Palmira, en el desierto sirio, 23 de diciembre del año 245;
nueve días antes de las calendas de enero
del 998 de la fundación de Roma
El médico griego le pidió a la egipcia que empujara con fuerza. La partera observó el pequeño bulto negruzco que asomaba entre las piernas de la parturienta, lo asió con delicadeza y tiró con la habilidad que sólo otorga la experiencia. Lo extrajo del útero materno y lo puso sobre el pecho de su madre. El médico ató con destreza un nudo con un cordel en el cordón umbilical y lo cortó.
La recién nacida, abiertos sus pulmones al nuevo aire fresco, rompió a llorar con energía. Los augures del templo de Nebo, intérpretes de los signos que anunciaban el futuro, habían vaticinado que del vientre de la egipcia nacería un varón; pero sus presagios habían fallado.
Zabaii ben Selim escuchó berrear a su retoño y, por la fuerza del llanto, supuso que los arúspices habían acertado; sonrió por ello. Entró esperanzado en la habitación donde su esposa, una bella egipcia a la que había comprado como esclava unos pocos años atrás y con la que después se había desposado, sudaba y gemía, agotada tras varias horas de parto.
Faltaba una jornada para la fiesta del solsticio de invierno, el día más corto del año, y en Palmira, la floreciente ciudad del desierto sirio, el agua de los estanques se había helado aquella noche por primera vez en mucho tiempo. Un gélido viento soplaba del norte y ululaba en las acroteras de los tejados, bajo un límpido cielo estrellado que parecía como fundido en vidrio y moteado de chispas de perlas luminiscentes.
Zabaii se dio cuenta enseguida de que su primer retoño era una hembra, y contempló frustrado a la niña y luego a su esposa, cuyas muecas de dolor mudaron en cierto rictus de culpabilidad ante los ojos decepcionados de su desencantado marido.
El rico mercader había soñado con tener un hijo varón. Se lo había pedido, suplicado, al amable dios Nebo, a cuyo santuario, ubicado en la gran calle de columnas, cerca del teatro, había acudido meses atrás, cuando se enteró de que su esposa estaba encinta, para ofrecerle en sacrificio dos rollizos corderos y una docena de palomas torcaces de plumaje completamente albo. Había orado en silencio y realizado ante el altar del dios de los oráculos una docena de libaciones, en las que había derramado los más caros perfumes, quemado el más refinado de los inciensos y la más aromática de las mirras para pedir que el primer hijo que naciera de las entrañas de su esposa fuera un varón.
Sin embargo Nebo, señor de la sabiduría y de la escritura, un dios siempre tan cercano a los humanos y quizá por ello caprichoso e imprevisible como el más voluble de los hombres, no había atendido a sus intensas plegarias, que siempre había acompañado con cuantiosas dádivas. Quizá, pensó Zabaii, no había sido lo suficientemente generoso con los taimados sacerdotes que ejercían como únicos intermediarios entre los dioses y los hombres; tal vez si hubiera ofrecido en sacrificio otros cuatro corderos y dos docenas de palomas, y una docena más de monedas de oro y alguna pieza de seda…
Resignado, acarició el rostro sudoroso de su joven esposa y observó de nuevo a la niña, que estaba siendo enfajada con una banda de fino lino blanco por la comadrona. El médico se lavaba las manos en una palangana y, aunque no era el responsable, parecía contrariado por haber traído una niña al mundo. Zabaii no dijo una sola palabra, apretó los dientes, salió de la estancia y se sirvió una copa de dulce vino griego, de color amarillo dorado y con intenso sabor dulzón a resina y a madera verde. La bebió de un largo trago, apuró hasta la última gota, más por rabia que por sed, tensó los músculos de sus mandíbulas y los de sus puños y maldijo en silencio a los dioses.
Zabaii ben Selim era un potentado mercader, dueño de varias tiendas en el mercado de la ciudad de Palmira y experto conductor de caravanas. Poseía un negocio a medias con un socio llamado Antioco Aquiles, un avispado griego con el que compartía la propiedad de una recua de doscientos camellos con los que organizaban caravanas que a través de Palmira transportaban valiosas mercancías entre Egipto y Mesopotamia. Utilizaba tanto su nombre árabe, Zabaii ben Selim, como el romanizado de Julio Aurelio Zenobio, que era el que solía emplear cuando realizaba transacciones comerciales fuera de Palmira, especialmente en las ciudades sirias de la ruta hacia Egipto y la costa mediterránea.
Su estirpe era de origen árabe. Había heredado la jefatura del antiguo y orgulloso clan semita de los Amlaqi, un linaje de pastores nómadas que siglos atrás habían recorrido con sus rebaños de camellos y cabras los polvorientos senderos de tierra ocre entre los desiertos de Siria y los límites del misterioso y profundo país de Arabia, cuyas asoladas regiones resultaban tan pavorosas que los únicos que se atrevían a adentrarse en ellas eran ciertos grupos de rocosos beduinos, que conocían la secreta ubicación de los escasísimos pozos de agua dulce que surgían cada dos o tres días de camino ocultos entre las montañas de piedra o en los inmensos pedregales de basalto, y cuya propiedad defendían con una ferocidad extrema.
Hacía ocho generaciones que sus ancestros habían abandonado el nomadismo y se habían establecido en la ciudad de Edesa, en el norte de Mesopotamia, y allí habían fundado una notable estirpe de aristócratas que, andando el tiempo, se convirtió en el clan encargado de la custodia del gran templo solar de esa ciudad, uno de los santuarios más venerados del oriente romano. Los otrora vagabundos del desierto se habían erigido en una casta de sacerdotes entregados al culto del Sol y se habían enriquecido como mercaderes de sedas y de perfumes.
Zabaii se mostraba orgulloso de su noble genealogía y de que, hacía ya más de cien años, uno de sus antepasados se trasladara desde Edesa a la floreciente Palmira, donde estableció sus negocios, que prosperaron hasta auparlo entre los más ricos mercaderes de esa ciudad surgida en torno al único gran oasis de palmeras en el desierto, entre las feraces huertas de Damasco y de Emesa y las fértiles riberas del río Eufrates.
Gracias a su provechosa actividad comercial y a sus buenas relaciones con Roma, uno de sus tatarabuelos había recibido la concesión de la ciudadanía romana por privilegio personal del recordado emperador Antonino Pío. Con ello, los miembros del clan de los Banu Selim se habían convertido en ciudadanos romanos de derecho pleno unos años antes de que otro emperador, Caracalla, otorgara ese mismo título a todos los habitantes libres del Imperio.
En agradecimiento a esa distinción imperial, los Selim habían añadido a su nombre árabe el gentilicio romano de Aurelio para dejar bien claro que sus derechos de ciudadanía procedían de una prebenda especial concedida por un emperador de esa dinastía a su familia, lo que los distinguía del resto de los palmirenos.
—El parto ha sido largo y complicado, pero la niña está bien y tu esposa se recuperará pronto —se limitó a informarle el médico.
Zabaii asintió con un gesto de la cabeza y salió al patio de su lujosa mansión en el barrio sur de la ciudad, muy cerca del santuario de Bel. Aspiró profundamente y el aire frío de la noche heladora inundó sus pulmones. Las estrellas brillaban en el cielo como lejanos destellos de brillantes purísimos.
Amaba aquella ciudad, a mitad de camino entre Oriente y Occidente, en la ruta de las caravanas. Amaba su preciada Tadmor, el nombre originario árabe, anterior al que le dieran los romanos dos siglos atrás: Palmira, la ciudad de las palmeras. Su caserío de piedra era un prodigio, situado en el extremo de una amplia llanura que se desplegaba infinita hacia el este y el sur, recostado al pie de unos escarpados cerros de piedra que lo protegían de los vientos del noroeste, surgido como en un sueño imposible de entre pedregales estériles y dunas de arena, junto a milagrosos pozos de agua y a un extenso y fértil palmeral que hacían factible la vida urbana en medio de aquella descarnada desolación.
Alzó la mirada al cielo y contempló, hacia el horizonte meridional, la constelación que los griegos llamaban Orion, el mítico cazador, y bajo ella la luz brillante y límpida de Sirio, la estrella fija más luminosa del firmamento, la que en las noches de invierno señala a los caminantes la ruta del mar cálido, más allá de los insondables desiertos de Arabia, cuya declinación marcaba uno de los ciclos según el cual los antiguos medían los grandes períodos del tiempo. Encaró su rostro desafiante hacia las titilantes estrellas y musitó:
—Te pedí un hijo, dios Nebo, un varón que mantuviera mi negocio en mi vejez, que fuera mi báculo y mi sustento cuando me alcance la decrepitud de la ancianidad, que continuara el noble linaje de mis antepasados, y no has atendido a mis piadosas plegarias. ¿Qué te he hecho yo, dios del destino y señor del futuro? ¿Por qué me has castigado con la maldición de una hija primogénita? ¿Acaso debería haberme encomendado a ese nuevo dios al que adoran los cristianos? ¿Acaso debiera haberle pedido a él lo que tú te has negado a otorgarme? Tal vez debiera haberlo hecho, sí. Seguro que es más poderoso que tú, seguro que él sí hubiera respondido a mis oraciones y a las ofrendas de mis sacrificios y hubiera atendido mis demandas. Quizá haya llegado el tiempo de renegar de los viejos dioses inútiles y volver los ojos a las nuevas creencias.
Los árabes, tanto los comerciantes y agricultores que vivían en las ciudades y oasis de las rutas de las caravanas como los nómadas beduinos que se desplazaban en un perpetuo ir y venir por los caminos del desierto, consideraban que si el primogénito era una niña, los dioses manifestaban con ello que no estaban contentos con el padre y, de ese modo, le infligían un castigo por su reprobable conducta. En ciertos casos, sobre todo entre los nómadas, era frecuente que las niñas nacidas en primer lugar fueran asesinadas impunemente al poco tiempo de ver la luz, algunas incluso enterradas vivas en las arenas del desierto, todavía con el cordón umbilical colgando de sus pequeños e hinchados vientres.
Zabaii masculló su odio y estuvo a punto de estallar de rabia y de maldecir a gritos a todos los dioses de Palmira, pero dominó su ira y se contuvo. Amaba a su bella esposa egipcia; se había prendado de su hermosura rotunda y extraña cuando la vio expuesta en la tarima del mercado durante una subasta de esclavos en Alejandría. Pujó por ella y la adquirió por cuarenta monedas de oro. La llevó a su casa de Palmira, la liberó de la esclavitud y se casó con ella según el rito árabe en una ceremonia en el templo de Bel. No le echaba la culpa por haber parido a una niña; el responsable de esa desgracia era él, tal vez por haber orado ante el dios equivocado o por no haber sido más desprendido en la ofrenda al santuario de Nebo; si hubiera sido más generoso, probablemente el dios hubiera atendido a sus ruegos. Pero ¡quién sabe cuál es el verdadero precio para conseguir ganarse la voluntad de los veleidosos dioses!
—¿Cómo piensas llamarla?
Zabaii se giró y reconoció en la semipenumbra del patio la voz del médico griego que había atendido a su esposa en el parto.
—No lo sé; no lo había pensado. Ni por un instante imaginé que mi primer hijo pudiera ser una niña —le respondió—. Hace unos meses ofrecí un sacrificio, quemé incienso y libé esencias de sándalo y algalia en el templo de Nebo; le supliqué que mi primogénito fuera un varón. Y ya ves, me ha concedido una niña. ¿Qué he hecho yo para merecer semejante castigo? Nunca he olvidado mis obligaciones para con nuestros dioses ni para con nuestra ciudad.
—Tal vez el nacimiento de tu hija no sea cuestión del capricho de los inmortales, ni siquiera un castigo de Nebo o del mismísimo Bel. Asevera Galeno, el más famoso y docto de los médicos de Grecia, gracias al cual conocemos el funcionamiento del cuerpo de los seres humanos, que las niñas se gestan cuando el vientre de la madre recibe menos calor; Aristóteles, el más insigne erudito de los griegos, ya dedujo que por ese mismo efecto la mujer carece de pene, y que las hembras no son otra cosa que varones mutilados, imperfectos e incompletos. Esa es la causa última de que la mujer sea inferior al hombre.
El criado del médico salió al patio con una lucerna de bronce; su luz ambarina iluminó los rostros de los dos hombres.
—¿Podrá engendrar más hijos? —le preguntó Zabaii.
—Sí, no te preocupes. La próxima vez que dejes encinta a tu esposa, los dioses te premiarán con un varón. Llevo muchos años asistiendo partos y puedo asegurarte que nace un número similar de niñas y de niños. Por ahora he acabado mi trabajo y debo regresar a casa. Mañana a mediodía volveré a ver cómo se encuentran tu esposa y tu hijita. De momento todo ha salido muy bien; tu esposa es fuerte, fértil y sana, te dará más hijos, muchos más, si tú pones algo de tu parte, claro —comentó el médico mientras se colocaba sobre los hombros el manto de lana que le acercó su criado.
—¿Quieres cobrar tus honorarios?
—Mi criado te pasará la minuta más adelante. Ahora debes acompañar a tu esposa en su pesadumbre. Ella sabe bien cuánto anhelabas un hijo varón. Se siente desgraciada y culpable por no haber cumplido tus deseos y sólo tú puedes consolarla. No la dejes sola y procura que repose en calma.
—Descuida, la confortaré, y con ello me confortaré yo mismo.
Zabaii ofreció una copa de vino al médico griego, que la despachó de un par de tragos; luego lo acompañó hasta la puerta de la casa, lo despidió con un beso en la mejilla, al estilo oriental, y lo vio alejarse por la calle alumbrada por el candil que portaba el criado. Cerró la puerta con el cerrojo y se dirigió hacia la habitación donde descansaba su esposa.
—Está bien; es una mujer valerosa —le comunicó la partera—. Y la niña crecerá sana. Nada más salir se aferró con una de sus manitas a uno de mis dedos con la convicción de quien desea vivir por encima de todo.
—En ese caso puedes marcharte; yo velaré el sueño de las dos —le propuso Zabaii—. Toma —le entregó una bolsa con monedas—, aquí tienes el pago a tus servicios. Es lo acordado, y he añadido, además, otras tres piezas de plata.
—Gracias, mi señor, gracias. Si me necesita cualquiera de las dos, no dudes en avisarme.
—La llamaré Zenobia, Julia Aurelia Zenobia —asentó Zabaii ante la matrona.
—¿Zenobia?
—Sí; se trata de la forma romana del nombre árabe Znwbia, casi imposible de pronunciar para un griego o un romano; es la versión femenina de mi tercer nombre, el mismo que han llevado algunos miembros destacados de mi familia.
—Zenobia… Suena muy bonito; precioso y rotundo como un perfecto verso breve.
—Una mujer bella requiere de un nombre bello.
—Todavía es pronto para asegurarlo, pero creo que tu hija tiene los ojos de su madre —dijo la comadrona.
—Será tan hermosa como ella.
—Sí, así será —predijo la partera.
Zabaii recitó en árabe el nombre de su hija con la filiación de todos sus ascendientes conocidos: «Znwbia al-Zabda ibn Zabaii ibn Salim ibn Amr ibn Thaqrab ibn Hasan ibn Adhina ibn al-Samida…». Intentó disimular su frustración, pero apenas podía ocultar que seguía apesadumbrado por no haber tenido un hijo varón. Tal vez hubiera más oportunidades. Sí, seguro que las habría.