Capítulo VI

Palmira, comienzos de 261;

1014 de la fundación de Roma

El niño boqueaba de hambre en tanto Zenobia se aprestaba a ofrecerle sus pezones para que mamara. Odenato contemplaba a su esposa y a su hijo, para el que había elegido el nombre de Hereniano y al que acababa de consagrar al dios Yarhibol, la deidad palmirena que encarnaba al Sol radiante.

Apenas contaba con seis semanas de edad, parecía fuerte y sano y la madre se había recuperado del parto con una extraordinaria celeridad merced a su juventud, a su determinación y a su fortaleza. Gracias a los cuidados de los médicos, a una dieta que le sugirió Longino y a la realización de ejercicios gimnásticos como los que practicaban los atletas olímpicos, Zenobia recuperó su formidable aspecto físico en apenas un mes; como huella de las secuelas del embarazo sólo quedaron sus pechos, ahora más grandes e hinchados por la abundancia de leche, y unas caderas más amplias, más rotundas y más apetecibles.

—Regalaré tres camellos a los sacerdotes del templo de Nebo —dijo de pronto Odenato.

—Ofreciste dos —le recordó Zenobia.

—Me siento generoso; y, además, añadiré otros tres al templo de Baal Shamin para que no se sienta celoso, y unos cuantos corderos a los otros santuarios de Palmira. Ninguno de nuestros dioses dejará de tener su ofrenda por el nacimiento de nuestro hijo.

—Con tantos dioses a su lado, Hereniano será inmune a cualquier peligro que pueda acecharlo —ironizó Zenobia.

—Necesitará toda la ayuda posible. —Odenato torció el gesto.

—¿Nos acecha algún peligro?

—Sí, y no podemos permanecer en situación de espera.

—¿Qué quieres decir?

—Hace dos días celebré una reunión con el general Zabdas, mi primo Meonio y el resto de altos oficiales del ejército, y todos convienen en que es necesario atacar Persia antes de que sea Sapor quien venga a por nosotros y nos sorprenda.

—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Persia es una nación poderosa y, tras su victoria sobre el emperador Valeriano, sus soldados se creen invencibles. Los nuestros son valerosos y están muy bien preparados para la batalla, pero los persas son tan numerosos como los granos de arena del desierto —alegó Zenobia.

—Si no los atacamos y los mantenemos a raya, lo harán ellos, y no dudarán en acabar con Palmira. Somos su único escollo entre Mesopotamia y las costas del Mediterráneo; siempre han ambicionado ocupar todas las tierras entre el Eufrates y ese mar.

—Tras las murallas que ordenaste construir somos inexpugnables. Y además está el desierto como aliado de Palmira. Ningún ejército podría sostener un asedio prolongado mientras conservemos el control de los manantiales.

—No es tan fácil. La ciudadela de Dura Europos disponía de unos muros poderosísimos y de unos bastiones formidables, más altos y más fuertes que los de Palmira y construidos por los mejores ingenieros romanos, y pese a ello sucumbió ante el ataque de Sapor. No, esposa mía, estas murallas pueden detener a un ejército por un tiempo, pero no nos protegerán eternamente.

—En ese caso iré contigo; no dejaré que te enfrentes solo a Sapor.

—No se trata de salir de cacería, como hemos hecho tantas veces, sino de la guerra, de matar o de morir. No existe alternativa; si fallas no pierdes la pieza, lo que pierdes es tu propia vida —alegó Odenato.

—Si vas a esa guerra, yo quiero acompañarte.

—Ahora tienes un hijo al que cuidar.

—Si mueres en esa campaña contra Persia de nada valdrán ni mi vida ni la de mi hijo; estando contigo hago más por él que esperando aquí a que regreses vivo o a que alguien me traiga tu cadáver envuelto en un lienzo, como hicieron con el de mi padre.

—¿Acabas de cumplir quince años y ya quieres morir? —Odenato estaba orgulloso de su esposa aunque no quería que se le notara demasiado.

—Por supuesto que no deseo morir, pero si tú caes en la batalla Palmira estará perdida y yo también sucumbiré, o lo que es peor, acabaré convertida en esclava de los sasánidas o entregada como concubina al harén de alguno de sus nobles, mientras nuestro hijo se pudrirá trabajando encadenado en las minas o en los campos de Persia. ¿Es ese el final que deseas para tu esposa o prefieres regresar victorioso conmigo y seguir ver creciendo a nuestro hijo? Mi padre me educó para amar a Tadmor, pero has sido tú quien me ha enseñado a luchar por nuestra ciudad y por todo lo que supone, a mantener nuestra independencia y nuestra libertad.

—Mujer, eres un regalo de los dioses.

Odenato besó a su esposa en los labios y en los pechos. Y la volvió a amar después de varias semanas sin hacerlo tras el parto; y fue entonces cuando se dio cuenta de cuánto había echado de menos su cuerpo.

La primera esposa de Odenato, recluida en una aldea al norte de Damasco por el gobernador de Palmira tras el repudio que siguió a su boda con Zenobia, murió aquel invierno. Su hijo, el joven y arrojado Hairam, también llamado Septimio Herodes según el estilo onomástico romano, fue ratificado como heredero por el propio Odenato en una ceremonia celebrada en la gran explanada del santuario de Bel, a la que siguieron unos juegos en el teatro donde fueron mostrados los cachorros de león que recogiera Zenobia varios meses atrás; alimentados con leche de camella y de cabra y con albóndigas de carne fresca, todavía eran jóvenes y juguetones pero ya tenían el tamaño de un perro grande.

—Roma se hunde en el abismo —le reveló Odenato a Zenobia mientras ambos presenciaban la lucha de dos gladiadores.

—Y si Roma cae, ¿perjudicaría a Palmira? —preguntó Zenobia.

—No estoy seguro. Podemos mantener a raya a los persas de momento, pero no sé si lo lograríamos por mucho tiempo en caso de que el Imperio se deshiciera en pedazos, lo que parece estar sucediendo. Galieno, el hijo de Valeriano, carece de la capacidad necesaria para gobernar Roma en esta delicada situación. Ante la carencia de autoridad, varios generales se han autoproclamado emperadores en diversas provincias, en Iliria, en la Galia, e incluso en pequeñas regiones de Grecia como Tesalia o Acaya. En estos convulsos tiempos, cualquier oficial ambicioso que tenga bajo su mando un par de cohortes legionarias se siente con fuerza suficiente para echarle un pulso y disputarle su corona; alrededor de veinte usurpadores reclaman el derecho al trono, y cada mes surge alguno que se postula como candidato a emperador apoyado en un puñado de legionarios leales. Hace años que el Imperio se tambalea como un borracho a punto del desmayo; muchos de los tocados con la púrpura han sido asesinados, depuestos o se han suicidado, e incluso uno de ellos ha caído prisionero de los persas y sigue perdido y convicto, quién sabe en qué miserable rincón de ese reino, sin que los romanos preparen el rescate o la venganza.

—Esta situación no constituye ninguna novedad en la cruenta historia de los emperadores romanos. Calígula fue asesinado por sus propios guardias y sus sucesores Claudio y Nerón también; y eso ocurrió en la época dorada del Imperio, cuando nadie se atrevía a cuestionar el poder absoluto de Roma —replicó Zenobia.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Me lo han enseñado Longino y Calínico en las clases de historia.

—Parece que no me equivoqué al contratarlos.

Mientras los esposos conversaban, sobre la arena del teatro los gladiadores seguían luchando ante la indiferencia de los palmirenos, que no apreciaban esos combates con la misma pasión que despertaban en la mayoría de las ciudades del Imperio.

En ese sentido, Palmira tenía unos gustos más cercanos a los orientales; las diversiones de sus habitantes no se basaban precisamente en las carnicerías de hombres y animales, ni siquiera en las grandes representaciones de tragedias y comedias o en las carreras de caballos y de cuadrigas en los circos. Los palmirenos disfrutaban con placeres menos estridentes. Les atraían los largos y refinados banquetes compartidos con amigos y familiares al caer la tarde, los apasionados debates sobre sus actividades mercantiles y el beneficio a obtener de un lucrativo negocio, o el relajo reparador de un baño en las fuentes termales del manantial de Efqa, ubicado muy cerca de la ciudad, en el camino hacia Emesa. Ese manantial era el más caudaloso de los que manaban en Palmira y una de las causas de su riqueza. A su lado se había excavado una amplia fosa en cuyo centro se abría una amplia piscina a la que se descendía por unos escalones de piedra. Varios altares de mármol rodeaban la fuente, donde los palmirenos solían celebrar cultos y ritos en honor a las deidades del agua y de la fertilidad. En un lado se alzaba un pequeño santuario dedicado al dios Yarhibol. Allí mismo, en tiendas de fieltro, se instalaban masajistas profesionales que por una moderada cantidad proporcionaban un confortable masaje tras una carrera de caballos en el desierto, tras una partida de caza en las montañas del norte o tras la práctica de la cetrería con halcones o águilas en las colinas cercanas a la ciudad.

Por ello, pese a ser una gran urbe, Palmira sólo disponía de un mediano teatro, mucho menor de lo que le correspondería por su número de habitantes, y sus magistrados jamás se habían planteado la construcción de un gran anfiteatro como el que albergaban otras muchas ciudades de África, de Asia o incluso del lejano occidente; ni siquiera de un circo en el que corrieran los caballos; para su solaz, los palmirenos tenían a su alcance el espacio de todo el inmenso desierto por delante.

Uno de sus consejeros advirtió a Odenato, que seguía conversando con su esposa, que el combate entre los dos gladiadores había finalizado. Uno de ellos, armado con una espada corta y protegido por un casco con careta de rejilla, una gruesa coraza de cuero marrón reforzada con clavos de metal y un escudo grande y cuadrado, había tumbado a su contrincante, equipado con una lanza horquillada en tridente y una red de cáñamo; el vencedor tenía al vencido a su merced y apuntaba con su espada sobre la carótida del caído.

—El secutor se ha impuesto al retiarius y aguarda tu decisión, señor —le previno el consejero.

Sin pensarlo, Odenato alzó su dedo pulgar, la señal de que perdonaba la vida al derrotado.

—Necesitaremos a todos los hombres disponibles para hacer frente a los persas; ese gladiador abatido será un fiel soldado de Palmira porque toda su vida recordará que le debe la vida a su gobernador —bisbisó Odenato al oído de Zenobia.

—Saldremos en campaña en cuanto finalice el próximo verano —le anunció Odenato al general Zabdas—. Para entonces deberá estar preparado el ejército. No podemos dejar que la iniciativa siga en manos de Sapor. Hay que aprovechar el relajo que tendrá tras su victoria sobre el emperador Valeriano.

—El ejército estará listo, mi señor.

—Por cierto, general, ¿se sabe algo del paradero de Valeriano?

—Nada; ninguno de nuestros agentes ha podido conocer la menor noticia de su destino. Es como si se lo hubiera tragado la tierra —respondió Zabdas—. Esta grave situación ha provocado cierta inquietud entre los aliados de los persas. Nuestros agentes en Ctesifonte nos han informado de que varios reyes confederados de los sasánidas han dirigido misivas a Sapor en las que le solicitan que devuelva a Roma a su emperador sano y salvo. Velsolo, monarca de las tierras montañosas al norte de Mesopotamia, tierras de gente belicosa y montaraz, alega que esa será la manera de evitar la venganza de los romanos, que siempre ha sido contundente e inevitable. Veleno, soberano de los cadusios, un pueblo que habita la región costera del litoral meridional del gran mar interior de Asia, ha advertido a Sapor de que los romanos se vuelven mucho más peligrosos cuando han sido vencidos o heridos en su honra. Incluso Artabasdes, rey de los aguerridos armenios, le señala que la captura de Valeriano ha supuesto que Persia sea considerada ahora la principal enemiga de todos los aliados de Roma, y ello incluye también la enemistad contra los socios de Sapor. Uno a uno, todos los amigos y aliados de Sapor le piden que firme la paz con Roma y que libere a su augusto prisionero como gesto de buena voluntad. Incluso su consejero Kartir, sacerdote y mago del dios Ahura Mazda y hombre de absoluta confianza del monarca sasánida, también ha abogado por la liberación del emperador.

—Y pese a ello, Sapor mantiene preso a Valeriano…

—Así es. Todas esas peticiones y deseos están resultando completamente inútiles. Sapor se niega a soltar a su valiosa presa y ha revelado a algunos de sus consejeros que jamás permitirá que Valeriano regrese a Roma.

—Esos reyezuelos tienen razón: los romanos resultan mucho más peligrosos cuando han sido heridos en su orgullo. Los aliados de Sapor hacen bien en pedirle que libere a su rehén imperial y firme la paz para evitar una represalia de Roma, pero lo que no saben es que los romanos no están en condiciones de poner en marcha una campaña de castigo ni de rescate por su viejo emperador.

—Y tú, mi señor, ¿también crees que Sapor se mantendrá inalterable ante las recomendaciones de sus aliados y de ese mago Kartir? —le preguntó Zabdas.

—Jamás liberará a Valeriano. Si lo hiciera, demostraría debilidad ante sus súbditos, y eso iría en contra de su estrategia.

—Sí, Sapor es orgulloso y altivo, y sabe que, mientras mantenga en su poder al emperador de Roma, dispondrá de una importante baza a su favor, pese a que pueda sufrir alguna posible represalia militar, que en estas condiciones no creo que se produzca, al menos de inmediato —ratificó Zabdas.

—Roma ha perdido sus mejores tropas de ataque, pero nosotros todavía podemos ejecutar acciones contundentes y rápidas. Con un ejército bien preparado y con golpes audaces y ejecutados con la velocidad de un relámpago tenemos la oportunidad de desbaratar a los persas y evitar que caigan en la tentación de invadirnos. La campaña que los llevó hasta Antioquía y la victoria sobre Valeriano en Edesa les han proporcionado mucha moral y puede ser que decidan repetir acciones de ese tipo sobre el corazón de Siria en los próximos meses —comentó Odenato.

—Y si lo hacen, Palmira está justo en medio de su camino.

—Por eso debemos adelantarnos a sus intenciones, general. De modo que prepara las tropas, recluta más mercenarios si es preciso y no repares en gastos; afortunadamente, el tesoro de Palmira está bien surtido y podemos afrontar cuantos desembolsos sean necesarios. Envía mensajeros a las principales ciudades del oriente romano para que anuncien en sus ágoras que estamos dispuestos a contratar a los mejores soldados que sea posible: arqueros ilirios, jinetes atenienses y tesalios, infantes macedonios y armenios, lanceros africanos, honderos de las islas del Mediterráneo… Forma un cuerpo de ejército que sea capaz de atravesar victorioso Mesopotamia, de alcanzar hasta la misma Ctesifonte si fuera preciso y de regresar a salvo.