Capítulo III

Palmira, tres años después; primavera de 259;

1012 de la fundación de Roma

Tras la conquista y destrucción de Dura Europos, y ante la inacción del ejército romano, que se mostraba incapaz de reaccionar, pues estaba siendo acosado por bandas de bárbaros germanos en las fronteras del Danubio y en las costas de Anatolia, Sapor I, henchido de majestad y de orgullo por sus victorias ante las desmoralizadas tropas romanas de Mesopotamia, recorrió y saqueó varias ciudades al norte de Siria y alcanzó la misma Antioquía, la ciudad más populosa de toda aquella región, sin que ninguna fuerza le hiciera frente. Ocupó ciudades y fortalezas que hasta entonces habían pertenecido a Roma, aprovechando el caos que reinaba en las regiones orientales del Imperio romano, invadidas y saqueadas por tribus bárbaras y asoladas por varias erupciones volcánicas en las islas del Egeo y en Anatolia y por una oleada de terremotos que habían provocado enormes olas marinas que causaron terribles inundaciones en las ciudades costeras de Siria. Sin nadie que las defendiera, populosas ciudades y ricas regiones fueron saqueadas impunemente por los persas, que capturaron a una ingente cantidad de cautivos que se llevaron como esclavos. Palmira se presentaba ahora como su objetivo inmediato. Parecía como si todos los dioses se hubieran conjurado para castigar con toda su crueldad a aquellos desasistidos humanos.

Tras sus rafias y saqueos, Sapor se retiró a la baja Mesopotamia y anunció con solemnidad a los príncipes persas, reunidos en la gran sala de columnas de su palacio de Ctesifonte, que estaba dispuesto a emprender la conquista del mundo. Alarmados ante la situación de guerra en la frontera del Eufrates, muchos de los judíos que habían abierto sus negocios en Dura Europos y otras ciudades del limes de Mesopotamia se trasladaron a Palmira e incluso a Persia, intentando alejarse de la zona de conflicto.

El palacio del gobernador Odenato se levantaba en el extremo noroeste de Palmira, dentro del recinto amurallado que hacía unas semanas se acababa de culminar, pues, tras la destrucción de Dura y la amenaza de que Sapor se decidiera a atacar Palmira, las obras de fortificación se habían acelerado muchísimo.

El gobernador observaba un plano de la gran provincia de Siria, una tierra de feracísimos campos en los valles de los ríos, salpicada de bosques en las alturas de las montañas y de desiertos silenciosos y cálidos, que se extendía entre el Mediterráneo y el Eufrates. Las líneas del mapa estaban trazadas con tinta roja y negra en un pergamino, sobre el que el general Zabdas, de casi cuarenta años de edad y recién nombrado comandante supremo del ejército palmireno, sólo sometido a la autoridad de Odenato, le explicaba a su señor los movimientos estratégicos de las tropas de Sapor y cómo se habían desplegado intentando cercar Palmira en un amplio movimiento envolvente desde el norte y el este.

—Han arrasado todo el norte de Siria, desde Edesa y Carras hasta Antioquía, han ocupado las ricas ciudades de Apamea y Zeugna y han saqueado algunas comarcas de Cilicia y Capadocia. Si conquistan Emesa y Damasco, sin duda sus próximos objetivos, nos habrán aprisionado en un cerco mortal; o reaccionamos pronto o estaremos irremisiblemente perdidos —sentenció Zabdas.

—El emperador Valeriano está concentrando en el norte de Grecia al grueso de sus legiones. Ha logrado la retirada de los godos de las costas de Asia Menor y planea atacar a Sapor desde el norte de Mesopotamia para reconquistar esos territorios y avanzar hacia Ctesifonte. Nosotros lo haremos a la vez, directamente a su capital —observó Odenato, cuyo dedo índice presionó con fuerza el lugar del mapa donde estaba ubicada Ctesifonte, la capital de los persas, a orillas del río Tigris, justo en el lugar donde más próximos discurren este río y su gemelo el Eufrates.

El gobernador de Palmira era fuerte y decidido. A sus cuarenta años conservaba la salud y la forma física de un hombre de veinticinco. Descendía de una noble familia de caudillos árabes, señores de Tadmor, que desde hacía al menos seis generaciones había sido estrecha aliada de los romanos. En los pedestales de la columnata de la gran avenida de Palmira estaban expuestas las estatuas de cuatro de sus antepasados: la de su padre, también llamado Odenato, uno de los primeros palmirenos en recibir la ciudadanía romana, doce años antes de que fuera universal para todos los habitantes libres del Imperio, y durante cuyo mandato el emperador Caracalla había concedido a Palmira la categoría jurídica de colonia romana, el mayor privilegio que se otorgaba a una ciudad; la de su abuelo Hairam, que gobernara Palmira en tiempos del emperador Comodo y la dotara de nuevas leyes y ordenanzas; la de su bisabuelo Vabalato, firme aliado del gran Marco Aurelio, el emperador filósofo, en sus guerras en Oriente; y la de su tatarabuelo Namor, quien acordara con Roma la instalación de una guarnición permanente de legionarios en Palmira hacía ya más de cien años.

Odenato había continuado la tradición familiar de alianza con los romanos y se había comprometido a respetar los viejos acuerdos que certificaban el poder y el dominio nominal de Roma sobre Palmira según el centenario tratado de amistad firmado por las dos ciudades. En realidad, la verdadera relación entre la ciudad de las palmeras y la capital del Imperio se basaba en un acuerdo para el mantenimiento de la defensa de los intereses mutuos. Con esa alianza, Roma conseguía fijar la frontera oriental de su Imperio ante la permanente amenaza de los persas y Palmira se garantizaba pingües beneficios al obtener el control de las rutas comerciales entre Asia y el Mediterráneo, además de la seguridad de contar con el apoyo del ejército más poderoso del mundo en caso de problemas con los belicosos vecinos del este, como parecía que iba a ser el caso.

Hacía apenas unos meses que Odenato había recibido del emperador Valeriano y del Senado de Roma el nombramiento de cónsul, lo que conllevaba el ejercicio del mando supremo como general en jefe del ejército imperial en la zona de operaciones militares de Mesopotamia. A una inscripción grabada en piedra en un pórtico de la avenida de columnas que certificaba la pertenencia de Odenato al Senado romano le fue añadida su nueva dignidad consular y el calificativo de «ilustre».

Ante el avance de los persas, los palmirenos habían realizado varias cabalgadas de castigo en el curso medio del Eufrates y habían logrado algunas sorprendentes victorias sobre destacamentos sasánidas, más numerosos pero menos eficaces en el combate. La caballería ligera de Palmira, dirigida por el general Zabdas, se movía con una extraordinaria rapidez, sorprendía a unidades dispersas del ejército de Sapor, ejecutaba un ataque rápido y contundente mediante disparos con arco, en cuyo manejo y puntería nadie los superaba, y se retiraba indemne tras causar al enemigo el mayor daño posible. En varios de aquellos encuentros habían caído más de un centenar de persas alcanzados por los experimentados arqueros sin que los palmirenos hubieran sufrido baja alguna.

Mientras los dos soldados debatían sobre la estrategia a seguir a la vista del mapa, un oficial entró en la sala anunciando la llegada de un emisario del emperador de Roma.

—Sé bienvenido, legado —lo saludó Odenato alzando su brazo al estilo romano.

—El augusto Valeriano y el césar Galieno te envían sus saludos de amistad y concordia, cónsul Odenato —dijo el embajador.

—¿Qué noticias traes?

—Tras haber expulsado a los bárbaros de las comarcas de Grecia y del Ponto, el augusto Valeriano tiene previsto dirigirse hacia Mesopotamia al frente de siete legiones; setenta mil hombres entre legionarios y tropas auxiliares forman el invencible ejército con el que Roma va a enfrentarse a ese bárbaro persa.

—¡Setenta mil soldados! Si se utiliza bien esa formidable fuerza, en apenas tres meses alcanzaremos el corazón del imperio de Sapor en Ctesifonte —comentó el general Zabdas.

—No será tan fácil. El Imperio persa es inmenso y está poblado por una multitud de pueblos tan numerosa como las estrellas. Si se siente amenazado, Sapor puede poner en pie de guerra a más de doscientos mil hombres, tal vez hasta trescientos mil en un solo campo de batalla —reflexionó Odenato.

—Lo sabemos, cónsul. Nuestros espías en Persia nos tienen bien informados de ello —intervino el legado—, pero se trata de un ejército poco cohesionado, compuesto por unidades muy diversas y muy desigualmente entrenadas, procedentes de regiones del reino de los persas tan alejadas entre sí que ni siquiera hablan la misma lengua. Sólo sus regimientos de caballería pesada están a la altura de nuestros legionarios.

»Por otra parte, Roma quiere concederte un nuevo título en agradecimiento a los servicios que has prestado en la defensa de las fronteras orientales del Imperio. Los insignes emperadores Valeriano y Galieno —el legado romano desplegó un rollo de pergamino— te otorgan el título de dux romanorum, con autorización imperial para ejercer el mando supremo militar sobre toda la provincia de Siria y el limes de Oriente.

El legado romano entregó el documento a Odenato y se cuadró a sus órdenes.

—Agradezco este honor y combatiré como leal aliado de Roma, como lo hicieron mis antepasados. ¿Cuáles son los planes del emperador Valeriano para el ataque a Persia?

Odenato le indicó al legado que tomara asiento a la mesa donde estaba desplegado el mapa de pergamino.

—Las siete legiones se concentrarán a comienzos de la próxima primavera en el curso alto del Eufrates; aquí. —El embajador señaló un punto sobre el mapa—. Avanzarán río abajo, siguiendo la calzada que se construyera en tiempos del divino Adriano, hasta Babilonia, y luego, por tierra, directas a Ctesifonte, en el Tigris. El augusto Valeriano te solicita que protejas el flanco occidental de nuestro avance a lo largo de la orilla derecha del Eufrates, desde Dura Europos hacia el sur, para evitar que Sapor lance por ese flanco un movimiento envolvente sobre el grueso de las legiones.

»Si todo sucede como está previsto, a mediados del próximo año beberemos vino en las copas de oro del palacio de Sapor, y la dinastía de los sasánidas será historia. Entre tanto, convendría que acosaras a los persas con ataques relámpago, como los que has efectuado en los últimos dos años, para mantener distraída su atención y evitar que puedan concentrar a todas sus tropas en un único frente de batalla.

Odenato miró a Zabdas en demanda de su opinión.

—Me parece un plan correcto, mi señor; si coordinamos bien nuestras fuerzas podemos conseguir una victoria definitiva —asentó su general.

—De acuerdo. Mantendremos la presión contra los persas durante los próximos meses mediante frecuentes ataques sorpresa con nuestros arqueros a caballo, y la próxima primavera nos encontraremos a las puertas de Ctesifonte, y después en el palacio de Sapor, espero —concluyó Odenato.

Palmira, otoño de 259;

1012 de la fundación de Roma

El sol brillaba como un tizón amarillo sobre el límpido celeste de Palmira. La gran avenida de la columnata se había regado y alfombrado con hojas verdes de palmeras y de arbustos aromáticos para recibir al ejército, que regresaba victorioso de una campaña contra los persas. Sobre los bastiones de las murallas, recién concluidas, los palmirenos ondeaban estandartes y agitaban banderolas saludando el regreso de los expedicionarios.

Odenato, al frente de dos cohortes legionarias romanas, un batallón de arqueros y dos regimientos de jinetes palmirenos, había atacado a los persas en una acción fulgurante, y en un gesto de audacia había recorrido durante las últimas semanas del verano el valle del Eufrates hasta plantarse a unas pocas millas al norte de la capital Ctesifonte sin que Sapor se hubiera atrevido a hacerle frente. El dux romanorum regresaba victorioso y cargado con un extraordinario botín.

Seguro y orgulloso, cabalgaba delante del general Zabdas, y saludaba feliz a la gozosa multitud que lo vitoreaba. Entró en la ciudad por la puerta sur y se dirigió de inmediato al santuario de Bel, en cuya gran explanada interior los sacerdotes del templo y los magistrados de la ciudad lo aguardaban perfectamente formados.

Al pasar junto a una triple inscripción en piedra, labrada en latín, griego y palmireno, que daba cuenta de su nombramiento como cónsul de Roma el año anterior, Odenato sonrió satisfecho. Gracias a él, los sasánidas no habían conquistado todo el oriente romano y se había salvado la rica provincia de Siria, la más próspera y floreciente de todo el Imperio. Se sintió todopoderoso; la gente de su ciudad lo aclamaba como si se tratara de uno de los héroes de las leyendas antiguas, un nuevo Hércules, o tal vez el mismísimo Alejandro Magno revivido.

Alzó su mano derecha y saludó a los centenares de ciudadanos que lo aguardaban a la entrada del enorme santuario donde lo esperaba Shagal, el sumo sacerdote. Descendió del caballo y, seguido por Zabdas, ascendió a grandes zancadas la escalinata de veinticinco gradas que daba acceso a los propileos del templo, una entrada con un monumental pórtico sostenido por ocho gigantescas columnas de fustes monolíticos y capiteles en estilo griego, el único acceso abierto en el períbolos, el recinto murado que delimitaba el sagrado perímetro del santuario. Saludó a Shagal con un abrazo, cruzó el umbral entre las puertas de madera y bronce abiertas de par en par, e ingresó en el inmenso espacio porticado que enmarcaba un gigantesco patio dentro del cual se alzaba el templo rectangular del sancta sanctórum, al que se accedía por una gran rampa de losas de piedra.

Ya en el interior del patio, un amplísimo temenos cuadrado de doscientos cincuenta pasos de lado, bajo un sol radiante y un prístino cielo azul, se dirigió hacia los dos grupos de notables y los saludó uno a uno: con un abrazo a los magistrados de la ciudad y con una leve inclinación de cabeza a los sacerdotes.

Con el casco de combate en la mano izquierda, ascendió pausado y majestuoso la rampa de piedra de varios tramos con suaves retalles que daba acceso al sancta sanctórum del complejo sagrado, un macizo edificio construido con ciclópeos bloques de piedra dorada. Las gigantescas puertas de madera chapeadas de láminas de plata estaban abiertas y la luz solar iluminaba el interior, donde se ubicaban dos altares dedicados a las principales deidades de la extensa nómina del panteón de dioses palmirenos.

Justo bajo el grandioso dintel de piedra labrado en una sola pieza, Odenato se quedó inmóvil por un instante. Tras él se habían acercado los sacerdotes, encabezados por Shagal y los magistrados, para acompañarlo al interior, pero el dux se giró, alzó el brazo y, con un rotundo gesto de autoridad, ordenó a sus acólitos que se detuvieran. Entre ellos se encontraba Meonio, que se seguía declarando fiel a su pariente.

—Entraré yo solo. Necesito hablar con nuestros dioses y que me asesoren sobre nuestro inmediato destino. Cerrad las puertas y aguardad fuera.

Los sacerdotes se miraron confusos; sólo ellos tenían autoridad para decidir quién entraba en el corazón del santuario, pero no tuvieron más remedio que acatar la tajante orden del dux.

Odenato observó el relieve esculpido en piedra del dios Aglibol, cargado con un cesto de frutas, y el combate del dios Bel con el monstruo Tiamat, acontecido en el origen de la creación del mundo, y se sintió orgulloso por pertenecer al linaje que había hecho tan grande a Palmira.

Entró en el edificio y las pesadas puertas se cerraron tras él, sumiendo la sacrosanta sala en una ambarina penumbra apenas alterada por las llamas de cuatro lámparas de aceite que ardían ante los dos altares. Las aletas de su nariz se agitaron ante el intenso aroma a mirra que inundaba la nave. Habituado a la intensa luz solar del exterior, le costó algunos instantes acostumbrar sus ojos a la penumbra, hasta que comenzó a distinguir las formas del interior del santuario, que tan bien conocía. A cada lado de la puerta, en los dos testeros del edificio, orientados al norte y al sur, se ubicaban sendos altares; en el del muro septentrional, en el ara dedicada a la tríada de dioses principales de Palmira, se erigían las estatuas de Bel, la gran deidad celeste de los semitas, y a sus costados las de Yarhibol, el dios del sol coronado de rayos, y Aglibol, el dios de la luna, con un creciente lunar sobre su cabeza. El altar se cubría con una bóveda monolítica en la que estaban labradas las figuras de los siete dioses planetarios griegos y romanos, con Júpiter ocupando el centro de una circunferencia y los otros seis, Helios, Mercurio, Venus, Selene, Marte y Saturno, a su alrededor, rodeados a su vez de un círculo con los doce signos del zodíaco, inscrito en un cuadrado en cuyos ángulos desplegaban sus alas cuatro águilas imperiales.

Hacia allá se dirigió en primer lugar Odenato, que observó los impávidos rostros de piedra de los dioses a la vez que pronunció una breve oración en el idioma palmireno.

—¡Oh, gran Marduk, todopoderoso señor del cosmos, creador del universo! ¡Oh, celeste Bel, dueño supremo del mundo! Os doy las gracias por las victorias obtenidas y os requiero para que sigáis protegiendo a vuestra ciudad de Tadmor de todos sus enemigos. ¡Oh, Yarhibol, dios del sol y de la luz, sigue calentando la tierra y fecundando las cosechas! ¡Oh, Aglibol, dios de la luna y de la noche, cuida de nuestros muertos, guíalos en su tránsito al mundo de las sombras y acógelos en tu seno reparador!

Depositó su casco de combate y su espada delante del altar, se arrodilló y se postró ante las esculturas de los dioses, que permanecían mudas e inmóviles, bañadas por la tenue luz ambarina de las lámparas de aceite.

Después atravesó la sala y se colocó ante el altar meridional, en cuya hornacina principal se ubicaba un antiguo ídolo de madera, muy venerado en Palmira, que representaba al dios Nebo, al que algunos griegos identificaban con Apolo; esta escultura articulada podía moverse gracias a un ingenio mecánico que los sacerdotes del templo de Bel accionaban mediante unas palancas, según les convenía, cuando los fieles acudían ante ella en demanda de una predicción sobre el futuro que les aguardaba.

Nebo era amable y cercano, la deidad más próxima a la que dirigir las plegarias y solicitar los ruegos cotidianos, pero también la de la sabiduría y la palabra escrita. Hijo del gran dios Marduk, había descendido del cielo para enseñar a los hombres el camino del conocimiento. Además de ese altar en el sancta sanctórum del gran santuario, disponía de su propio templo privativo junto al arco triunfal de la gran avenida porticada. Los sacerdotes del santuario de Bel le habían erigido ese altar en el edificio más sagrado de Palmira porque su culto rendía numerosos ingresos a causa de las consultas que se le demandaban y de las cuantiosas ofrendas que se le rendían. Por ello, en ocasiones, los sacerdotes de ambos templos se habían enfrentado en agrias disputas en las que había tenido que mediar el propio Odenato para evitar altercados mayores.

—Divino Nebo, señor de los auspicios y del destino, dueño del futuro y de los sueños, amigo de los hombres, también te ofrezco la victoria y te pido que me muestres el mejor camino para alcanzar la grandeza y aumentar la prosperidad de Tadmor.

Acabada su plegaria, Odenato se tumbó en el suelo boca arriba y contempló la bóveda que cubría el altar de Nebo, decorada con elegantes casetones y delicados florones de hojas de acanto esculpidos en piedra. Cerró los ojos y se sumió en una especie de letargo entre las vaporadas de mirra; por su cabeza pasó toda su vida como en un sueño.

Y allí, en la penumbra y el silencio del santuario de Bel, embriagado por la misteriosa luz amarillenta de las lámparas y el aroma de la mirra que ardía en sendos pebeteros, se acordó de ella. Como si uno de los dioses de aquel sagrado recinto, tal vez Afrodita-Venus, la diosa del amor de los griegos y los romanos, lo hubiera alcanzado con sus hechizos, la imagen de la joven Zenobia, la hermosísima hija del difunto mercader Zabaii ben Selim, se presentó una y otra vez, casi obsesivamente, en el interior de su cabeza, como un relámpago que arrastraba una inquietante sensación de deseo. Mirara hacia donde mirase allá aparecía siempre el rostro de la bella Zenobia, joven, fresco, con sus ojos negros deslumbrantes de luz y su cautivadora mirada serena y atrayente. Supuso que aquella aparición era fruto del deseo de los dioses, que le indicaban que aquella muchacha debería ocupar un lugar a su lado; y entonces fue cuando decidió que la haría suya.

El gobernador de Palmira ya tenía una esposa legítima, hija de uno de los más ricos y poderosos comerciantes de la ciudad. No era lo habitual, pero los árabes podían casarse con varias mujeres a la vez. Claro que Odenato no era uno más de entre los árabes; era el dux de Siria y, como tal, el más alto representante de Roma en Oriente. Además, su primera esposa le había dado un hijo varón, Hairam, un muchacho alegre y jovial al que Odenato amaba y al que había designado como heredero a los pocos meses de su nacimiento. Decidió que se casaría con Zenobia y que tendría dos esposas, y supuso que debería resolver aquella cuestión. En esos momentos ya había olvidado la razón de su presencia en el santuario y las oraciones y plegarias a los dioses: en sus pensamientos sólo había lugar para Zenobia.

Palmira, principios de 260;

1013 de la fundación de Roma

Zenobia estaba nerviosa. Dos esclavas la habían lavado con agua aromatizada con fragancia de áloe y esencia de algalia y jacinto y masajeaban su cuerpo con crema de nardos y aceite de rosas. Hacía unos días que acababa de cumplir catorce años y ya estaba plenamente desarrollada como mujer. Era hermosa, muy hermosa: tenía la tez brillante y morena, herencia de su madre egipcia y de su padre árabe; los dientes blancos e inmaculados, pues los cuidaba con esmero, los limpiaba con palillos aromáticos y los blanqueaba con polvo de ceniza; su cabello era negro, liso y suavísimo, y al sol tornasolaba con reflejos metálicos de tonos azulados como la siderita pulida; sus ojos eran luminosos y profundos, y sus pupilas, de un negro tan intenso como la noche sin luna en el desierto, chispeaban cual si contuvieran el fulgor titilante de mil estrellas; su mirada era enérgica y estaba llena de determinación pero a la vez manifestaba serenidad y templanza, y de vez en cuando mostraba gestos de una ternura que enamoraba; el tono de su voz era rotundo y seco, casi varonil, pero hablaba de una manera tan melódica que sonaba como un delicado susurro; su cuerpo torneado, de piel fina y delicada al tacto que cubría unos músculos duros como el hierro pero flexibles como los juncos, parecía cincelado por el más magnífico de los escultores griegos.

Aquel era el día que los arúspices del santuario de Bel, siguiendo el oráculo dictado por los sacerdotes del dios Nebo y tras consultar con los astrólogos, habían convenido como el más propicio para celebrar la boda de Zenobia y Odenato. En realidad, la decisión para el casamiento se había fijado unas semanas atrás, cuando la madre de Zenobia y el gobernador acordaron que este tomaría por esposa a la muchacha cuando cumpliera los catorce años. Los arúspices no hicieron sino confirmar como bueno lo que ya estaba pactado y ratificar el deseo de Odenato de tomar a Zenobia como esposa cuanto antes.

La madre de Zenobia había encargado a Nicómaco, el contable de los negocios de su esposo y de su socio Antioco, que adquiriera los mejores perfumes y ungüentos que pudiera encontrar en el mercado de Palmira para que su hija se acicalara con ellos.

Tras bañarla y perfumarla, las esclavas se afanaron en preparar a la novia para la ceremonia nupcial. La vistieron con una túnica de seda de color verde, muy brillante, esmaltada con filigranas florales tejidas con hilos de oro y de plata; le colocaron sobre la cabeza una diadema de oro engastada con perlas, rubíes y esmeraldas y adornaron sus brazos con varios brazaletes de oro. La calzaron con unas sandalias de cuero rojo, repujadas con remaches dorados, en las que había engarzados una docena de rubíes.

—Ni la mismísima diosa Afrodita se atrevería a competir contigo en belleza, hija mía. ¡Nuestro príncipe se lleva la mejor joya de Palmira! —exclamó su madre al contemplar a Zenobia lista para la ceremonia—. Toma, hija —la egipcia se quitó el amuleto de piedra roja de aetita que siempre había llevado al cuello—; este talismán me lo regaló tu padre cuando me hizo su esposa. Tiene la eficacia del más poderoso de los sortilegios contra los abortos; espero que te sirva y que te proteja de ellos.

—Gracias, madre, lo conservaré siempre conmigo.

Cuando Zenobia salió al exterior de la casa la esperaba una comitiva de familiares, miembros del clan árabe de los Amlaqi, del cual era ella la cabeza, y numerosos vecinos y amigos. Una exclamación general de admiración ante la belleza de la joven se extendió entre los presentes.

Antioco Aquiles, el socio de Zabaii ben Selim, y en quien la madre de Zenobia había confiado la administración de sus negocios al quedar viuda, había sido el designado para conducir a la joven ante su futuro esposo y entregarla a Odenato en matrimonio. Lo acompañaba el escribano griego Nicómaco, notable experto en matemáticas, que seguía trabajando como contable para la compañía de Antioco y de la viuda de Zabaii, y el joven Aquileo, un muchacho de dieciocho años que acababa de llegar a Palmira desde Grecia, acompañando a Antioco en uno de sus viajes comerciales a las ciudades griegas de la costa occidental de Anatolia, al que el mercader había presentado como su sobrino.

Antioco Aquiles ayudó a Zenobia a colocarse en la sillita sobre la peana que, una vez asegurada, seis fornidos esclavos alzaron en vilo, y la comitiva partió hacia el palacio de Odenato, donde se celebraría la boda, seguida por varios músicos que tocaban melodías con cítaras y flautas, por los familiares y amigos invitados a la ceremonia y por una multitud de curiosos.

Avisado de la llegada de la novia, Odenato salió a recibirla a la puerta de su palacio. Hacía varios días que no había visto a su futura esposa, pues aunque la había visitado en varias ocasiones en su casa, siempre bajo la atenta mirada de la madre de Zenobia, se había convenido mantener la distancia entre los futuros esposos en los días previos a la boda. Cuando Odenato la contempló de cerca, su corazón se aceleró y ardió en deseos de hacerla suya cuanto antes. Sin duda, esa noche sería el hombre más envidiado de Palmira.

—En el nombre y en el recuerdo del noble Zabaii ben Sellin, que dio su vida en defensa de esta ciudad de Tadmor, y en el de su viuda, te ofrezco en matrimonio a ti, Udainath ibn Udainath ibn Hairam ibn Waballath ibn Namur ibn Namur, a su única hija, Znwbia ibn Zabaii ibn Selim, heredera del noble clan de los Amlaqi. Las matronas asignadas para ello por los sacerdotes del templo de Nebo ratifican que es virgen, el magistrado encargado del archivo del registro de Palmira certifica que es soltera y el médico testifica que está sana y no tiene enfermedades —proclamó solemne Antioco ante Odenato en idioma palmireno. Y de inmediato repitió en griego—: Te ofrezco a ti, Odenato, príncipe de Palmira, cónsul de Roma y dux de Siria, a Julia Aurelia Zenobia, hija de Zenobio, hijo de Selim.

El mercader indicó a los esclavos porteadores que depositaran la peana en el suelo y ayudó a bajar a Zenobia. Odenato seguía plantado ante la puerta del palacio, obnubilado por la rutilante belleza de su novia. Meonio recogió a Zenobia de manos de Antioco y se la entregó a su vez a su primo Odenato. Ahora tenía una poderosa razón para envidiar a su pariente.

—Yo, Zenobia, hija del honorable Zabaii ben Selim, acepto a Odenato, hijo de Odenato, como esposo y señor —consintió la muchacha.

—Y yo te recibo como esposa. A partir de ahora te llamarán Septimia Zenobia —añadió Odenato.

Los miembros de la comitiva rompieron en aplausos y vítores y siguieron a la pareja al interior del palacio, en cuyo patio se había dispuesto un altar y una imagen del dios Bel para celebrar el rito del matrimonio y unas mesas para servir el banquete de bodas. Los guardias de la puerta tuvieron que identificar a cada uno de los invitados y expulsar a los gorrones y curiosos que pretendían colarse aprovechando la aglomeración de gente; para acceder al banquete se habían emitido unas fichas de barro numeradas y con el sello del gobernador impreso en una de sus caras; sólo quienes poseían una de ellas podían participar en el convite nupcial.

Tras el casamiento, oficiado según el rito árabe por Shagal, el sumo sacerdote del templo de Bel, los doscientos invitados asistieron al más extraordinario de los banquetes jamás ofrecido en Palmira. Fuentes de granadas y piñas aromatizadas con cardamomo y canela y endulzadas con miel dieron paso a un guiso de pescado seco en salazón, empapado en salsa del más fino y delicado garum importado de las lejanas factorías ubicadas en el sur de Hispania. Cuatro gacelas del desierto, asadas enteras en grandes espetones, rellenas con la carne de perdices y torcaces deshuesadas, acompañadas por una espesa salsa de hierbas aromáticas, almendras y pistachos, fueron presentadas sobre sendos carritos de plata. Las patas y el costillar de un buey, asados sobre una enorme parrilla, aparecieron sobre unas parihuelas portadas por esclavos negros, mientras un certero trinchador cortaba grandes tajadas que depositaba con enorme pericia en los platos de los comensales. Los mejores vinos blancos de Grecia y rojos de Siria se sirvieron en delicadísimas copas de plata y de ónice, entre abundantes bandejas rebosantes de empanadas de carne picada aromatizada con las más caras especias, pasteles de queso, huevos rellenos, bollos de harina candeal horneados con pistachos, pasas y dátiles, bizcochos empapados en los almíbares y siropes más refinados y copas de zumo de uva y de granada.

—¡Larga vida al príncipe Odenato y a Septimia Zenobia! ¡Que los dioses os sean propicios y os colmen de hijos, de riquezas y de bienes! ¡Que la diosa Fortuna os sea benéfica siempre! ¡Que el amable Nebo os depare un futuro feliz! ¡Que Aglibol y Yarhibol os concedan una larga vida! —exclamaban de vez en cuando algunos comensales.

Odenato apenas comió; sólo tenía ojos para su joven esposa y lo único que anhelaba era el momento en el que acabaran aquellos ruidosos festejos para encontrarse a solas con ella en su lecho nupcial.

Llegada la noche, cuando Sirio lucía fulgurante en el horizonte meridional, bajo la constelación de Orión, los nuevos esposos se retiraron al dormitorio.

Los esclavos de palacio, un grupo de eunucos que se encargaban de la custodia de las habitaciones privadas del gobernador, habían preparado una bañera de mármol con agua templada aromatizada con áloe, algalia y esencia de rosas. Mientras Odenato se desvestía, dos esclavas ayudaron a Zenobia a quitarse sus joyas y sus vestidos y la bañaron en el agua perfumada.

Fue entonces cuando Odenato la vio desnuda por primera vez. El dux había yacido con hermosas mujeres a lo largo de su vida, pero jamás había contemplado una belleza semejante. El cuerpo de Zenobia sólo era comparable a la más perfecta de las esculturas modelada por el más exquisito artista griego. La virilidad de Odenato se enardeció y ordenó a las dos esclavas que los dejaran solos.

Se acercó hasta la bañera y acarició el rostro y el pecho de su joven esposa.

—No existe en todo el mundo una mujer tan hermosa como tú —le dijo—. Soy el más afortunado de los hombres.

Entonces se despojó de la camisola de lino y también quedó desnudo; se introdujo en la bañera y la besó en los labios, a la vez que acariciaba su cuerpo con toda la delicadeza de que era capaz.

El cuerpo de Odenato era el de un guerrero; en su piel lucía algunas cicatrices producto de los combates librados en defensa de las fronteras orientales de Roma, y a sus cuarenta años cumplidos aún mantenía unos músculos firmes y poderosos, ejercitados a diario en el combate en la palestra, en el campo de batalla y en la práctica de la caza.

Tras el baño, tomó una toalla de fino lino, secó el cuerpo de su joven esposa, luego se secó él y la tomó en brazos; la piel de aquella joven era todavía más suave y fina de lo que había imaginado. La condujo hasta el lecho, sobre el que se habían colocado algunos pétalos de flores rojas y amarillas, y la depositó con cuidado sobre el colchón de plumas. Volvió a contemplarla con el rostro arrebolado por la pasión y observó que Zenobia lo miraba sin aparentar deseo alguno.

No le importó; le mordisqueó los labios, la besó en el cuello, acarició sus pechos juveniles, firmes y duros como granadas en sazón, acarició su sexo dorado con las yemas de los dedos e intentó penetrarla.

Fue entonces cuando Zenobia gimió de dolor; Odenato se detuvo al escuchar el tímido lamento de la joven.

—Intentaré no hacerte daño, pero eres tan hermosa, te deseo tanto…

La desfloración de Zenobia provocó tal excitación en Odenato que se derramó en ella apenas culminada la penetración, después de varios intentos por conseguirla.

—¿Estás satisfecho, esposo? —le preguntó.

—Mejoraremos, Zenobia, mejoraremos —respondió Odenato entre ofuscado y ruborizado.

Salió de Zenobia, la besó en el rostro y se tumbó boca arriba, lamentando en silencio que en aquella primera noche su esposa no hubiera sentido otra cosa que un punzante dolor en su entrepierna.

Mientras su esposo dormía, Zenobia se levantó de la cama, se cubrió con una estola de fina lana y salió a una terraza exterior.

El cielo de Palmira era una bóveda de vidrio negro salpicada de chispas de plata; corrían los días más fríos del invierno, pero el agua no se había helado todavía y era probable que aquel año ya no lo hiciera. Las estrellas resplandecían como haces de luz nacarada en la negra noche sin luna y los tejados de los edificios se adivinaban recortados entre macizas sombras. Sobre algunos bastiones de la nueva muralla lucían faroles alimentados con betún y aceite, como un rosario de luciérnagas esmaltando con sus destellos anaranjados el oasis de las palmeras.