Capítulo II

Palmira, once años después, verano de 256;

1009 de la fundación de Roma

—¡La caravana, ya llega la caravana! —Un vigía, desde su atalaya, la había visto aparecer al otro lado del palmeral y había corrido a dar la noticia—. Pronto estará aquí —anunció alborozado.

La esperada caravana procedente del este se acercaba a Palmira por el camino del Eufrates. Una esclava estaba cepillando la larga y negra cabellera de Zenobia en el patio de la casa de los Selim. La muchacha se levantó de golpe de su escabel de madera con incrustaciones de marfil, apartó a un lado a la esclava y acudió corriendo hacia su madre, a la que habló en egipcio, lengua que había aprendido de su boca.

—¡Madre, madre, la caravana ya está aquí!

—Tranquilízate, Zenobia, todavía se encuentra lejos de la ciudad; el vigía acaba de dar el aviso, pero aún tardará un cuarto de día en llegar. Hay tiempo para preparar el recibimiento de tu padre.

—¿Qué nos traerá esta vez? —preguntó la niña con los ojos ávidos de sorpresas.

—No lo sé, tal vez un hermoso collar con escarabajos de oro, o pulseras con piedras de lapislázuli, o una diadema de perlas, o vestidos de finas gasas y sedas… Nunca se sabe; tu padre no ha dejado de sorprenderme.

—¿Puedo ir a recibirlo a la entrada de la ciudad, puedo?

—Sí, pero ten cuidado —le advirtió su madre.

—Hace dos meses que mancho de sangre los paños íntimos; alguna de mis amigas ya se ha casado: no soy una niña, madre, voy a cumplir once años.

—Aún faltan algunos meses; pero, aunque crezcas mucho, para mí siempre serás mi niñita pequeña. No obstante, si sales a la calle cúbrete la cabeza con un pañuelo de seda. Tú misma lo has dicho: ya estás en edad para que te deseen los hombres; debes comenzar a preocuparte por ello.

Tras el nacimiento de Zenobia, la esposa de Zabaii había dado a luz a tres niños más, todos ellos varones, pero ninguno de ellos había sobrevivido más allá de unas pocas semanas pese a los ingentes donativos ofrecidos por el mercader a todos los dioses venerados en el gran santuario de Bel y en otros templos de Palmira, incluso en el de Nebo, al que también había vuelto a recurrir pese al desencanto del primer parto de su esposa. La egipcia siempre llevaba al cuello, colgada de una cadenita de oro, una piedra rojiza de aetita, como eficaz amuleto para proteger a las embarazadas de un aborto.

Pero el mercader árabe se resignó a no tener un hijo varón cuando el médico griego le anunció que, tras el cuarto embarazo, su esposa ya no podría concebir más criaturas. Desde luego podría haber tomado otra esposa, como hacían algunos potentados árabes, pues la mayoría de los ricos solía desposar a una segunda mujer joven cuando la primera dejaba de ser fértil, pero prefirió continuar casado únicamente con la egipcia. Desde entonces, toda su ilusión se había centrado en Zenobia, que crecía alegre y jovial.

La muchacha recogió su hermoso cabello negro en un moño alto y cubrió su pelo con un tocado de fina gasa sujeto por una diadema orlada de perlitas como gotas nacaradas de rocío; se vistió con una túnica de seda con listas azules, amarillas y moradas y sobre el tocado se colocó un pañuelo de seda azul —aunque sin tapar la mitad inferior de su rostro, como sí solían hacer algunas mujeres palmirenas cuando salían de casa— y corrió hacia la puerta este de la ciudad, justo en donde el gobernador Odenato había ordenado levantar una muralla que protegiera a los ciudadanos de Palmira de cualquier amenaza exterior.

Los palmirenos estaban habituados a recibir en su ciudad decenas de caravanas a lo largo de todo el año, pero en este caso se trataba de una de sus propias misiones comerciales, lo que se convertía en un espectáculo que nadie quería perderse. Aquella era, además, una ocasión especial, porque un día antes un grupo de soldados romanos que huían de un ataque de los persas había traído noticias alarmantes de Mesopotamia y se había extendido una inquietante preocupación por toda la ciudad.

El rey Sapor I, hijo de gran soberano Artajerjes y segundo monarca de la dinastía de los sasánidas —un linaje de belicosos señores que había acabado con el poder de la dinastía de los reyes persas y se había adueñado del trono de Ctesifonte, deponiendo a los decadentes monarcas del debilitado clan de los partos— había atacado por sorpresa la gran fortaleza romana de Dura Europos, el principal bastión de la formidable línea defensiva del Imperio de Roma en la frontera de Mesopotamia, a orillas del caudaloso río Eufrates, a seis días y medio de camino de Palmira, y la había destruido. En el ataque había caído el dux ripae, el comandante romano de la fortaleza, a cuyas órdenes directas estaban sometidas todas las guarniciones de la frontera oriental.

Hacía sólo doce años que el propio Sapor había firmado un acuerdo de paz con el emperador Filipo el Árabe, pero los sasánidas habían aprovechado esa tregua para rearmarse y aguardar durante todo ese tiempo la oportunidad propicia para atacar la frontera oriental de Roma, en sus deseos de ganar para su imperio todas las tierras que se extendían entre Mesopotamia y las costas orientales del Mediterráneo, las que los romanos denominaban como su provincia de Siria.

Sapor había prometido a su padre Artajerjes, agonizante en su lecho de muerte, que arrojaría a los romanos de Mesopotamia, Siria, Anatolia y Egipto, y que conduciría al nuevo imperio de Persia a alcanzar la grandeza de los florecientes tiempos de los grandiosos monarcas aqueménidas como Ciro o Darío. Para ello había aguardado con paciencia el instante preciso y había atacado justo en el momento de mayor debilidad de Roma, aprovechando que el emperador Valeriano, con el título de augusto, y su hijo, el también emperador Galieno, con el de césar —el apelativo que se otorgaba a quien actuaba como una especie de segundo emperador y resultaba nominado por ello como sucesor—, estaban siendo acosados en todas las fronteras por los bárbaros y cuestionados incluso como emperadores legítimos por varios candidatos dispuestos a usurpar el trono a cualquier precio.

Ante el desgobierno del Imperio, bandas de aguerridos germanos habían penetrado en el norte de Italia y llegado hasta la misma ciudad de Rávena, en la costa del Adriático, que habían saqueado a placer; las tribus de los alamanes y de los francos, dos de las más poderosas naciones de entre los germanos, esquilmaban a su antojo las provincias occidentales de la Galia e Hispania, en donde habían destruido numerosas ciudades, villas y aldeas, algunas de las cuales habían quedado completamente abandonadas; la tribu de los alanos, un belicoso pueblo surgido del interior de las profundidades de Asia, recorría con absoluta impunidad el norte de Italia y el sur de la Galia arrasando cuanto encontraba a su paso; aquel mismo invierno miles de guerreros godos habían asolado la región de Macedonia, en el norte de Grecia, y durante la primavera habían saqueado las costas del Mar Ponto, también llamado Negro, y las provincias de Asia Anterior, y se habían atrevido a asaltar los arrabales de grandes ciudades como Trebisona, Nicomedia, Calcedonia y la mismísima Bizancio, algunas de las cuales estaban siendo abandonadas por sus ciudadanos, que huían espantados ante lo que se les venía encima. Los bárbaros se habían plantado en el corazón de Grecia gracias a una numerosa flota que los había transportado desde las costas del Mar Negro, buena parte de ella suministrada por piratas e incluso ricos comerciantes que obtenían por ello notables ganancias.

Bandas descontroladas de salvajes cuados y aguerridos sármatas, que se contaban entre las tribus más feroces de los bárbaros, recorrían los caminos de la rica provincia de Panonia sin que nadie les hiciera frente, saqueando haciendas y arrasando cosechas y talleres; la provincia romana de la Dacia, la única ubicada al norte del curso del río Danubio, que fuera conquistada siglo y medio atrás por el emperador Trajano en una cruenta guerra, tuvo que ser evacuada a toda prisa ante la imposibilidad de defenderla. Con la retirada de la Dacia, la frontera del Imperio retornó a la ribera derecha del gran rio. En medio de aquel caos y desgobierno por todas partes se alzaron ambiciosos generales que se autoproclamaron emperadores; bandas de ladrones se organizaron como si se tratara de verdaderos destacamentos militares y se echaron a los caminos para ganarse la vida mediante el robo, el bandidaje y el saqueo de las poblaciones indefensas.

En aquellos aciagos días, el antaño temible nombre de Roma no garantizaba ni la paz ni la seguridad en ninguna de las provincias del Imperio, y Sapor consideró que aquella era la situación propicia para acabar de un audaz golpe de mano con la presencia romana en Asia.

El ataque imprevisto de Sapor había sorprendido a la gran caravana de Palmira en las cercanías de la fortaleza de Dura Europos. Algunos soldados romanos de la IV Legión Escítica, con campamento en la ciudad Zeugma, llegados a Palmira tras huir del ataque persa a Dura Europos, habían informado de que una avanzadilla del ejército sasánida había alcanzado a la retaguardia de la caravana palmirena, y se sabía que algunos hombres habían perecido en el ataque, aunque las ricas mercancías venían de camino, todas a salvo.

En cuanto se corrió la noticia de que la caravana estaba próxima a la ciudad, centenares de críos acudieron a su encuentro y con ellos muchas madres y esposas, anhelantes de recibir a sus hijos y maridos tras varias semanas ausentes.

Zenobia se encaramó en lo alto de un tramo de la muralla a medio construir, colocó la mano a modo de visera sobre los ojos y oteó el horizonte. Pasó un buen rato hasta que entre las arenas apareció el primero de los camellos, sobre la cresta de una suave colina ocre, y después surgieron decenas de ellos cargados de fardos con los más delicados y lujosos productos de Oriente. Seguro que portaban nacaradas perlas del Índico, hermosísimas telas de Tiraz y de Herat, lujosas vajillas de loza dorada de Ctesifonte, finísimas sedas de China y relucientes piedras y joyas preciosas de la India.

Esos eran algunos de los formidables tesoros que habían convertido a Palmira en la ciudad más rica y próspera de todo el levante romano, un emporio comercial en el que el más modesto de los artesanos y el más humilde de los mercaderes eran más ricos que cualquiera de los más ufanos comerciantes de Hispania o de la Galia, pobres provincias orilladas en el lejano extremo occidental del Imperio.

No menos de cuatrocientos camellos se alineaban en dos columnas, y al frente de toda la caravana debería estar Zabaii ben Selim, padre de Zenobia y jefe de aquella expedición comercial.

Cuando las primeras acémilas se acercaron a un centenar de pasos de la puerta a medio levantar, algunos niños salieron corriendo hacia ellas esperando recibir alguna moneda o unas golosinas de los conductores de los camellos. Zenobia permaneció quieta sobre el muro, paralizada por un extraño y amargo presentimiento que le avisó de que algo no marchaba bien.

Se irguió sobre sus piernas cuanto pudo y precisó su mirada hacia la vanguardia de la caravana, aunque no vislumbró en ella la figura inconfundible de su padre. Zabaii ibn Selim viajaba siempre a la cabeza de la recua de camellos, sobre una gran camella de pelo muy claro, casi albina. La camella blanca estaba allí, pero nadie la montaba en esta ocasión.

Una sensación de pavor y de angustia recorrió el estómago de Zenobia, que descendió con agilidad de la muralla en construcción por los andamios de madera y se acercó despacio, como intentando esquivar a un destino no deseado.

Como ya había percibido en la distancia, ningún jinete montaba la camella alba; sobre su joroba, doblado a ambos lados del lomo, se bamboleaba al ritmo cadencioso de los pasos del animal un fardo del tamaño de un hombre adulto, perfectamente sujeto con cuerdas de cáñamo y tiras de badana. A su lado, sobre una camella parda, cabalgaba Antioco Aquiles, el mejor amigo y socio de Zabaii, un astuto mercader griego que casi siempre acompañaba a Ben Selim en sus viajes comerciales.

Ante la mirada apesadumbrada de Antioco, no hizo falta decirle a Zenobia que aquel fardo cuidadosamente atado contenía el cuerpo de su padre.

La madre de Zenobia, que se había quedado en casa aguardando noticias, rompió a llorar con grandes gemidos nada más ver el rostro abatido y los ojos acuosos de su hija, a la que acompañaba un pesaroso Antioco.

—Lo siento, mujer, lo siento —balbució el griego—. Nos topamos con ellos a unas millas al oeste de Dura Europos. Unos soldados romanos que huían en desbandada, probablemente desertores, nos informaron de que los persas habían atacado Dura Europos y que los perseguía un regimiento de jinetes sasánidas. Nuestros oteadores comprobaron que ese destacamento de la caballería ligera del ejército sasánida avanzaba hacia nosotros a toda velocidad desde el camino del Eufrates. Zabaii ordenó cargar los camellos con las mercancías y salir presto hacia Palmira. Sorprendidos por el ataque inesperado, perdimos un tiempo precioso y, aunque logramos ponernos en camino antes de que los persas llegaran al lugar donde habíamos acampado, un escuadrón de su caballería ligera nos persiguió unas cuantas millas al oeste del río.

»Vimos que las columnas de polvo que levantaban los cascos de sus caballos se dirigían hacia nosotros muy deprisa y aceleramos la marcha cuanto pudimos, pero eran mucho más rápidos y nos avistaron al final de una amplia vaguada.

»Tu esposo se puso al frente del centenar de hombres armados que custodiaban nuestra caravana y se preparó en la retaguardia para cerrar el paso a los persas y garantizar así la retirada de todos los demás y la salvaguarda de las mercancías. Me conminó para que yo dirigiera la caravana y la condujera a salvo de regreso hasta Palmira mientras él nos cubría.

»Juro por los dioses inmortales que me ofrecí a quedarme a su lado y que le pedí que me permitiera combatir junto a él codo con codo, pero me dijo que, si él caía, yo era el más indicado para traer hasta aquí la caravana, y no me dejó otra opción. Ya conoces lo obcecado que era cuando se empeñaba en algo.

—¿Lo viste morir? —le preguntó la egipcia entre sollozos.

—No. Mientras tu esposo y aquellos cien valientes nos protegían de la acometida de los persas, salimos hacia Palmira a toda prisa. Los que allí se quedaron ofrecieron sus vidas por la salvaguarda del cargamento y de todos los demás.

»Me encargué de dejar atrás a unos oteadores para que observaran cuanto ocurría y nos fueran informando de lo que sucediera en aquella vaguada; montaban los caballos más rápidos y tenían orden de mantenerse alejados de la lucha para evitar ser abatidos. Dos días más tarde nos alcanzaron y nos comunicaron que se había librado un cruento combate entre los hombres que mandaba tu esposo y la avanzada de los persas; los sasánidas, mucho más numerosos, habían acabado con todos los nuestros, pero ellos habían sufrido muchas pérdidas, por lo que habían optado por retirarse a la recién ocupada Dura Europos.

»Entonces encargué a mi ayudante que encabezara la caravana y la condujera sin pérdida de tiempo directa hacia Palmira, y decidí regresar al campo de batalla con una docena de hombres. Cuando llegamos allí contemplamos un espectáculo macabro. El combate había sido feroz, los nuestros se batieron con coraje y bravura extraordinarios, pero la superioridad de número de los persas acabó por imponerse y liquidaron a todos esos valientes.

»Vimos los restos de una gran fogata y supusimos que los persas habían quemado allí los cadáveres de sus muertos tras una ceremonia a sus dioses. Con los nuestros no habían sido tan piadosos. Habían colocado sus cadáveres desnudos sobre la tierra, expuestos al sol. Les habían cortado las manos y los pies, la nariz, la lengua y las orejas, y les habían sacado los ojos. —Antioco omitió precisar que también les habían cortado los testículos y el pene y se los habían metido en la boca—. Pude identificar el cuerpo de Zabaii por la cicatriz de su hombro izquierdo. Enterramos a nuestros muertos en una fosa común, la cubrimos con piedras como mejor pudimos y ofrecimos un sacrificio a los dioses. Sólo recuperamos el cadáver de tu esposo, que envolvimos en unos paños con ceniza, aceites y arena. Y regresamos con el grueso de la caravana, a la cual alcanzamos ya cerca de Palmira.

—¿Sabes si sufrió al morir?

—Tenía una herida profunda y muy ancha en el pecho, cerca del corazón; debió de recibir un tajo contundente y brutal, tal vez con una azagaya o con un hacha; en esos casos, la muerte sobreviene muy deprisa, casi de inmediato.

La otrora esclava egipcia maldijo su suerte, blasfemó contra los dioses de Palmira por haber consentido la muerte de su esposo y se abrazó a Zenobia, musitándole palabras cariñosas en el idioma de Egipto. La muchacha acarició el rostro lacrimoso de su madre y le enjugó las mejillas con un pañuelo de seda; luego le dio un beso en la frente y la consoló hablándole en su idioma de nacimiento, el de los antiguos faraones del valle del Nilo, que ya pocos hablaban ante el avance de la lengua griega en la tierra de las pirámides.

Zenobia miró a Antioco con sus ojos grandes y brillantes como dos soles negros. El dolor le rompía el corazón y le carcomía el alma, pero se mostraba serena y entera.

—Serás digna de tu padre. Ahora, Zenobia, tú eres la jefe del clan de los Amlaqi.

El gobernador Odenato, que cinco años atrás había sido reconocido como miembro del Senado de Roma, recibió a Antioco Aquiles en su palacio en el barrio norte de Palmira. El mercader griego todavía estaba apesadumbrado y tembloroso; había logrado escapar del ataque de los persas y había salvado las mercancías y la caravana, pero había perdido a Zabaii, su socio y a la vez su mejor amigo, y a cien de los mejores guerreros de Palmira.

—Estábamos cerca de Dura Europos cuando nos cruzamos con algunos soldados romanos que huían despavoridos. Entre ellos había un puñado de palmirenos; precisamente fueron esos quienes nos avisaron de que Dura había sido destruida por el inesperado ataque del ejército de Sapor, los dioses lo maldigan y cubran de desdichas a su prole y a toda su descendencia por siempre —relató el mercader.

—¿Te contaron esos soldados cómo se produjo el asalto a la ciudad y su ocupación? —preguntó Odenato a la vez que indicaba a un criado que le sirviera a su informador una copa de vino rojo de Siria rebajado con agua, aromatizado con canela y perfumado con almizcle.

—Sí, mi señor. —Antioco saboreó un trago de la copa de vino—. El ejército persa apareció por sorpresa, cerró el asedio y comenzó a lanzar sobre Dura balas incendiarias desde sus catapultas y enormes bolaños contra sus murallas. Pese a los continuos lanzamientos los muros resistieron bien y los incendios fueron sofocados con presteza debido al abundante suministro de agua de que se disponía gracias a la proximidad del cauce del Eufrates.

»Fue entonces cuando los persas pusieron en práctica una táctica de asalto jamás vista hasta ahora. Sus zapadores cavaron bajo los muros de la ciudad unos largos túneles hasta alcanzar los principales baluartes de los legionarios; sobre las minas y los incendios los muros se resquebrajaron, pero resistieron. Enterados de la táctica de los persas, los romanos excavaron a su vez sus propias minas para cortar el avance subterráneo de los enemigos. Durante días se combatió con la misma intensidad bajo la tierra que sobre la superficie. Al fin, los persas lograron asentar sus posiciones en los túneles y colocaron unas bolas de betún, esa sustancia negruzca, maloliente y pegajosa que brota del suelo en algunas zonas de Mesopotamia, y las mezclaron con cristales de azufre; después les prendieron fuego y salieron de los túneles corriendo. La combustión de aquella pringosa amalgama emitió unos gases venenosos que se filtraron por el suelo arenoso y poroso de la ciudad hasta salir a la superficie; centenares de defensores y miles de pobladores murieron asfixiados por los efluvios tóxicos.

—Tienes razón; jamás se había utilizado una argucia como esa en el asedio de una ciudad —ratificó Odenato.

—Un centurión de la II cohorte de la XVI Legión, formada en su integridad por hombres de Palmira, que salvó su vida descolgándose durante la noche por la muralla, nos contó que los venenosos vapores del azufre mataban en el acto a todos cuantos los inhalaban, hombres, mujeres y bestias, y que era imposible librarse de ellos, pues brotaban del mismo suelo por toda la ciudad. Los que pudieron escaparon esa noche por las murallas de la puerta que da al río; una vez en la orilla se arrojaron a la corriente aprovechando la oscuridad y nadaron huyendo de la masacre. Un puñado de legionarios logró evadirse, o tal vez desertó, y con esos fue con quienes nos topamos y quienes nos avisaron de la caída de Dura Europos y de que un regimiento del ejército persa venía hacia nosotros, pues se habían enterado por algunos cautivos de que una caravana cargada con ricas mercancías acababa de partir de la ciudad antes de su sorpresivo ataque —continuó Antioco—. Desconocedores de lo que sucedía a nuestras espaldas, habíamos acampado para pasar la noche a unas cuantas millas de Dura, pero en cuanto nos enteramos de lo ocurrido levantamos el campamento con presteza.

»Zabaii, como jefe de nuestra caravana, me ordenó que me dirigiera con las mercancías y los caravaneros a toda prisa hacia Palmira mientras él nos cubría la retirada con un puñado de valientes. A Zabaii lo mataron los persas, pero mi corazón alberga una sospecha…

—¿Qué es lo que te inquieta? —le pidió Odenato.

—El clan de los Tanukh ha sido tradicional enemigo del de los Amlaqi, de los cuales Zabaii era su jefe. Creo que algunos miembros de esa tribu, que tienen agentes en Dura, pudieron informar a los persas sobre nuestra situación.

—Esa acusación es muy grave. ¿La puedes probar?

—No; sólo se trata de un presentimiento.

—En ese caso, nada puedo hacer. ¿Y los soldados que huyeron de Dura Europos, dónde están?

—Los legionarios romanos decidieron dirigirse hacia el norte, a la ciudad de Apamea, donde está ubicado el mando de su legión. Los palmirenos que servían en la II cohorte han venido con nosotros hasta Palmira; algunos de ellos se adelantaron para dar cuenta de nuestra llegada.

—Entonces, Dura está en manos de los persas…

—Sí, pero no creo que consoliden allí una posición estable. Sapor le prometió a su padre que conquistaría Siria, pero me parece que ese no es su objetivo. Se han limitado a destruir el campamento romano y a acabar con la principal fortaleza de Roma en la frontera de Mesopotamia. Si me permites una opinión, señor, creo que dejaron escapar a aquellos pocos hombres porque les interesaba que contaran a sus generales cómo se había producido la toma de Dura y la mortandad que causaron los gases emitidos por esa mezcla venenosa de azufre y betún.

—Si dominan esa poderosa arma, cualquier fortaleza puede ser ocupada por los persas.

—Si los suelos son permeables a los gases y se pueden excavar galerías bajo ellos. Aunque también podrían arrojar sobre las fortalezas esa letal mezcla en bolas ardientes desde sus catapultas; el efecto devastador sería el mismo.

Odenato se atusó la barba, teñida de un negro intenso, pues de natural comenzaban a asomar algunas canas, y musitó:

—Habrá que darles una lección. Han matado a muchos de los nuestros y lo han hecho con crueldad. Juro solemnemente ante los dioses de Palmira que no dejaré esta afrenta en el olvido; juro que vengaré a nuestros muertos; se arrepentirán de lo que han hecho.

Tras morir el primero de sus hijos varones en el momento del parto, Zabaii había ordenado a una cuadrilla de albañiles que construyeran un hipogeo en la necrópolis al suroeste de la ciudad, donde también enterró a sus otros retoños muertos al poco de nacer. Hacía ya ocho años que se había terminado la tumba subterránea excavada en el suelo, dotada de una sala principal de quince pasos de largo por cuatro de ancho y una pequeña antecámara. Por consejo de su amigo y socio Antioco, Zabaii encargó a un escultor griego unos relieves donde el joven y bello Ganímedes era raptado por Zeus en forma de águila; en otro, Aquiles aparecía vestido de mujer entre las hijas del rey Nicomedes de Esciros intentando evadirse de la guerra de Troya. Cuando el rico mercader encargó su excavación, no esperaba que su cadáver la ocupara tan pronto.

Obsesionados por el más allá de la muerte, hacía tiempo que los palmirenos construían unas formidables tumbas para procurar en ellas su descanso eterno y el de sus familiares más próximos. Las lujosas casas y palacios en la vida y las notables tumbas en la muerte constituían los símbolos de la riqueza y prosperidad de sus propietarios. En el valle de las tumbas y en las laderas de los montes ocres que protegen Palmira de los vientos del septentrión, las sepulturas se construían en forma de torres de piedra labrada, de planta cuadrada; algunas alcanzaban una altura superior a la de la suma de diez hombres. Se trataba de enterramientos colectivos para ser ocupados por varios miembros de una misma familia. La mayoría respondían a un mismo tipo: sobre un amplio plinto construido con enormes sillares se levantaba una torre de planta rectangular, en cuyo interior se alineaban los cadáveres en sarcófagos ubicados en nichos. Las paredes y los techos estaban decorados con frescos en los que predominaban los colores rojo, azul, marrón y púrpura, los favoritos de los palmirenos, en tonos muy vivos y perfilados con filetes dorados. Muchas de esas sepulturas se asentaban sobre entradas de túneles que perforaban la montaña y se ramificaban para crear nuevos espacios para los enterramientos y para intentar evitar el saqueo de los ladrones.

En la necrópolis del suroeste, en el llano más allá del palmeral, las tumbas se excavaban en el suelo, como los hipogeos de los egipcios, se cubrían con una bóveda de piedra y quedaban enterradas bajo la arena. Unos apuntando hacia el cielo, como hitos orgullosos de las familias allí enterradas, otros ocultos bajo la tierra, esperando disfrutar del silencio y la tranquilidad del mundo subterráneo, aquellos sepulcros eran los monumentos erigidos a la memoria de los muertos.

Los dos cementerios estaban orientados hacia el sol poniente, una significativa señal de que los palmirenos creían que este astro representaba al dios más poderoso de los cielos.

El cadáver de Zabaii, descompuesto por las terribles mutilaciones a las que lo sometieron los persas y por el tiempo transcurrido desde su muerte, fue lavado por los embalsamadores y bañado en natrón, una sustancia blanquecina que se obtenía tras mezclar con sal las cenizas que quedaban al quemar una planta llamada barilla. Los maestros enterradores habían descubierto que el natrón conservaba los cadáveres durante mucho tiempo y evitaba que los tejidos humanos se descompusieran; la extrema sequedad de los terrenos que rodean Palmira contribuía además a evitar la putrefacción.

Los embalsamadores, una profesión muy rentable en Palmira dado el extendido culto a los muertos, extrajeron el cerebro de Zabaii por el hueco de la nariz, cercenada por los persas, y le abrieron el vientre para vaciarle las entrañas y los órganos internos, que enterraron lejos de la ciudad; no era costumbre, como sí hacían los egipcios, conservar las vísceras del difunto en unos vasos junto al resto del cadáver. Sólo dejaron en su interior el corazón, impregnado de natrón, pues consideraban que en él radicaba el espíritu del muerto y la fuerza que le había transmitido el dios del Sol.

Una vez preparado el cadáver, lo envolvieron con varias bandas de tejido de lana y de lino y lo vistieron con una túnica de seda repuntada con hilo de oro. Los familiares de Zabaii fueron avisados de que ya estaba listo para ser colocado en la tumba. La viuda se vistió de negro y cubrió su rostro con un velo de gasa. A su lado estaba la joven Zenobia, cuya belleza y serenidad, pese a que todavía no había cumplido los once años de edad, asombraron a cuantos asistieron al sepelio del mercader.

Una procesión integrada por unas quinientas personas, entre las que se encontraban algunos familiares del clan de los Banu Selim y de la tribu de los Amlaqi, destacados miembros del gremio de mercaderes, comerciantes de la cofradía a la que pertenecía el difunto y artesanos de Palmira y no pocos curiosos, así como los principales magistrados de la ciudad, acompañaron al cortejo fúnebre hasta la tumba en la necrópolis del suroeste, en la zona de los hipogeos.

Al sepelio también se sumó Odenato, el gobernador de Palmira; quería demostrar la gratitud de la ciudad hacia el hombre que con sus negocios había contribuido a enriquecerla y al sacrificio realizado para salvar a la caravana y a sus componentes.

El cadáver fue depositado al fondo de la sala principal del sepulcro excavado en la tierra, dentro de una sepultura coronada por una escultura en piedra en la que aparecía el propio Zabaii recostado sobre un diván, con una sutil sonrisa perfilada en sus finos labios, al lado de su esposa, representada en actitud de retirarse el velo con el que cubrían su rostro en público las mujeres, su hija Zenobia, esculpida a la edad de diez años pero imaginada como si tuviera veinte, y los otros miembros de la familia, los tres niños muertos apenas recién nacidos, representados cual si hubieran alcanzado varios años de vida y vestidos con ricas telas estampadas y engalanados con primorosas joyas. La imagen de piedra de Zabaii mantenía una copa en la mano, en actitud de brindar por la vida futura, mientras la de su esposa sostenía una lanzadera, el utensilio para hilar la lana y el algodón cuyo uso solía identificarse con la ocupación propia de las mujeres.

El día anterior al enterramiento unos canteros habían labrado una inscripción en la pared de la tumba donde figuraba el nombre de Zabaii ben Selim y la fecha de su muerte según el cómputo del tiempo del calendario seléucida, el que más se usaba en Palmira, en el idioma propio de los palmirenos, que se escribía con caracteres similares a los del arameo, y debajo su traducción en griego, en las letras de los helenos.

La viuda colocó dentro de la tumba, como ofrenda a la memoria de su esposo y de sus antepasados, unos delicados anillos de plata, un broche y un torques de bronce, tres lucernas de barro con aceite para iluminar el tránsito del cuerpo al otro mundo en la oscuridad de la muerte y unos ungüentarios de piedra para recoger las lágrimas que se suponía que derramaban los recién fallecidos cuando se encontraban solos en el tenebroso mundo de los difuntos.

El sacerdote que dirigía la comitiva y que no había cesado de musitar oraciones fúnebres desde que la procesión saliera de la ciudad pronunció en voz alta una última plegaria dirigida al dios Bel y trató de consolar a la viuda y a la hija de Zabaii con hermosas palabras.

Los más allegados, que habían descendido al sepulcro, salieron por la escalera tras depositar ofrendas en los nichos donde yacían los cadáveres de los hijos de Zabaii, y, tras ellos, lo hizo Antioco Aquiles, tutor de los bienes de su socio, quien cerró las pesadas puertas de piedra, que no volverían a abrirse hasta que otro miembro de la familia falleciera y pasara a ocupar su lugar en el hipogeo.

Durante el funeral, el gobernador Odenato no había dejado de fijarse en Zenobia; parecía fascinado por los brillantes y hermosos ojos de aquella bellísima adolescente, y se sintió atraído por su serenidad y su elegancia. Odenato ya estaba casado, pero entre los árabes, aunque no era lo habitual, la poligamia estaba permitida siempre que el esposo pudiera garantizar el mantenimiento adecuado de todas sus esposas y manifestara un trato igualitario hacia todas ellas. Sólo unos pocos de los muy ricos ciudadanos de Palmira tenían más de una esposa, y apenas una docena de grandes potentados estaban casados con más de dos.

Ya en el exterior de la tumba, Odenato, sentado sobre su caballo, anunció a la multitud que aguardaba fuera que Zabaii dispondría de su propia estatua, que sería ubicada en uno de los pedestales de las columnas de la avenida principal de Palmira, un honor reservado a los ciudadanos más ilustres.

Pocas semanas después, la estatua de Zabaii, tallada en un taller dirigido por un maestro escultor griego, fue colocada sobre la peana de una de las columnas de la gran avenida triunfal de la ciudad, cerca de la calle lateral que daba acceso al patio de la Tarifa, como correspondía a un destacado comerciante cual había sido el padre de Zenobia.