, pero nunca había poseído a una mujer como Zenobia porque no existía una mujer como ella, cuya sola presencia turbaba la razón del más templado de los hombres.

—Mi esposa Zenobia, la dueña de mi corazón y de Palmira —le dijo Odenato señalando con su mano a su esposa.

—Siempre a tus órdenes, señora —balbució el griego llevándose la mano derecha al corazón e inclinando la cabeza.

—He visto cómo dirigías a tus hombres en ese ejercicio con los nuevos caballos acorazados; una magnífica demostración de control —lo felicitó Zenobia.

—Gracias, mi señora.

—Es uno de nuestros comandantes, mi señora; Giorgios, de nación ateniense, recién llegado de la lejana frontera del Danubio —terció Zabdas.

—¡Eres de Atenas, la ciudad dónde nació la filosofía! Mi preceptor, Longino, me ha hablado mucho de esa ciudad. ¿Es tan hermosa como me cuenta? —le preguntó Zenobia.

—En verdad que lo es. Sus templos son los más armoniosos y elegantes jamás construidos. Están labrados en el más puro de los mármoles del Pentélico y sus relieves y esculturas, esculpidos por artistas geniales como el gran Fidias, destacan pintados en colores tan brillantes y atinados que las figuras parecen a punto de cobrar vida y ser capaces de ponerse en movimiento en cualquier instante.

—Algún día contemplaré tu ciudad desde la colina de la Acrópolis, y pasearé entre sus templos y sus palacios —comentó Zenobia.

—Ven a comer con nosotros, Giorgios, te has ganado un descanso y un refrigerio —lo invitó Odenato.

El ateniense obedeció, e intentó que sus ojos no fueran una y otra vez en busca de la hermosura del cuerpo de su nueva señora.

—Serás mi lugarteniente —le comunicó el general Zabdas a Giorgios—. Deseo que ocupes el segundo lugar en la escala de la jerarquía del ejército. Estarás al frente de la nueva caballería pesada; el príncipe Odenato está de acuerdo y ha concedido su aprobación a mi propuesta. No existe entre nosotros ningún oficial con tu capacidad para organizar a nuestros jinetes acorazados ni tu determinación en el mando.

—¿Y ese tal Meonio? Creo que es pariente del gobernador. ¿No se sentirá desplazado?

—Es su primo, hijo de una de las hermanas de su padre. Un tipo ambicioso y de poco fiar, pero jamás se atreverá a discutir la más banal de las órdenes de Odenato. No te preocupes por él, es irrelevante.

—Carezco de méritos para ocupar ese puesto. Los árabes sois jinetes extraordinarios, como si hubierais nacido con vuestras piernas pegadas a la grupa del caballo; tal vez seáis el resultado del cruce de un centauro con una amazona —ironizó Giorgios.

—Cuidado con lo que dices, ateniense. Que te haya convertido en mi lugarteniente no te autoriza a que digas impertinencias.

—Perdona, sólo pretendía alabar vuestra capacidad para montar a caballo.

—Individualmente, tal vez seamos los mejores jinetes, pero una cosa es montar a caballo en una carrera o en una parada festiva y ejecutar media docena de cabriolas, para lo que se requiere cierta habilidad, y otra muy distinta hacerlo con eficacia y coordinación en el curso de una batalla durante una carga cerrada de caballería ante un enemigo formidable como los catafractas persas. Tú has sido capaz de organizar un regimiento de catafractas y de enseñarles a los nuestros el sentido colectivo que les faltaba y la disciplina necesaria para maniobrar en formaciones cerradas de combate como si todo un batallón se tratara de un solo jinete.

—Por lo que parece, la guerra está próxima.

—Saldremos hacia Persia muy pronto. Ten todo listo. El príncipe Hairam, el primogénito de nuestro señor Odenato, estará a tus órdenes. El dux desea que su hijo aprenda todo cuanto sabes.

—Esa es una gran responsabilidad.

—Hazte merecedor de ella.

El último mes del verano transcurrió tórrido y sereno. Giorgios tenía en su mente la inmediatez del combate, pero su alma se sentía convulsa y su cabeza confusa. Zenobia se había apoderado de ambas.