Capítulo V

Edesa, al norte de Siria, finales de primavera de 260;

1013 de la fundación de Roma

Setenta mil hombres bien equipados avanzaban por el alto Éufrates en dirección sureste, hacia el corazón de Mesopotamia. Siete legiones completas, reclutadas entre las mejores tropas del ejército de Roma en el Danubio, en los Balcanes y en Asia Anterior, habían sido seleccionadas y aleccionadas por el propio emperador Valeriano para poner fin a los ataques del rey Sapor I de Persia en la frontera oriental y restituir el entredicho dominio de Roma sobre Mesopotamia. El emperador había sido autorizado por el Senado para utilizar todos los medios disponibles contra los persas y así vengar la destrucción del campamento legionario de Dura Europos y el saqueo de la ciudad de Antioquía y de las provincias de Cilicia y Capadocia; tenía potestad incluso de ir más allá del territorio romano, hasta la misma capital de Sapor si fuera posible.

Un augur del templo de Vulcano en Roma había revelado una premonición unos meses atrás. Tras observar el extraño vuelo de unas aves sobre el cielo de la capital imperial había aconsejado a Valeriano que no iniciara ninguna campaña militar durante la luna llena, pues las señales eran nefastas y, además, cuatro años antes los bárbaros habían saqueado, en una de sus incursiones por Anatolia, el templo de la diosa Artemisa en la ciudad de Efeso, donde también se rendía culto a la Luna. Otro sacerdote del templo de Júpiter Salvador, a instancias del emperador, sacrificó unas tórtolas en honor del señor del Olimpo para evitar cualquier posible maleficio sobre la expedición militar que había decidido emprender Valeriano.

Tal cual se había planeado el año anterior, las siete legiones se concentraron en el curso medio del río Eufrates, en espera de desplegarse hacia el sureste en busca del ejército sasánida. El grueso del contingente romano se había agrupado en la ciudad de Edesa, en el norte de Siria, dispuesto a partir directo al centro del imperio de Sapor. Confiado en su abrumadora fuerza militar —hacía mucho tiempo que Roma no había reunido siete legiones en un mismo cuerpo de ejército para emprender una campaña militar—, el emperador Valeriano descuidó la defensa y vigilancia de los campamentos considerando que nadie en su sano juicio se atrevería a atacar de frente a un contingente tan numeroso; por ello, dispersó el ejército en demasía y subestimó la audacia de Sapor.

—Sapor debe de estar amedrentado ante la noticia de nuestra llegada. Si las previsiones de nuestros estrategas resultan atinadas, se retirará hacia el interior de su reino y abandonará Ctesifonte, porque sabe que no la puede defender de nuestra cometida —comentó Valeriano ante los generales de su Estado Mayor.

—Así lo hemos previsto, augusto —habló el general de la II Legión—. Estamos seguros de que Sapor se replegará; es probable que se dirija a Ctesifonte, aunque el año pasado Odenato ya le demostró que un contingente audaz y bien pertrechado puede llegar hasta los mismos muros de su capital y ponerlo en un aprieto. Claro que también podría huir hacia el este de su imperio, más allá de las montañas de Partía, en el lejano altiplano oriental, donde nos sería más difícil alcanzarlo.

—Tal vez ni siquiera tengamos que librar una sola batalla para recuperar toda Mesopotamia —supuso uno de los tribunos.

—El ejército que hemos organizado ha sido preparado para sostener un largo asedio. Hemos manejado desde el principio la idea de que Sapor se hará fuerte en Ctesifonte, al menos eso dedujeron todos nuestros estrategas. Sabemos que su consejero principal, un mago que ejerce como sacerdote del dios Ahura Mazda y que se llama Kartir Hangirpe, también le ha recomendado que resista tras los muros de su capital.

—Así es, augusto. —El general de la II Legión volvió a intervenir—. Eso es precisamente lo que esperamos que haga.

Desde luego, los romanos no imaginaban lo que había preparado Sapor. Informado por sus oteadores, el rey de los persas ordenó a su ejército avanzar a toda prisa por la orilla izquierda del Eufrates, y desde allí hacia Edesa, donde sorprendió a las confiadas legiones de Valeriano.

Lejos de amilanarse ante el amenazador envite de las siete legiones, cargó contra el corazón de las posiciones romanas. Sin dar tiempo a que los romanos se organizaran, Sapor ordenó el ataque en tromba de su caballería pesada, los catafractas, un formidable cuerpo de jinetes equipados con corazas y cotas de malla que montaban poderosísimos caballos, potentes, grandes y resistentes, criados en las inmensas praderas de una lejana región de Asia llamada Fergana, aunque no demasiado rápidos debido al enorme peso que soportaban, pues estaban forrados de hierro.

La caballería acorazada sasánida configuraba una fuerza devastadora, cuya carga frontal provocaba un impacto demoledor al atacar al enemigo en sólidas formaciones cerradas que desataban el terror entre las cohortes de la infantería romana. Hacía siglos que los persas utilizaban esta fuerza de choque en sus batallas en campo abierto; dirigida por generales competentes y en igualdad numérica con sus oponentes, una carga de los catafractas se consideraba prácticamente invencible. El rey de los persas concentró sus mejores tropas en un único frente de combate y de improviso cargó contra el centro de operaciones de la infantería de los legionarios, que no esperaban semejante reacción.

El ataque por sorpresa y rapidísimo de los sasánidas se produjo en los alrededores de la ciudad de Edesa, donde radicaba el cuartel general del cuerpo expedicionario romano. Valeriano, sorprendido por la inesperada maniobra de Sapor, al que ya suponía replegándose para refugiarse tras los muros de Ctesifonte, acudió al combate completamente desorientado y sin ningún plan previo, pues nadie en el puesto de mando romano había previsto que pudiera aguardarse un ataque semejante. Los persas, con la caballería pesada al frente, cargaron con su demostrada contundencia y los catafractas arrasaron a las desorganizadas cohortes legionarias, que les salieron al paso de manera descompuesta, pues se hallaban demasiado dispersas por aquella región y habían descuidado la guardia.

El emperador Valeriano, avisado del desastre que se avecinaba, se dirigió al frente del combate con un puñado de soldados de la escolta de su cuartel general. Incrédulo ante lo que le estaban relatando los mensajeros enviados desde el improvisado campo de batalla, quiso observar personalmente la magnitud del ataque, que en principio había supuesto que sería una mera escaramuza de los persas, sin apenas importancia y sólo destinada a retrasar la marcha hacia Mesopotamia. Su equivocada suposición resultó fatal. Nadie se explica cómo ocurrió, pero los persas, tal vez mediante un soborno a algún general romano, supieron que Valeriano había acudido a observar la batalla y le tendieron una emboscada.

Cuando la comitiva del emperador comenzó a darse cuenta de lo que ocurría, se encontró rodeada por un nutrido destacamento de la caballería ligera persa que envolvió al séquito del emperador, capturó a Valeriano y lo condujo a presencia de Sapor. Valeriano era valeroso y arrojado, pero tenía setenta y cinco años y ya no estaba en condiciones de dirigir personalmente y en pleno campo de batalla una expedición como esa, y mucho menos de defenderse por sí solo.

Nunca en la historia del Imperio que fundara Octavio Augusto había ocurrido nada semejante; el emperador de Roma, el prefecto del pretorio, varios generales y decenas de los más relevantes oficiales, además de un numeroso contingente de soldados, habían caído presos en manos de su peor enemigo, el rey de Persia que, con semejante trofeo en sus manos, dio media vuelta y regresó a Ctesifonte llevando consigo cautivo al atribulado Valeriano y a varios centenares de destacados prisioneros romanos.

El desconcierto que se produjo entre las tropas expedicionarias fue absoluto. Siete legiones, entre ellas las veteranas XVI Flavia, IV Escítica, III Gálica y XII Fulminata, habían sido desbaratadas, decenas de generales y oficiales habían perecido en el combate y el mismísimo emperador había sido capturado por los persas. Ante semejante catástrofe, el Imperio romano parecía encontrarse al borde del abismo.

Palmira, pocos días después

—¡Han capturado al emperador! Valeriano Augusto está en manos de Sapor; es prisionero de los persas —anunció el general Zabdas a Odenato.

El dux de Siria estaba almorzando en su palacio con Zenobia. Según los planes acordados meses atrás con los embajadores de Valeriano, en unos días debía partir hacia el Eufrates para hostigar a los persas en su territorio y facilitar el avance de las siete legiones hacia Mesopotamia, defendiendo el flanco derecho del ejército; pero la noticia que traía Zabdas lo alteraba todo.

—¿Qué ha ocurrido? —se sorprendió Odenato.

—Mi señora… —Zabdas agachó la cabeza a modo de respetuoso saludo al observar la presencia de Zenobia en la sala—. El ejército de Valeriano ha resultado derrotado en Edesa, y el emperador ha sido apresado. Me lo acaba de comunicar un mensajero recién llegado del lugar de la batalla. Es un comandante de la caballería romana; dice llamarse Aureliano y porta sus correspondientes credenciales como embajador de Roma en Oriente. Espera afuera para informarte en persona.

—Hazlo pasar.

Zabdas salió y regresó instantes después con el tal Aureliano, que se cuadró ante la presencia de Odenato y se impresiono ante la belleza de Zenobia.

—Cónsul, señora… —Aureliano inclinó la cabeza como saludo respetuoso ante el gobernador de Palmira y su esposa.

—¿Es cierto que ha sido capturado el emperador, comandante?

—Los persas nos sorprendieron cerca de Edesa; aparecieron de repente, como surgidos de la nada, y lanzaron un ataque contundente con su caballería pesada sobre nuestras desprevenidas legiones. Nuestra infantería no estaba preparada para el combate y fuimos aplastados con facilidad. El emperador Valeriano acudió a la batalla y fue rodeado por un contingente de jinetes persas; ha sido capturado y conducido a Persia. Sapor lo humilló obligándolo a arrodillarse ante él y montó en su caballo subiéndose primero sobre la espalda inclinada de nuestro augusto, al que ordenó colocar la frente sobre la tierra.

—¿Cómo conoces todos esos detalles?

—Los contó uno de nuestros oficiales que fue capturado con el emperador pero que logró escapar.

—Tienes aspecto noble. ¿Quién eres? —le demandó Odenato.

—Nací en la ciudad de Sirmio, en la provincia de Panonia, en la región de los montes Balcanes, hace cuarenta y cinco años. Mi padre sirvió como centurión en las legiones del Danubio y mi madre fue sacerdotisa en un templo dedicado al culto al dios Sol.

Aureliano calló que a su madre se le habían atribuido en su región natal dotes proféticas y adivinatorias, y que en una ocasión había pronosticado que el dios del Sol había previsto un alto destino para su hijo. Adoptado por un senador que protegía a su madre, desde muy joven Aureliano se enroló en el ejército, donde mostró ser un fiel devoto del dios Mitra, el Sol invicto, la deidad más venerada por los soldados romanos, la misma a la que rendía culto su madre. Fuerte y ágil, nunca rehusaba el combate cuerpo a cuerpo y en el campo de batalla se había ganado fama de luchador invencible. Se decía de él que en una sola campaña contra los sármatas había liquidado con su propia mano a cincuenta y ocho enemigos. Los soldados de caballería a su mando lo admiraban y obedecían ciegamente sus órdenes.

—¿Quién ha asumido el mando del Imperio? —le preguntó Odenato.

—El césar Galieno, el hijo de Valeriano, es ahora el nuevo augusto. El Senado lo ratificará como tal en las próximas semanas, en cuanto reciba la proclamación del ejército.

—Se avecinan malos tiempos para el Imperio —reflexionó Odenato en voz alta.

—Roma ha superado épocas peores, cónsul. A la muerte del gran Marco Aurelio, el mundo civilizado parecía derrumbarse, sobre todo cuando lo sucedió su hijo Comodo, de infeliz recuerdo según relatan algunos anales. Pero desaparecido este, el Senado y el pueblo romano reaccionaron, eliminaron su estatua y colocaron en su lugar la de la diosa Libertad. Hace tan sólo diez años el Imperio ardió en revueltas e invasiones, pero también hemos superado esos peligros y aquí seguimos. El divino Eneas escapó de Troya y con los supervivientes de aquella guerra fundó Roma, que será eterna e inmortal. Si algún día Roma sucumbe, ese mismo día se habrá acabado el mundo.

Aureliano hablaba con el orgullo de los romanos de otros tiempos.

—Pareces muy interesado en la política —intervino Zenobia, que se había mantenido callada hasta ese momento.

—Debo estarlo en los tiempos que corren, señora; Roma debe ser defendida a toda costa y a los soldados nos incumbe cumplir esa sagrada misión. Nosotros somos hombres mortales, pero el Imperio y Roma son sagrados y deben continuar así por siempre.

—¿En qué te basas?

—En el segundo siglo de existencia del Imperio muchos emperadores murieron en sus camas, pero en este último casi todos han sido asesinados. Octavio Augusto gobernó durante más de cuarenta años e impuso el orden romano y la paz a todo el mundo civilizado. Pero ahora los emperadores se suceden con la rapidez del día y la noche. Diez, tal vez doce se han autoproclamado augustos en la última década y cualquiera que disponga de la fidelidad de un puñado de legionarios se atreve a reclamar para sí el trono de Roma. Pero saldremos triunfantes de esta nueva calamidad, señora. Nuestro gran poeta Virgilio, en la Eneida, cuenta cómo lucharon los romanos, encabezados por el héroe Eneas, el heredero de Troya, contra todas las tribus enemigas que los rodeaban, y cómo fueron venciendo una a una a todas ellas hasta imponerse sobre toda la región del Lacio. Roma puede perder algunas batallas, pero no puede ser vencida, es la dueña del mundo, es eterna —reiteró Aureliano con determinación, citando unos conocidos versos del propio Virgilio.

—Que así sea, y que Palmira la acompañe en esa eternidad de gloria —terció Odenato.

Ante la noticia del desastre de las legiones en Edesa, Odenato organizó un batallón de caballería que salió a toda prisa hacia el Eufrates. Sapor, tras su victorioso y audaz golpe de mano, había ordenado regresar a Ctesifonte con su más preciado trofeo, el emperador Valeriano, y con los centenares de presos romanos capturados para ser convertidos en esclavos y vendidos para trabajar en las minas de las montañas del este. Las largas columnas del ejército sasánida se replegaban con rapidez pero en orden hacia Mesopotamia, y Odenato no pudo hacer otra cosa que hostigar a la retaguardia persa, intentando liberar a algunos prisioneros.

Palmira, un par de semanas más tarde

Odenato la observaba atento; sus oscuros ojos de halcón recorrían el precioso cuerpo de su joven esposa con la avidez del hombre hambriento de sexo. El agua tibia y perfumada corría por la piel melada de Zenobia, en tanto dos esclavas le frotaban todo el cuerpo con paños humedecidos con esencia de rosas y narcisos, las flores legendarias de los árabes.

Acabado el masaje reparador, le untaron el pelo con aceite balsámico y se lo cepillaron con un peine de marfil. Desnuda delante de su esposo, Zenobia alzó los brazos mientras dos esclavas comenzaron a vestirla con una túnica de seda púrpura con ribetes dorados y le adornaban el cabello con flores de plata y oro y una corona de lapislázuli. Odenato tuvo que reprimirse para no poseerla allí mismo.

Aquel día era muy importante. Derrotadas las legiones romanas en Edesa y capturado el emperador Valeriano, Odenato aparecía como el único general capaz de sostener la frontera oriental del Imperio ante la previsible inmediatez de las acometidas que se esperaban de los persas, sin duda envalentonados por su contundente victoria y por tener en sus manos al emperador de Roma.

La ciudad de Palmira, ya completamente rodeada de sólidas murallas y cerradas sus puertas con robustas batientes de gruesos tablones chapeados con placas de hierro, no sólo era el principal emporio comercial entre oriente y occidente, centro y etapa a la vez de todas las caravanas entre Siria y Mesopotamia y lugar de aprovisionamiento y descanso obligado en las rutas mercantiles entre el Mediterráneo y Persia y la India, sino que ahora se había convertido en el baluarte de la defensa de la civilización, tal como la entendían los griegos y los romanos, frente a la barbarie que se suponía procedente de más allá de los confines orientales del Imperio.

Odenato, erigido en caudillo taumaturgo e invicto de su ciudad, había citado en su palacio a un ser extraordinario recién llegado de Antioquía y quería que Zenobia lo acompañara; ella era su esposa y su diosa y sabía que, al lado de aquella espléndida mujer, su majestad y su gloria brillaban mucho más.

—Estás realmente magnífica —exclamó el príncipe de Palmira cuando recibió la mano de la joven elegantemente vestida y ricamente engalanada.

—Son tus ojos.

—Cualquier hombre moriría por tenerte un solo instante en su lecho, y yo soy el más afortunado de todos los mortales porque te tengo para mí todos los días. Eres digna de compartir el tálamo con un dios.

—Tú eres mi único señor —le susurró Zenobia, que no amaba a su esposo pero lo consideraba un hombre extraordinario al que honrar y respetar.

—Vamos; ese sabio por el que te has interesado nos espera en la sala de audiencias.

Los esposos aparecieron en el salón de recepciones del palacio como si se tratara de dos divinidades del Olimpo griego.

Zenobia centró las miradas asombradas de los hombres allí presentes; los cortesanos envidiaron a Odenato por ser el único poseedor del amor de aquella fabulosa mujer. El príncipe de Palmira saludó con el brazo en alto a los presentes, que aguardaban pacientes su llegada, y se sentó en el sitial del gobernador, un trono de piedra dorada cubierto con cojines de seda verde; a su lado, en un sillón de madera con cabezas de leones talladas en los brazos, lo hizo Zenobia, henchida de majestad, como si en vez de la esposa del dux romanorum de Siria fuera la verdadera emperatriz del mundo.

Al pie de los cinco escalones sobre los que se alzaban los dos tronos aguardaba paciente Pablo de Samosata. Este clérigo cristiano acababa de ser elegido patriarca de Antioquía, en sustitución del prelado Demetriano, que había sido asesinado durante la invasión persa que asoló la floreciente ciudad. Nada más tomar posesión de su sede, Pablo se había enfrentado con la mayoría de la comunidad cristiana antioquena y había provocado muchos problemas al ser acusado por algunos presbíteros de Antioquía por sus graves desviaciones doctrinales y sus posiciones heréticas.

—Sé bienvenido a Palmira —lo saludó Odenato.

—Te agradezco, mi señor, tu magnanimidad y tu protección.

—Se te acusa de agraviar a los miembros de tu comunidad de cristianos; ¿qué tienes que alegar?

—Quienes se han opuesto a que me hiciera cargo de mi diócesis lo han hecho violentando las verdaderas enseñanzas de Jesucristo; de no ser por tu intervención, hubiera sido incluso asesinado. Te debo la vida.

—Agradéceselo a mi esposa, a Septimia Zenobia. Ella es quien me pidió que te protegiera.

El obispo cristiano de Antioquía se inclinó reverente ante Zenobia, quien, informada de la situación de aquel hombre, al que muchos consideraban un sabio, había pedido a su esposo que lo trajera a Palmira y le concediera su amparo.

El patriarca Pablo, nacido en la ciudad de Samosata, al norte de Siria, tenía sesenta años; había sido elegido obispo a una edad ya avanzada pero mantenía una fuerza vital extraordinaria, una brillante erudición y una más que notable habilidad dialéctica. Muchos cristianos de Antioquía y la mayoría de los clérigos se habían opuesto a su nombramiento como patriarca, pues hacía ya algunos años que sus heterodoxas tesis teológicas resultaban muy controvertidas por considerarlas desviadas con respecto a las que enseñara el apóstol Pablo de Tarso, el más influyente de los seguidores de Cristo, cuyas tesis eran aceptadas como canónicas por la mayoría de las autoridades de los cristianos. El de Samosata contradecía las enseñanzas trinitarias del apóstol Pablo y afirmaba que Dios Padre era el único que existía de un modo sustancial y que el Verbo no era otra cosa que el sonido proferido por Su boca. Así, concluía que Jesucristo sólo había sido un hombre carente de naturaleza divina aunque dotado de una sabiduría inducida directamente por Dios, que lo había adoptado como Su Hijo en el momento del bautismo por San Juan, cuando Cristo tenía treinta años de edad.

—La Iglesia cristiana atraviesa malos tiempos. El augusto Valeriano, ahora en manos de los persas, puso en marcha, hace tan sólo tres años, una amplia campaña de acoso y de persecución contra algunos cristianos que se atrevieron a desafiar la autoridad religiosa y el carácter divino atribuido a los emperadores. Varios seguidores de esa iglesia, sobre todo en las comunidades de la provincia de África, han sido encarcelados y asesinados tras ser sometidos a cruentas torturas, e incluso han sido arrojados a las arenas de los anfiteatros para ser devorados por fieras salvajes, como vulgares delincuentes, y servir así de divertimento a la obscenidad de la plebe, siempre ávida de espectáculos sangrientos. Entre los cristianos ejecutados se encuentran dos de los más relevantes teólogos, los obispos Sixto de Roma y Cipriano de Cartago. Esos mártires son los verdaderos cristianos y no esos obispos orondos y opulentos que atesoran riquezas sin cuento en tanto predican la virtud de la pobreza a sus feligreses.

—Esos obispos a los que te refieres de manera tan despectiva han justificado la condena de tus posiciones doctrinales, alegando que estaban hartos de tu desviación de los verdaderos asertos de la religión cristiana y de tu contumacia en el error y la herejía, y por eso quieren expulsarte de la sede patriarcal de Antioquía —intervino Odenato mientras Zenobia se mantenía en silencio, observando cuidadosamente y sin perder detalle a aquel extraño individuo que rendía culto a un dios único del que la joven señora de Palmira apenas había oído hablar.

—La mayoría de los romanos y de los griegos disfruta con los placeres sensuales que ofrece la vida terrena, pero los verdaderos cristianos, siguiendo aquí las viejas costumbres de la ancestral religión de los judíos, rechazamos los deleites mundanos y predicamos la austeridad, la pobreza, la oración y la meditación en el nombre de Dios como único camino hacia la salvación eterna, hacia la redención universal. En cierto modo, el verdadero cristianismo está muy cercano a la religión que practicaban los esenios, un grupo de judíos que renunciaba a los placeres, no aceptaba el matrimonio, rechazaba a la mujer, se alimentaba de palmeras y todos sus bienes pertenecían a la comunidad —asentó Pablo de Samosata.

—Esas ideas tuyas cuestionan el mundo que conocemos, nuestra forma de vida y nuestras creencias más profundas; debes tener cuidado, pues si sigues así no sólo serás maldito para tus propios correligionarios, sino que te convertirás en un peligroso delincuente a los ojos de la justicia romana, y me temo que, si eso ocurre, te irá mucho peor todavía —reflexionó Odenato.

—El mensaje del auténtico Jesucristo, el profeta del único dios verdadero, va dirigido a un hombre nuevo. Los grandes sabios de la Iglesia así lo han entendido y combaten con su palabra la perversa filosofía de los paganos, como han hecho Clemente y Orígenes en la misma Alejandría, el emporio del saber y de la ciencia de los idólatras.

—¿Tu Jesucristo es como ese profeta llamado Mani, o Manes, que predica en Persia la existencia de dos principios antagónicos, el del bien y el del mal y que, según parece, también es perseguido por los sacerdotes del culto oficial sasánida? —intervino Zenobia, que hasta entonces se había mantenido en silencio.

La pregunta de la joven señora de Palmira sorprendió a Pablo.

—¡Oh, no, no, mi señora! Mani defiende la existencia de dos principios iguales en poder y majestad, el bien y el mal, representados por la luz y la sombra; y lo sé bien porque mi madre fue educada en esos erróneos postulados y me los reveló cuando yo era adolescente. Por el contrario, los verdaderos cristianos creemos en un solo principio superior, el que nos reveló Jesucristo, el de Dios Padre Todopoderoso, el Hacedor del universo y Creador del mundo. Para los cristianos hay dos principios antagónicos, sí, pero no son iguales. Si el mal existe sobre la tierra es porque Dios castiga a los hombres por sus errores, y para ello utiliza al demonio, a Satanás, un ángel caído que se rebeló contra su Señor y que pecó de orgullo y soberbia porque quiso ser como el mismo Dios. La que predica Mani es una doctrina dualista, abominable a los ojos del Señor; los auténticos cristianos creemos que no existe ningún ser ni ningún principio igual, ni semejante siquiera, a Dios, que es único y omnipotente, creador de todo el universo y que no tiene principio y no tendrá fin.

»Si me lo permitís, yo podría mostraros la auténtica esencia del verdadero cristianismo, señora, sin las deformaciones a las que la han sometido algunos errados y falsos profetas. Ninguna otra fe de cuantas se profesan sobre la tierra provoca tal sensación de paz en el alma y tanta serenidad en el espíritu como la que nos enseñó Jesús; no existe ninguna religión en el mundo que conforte al hombre tanto como la creencia en el único y verdadero Dios Nuestro Señor, el que se reveló a Abraham, a Moisés y a Jesús.

—Ahora estás bajo nuestra protección; más adelante, en cuanto las circunstancias lo permitan, podrás regresar a tu sede patriarcal de Antioquía, y lo harás bajo nuestro especial cobijo. Te nombraré procurador ducenviro de la provincia de Antioquía; así, revestido de esa autoridad pública como procurator ducenarius —hablaban en griego, pero Odenato citó este título en latín—, si alguien osara atentar contra tu vida, lo hará contra la de un oficial del Imperio y, si se atreve a ello, será considerado reo de muerte. Se te asignará una renta anual de doscientos mil denarios por tu nuevo cargo.

—En ese caso, puedo regresar a Antioquía enseguida.

—De momento permanecerás aquí, en Palmira, al menos por un tiempo prudencial, y le explicarás a mi esposa los fundamentos de esa religión que predicas, pero lo harás como maestro, no para intentar convencerla. Quiero que Zenobia sea instruida por los mejores pedagogos. Pronto llegará desde Atenas el reputado filósofo Casio Longino, al que he enviado a llamar para que la eduque en la filosofía de los sabios de Grecia. Me han asegurado que no existe en todo Oriente un hombre más ilustrado que él. Lo llaman la «universidad ambulante», porque se dice que nada de cuanto se conoce escapa a su conocimiento.

—He oído hablar de él. Sí, aseguran que es un sabio dotado de amplios conocimientos, pero también se trata de un pagano que creo que odia a los cristianos…

—Ya está decidido. Entre tanto, puedes predicar tu religión y practicar tus creencias cristianas libremente en Palmira. Espero que no causes problemas y sepas agradecer la acogida y el amparo que te ofrecemos. Mañana mismo serás nombrado procurator ducenarius, y recibirás esa asignación anual de doscientos mil denarios. Ahora retírate.

Pablo de Samosata asintió a las palabras de Odenato e inclinó la cabeza en señal de respeto hacia su protector.

Zenobia era una mujer de natural inteligente y de espíritu abierto, y estaba dispuesta a aprender cuanto se le enseñara. Odenato quería convertirla en la mujer más sabia de Siria y para ello le había asignado varios maestros que le estaban enseñando a hablar en latín; además, conocía bien los dos idiomas propios de Palmira, el palmireno y el griego, y hablaba perfectamente el arameo y, además, el egipcio que su madre le enseñara de niña.

Longino, designado como su preceptor y principal educador —para desesperación de Pablo de Samosata, que tuvo algunos enfrentamientos con el filósofo griego—, comenzó a impartirle clase durante dos horas diarias, al principio de cada mañana. Zenobia se entusiasmó enseguida con las enseñanzas del filósofo sirio formado en Grecia según las ideas expresadas por Platón y Aristóteles.

Para completar la formación de Zenobia en los estudios de historia, Longino le pidió a Odenato que contratara a un historiador. El elegido fue Calínico Dutorio, quien despertó en ella el interés por la historia del mundo a través de los libros de Tucídides, y le descubrió la historia de Roma contada en un libro de Herodiano, en el que se narraban los hechos sucedidos en el Imperio desde la muerte de Marco Aurelio hasta poco antes de la celebración de los grandes festejos que tuvieron lugar en la capital con motivo del milenario de su fundación.

Calínico ideó un juego que consistía en hacer que la joven esposa de Odenato se identificara con dos de las grandes mujeres de la historia.

—Tu modelo en la historia, como princesa de Palmira que eres —le decía Calínico—, ha de ser Cleopatra, la reina de Egipto, quien fuera amante de dos de los más insignes romanos, el poderoso Julio César y el noble Marco Antonio.

—Pero Longino me ha enseñado que Cleopatra murió derrotada luchando contra Octavio Augusto —le replicaba Zenobia—; su vida acabó, por tanto, en fracaso.

—Debes imitar su modelo de gobierno, su ambición y sus sueños, y no fijarte en su desgraciado final. Esta vida no es eterna, ni siquiera para las más eminentes reinas. La muerte nos aguarda agazapada en cualquier recodo del camino de nuestra vida y tarde o temprano alcanza la victoria sobre nosotros; lo importante es estar preparados para que, cuando aparezca Átropos, la inevitable parca señora de la muerte, nos encuentre listos para hacerle frente y para desafiar a los caprichosos genios del destino. Las grandes figuras de la historia son recordadas por haber plantado cara a la muerte con majestad y sin miedo, no por haberla derrotado, pues eso, mi señora, es imposible —apuntaba Calínico.

—No me gustaría morir envenenada por la mordedura de un áspid —sentenció Zenobia.

Otro día, Calínico comentó a su alumna que podía extraer muchas enseñanzas de la vida de la princesa Berenice de Judea.

—Berenice era bisnieta del rey Herodes el Grande de Judea e hija de Herodes Agripa, el último gran caudillo del pueblo judío. Fue la mujer más influyente de su época. En su juventud escuchó predicar a Pablo de Tarso, el ciudadano romano recaudador de impuestos que se convirtió al cristianismo tras caerse de su caballo camino de Damasco a causa de una aparición divina. Berenice vivió una vida sentimental muy intensa y azarosa. El general Tito, que luego se convertiría en emperador, se encaprichó de aquella hermosa mujer y, tras conquistar Jerusalén, se la llevó consigo a Roma como amante; estaba tan prendado de ella que incluso quiso hacerla su esposa, pero Vespasiano, el padre de Tito, lo impidió, y Berenice regresó a Judea.

—¿Ella le correspondió? —preguntó Zenobia.

—Según los historiadores, sí, pero no hay que creer todo cuanto se relata en las antiguas historias. Berenice, una vez tomada Jerusalén, se puso del lado de los romanos. Cuando murió Vespasiano y Tito fue proclamado emperador, Berenice retornó a Roma por segunda vez; quizá creyera que, ahora sí, se convertiría en esposa de su amado y en emperatriz, pero se equivocó. Aunque en otro tiempo la amó, Tito ya la había olvidado; el tiempo y la distancia habían apagado la pasión que antaño sintiera por ella.

—¿Había perdido su belleza?

—Probablemente sí, pues el paso de los años marchita la hermosura de las más rutilantes mujeres. Fuera por la causa que fuese, la cuestión es que Tito la rechazó como amante y ella tornó a Judea para permanecer en su tierra hasta su muerte. Si se hubiera casado con Tito, Berenice se habría convertido en emperatriz de Roma y quién sabe hasta dónde hubiera podido llegar, pero jamás logró alcanzar el que tal vez fuera su gran sueño, aunque, al menos por una vez, lo tuvo al alcance de la mano.

—¿Y dices que esa princesa judía puede ser un modelo para mí? Como ocurrió con Cleopatra, su vida también acabó en un sonoro fracaso —le preguntó Zenobia.

—Claro; cuando te digo que debes fijarte como modelo en estas grandes mujeres, me refiero a que debes recapacitar sobre los errores que cometieron para no caer en ellos.

Pablo de Samosata, que, pese a sus intentos, no logró convencer ni a Zenobia ni a Odenato para que abrazaran el tipo de cristianismo que predicaba, regresó al fin a Antioquía con su nombramiento de procurador ducenviro bajo el brazo, doscientos mil denarios de renta anual y el respaldo y protección de Odenato. El patriarca, que defendía la pobreza como una de las principales señas de identidad de los cristianos, aceptó de buen grado la notable suma de dinero que le reportó su nuevo cargo de procurador, olvidando de momento que en muchos de sus sermones no había dejado de proclamar que, a imitación de Cristo, la pobreza constituía el mejor camino hacia la salvación del alma. Claro que a partir de que se convirtiera en un hombre muy rico añadió el término «pobreza de espíritu» a la «pobreza» a secas que antes defendía.

Sus enemigos, que habían protestado ante el propio emperador Valeriano solicitándole que lo depusiera del cargo de patriarca para el que había sido nombrado, quedaron desautorizados. Si ese emperador había pensado alguna vez en hacerlo, no tuvo la oportunidad de ponerlo en práctica al ser capturado por los persas, y Galieno, su hijo y sucesor, ni se molestó en corregir la decisión de Odenato sobre Pablo de Samosata. El nuevo augusto tenía cosas mucho más urgentes de las que ocuparse.

—Tu joven esposa es una mujer extraordinaria, mi señor. Jamás había visto a una hembra dotada de una mente tan preclara y lúcida, pues, según nos enseña Aristóteles, la mujer es inferior en inteligencia y agudeza al hombre, pero las de tu esposa superan ampliamente a la de muchos hombres, te lo aseguro.

Longino explicaba así, a preguntas de Odenato, el rápido proceso de aprendizaje de Zenobia, que cada día demostraba mayor capacidad para aprender cuanto le enseñaban sus preceptores.

—Esta semana iremos de caza. Zenobia vendrá conmigo; hace semanas que no salimos de Palmira, necesita hacer ejercicio y vivir unos días al aire libre.

—Me temo que deberías aplazar esa cacería, mi señor; en esta ocasión no conviene que lleves contigo a tu esposa.

—¿Por qué no? Desde que abatí con su ayuda a una leona en las montañas del norte, la caza es la actividad que más le apasiona —repuso Odenato.

—¿Es que no te has dado cuenta?

—¿De qué estás hablando?

—Creo, mi señor, que tu esposa está embarazada —le reveló Longino.

—No es posible; lo hubiera sabido…

—Pues me parece que presenta todos los síntomas. En la clase de esta mañana ha sentido náuseas y se ha mareado un poco, sus pupilas están ligeramente dilatadas y sus labios parecen un poco más gruesos. Perdona mi indiscreción, señor, pero ¿has observado cuánto tiempo hace que no le viene el flujo menstrual?

—No, no…, no sé… No llevo la cuenta de esas cosas. —Odenato estaba ofuscado.

—Tal vez no debí decirte nada; quizá esté equivocado y haya supuesto lo que no es.

Odenato dejó a Longino con la palabra en la boca y salió como un rayo en busca de Zenobia, a la que encontró en el patio del palacio organizando con los criados un próximo banquete.

—¿Estás embarazada? —le preguntó sin aguardar siquiera a disponer de un poco de intimidad.

Zenobia miró a los lados y los esclavos se apartaron prestos.

—Tal vez…

—Sí o no —insistió Odenato, que se mostraba nervioso e inquieto.

—Creo que sí; hace mes y medio que no sangro, la areola de mis pezones se ha hecho más grande y oscura, en ocasiones tengo sensación de vómito… Sí, creo que llevo en mi vientre un hijo tuyo.

—¿Cómo no me has dicho nada?

—No estoy completamente segura, tal vez sean síntomas de otra…; no sé, jamás había estado embarazada. ¿Te lo ha dicho mi madre? Es la única persona a la que le he confesado las dudas sobre mi estado, pero le advertí que no te lo revelara hasta que yo estuviera completamente segura de mi embarazo. —Zenobia acarició el amuleto de aetita que le entregara su madre el día de su boda con Odenato, el de la piedra roja que protegía a las mujeres preñadas contra los abortos.

—No, no he hablado de esto con tu madre; ha sido Longino quien me lo ha señalado.

—¿Longino?, ¿cómo ha podido…? —se sorprendió Zenobia.

—Lo ha deducido por tu estado esta misma mañana.

—Vaya con el filósofo.

—Sabes bien que, además de filosofía, posee amplios conocimientos de medicina, y ha supuesto que los síntomas que presentas son los propios de las embarazadas.

—Hoy mismo visitaré el santuario de Nebo; sus arúspices me confirmarán si estoy encinta o no.

—No confíes demasiado en esos interesados sabelotodo.

—A veces aciertan en sus predicciones.

—De acuerdo. Le ofrendaré a Nebo media docena de corderos, y, si estás embarazada, les regalaré a sus sacerdotes, además, dos camellos.

—Rezaré a Bel, a Marduk, a Zeus, a Mitra, a Amón, a todos los dioses y diosas conocidos, incluso a ese extraño dios de los cristianos, para que nuestro hijo sea un varón —dijo Zenobia.

—Estoy seguro de que será un niño, un nuevo príncipe para Palmira.

—En ese caso, ¿lo convertirás en tu heredero? —preguntó Zenobia.

Odenato apretó los dientes.

—Hairam es mi primogénito, y mi único hijo por el momento.

—Pero tú repudiaste a su madre; ahora soy yo tu única esposa.

—Yo mismo proclamé a Hairam, con su nombre romano de Septimio Herodes, como mi sucesor en el trono de Palmira. Acaba de cumplir veinte años y ya es un hombre, fuerte y decidido. Sí, he repudiado a su madre y la he recluido en una aldea cerca de Damasco, pero cuando nació Hairam ella era mi esposa legítima y, por tanto, mi hijo es mi heredero con todos los derechos de la sangre, de la costumbre y de la ley.

—Tal vez la fecha de su nacimiento no fuera propicia… —sugirió Zenobia.

—Lo fue. A los pocos días de nacer lo presenté en el templo de Bel. Los astrólogos determinaron que había nacido en un momento idóneo según los astros. Yo le otorgué mi herencia con plenos derechos al trono de Palmira en una solemne ceremonia ante los magistrados de la ciudad. Los miembros del senado de Palmira y los sacerdotes de todos los templos le han jurado fidelidad y obediencia porque yo así se lo demandé. Esa es nuestra ley, yo soy su principal valedor y el principal garante de su cumplimiento; y no puedo quebrantarla.

—Claro que puedes. Los caudillos árabes tienen la potestad de elegir como sucesor a cualquiera de sus hijos, no necesariamente al primogénito. Así ocurre entre los clanes de los pastores nómadas, entre las familias de los agricultores de los oasis y en las de los comerciantes de las ciudades. Tú eres un príncipe árabe, el más afamado y poderoso de todos. Puedes hacerlo; hazlo por mí. Nadie te criticará ni se opondrá a ello —insistió Zenobia.

—Hairam sabe que será mi sucesor; es un joven leal, valeroso y noble. No tengo ningún motivo para relevarlo como mi heredero. Tu hijo, nuestro hijo, será un gran príncipe cuando llegue su momento y tal vez algún día herede Palmira si antes falleciera Hairam, pero ahora mismo ese derecho le corresponde a mi primogénito.

—Pero si llegara el momento en el que faltases tú, tal vez Hairam pudiera emprender represalias contra mí y contra nuestro hijo. Podría hacer regresar a su madre de su exilio, y entonces estoy segura de que sería yo la expulsada de Palmira.

—Conozco bien a Hairam. Eso no ocurrirá. Le haré jurar ante los altares de todos los dioses en todos los templos de Palmira que cuando yo muera, él se comprometerá a mantener tu posición y la de nuestro hijo.

Zenobia calló; sabía que cuando Odenato tomaba una decisión firme la mantenía por encima de todo. Además, tal vez el retoño que portaba en su vientre fuera una niña, o, aun siendo un niño, podría fallecer al poco tiempo de nacer o presentar algún defecto que le impidiera reinar en Palmira.

Sí, comprendió que se había precipitado al presionar a su esposo y que había cometido un grave error. Se había dejado arrastrar por sus emociones y por los deseos de su corazón, que se habían antepuesto a la razón y no le habían permitido observar con claridad la situación. Se juró a sí misma que a partir de ese día jamás permitiría que los sentimientos prevalecieran en ella sobre el raciocinio; no volvería a dejarse arrastrar por el ardor del momento ni por el impulso de los afectos, y se propuso que actuaría, una vez analizada serenamente cualquier situación, con absoluta frialdad. Aquel día aprendió una de las lecciones más importantes de su vida, que no olvidaría jamás.