UN BRUSCO FINAL

La mañana de la Candelaria, cuando los hombres suelen saludar los primeros brotes, que están por salir, fue a casa de ella, como de costumbre.

—Mi marido está en el estudio, ¿quiere usted ir a hacerle compañía mientras termino de hacer la limpieza?

Se quedó perplejo. «¡Qué lenguaje tan extraño! ¡Me envía a su marido! ¿Ha confesado ella quizá? ¿Una explicación? Por mí que dijera lo que quisiera; yo siempre estoy dispuesto a poder mirar a los hombres a los ojos».

La entrada en aquel aposento lleno de humo calmó su sangre; un juez no fuma así.

—¡Ah; es usted! ¡Pase, pase! —le dijo dándole la bienvenida—. Mire; acabo de recibir de la librería este libro de un filósofo detractor de la mujer. ¿No es usted también de ésos?

¡Una pregunta bien difícil! ¡Un tema capcioso! Más para ser tratado en teoría que personalizando, pues es bastante arduo. Los debates sobre la mujer siguen ahora un curso pacífico y digno, con pensamientos ordenados, con juicios ponderados y voluntarias concesiones por ambas partes. Víctor no pudo por menos de exclamar, lleno de ardor por su amor a la mujer:

—Sin ella, sin la mujer, yo no podría vivir.

Y el lugarteniente observó secamente:

—Pero cada uno con la suya propia, ¿no es verdad?

¿Qué era esto? ¿Una advertencia?

Poco después, cuando fueron deslindados los límites del horizonte femenino y Víctor acababa precisamente de decir que todo el mundo, aun el femenino, tenía por cierto que el papel de una mujer joven en una obra de teatro solamente podía ser un papel amoroso, en lo que había oculto un pensamiento bochornoso, la señora del director abrió cuidadosamente la puerta.

—Perdonen ustedes si les interrumpo en su docta conversación —dijo tímidamente—; no se apuren, pues me voy en seguida. —Mientras decía estas palabras se acercó a saltitos a la librería, se agachó con mucha gracia, revolvió entre los infolios, echando hacia atrás los rizos sueltos, de cuando en cuando, y se alejó, presurosa, llevando un librito en la mano, con alado paso—. Ya quedan libres otra vez —les consoló, mientras salía por la puerta, saltando angustiada sobre la punta de los pies.

—Después de todo, hay que reconocer que su único papel lo representan muy bien, tanto en la vida como en la escena —dijo el lugarteniente.

En el mismo instante se oyó un preludio en el piano y la voz de Theuda transfiguró toda la casa. El corazón de Víctor estaba henchido de gozo.

—¡Oh; Dios mío! —gimió—, ¡qué hermoso!, ¡qué puro!, ¡qué noble! —Y las lágrimas le brotaron de improviso de los ojos y corrieron por sus mejillas, lo que le hizo precipitarse a la librería para ocultar su turbación.

—No comprendo —replicó el lugarteniente—, que esto sea puro y bello sólo porque cante así; sobre todo, nunca se debe uno atrever con una obra que no conoce y está fuera de sus alcances.

Después quiso volver a la conversación interrumpida; pero Víctor estaba demasiado embelesado, escuchando la canción, para comprender nada. «¡Si al menos cesara en su canto! ¡Esa canción me oprime el corazón!».

Al fin dejó de cantar y Víctor pudo despedirse decorosamente.

—Venga mañana por la tarde a tomar el té —le dijo ella encarecidamente, mientras dejaba abandonada su mano en las de él—, estaremos en familia; mi marido, usted y mi humilde persona, mi nulidad, que usted habrá de soportar. —Y cuchicheando significativamente, añadió—: También habrá natillas. —Dijo aquello con un tono como si las natillas fueran el atractivo principal—. Así pues, ¡hasta mañana! —repitió, amenazándole con el dedito—: Cuento con usted.

¿Qué pasaba allí? ¿Había notado algo el lugarteniente o no había notado nada? Aquel cachazudo pachá era incomprensible. Por otra parte, sería preferible que se hubiera percatado de algo (no de todo); de esta forma, él se vería libre de aquella clandestinidad y de cualquier desagradable confesión. Entonces todo iría bien; muchas veces había pensado en un matrimonio armonioso de tres, en el que él había cedido el cuerpo de Imago a su fiel lugarteniente y éste, en agradecimiento, le había dado el corazón y el alma de su mujer; de tal modo no salía ninguno perjudicado. Las mañanas eran para él y el resto del día para el lugarteniente; no podía quejarse, en verdad; había llegado al reparto después. Así pues, mañana por la tarde se concluirá el pacto tripartito. «Ante un plato de natillas», comentó burlón un pensamiento. «Tan bueno es un plato de natillas como una copa de vino. ¿O, es que en un honrado contrato ha de haber necesariamente veneno?». Y con íntima satisfacción, comparó estas natillas con aquellas otras que comió cuando la volvió a ver por vez primera, hace meses, en casa de la señora del consejero Keller. ¡Un buen trecho de camino recorrido, ¿no te parece, Víctor?; desde la despectiva indiferencia de entonces hasta la cordial intimidad de ahora! ¡Y aún estamos en los comienzos! ¡Oh, delicia de las perspectivas!

Por eso deambulaba contento por las calles de la ciudad, cantando en voz baja y dirigiendo con las manos una orquesta celestial.

La señora Steinbach se encontró con él:

—Venga esta tarde a mi casa —le rogó brevemente, al pasar, con voz extraña—, tengo que hablar con usted.

Mudo, como si hubiera recibido una rociada de agua fría, siguió caminando, pero ya sin acompañamiento musical. «Tengo que hablar con usted». Aunque estaba muy lejos de adivinar lo que podría decirle, sospechó que se trataba de algo enojoso; pues pocas veces se trata de cosa agradable cuando alguien «tiene que hablar» con uno. «Sea lo que sea, yo me sacudo el agua como el pato. Sólo Theuda-Imago puede decidir mi dicha o mi desventura, y respecto a ello todo va bien, por ahora».

—Señor mío, se está poniendo en ridículo —dijo la señora Steinbach, fría y severa, sin mirarle siquiera al recibirle.

El rostro de Víctor se anubló involuntariamente:

—¿Por qué?

—No disimule, por favor; ya sabe usted a lo que me refiero.

—Perdone que la contradiga. No disimulo nunca y no sospecho lo que quiere decirme.

—Entonces tendré que recordárselo: se está poniendo en ridículo con su conducta tan insensata como inexcusable, en casa del director.

—¿Puedo suplicarle que me diga qué es lo que la autoriza a calificar mi conducta de insensata e inexcusable?

—¿Es que no es insensato molestar con efusiones amorosas a una mujer casada, que no necesita su amor, para quien es usted completamente indiferente, de la cual no podrá usted alcanzar más que las migajas de la compasión? ¿No es esto insensatez? ¿Y no es inexcusable, si le parece fuerte esta expresión diré inconveniente, que intente entrometerse entre dos esposos bien avenidos y fieles, afortunadamente sin resultado?

Víctor enrojeció entonces tanto de vergüenza como de indignación. ¡Cómo escuece que un tercero sepa lo que ocurre entre dos!

—Lo que yo deba responder o no sobre esto —dijo furioso—, sólo concierne al señor Wyss, si quiere saberlo, pero sólo a él y a nadie más. En cuanto a que me tengan por insensato y ridículo, me permito hacer observar que, en el fondo de mi corazón, hallo que estoy autorizado a creer que la señora del director Wyss me concede algo más que las migajas de su compasión y que no le soy tan indiferente como usted tan lisonjeramente supone.

Volvió entonces el rostro hacia él y se acercó un paso más:

—¡Ah, pobre señor, joven e ingenuo! Sí; ingenuo a pesar de su espíritu superior y de su conocimiento de los hombres y del mundo. ¿Cree usted que el que una señora sufra sus declaraciones de amor y las escuche con gusto, es prueba indudable de la inclinación de su corazón? Naturalmente que ella las escucha con gusto. ¡Es indudable! Para ella es un pequeño triunfo. Y no habrá podido sustraerse a hacer algunas concesiones, dentro de los límites de lo permitido; quizá haya ido un poco lejos, yo no lo sé. Por lo demás, ¿qué quiere decir ir un poco lejos en este caso? ¿Qué precepto moral la impide comportarse como quiera con quien la molesta de modo tan impertinente? No es usted pariente de ella, y ella no tiene la menor obligación de perdonarle. Quien pone a una mujer en situación apurada también él se ha de ver en momentos difíciles; no es culpa de ella, sino de él. Supongamos que ha causado usted alguna impresión en su alma, según me dan a entender sus palabras, en caso de que así fuera —no sería nada asombroso, pues no es usted un cualquiera—, ¿qué ha ganado con ello? Un sentimiento fugitivo y superficial que se disipará a la primera llamada del destino. Espere a que enfermen su hijo o su marido, ¿qué significaría usted entonces para ella?, ¿qué será usted? Un cero; no, menos aún que un cero, un horror cuya contemplación no podrá resistir ni un momento. La señora del director Wyss, como ya le dije en otra ocasión, es una mujer sencilla, animosa y buena, que no tiene otro pensamiento que su hijo y su marido; todo lo que puede usted alcanzar de ella es comprometerse y hacerse desgraciado, pues de continuar en este juego punible, pronto andarán en boca de las gentes; no olvide que tiene amigas. Ahora, haga usted lo que quiera y su conciencia le permita; yo no voy a propasarme a dictarle su deber. No obstante, tengo que decir que es incomprensible que un hombre de tanta espiritualidad y de tan recta conciencia como usted soporte que sus éxitos amorosos se deban a la bondadosa tolerancia del marido. ¿Le agrada este papel?

—¿Es que él sabe…? —tartamudeó.

—¿Que si lo sabe? ¡Vaya una pregunta! Naturalmente que lo sabe; es evidente que ella le ha ido comunicando con toda fidelidad cada palabra, cada lágrima, cada una de las veces que usted ha caído de rodillas ante ella. Esto no sólo era un derecho, sino también un deber; si no lo hubiera hecho así, su conciencia se lo hubiera reprochado.

Víctor se mordió los labios y bajó la cabeza. De pronto divisó un pensamiento que hacía rato estaba ante él.

—¿Y usted, cómo ha llegado a enterarse de todo esto con tanta minuciosidad?

—Porque ella me lo ha contado. Ella sabe que soy su mejor amiga, con lo que estaba segura de que me haría daño contándome su humillación; no quiso renunciar a ese placer; es costumbre obrar así entre nosotras, las mujeres. ¡Y ha sabido apuntar bien! Tuve que oír que se había olvidado usted de su dignidad, de su orgullo; que un hombre tan serio, tan importante, en el que se podía confiar, cometía tantas inconveniencias y caía de rodillas como un jovenzuelo inexperto. Esto me supo mal. Más de una vez me dieron intenciones de advertirle, pero no quería irrumpir en casa de nadie como una redentora. Quien huye intencionadamente de mí, quien no me concede el honor de sus visitas, no merece que yo le salve. Además, siempre tuve la esperanza de que llegaría el momento en que usted mismo recobrara al fin su propia estimación. Y así hasta hoy en que le encontré por casualidad.

—Así que, en resumen, la señora del director Wyss en persona le ha comunicado con pelos y señales todo lo que se ha hecho y dicho entre aquellas paredes, ¿verdad?

—Pues, sí.

—¿Y todo de una vez o por entregas; como los periódicos modernos? Ya veo que calla. No necesito respuesta.

Se ahogaba en vergüenza, como un ratón en un vaso de noche. ¡La historia de sus amores desinteresados y piadosos vendida en coplas por la amada, publicada en el diario local como un folletín, cada día un número, «Continuará»! Las lágrimas que aquel insufrible dolor arrancó a sus ojos, aquel divino dolor enraizado, más allá del mundo, en la patria de todas las almas, habían sido sometidos al análisis frío de las gentes prosaicas y desinteresadas.

La señora Steinbach, al verle tan abatido, quiso aprovechar su compunción para suscitar en él una decisión salvadora:

—Así pues, ¿qué decide? ¿Qué espera? ¿Qué piensa?

—Espero —respondió— a que termine usted de humillarme, si cree que no estoy ya bastante humillado.

Ella le miró confusa. Estaba desfigurado por completo; la miraba fijamente, como un extraño y sombrío demonio.

—No me mire usted así —gritó dolorosamente—. No sea usted injusto; ya sabe que lo hago por su bien y por la buena amistad que nos une.

Sus ojos rodaban en las cuencas; sus labios se distendieron. De repente se irguió, alzó el brazo y gritó con todas sus fuerzas, con voz estremecida, como si hablara a la lejanía:

—Si vivo esta hora espantosa, si me veo aquí afrentado como un escolar al que su maestro castigó, lleno de vergüenza como un amante manteado al final de una farsa, siendo juguete de seres sin corazón, si sufro todo esto, es porque aparté mis pasos del camino de la gloria. Hubiera podido alcanzar honra y fama, respeto y riquezas, felicidad y amor, pues todo esto lo tuve a mis pies; allí lo vi brillar; sólo tenía que agacharme a recogerlo. Si lo hubiera hecho, si me hubiera comportado como un cualquiera, si hubiera elegido el camino llano, nadaría hoy en delicias y venturas, amado y elogiado; nadie se reiría de mí, nadie se atrevería a injuriarme, a vejarme; todos se acercarían a mí con tímida reverencia, los hombres tendrían a gala ser mis amigos y la innoble casta de las mujeres me acosaría. ¡Seres sin corazón, obtusos e insensibles como bestias! Ved aquí mi pobre alma inundada de puro y santo amor como un mar en la rompiente; mirad que sólo pido en recompensa por el sacrificio de mi juventud, de la felicidad de mi vida, una mezquina gotita de amor para mi corazón sediento; qué digo amor, amor no, sólo que me permitan poder vivir y sufrir sin ser castigado. ¿Y qué me dais en cambio? Burlas y risas. ¡Está bien; humilladme, proveeros de cubos y cántaros para arrojar sobre mi frente toda la inmundicia de la deshonra, que yo sabré soportarlo también. Pero he de advertiros que vendrá un tiempo en que se acercarán a mí otros hombres diferentes, hombres con alma y corazón que limpiarán mis enlodadas mejillas con lauros, y cuando vean mis heridas, dirán: «No fue ningún loco, sino un mártir». Y mi pobre y maltratado amor, que hoy es considerado como un crimen y del que una mujer sin corazón se ha burlado y por el que otra mujer, sin corazón también, me denigra, os digo que será añorado, que cuando yo muera más de una deseará en su corazón ser amada así, como yo amé, y envidiarán a aquélla a quien honré con semejante amor!

Apenas terminó de hablar, despertó y volvió a ser como antes.

—Perdóneme usted —rogó turbado—, no fui yo quien habló, sino el mucho dolor que siento. —Luego se fue hacia el piano y recogió su sombrero.

—¡Nadie se burla de usted! —exclamó ella—. Nadie pronuncia su nombre si no es con respeto y cariño. En lo que concierne a la señora del director Wyss, sólo siente una gran simpatía por usted y está profundamente apenada de ser la causa inocente de todo lo que usted sufre con ese amor imposible. Y en cuanto a mí, ¿cómo puede usted motejarme de mujer sin corazón? ¿Cómo puede usted hacerlo, amigo mío? ¡No diga que no tengo corazón; no lo diga; no lo diga! —Su voz sonaba apagada, pero tenía calidades de lamento.

Mas sus sentidos estaban embotados, sus ojos miraban ausentes. Pasando tras ella dio unos pasos hacia la puerta; pero, recobrándose, se volvió y se inclinó:

—Señora mía —empezó a decir—, aún tengo que expresarle mi agradecimiento. No hallo palabras para hacerlo; sólo podré decirle: noble y fiel amiga, gracias, muchas gracias por todo. Conserve usted un indulgente recuerdo de quien tanto ha penado, de quien tanto bien quiso hacer a todos y mal a ninguno.

—¿Se irá? —preguntó con voz desfallecida.

—Mañana temprano, tan pronto como pueda, tan pronto como salga un tren.

—¡Ay, Dios! —exclamó ella—. ¿Y hacia dónde?

—¿Lo sé yo acaso? Hacia cualquier parte.

—¡Ah, querido amigo! —dijo en un lamento. Y en el momento en que él levantaba su mano para besársela, besó ella la de él.

Abrió la ventana y miró a la noche. Cuando divisó su figura en la puerta del jardín, le gritó con todas sus fuerzas:

—Creo en usted, en su grandeza y en su ventura.

A la mañana siguiente, muy temprano, se encaminó, envuelto en la niebla dei crepúsculo, hacia la estación. Iba decidido y preparado para viajar, aunque no enteramente despierto, viviendo un sueño maravilloso, cuyos hermosos colores brillaban en medio de aquella fría realidad.

Y ¡oh, ignominia!, había vuelto a soñar con ella a pesar de todo. Cuando llegó al andén de la estación, su espíritu adormilado miró perezosamente en derredor. ¡En la tarde de este día que ahora alboreaba le estaría esperando ella! «Esta tarde». ¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces! Un pasado que lo era antes de ser presente. Por otra parte no sentía la menor pena al marchar; no sentía emoción ni rencor, a lo más, hastío, un gusto desabrido en el paladar. Indiferente, como un forastero, dejaba la amarga patria.

Una taquilla estaba iluminada y tras sus cristales había un empleado. Ya podemos marchar. Después de examinar la lista de trenes pidió un billete para una lejana ciudad del extranjero.

—¿En segunda? —preguntó el empleado.

—En tercera —respondió él, satisfaciendo una necesidad imprecisa; la necesidad de precaverse contra un encuentro con algún conocido (lo inverosímil de un encuentro a tales horas de la mañana no le bastaba; quería asegurarse por entero) que le recordara su humillación; un tercera estaba más a tono con su bochornosa huida.

Al entrar en el vagón divisó en seguida en el primer asiento, junto a la puerta, un hombrecito amable, de humilde aspecto. «Un hombre humilde, un hombre bueno —se dijo—, éste será mi compañero». Cuando se disponía a colocar su reducido equipaje en las rejillas, el hombrecillo gritó diligente:

—¡Cuidado, señor, que tengo ahí mis piernas!

Como hoy no estaba de humor para resolver acertijos de desocupados, Víctor se hizo a un lado, deferente, procurando no rozar al hombre en las rodillas al sentarse. Pero el hombrecillo le miró con viveza:

—¡Señor!, no necesita andar con tantas consideraciones con mis rodillas; no sienten ni padecen cuando se las toca. —Y mientras decía esto abrió la manta que le cubría y ved que ¡no tenía piernas!—. Me las cortaron en el hospital —aclaró sonriendo, casi orgulloso. Y empezó a referir minuciosamente su enfermedad—. Nadie podrá creer lo que yo he sufrido —era su estribillo.

Víctor volvió entonces a su recuerdo: «¡A mí me han hecho, sin embargo, más daño!».

—Me llamo Bürgisser —dijo como final de su relato—, Leonhard Bürgisser, de Otlingen; o Lienert como decimos entre nosotros; ebanista en otro tiempo. —Después de aquella información enmudeció, satisfecho.

La máquina lanzaba vapor a golpes regulares y Víctor, que no había dormido nada, empezó a dar cabezadas. Su vecino le dio una palmadita en la rodilla, con lo que se sobresaltó.

—¡Mire usted —siseó el mutilado—, mire usted qué ramo de flores tan hermoso lleva aquella elegante señora que se pasea ante los coches de segunda; parece mentira que haya flores tan bellas en mitad del invierno! Mucho debe estimar a quien piense regalar ese ramo tan caro; mire, mire, ahora se lleva el pañuelo a los ojos. Pero, si no viene pronto, perderá el tren; ya ha pasado la hora de salida. ¡Eh; quieto! Ahora se vuelve hacia nosotros: ponga atención. ¡Qué lirios más bellos; hasta aquí llega su perfume! ¡Oh, desdichada señorita! Mire usted cómo solloza al no encontrar tampoco en nuestro coche al que busca.

Víctor, después de haber soportado, impaciente, toda aquella palabrería, se decidió a echar una ojeada fuera, mecánicamente y contra su voluntad. Una elegante y distinguida señora pasaba frente a ellos con un gran ramo de flores, el rostro oculto en un pañuelo y los hombros estremecidos por el llanto. Entonces se le ocurrió una comparación dolorosa: «A mí —¡oh, dolor!—, nadie me trae flores. Antes bien, si supiera mi partida me traería un manojo de cardos». En diciendo esto volvió la cabeza y se apartó de la ventana lleno de amargos recuerdos.

—¡Viajeros, al tren! —se oyó gritar al jefe de la estación.

«¡Ya era hora!», se oyó decir irónicamente a los viajeros. Las puertas de los coches se cerraron ruidosamente y reinó un pequeño silencio. Se oyó un silbido. «Es la salida», dijo alguien. Tras él se abrió la puerta del vagón y penetró una bocanada de aire fresco y oloroso a flores; pero sólo fue un momento, pues la puerta volvió a cerrarse en seguida.

—Oh, no, señorita —dijo sonriendo el ebanista—, el que usted busca no viaja en tercera. Pero, baje usted en seguida, que el tren va a arrancar. Mire cómo le grita el jefe; y tiene razón, pues ya ha dado la salida y nadie puede impedir que salga el convoy, sea quien sea.

La máquina volvió a silbar; las ruedas empezaron a girar pesadamente. Víctor suspiró aliviado. «¡Hasta nunca!», se prometió, mientras su mirada se recreaba en ver pasar las columnas del andén cada vez más de prisa. «¡Pero, alto! ¡Espera! ¿No es aquélla la señora Steinbach, aquella que atraviesa la vía hacia la estación, con un ramo de flores en la mano? Es su mismo paso. ¡Si pudiera ver su rostro un momento!»…

—¡Billetes, por favor! —dijo el revisor alargando una mano hacia Víctor. Cuando acabó aquella formalidad, la estación ya había quedado atrás y sólo se veían calles y más calles, a derecha e izquierda de la vía. «¡Eh, Víctor! ¿No nos dices nada como despedida?», le gritaban las casas al pasar.

«No —respondía obstinado—. Y os ruego, por favor, que no me hagáis una escena hipócrita de despedida enternecedora. ¿Creéis que no veo en vuestros tejados saltar los monos burlones y reír a los tordos en los árboles de vuestros jardines?».

Poco a poco, empezaron a aclararse las tinieblas; comenzaron a surgir casas de campo y de labor, filas de árboles, unos a un lado y otros al opuesto; al fin penetró en el vagón el día luminoso nacido en el campo libre.

Entonces despertó enteramente su espíritu. Con él los recuerdos y con los recuerdos, el rencor: «¡Alegraos!, habéis vencido; huyo malherido y cubierto de oprobio. Pero ¿herido por quién? Por la vulgaridad, por la plebe, por la dureza de corazón de la gente embrutecida». Su odio se concentró formando un oscuro nubarrón; el nubarrón se resolvió en furor y el furor engendró una maldición.

Hasta él llegó una voz que le sobrecogió: era la voz de la Rigurosa Señora.

«¿Qué llevas oculto en el bolsillo?», preguntó la voz.

«Un manuscrito que nadie conoce excepto tú y yo».

«Y ¿de quién habla ese manuscrito?».

«Habla de ti, Rigurosa Señora».

«Y ¿cuándo lo has escrito?».

«Escribí en él la primera línea aquella tarde en que pisé por vez primera esta desdichada ciudad y su última palabra, la noche pasada».

«¿Y qué te prometí esta noche cuando escribiste la última palabra?».

«Me dijiste: “Acepto tu testimonio y por haber dado testimonio fidedigno de mí, sin extravíos ni impurezas, a pesar de todas las penalidades y trabajos y desatinos, quiero dar testimonio de ti: mira, quiero elevarte a la cima de la vida y traer a tus pies, por los cuernos, la terca fama”. Esto es lo que me dijiste».

«Sí; eso es lo que te dije. ¿Y eres tan desagradecido que maldices este pequeño espacio de tiempo, tan sagrado, durante el que has alcanzado todo esto, deshonrándote con tu maldición? Escucha lo que te ordeno. Templa las cuerdas de tu alma y canta y regocíjate y bendice esta ciudad con todo lo que encierra, y cada hora, cada suceso y cada dolor que te haya causado; bendice a todos empezando por la persona que te ha hecho más daño y terminando por el perro que te haya ladrado».

Él obedeció tristemente; templó con trabajo y esfuerzo el arpa de su alma y cantó y se regocijó de sus heridas, y su rencor bendijo suspirando todo lo que dejaba atrás, a los hombres que le habían causado mal y al perro que le ladró.

«Está bien —dijo la voz—. Recibe el premio de tu obediencia; alza los ojos, mira en derredor».

Y ved que, fuera, al otro lado de los cristales del coche, al mismo ritmo veloz del tren, galopaba Imago sobre un blanco corcel, no la Imago innoble y humana, por otro nombre Theuda, la mujer del lugarteniente, sino la verdadera, la arrogante, la suya. Y había renacido de su enfermedad más joven y llevaba en la frente una corona de victoria «Te esperaba», le sonrió a través de la ventana.

Él gritó asombrado:

«Imago, novia mía, ¿cómo es posible este prodigio de verte sana de tus tristezas? ¿Y a qué fiestas de victoria vas con esa corona?».

Ella le respondió regocijada: «Vi tu firme lealtad en medio de tu turbación y de tus dolores y eso me curó. Te vi surgir sin mancha de los remolinos de la pasión, y de alegría coroné mi frente».

«Imago, mi novia sublime, ¿podrás perdonarme también que, como un insensato y ciego, cambiara tu alteza por una imagen engañosa?».

Ella sonrió: «Tus lágrimas han lavado toda insensatez». Diciendo estas palabras saltó hacia adelante aventajando al tren, mientras lanzaba gritos jubilosos.

«Dime ahora —suplicó la voz invisible—, ¿seguirás llamándome tu Rigurosa Señora?».

Conmovida, su alma balbució estas palabras de agradecimiento:

«¡Bendita señora de mi vida, tu nombre dice consuelo, dice piedad! ¡Ay de mí, si no te tuviera! ¡Venturoso de mí que te tengo!».