Capítulo IV

Montañas al norte de Palmira, principios de primavera de 260;

1013 de la fundación de Roma

La caza abundaba en primavera en las agrestes montañas ocres y rojizas del macizo de Rasid, a medio centenar de millas romanas al norte de Palmira. Las laderas orientadas al norte de las cumbres más altas, en pleno desierto sirio, ofrecían en aquellos días algunas zonas de frescos pastos, recién brotados con las lluvias del inicio de la primavera, que eran frecuentados por pequeñas manadas de antílopes y de gacelas, a las que seguían al acecho algunos leones y leopardos.

Hacía mucho tiempo, cuando los grandes reyes de Asiria y de Persia eran señores absolutos de aquellos territorios, solía ser frecuente observar abundantes leopardos, osos y leones merodeando por allí en busca de presas. La caza de estas fieras había sido practicada por la aristocracia de Mesopotamia desde hacía siglos, como se podía observar en los relieves esculpidos en las paredes y los templos de algunas de sus arruinadas ciudades. Esquilmadas por la caza y por la demanda de fieras para los juegos en los anfiteatros, ahora eran tan escasas que había que acudir a los parajes más recónditos e intrincados para localizar alguna, pues apenas se veían aquellas poderosas bestias carnívoras, que temían tanto al hombre que huían en cuanto percibían su olor.

No obstante, Odenato había logrado abatir varias de ellas y andaba deseoso de mostrarle a Zenobia su destreza y su fuerza.

A comienzos de aquel año, según el cómputo del tiempo del calendario romano, Odenato había recibido un mensaje del emperador Valeriano en el que le comunicaba que a principios del próximo invierno comenzaría la prevista ofensiva contra Persia, para la que debería estar preparado.

Una partida de caza en las montañas del macizo de Rasid constituía un perfecto ejercicio para mantener a los soldados activos y para entrenar técnicas de ataque, tonificar los músculos y practicar con los caballos.

—Mañana saldremos de caza; creo que te gustará —le dijo Odenato a Zenobia.

—Nunca lo he hecho antes.

—Ya lo sé, pero confío en que te sientas a gusto. Cazar fortalece los músculos y obliga a mantener despiertos todos los sentidos. No hay mejor entrenamiento para la guerra que enfrentarte a un oso, acechar a un león o capturar a un leopardo.

Odenato estaba convencido de que el ejercicio de la caza atraería la atención de su joven esposa. En los meses que llevaban casados la había visto moverse por el palacio con la agilidad de una pantera, y en sus noches de amor había acariciado sus miembros fuertes y ágiles; sí, sería una buena cazadora.

—¿Vendrá a la cacería tu otra esposa? —le preguntó Zenobia.

—No. He decidido repudiarla. Esta misma semana se marchará de Palmira.

—¿Dónde la envías?

—A una aldea cerca de Damasco. Allí viven unos parientes suyos, estará bien. Quiero que tú seas mi única esposa.

—¿Y tu hijo Hairam?

—Es mi legítimo heredero. Se quedará conmigo. Algún día, él será el señor de Palmira y de toda Siria; tiene que aprender a gobernar este territorio.

Salieron de Palmira y siguieron durante una jornada el camino del Eufrates, para girar después hacia el norte a través de un valle reseco al fondo del cual se alzaba una cordillera de escarpados montes en los que florecían arbustos leñosos de la altura de un camello y prados de hierba verde.

—Este es el territorio de los leones. Cuentan los más viejos que hace tiempo eran tan abundantes que se podían encontrar incluso muy cerca de la ciudad. Pero cada vez es más difícil dar con ellos, pues la demanda de estos felinos ha sido tan grande que se han capturado hasta los más pequeños cachorros. Antaño, los cazadores sólo abatían a los grandes machos o a las hembras más viejas, y dejaban libres a los cachorros para que crecieran fuertes, a las hembras jóvenes para que parieran nuevas camadas y a los machos adultos y sanos para que las preñaran; aquellos eran otros tiempos. He oído decir que un emperador llamado Comodo decapitaba avestruces con flechas con punta de media luna y que mató en un solo día a cien leones asaeteándolos en el circo de Roma; y se asegura que hace trece años, durante el reinado del emperador Filipo, se sacrificaron en apenas cuatro semanas hasta once mil animales salvajes en el gran anfiteatro de Roma con motivo de las celebraciones del milenario de la fundación de la capital del Imperio.

»No sé qué tiene de placer, de valor o de mérito ver morir en la arena, sin posibilidad de defenderse, sin escapatoria alguna, a estos nobles animales.

—Se trata de mantener ocupados a los plebeyos; así sus cabezas se entretienen en los combates y desatienden asuntos mucho más trascendentes —opinó Zenobia.

—¿Quién te ha contado todo eso?

—Antioco Aquiles, el socio de mi padre. Todo cuanto sé se lo debo a mi padre, y desde que él murió ha sido Antioco quien me ha enseñado muchas cosas. Algunas tratan del gobierno de las ciudades y de los ciudadanos.

—¡Vaya!, ¿te interesa la política?

—Soy la esposa del gobernador de Siria, algo debería conocer.

—Si lo deseas, dispondré que te enseñen algunas disciplinas. Eres una mujer inquieta a la que no le gusta permanecer encerrada cada día en palacio esperando que llegue la noche para compartir el lecho conmigo.

—Estudiaré si es tu deseo. Mi padre me enseñó a leer y escribir, y me instruyó con algunas nociones de cuentas para ayudarle en sus negocios, pero murió antes de que yo pudiera aprender todo cuanto él sabía. Luego Antioco me ha dado lecciones y me ha proporcionado algunos libros.

—Tendrás los mejores maestros que pueda encontrar.

Zenobia montaba una potente yegua roana. Desde niña había practicado la equitación en los alrededores de Palmira acompañando a su padre, y era capaz de cabalgar con la destreza de un hábil jinete. Sobre aquella montura, la joven parecía una verdadera amazona. Vestía, además, como un guerrero: coraza de cuero, falda de cuero y remaches de metal, casco de combate, muñequeras hasta el codo y glebas de bronce para protegerse las piernas. Buena parte de sus hermosos muslos quedaban al aire, lo que concentraba las miradas deseosas de los soldados que componían la partida de caza.

Acamparon al pie de una empinada colina coronada por unas rocas en forma de capitel, al lado de un manantial del que sólo brotaba un hilillo de agua en los meses de la primavera y que se secaba en cuanto aparecían los rigores del verano.

Los soldados montaron los pabellones al abrigo de unos peñascos y Odenato estableció el turno de guardia; él se fijó la jefatura del primer turno, pues le gustaba dar ejemplo y compartir las tareas como uno más de los soldados, pero luego pasaría toda aquella primera noche en el desierto al lado de Zenobia.

A la mañana siguiente continuaron ascendiendo hacia las montañas; pronto vieron a lo lejos un grupo de gacelas que salieron corriendo en cuanto se apercibieron de la presencia de los humanos.

—Los leones suelen acechar las rutas que siguen las gacelas para encontrar su alimento. Iremos tras esa manada —propuso Odenato.

Los hábiles rastreadores, acostumbrados a descubrir las pistas más endebles con el más insignificante de los indicios, pudieron dar con el rastro de las huidizas gacelas y durante tres días lo siguieron hasta el pie de la más alta cima de aquellas montañas, en cuyas laderas se abrían profundos barrancos cubiertos de espesos matorrales leñosos, algunos de los cuales habían florecido con las escasas lluvias de aquella estación.

—Esa es la zona propicia para las emboscadas de los leones —señaló Odenato a su esposa, indicando la espesura de la vegetación—. En esta época del año esas plantas leñosas producen unos brotes tiernos y jugosos que atraen a las gacelas y a los antílopes. Agazapados entre la densidad de esos arbustos, los leones aguardan pacientes a que una pieza se acerque lo suficiente como para lanzarse a su captura. Es ahí cuando intervendremos nosotros, y el cazador pasará a ser cazado.

—¿Tendremos que esperar mucho? —preguntó Zenobia.

—Nunca se sabe; quizá ni tan siquiera haya leones en esta zona y nuestra espera resulte en vano. En la caza, como en la política, la paciencia es la mejor de las virtudes; no lo olvides.

Odenato era un hombre ecuánime y paciente; sus años al frente del gobierno de Palmira y su experiencia en las batallas contra los persas le habían otorgado una pericia extraordinaria. Zenobia era todo lo contrario; a la propia de su juventud sumaba la excitación de haberse convertido de pronto en la señora de Palmira, en el deseo más ardiente del dux de Siria, en la mujer más admirada de la más vasta y rica provincia del Imperio.

Tras una larga y tediosa espera que se extendió durante media jornada, unas gacelas se acercaron hacia los floridos arbustos con cautela. A una distancia de unos doscientos pasos, ocultos tras unas rocas y con el viento en contra para evitar ser detectados por el fino olfato de los animales, Odenato y Zenobia observaban sus nerviosos movimientos; tras ellos y a sus flancos se habían desplegado dos docenas de soldados, equipados con lanzas y redes, prestos a obedecer las órdenes de Odenato en cuanto apareciera un león.

—Mira —bisbiseó Odenato a Zenobia—; los jugosos y verdes brotes de esas plantas son irresistibles para las gacelas, pero no acaban de fiarse del todo. Es probable que tras el follaje se esconda agazapado un león, un leopardo o incluso un oso; y las gacelas saben que puede ser así. Delante de nuestros ojos se ofrece el juego de la caza. Pero lo que ignora la fiera, si es que hay alguna, es que nosotros también estamos aquí, esperando su ataque para convertirla en nuestra presa. Es el juego mortal de la vida. ¡Aguarda!

Los ojos avizores de Odenato percibieron un leve movimiento en unos matojos.

—¿Qué ocurre? —demandó Zenobia.

—Allí, a la derecha de las gacelas. Se han movido las hierbas altas y apenas hay viento. Si fuera un oso se ocultaría tras los arbustos, y los leopardos suelen agazaparse en las ramas de los árboles para lanzarse desde allí sobre sus presas, de modo que tiene que ser un león.

Odenato se giró e hizo una señal a sus hombres para que permanecieran listos.

—¿Estás seguro?

—Sí. Mira allá, puedo ver sus orejas. No tiene melena; es una leona y está a punto de atacar. En cuanto lance su acometida, nosotros saldremos por ella. Tú quédate aquí y observa.

—¿Me has traído hasta estas montañas sólo para que contemple desde la distancia cómo cazas un león? Quiero participar en la batida —asentó Zenobia con tal decisión que sorprendió a su esposo.

—No tienes la menor experiencia en la caza de leones. Esos animales son tan fuertes como un camello y más rápidos que el viento. Si te atacan, no sabrías cómo defenderte; uno solo de sus zarpazos podría partirte por la mitad. Limítate a observar; ya tendrás otra ocasión para participar en una cacería.

—No —dijo tajante Zenobia.

—No quiero que te suceda ningún daño; permanece quieta en este lugar y observa.

Zenobia le sostuvo la mirada a Odenato.

—Quiero participar en la cacería —insistió.

—No lo has hecho nunca.

—Pero manejo el arco como el mejor de tus arqueros.

Odenato la miró sorprendido.

—¿Sabes tirar con arco?

—Mi padre era comerciante, pero también un gran arquero. Solía decirme de niña que todos los palmirenos debían practicar el tiro con arco, pues era el mejor método para defenderse en caso de ataque de bandoleros a una caravana. Él me enseñó a hacerlo. Solíamos practicar muchas veces cuando estaba en Palmira. Soy capaz de acertar a un blanco fijo del tamaño de una granada a cincuenta pasos de distancia.

—¿Y tienes fuerza suficiente para tensar el arco?

—Déjame el tuyo.

Odenato le acercó su arco y una flecha. Zenobia colocó la muesca de la saeta en la cuerda, sujetó el arco con fuerza con su mano izquierda y tiró con la derecha hacia atrás. El arco se tensó hasta alcanzar una curva suficiente como para lanzar el virote a más de trescientos pasos.

—¡Vaya!

—Quiero ir contigo a por esa leona —insistió Zenobia.

Su determinación acabó por doblegar a su esposo, que accedió a regañadientes.

—De acuerdo —cedió el gobernador, y le entregó un carcaj cargado con dos docenas de flechas—, pero permanece siempre tres o cuatro pasos detrás de mí y mantén el arco preparado, y si ves que se acerca un león no huyas aterrorizada; si corres, irá a por ti y te abatirá con facilidad. Los leones huelen el miedo y suelen perseguir a las presas que intentan escapar despavoridas ante su presencia, pero a veces dudan ante las que les plantan cara.

Mientras los dos esposos hablaban sobre cómo comportarse en la cacería, la fiera surgió de la espesura como un rayo amarillento. Desde su escondite había localizado y fijado a su pieza, una gacela que parecía cojear ligeramente al trote, y se lanzó a por ella como impulsada por una catapulta. Como había vislumbrado Odenato, la cazadora era una hembra, una leona adulta y sin duda experta en la cacería, porque en su ataque trazó una precisa diagonal cerrando la posibilidad de escape de la gacela.

Algunos hombres hicieron intención de salir, pero Odenato los contuvo con un enérgico gesto de su mano.

El ataque de la leona desató el pánico y la desbandada de las gacelas, que corrieron despavoridas intentando escapar de sus mortíferas garras y colmillos. Pero la fiera sólo tenía un objetivo, la pieza seleccionada antes del ataque, y en ella fijó toda su energía.

Tras una breve pero intensa carrera, alcanzó de un gran salto a la gacela que cojeaba y la volteó con un preciso y contundente golpe de sus garras sobre las ancas. A toda velocidad, con la maestría del felino experimentado en decenas de acometidas similares, se abalanzó sobre la garganta del animal caído y mordió a la gacela por la tráquea a la vez que le retorcía el cuello para asfixiarla.

Odenato reaccionó deprisa.

—¡Ahora! —ordenó a sus hombres.

Los soldados surgieron de detrás de las rocas con sus lanzas en alto y aullando como orates. La leona, que mantenía sus fauces firmemente cerradas aprisionando la garganta de la gacela, soltó a su presa pero en lugar de huir del envite de los humanos, como era habitual en estas circunstancias, se colocó delante de su trofeo y se encaró con los cazadores rugiendo con fiereza.

Odenato se sorprendió por aquella actitud y enseguida comprendió lo que sucedía. La leona no estaba sola, muy cerca debía de andar su carnada, de ahí que la fiera ofreciera resistencia a los soldados y no escapara de inmediato; sin duda estaba intentando proteger a su prole.

—¡Rodeadla en la zona de los arbustos! No le deis salida. ¡Vamos, vamos! —gritaba a la vez que se acercaba a los soldados llevando a su esposa protegida a su espalda.

Ante el acoso combinado de la docena de hombres, la leona retrocedió unos pasos y se agazapó junto a la gacela abatida, que había recuperado el resuello y ahora jadeaba convulsamente aunque permanecía tumbada en el suelo. Los palmirenos se aproximaron con cautela, cerrando el cerco, protegidos con sus escudos multicolores y con las lanzas listas para ser arrojadas, cuando de pronto la leona se arrancó en dirección a Odenato. El gobernador de Palmira flexionó las rodillas y armó su brazo derecho apuntando con la lanza hacia la bestia ocre, que corría hacia él con las fauces abiertas y rugiendo con toda su ferocidad. Sabía que sólo tendría una oportunidad con su lanza; si fallaba el tiro no le daría tiempo a desenvainar su espada, y las garras de la leona le arrancarían la piel y le destrozarían la garganta antes de que pudieran llegar los soldados en su ayuda. Tenía que esperar el momento preciso para que la fuerza de su brazo sumada a la velocidad de la leona fueran suficientes como para que la hoja de la lanza se clavara en el cuerpo de la fiera y cayera abatida. Con toda serenidad se fijó en el pecho de la leona, ahí debía lanzar su arma, y aguardó.

Zenobia contemplaba la carga de la leona con ansiedad y conforme se acercaba hacia ellos creyó que su esposo, que la protegía con su cuerpo, estaba perdido porque parecía que no reaccionaba; se había quedado inmóvil, tal vez paralizado por el miedo, como les solía ocurrir a quienes eran presa del ataque de un felino tan enorme, pensó. Pero cuando la fiera se preparaba para saltar sobre Odenato, este arrojó su lanza con la fuerza y la precisión del cazador más avezado y fue a clavarse entre el pecho y la pata delantera derecha de la leona, que cayó a tierra apenas a cinco pasos de su cazador. El príncipe de Palmira sacó su espada corta de la vaina y se lanzó de inmediato sobre el animal, al que remató de un contundente tajo en el cuello.

Entonces contempló asombrado que la leona tenía dos flechas clavadas a la altura de los omoplatos. Miró hacia atrás y vio a Zenobia, con los pies bien asentados sobre el suelo y con una tercera flecha lista para ser disparada con el arco.

—Ya te dije que era capaz de acertar a un blanco a cincuenta pasos —dijo luciendo una sonrisa.

—Dijiste un blanco fijo, y esta leona se movía a la velocidad de un rayo.

—Bueno, he esperado a que estuviera a treinta pasos, y además es mucho más grande que una granada.

—La has alcanzado dos veces. ¿Lo hiciste antes de que le clavara mi lanza?

—La primera sí, un poco antes. Eso la frenó lo suficiente para que pudieras arrojar tu lanza. La segunda flecha impactó a la vez.

—¿Has sido capaz de hacer todo eso en tan breves instantes? —Odenato estaba apabullado ante la serenidad de su esposa y la precisión de sus disparos.

—Es cuestión de concentrarse y mantener la calma. Es lo que me enseñó mi padre.

Zenobia se encogió de hombros. Los soldados apenas creían lo que acababan de ver y, a pesar de ser algunos de ellos consumados arqueros, no cesaban de comentar que aquella joven mujer no podía ser otra que la diosa Diana, la certera cazadora, encarnada en la piel de Zenobia.

Alentados por uno de sus comandantes, alzaron sus escudos y los golpearon con sus jabalinas; alborozados, aclamaron a su jefe y a su esposa. Odenato limpió la sangre de su espada en la piel de la leona y se giró hacia la posición que ocupaba Zenobia, unos cuantos pasos tras él. Su mirada era en ese momento la de un verdadero rey.

—¿Por qué no ha escapado? Tú dijiste que estas fieras huían de los hombres, y en cambio nos ha plantado cara y nos ha atacado…

—Normalmente los leones temen la presencia del hombre. Este ejemplar es una hembra, de manera que si ha reaccionado así es que sus cachorros no andan muy lejos y procuraba protegerlos. Vamos a buscarlos, seguro que están escondidos cerca. Pero, cuidado, podría merodear por aquí otra leona o un gran macho.

La gacela que había sido abatida se incorporó y salió corriendo. Las fauces de la fiera no habían logrado estrangularla y al recuperar el aliento huyó.

Los hombres de la partida se desplegaron por la espesura en busca de los cachorros de la leona. Tras revisar minuciosamente todos los posibles escondrijos, bajo una cornisa de rocas, a unos cuatrocientos pasos de distancia, encontraron a tres pequeños leoncitos de apenas unas semanas de vida que temblaban de miedo cuando sus captores los tomaron en brazos.

—¿Puedo quedármelos? Han perdido a su madre, alguien tendrá que cuidarlos —preguntó Zenobia.

—Claro, son tuyos, pero no les cojas demasiado afecto; dentro de unos meses estarán en condiciones de arrancarte un dedo y en un par de años cualquiera de estos pequeños podrá devorar a un antílope, o a una princesa.

Los cazadores regresaron a Palmira con cuatro venados, media docena de gacelas del desierto, dos jabalíes, los tres cachorros vivos y la piel de la leona. La piel de los leopardos o la de los osos se puede curtir y es útil para fabricar abrigos y gorros, pero la de los leones, carente de pelo largo y tupido, sólo sirve para hacer una alfombra de no muy buena calidad. Odenato ordenó arrancarle los colmillos y las uñas, que repartió entre sus hombres, y quemar el cadáver.

En las semanas siguientes Zenobia acompañó a Odenato a nuevas cacerías e incluso a algunas algaradas militares en la frontera con los persas, participando en los preparativos del plan acordado con el legado del emperador de Roma. Se acercaba la fecha que Valeriano había fijado para la conquista de Persia y los palmirenos debían estar convenientemente dispuestos y entrenados.