CONVULSIONES E ILUSIONES

Entretanto, habían llegado las fiestas de invierno, la Navidad; después, la Nochevieja tan esperada. Naturalmente, se mantuvo alejado de todo; pues, por otra parte, era poco amigo de las fiestas familiares y humanitarias a fecha fija («se afanan en vivir egoístamente todo el año y, en su última noche, no se hartan de invocar a su hermano querido»); además, no necesitaba por ahora ningún cirio para saber lo que es melancolía.

Por contra, no podía dejar de hacer las obligadas visitas de cortesía en la mañana de Año Nuevo. Y las realizó todas, como era debido, dejando para lo último, como más dificultosas, las de la señora Steinbach y del director.

Subió malhumorado la escalera del simpático hotelito de la señora Steinbach. «No estoy dispuesto a sufrir la más insignificante mordacidad —se dijo—, o el más ligero gesto de reproche». Pero no hubo nada de eso. Le recibió con ingenua amistad, como si hubiera estado allí el día antes y no hiciera más de tres meses; quizá un poco más discretamente que entonces.

—El día de San Silvestre —le dijo sonriendo—, estuve escrutando su futuro; ya sabe usted, con plomo diluido en agua. Son supersticiones, de acuerdo; pero cuando el oráculo es agradable, se le puede dar crédito con gusto. Y lo que me dijo el oráculo de usted, lo creo verdaderamente. Me dijo que alcanzaría, al fin, una mujer leal y amada, modesta y desinteresada, joven y graciosa, afecta de todo corazón a usted, al que alegrará la vida; más tarde un par de traviesos y lindos niñitos; en resumen, que dentro de poco será usted feliz.

—¿Ser feliz yo? —repitió, tristemente.

—Sí; feliz. Tan feliz, ciertamente, como pueda ser un hombre en la tierra, aunque, en este momento, no lo crea posible; presiento, creo que va a ser feliz porque tiene usted disposición para la felicidad. Amo ya a su futura mujer sin conocerla. No sé si llegaré a conocerla; espero que sí; será la hora más bella de mi vida. Si no fuera así, salude cordialmente a su prometida en mi nombre y dígale que la bendigo por todo el bien y por toda la ternura que a usted le va a deparar.

«¡Su mujer, su prometida!». ¡Qué palabras! ¡Qué ideas! Y ebrio de tristeza, se encaminó a casa del director.

La encontró en el recibidor, con su hijo en los brazos, alegre por ser el día que era, por los regalos y por las visitas. Le ofreció la mano con toda lealtad, un poco indolente, mientras pronunciaba la acostumbrada salutación:

—Le deseo salud y muchas felicidades para el Nuevo Año.

¿Había oído bien? ¡Ella le deseaba la felicidad! ¡Ella! Vencido por una brusca oleada de desconsuelo, abandonó la casa sin devolverle el saludo, sin despedirse («decididamente, Víctor era un ser cómico»), corrió por las calles menos transitadas, se internó por los arrabales —¡oh, esta ciudad que no acababa nunca, las gentes numerosas, las miradas curiosas!— en dirección hacia el bosque salvador. Pero no llegó hasta él, pues apenas divisó a lo lejos la copa de los abetos hospitalarios, cayó al suelo, presa de disparatados sollozos. Allí le servía de poco el dominio de sí mismo y la vergüenza; así como el que ha ingerido arsénico cae en medio de la gente, se retuerce en espasmos y no puede por menos de sollozar, aunque sabe que no es conveniente. «Ciertamente, lo estoy», respondió su cuerpo, al oír decir compasivamente a una mujer que pasaba: «Ahí hay un hombre muerto».

Desde este momento, fue como si una corriente de agua hubiera encontrado una brecha en el muro que la detiene y lanzara por ella sus ondas. Toda su vehemencia dolorosa fluye ahora por sus ojos, sólo vive en sus lágrimas o en el temor de sus lágrimas. Pues le acometen despiadados deseos de llorar en repentinos accesos con el menor motivo: el sonar de una campana, un sonido musical, la contemplación de un sendero que en otro tiempo recorrió; el paso de una nube que le habla de su infancia y de su patria; basta el simple zumbido de una mosca para provocar la rigidez espasmódica de un enfermo de tétanos. ¡Oh, dónde hubiera un lugar en el que poder llorar sin ser visto ni compadecido! ¿Por qué no reservaba el Estado algunos lugares sagrados para los tristes, a cubiertos de miradas curiosas? El hombre posee muchos derechos inútiles, ¿por qué no se le otorga el de llorar?

En las pausas del acceso se sentía desmadejado, como un convaleciente; deseando contemplar rostros bondadosos, pero extraños, que no vinieran a añadir dolor a su dolor; agradeciendo los saludos, las palabras indiferentes, agradeciendo, sobre todo, que las gentes pasaran de largo sin hacerle mal. Por esto evitaba a los conocidos, buscando las aglomeraciones de hombres, como, por ejemplo, en las tabernas; la contemplación del movimiento de las gentes del pueblo que no reparaban en los suyos propios, el rumor de las conversaciones que no le interesaban, le hacían bien.

Claro que se equivocaba a veces, pues, donde creía que habría de encontrarse solo, tropezaba con un conocido. Así le sucedió una tarde en la cervecería Dreher. El lugarteniente surgió de pronto ante él, le invitó a sentarse a su lado y le presentó a un forastero:

—Es el doctor Eduard Weber, profesor de Ética.

Apenas había pronunciado el lugarteniente la palabra Ética, cuando a Víctor le sobrevino un nuevo ataque de nervios: una risa espasmódica, tan poderosa, tan incontenible que le hizo prorrumpir en sonoras carcajadas, en medio del asombro de la concurrencia. Y en lugar de serenarse, los golpes de risa eran cada vez más fuertes. «Y, además se llama Eduard». «¿Y has visto la cara que tiene de apaciguador?». No tuvo otro remedio que salirse a la calle riendo a carcajadas, suscitando la risa de la gente:

—Es muy divertido.

Y cuando al día siguiente se presentó lleno de arrepentimiento a dar una satisfacción al profesor, al ir a oprimir el botón del timbre, le volvió a repetir el accidente de la risa, al recordar que era profesor de Ética y se llamaba Eduard. Por tres veces se rehízo e intentó seriamente cumplir aquel deber, pero no lo logró, pues aquella palabra fatal no le permitió atravesar el umbral de la puerta.

Con los ataques de risa le sucedía como con los de llanto; una vez que empezaba a reír no sabía dejarlo. Eran inútiles también todos los propósitos. Veía beber agua a un gallo cubriendo los ojos con el párpado inferior y echando la cabeza hacia atrás y le ahogaban las carcajadas que quería retener. En un libro leyó que tres molineros se sentaron a la mesa, en una posada, y la risa le salía a borbotones: «¡tres molineros, blancos de harina, juntos!».

«¡Ah, Conrad, cómo juegas con Víctor!».

«¿Y todo lo que me has hecho pasar en estos cuatro meses?».

Una mañana, serían las once, le asaltó un pensamiento, brusco como un cohete. «Puesto que la bondad hace tanto bien a tu corazón, ¿por qué no vas hacia ella, que es la fuente de toda bondad? El médico que te hizo mal, te curará. ¡No seas rebelde! ¿Qué te preocupa? ¿Qué temes? ¿Le temes a ella? Los seres buenos no pueden hacer mal a nadie. ¿A ti? ¡Ay, Dios; eres tan insignificante, tan humilde! Inténtalo; no es ninguna temeridad hacer una visita a una dama con la que se tiene amistad; ya has estado allí muchas veces y no te ha arrancado nunca la cabeza a mordiscos. ¿Y por qué no hoy, mejor que mañana? ¿O tienes algún motivo para dejarlo para mañana?».

«Ninguno. Me es enteramente igual mañana que hoy».

«Si te decides a ir hoy, no te retrases; pues es la hora de hacer las visitas».

«Eres un pensamiento razonable. Pero déjame que lo piense bien, no vaya a ser que Conrad me juegue una mala pasada con sus nervios».

Y se probó. Por todas partes reinaba la calma, en los nervios y en la sangre no había nada sospechoso. Y sin pensarlo más, se fue a verla.

Estaba sola en el gabinete, cosiendo. Apenas la vio, todos los objetos refulgieron como mirados a través de un prisma, después empezaron a bambolearse y a girar cada vez más raudos; luego no supo nada más que cayó de rodillas a sus pies, derramando un torrente de lágrimas, besando sus manos apasionadamente. Después se levantó rápidamente, avergonzado, con idea de salir corriendo de allí.

Pero ella le cogió bondadosamente de un brazo:

—¿Dónde va? ¿Qué intenta?

Él contestó gimiendo:

—¿Lo sé yo, acaso? Quiero ir a lo más oculto del bosque para morirme allí de vergüenza.

—No puede salir así; venga conmigo, quiero limpiarle los ojos —y le llevó al dormitorio—. Yo no sabía nada —dijo dulcemente—; no tenía ninguna sospecha de que esto fuera tan profundo. ¿He tenido la culpa de algo?

Movió él la cabeza, incapaz de decir nada y se dejó enjugar los ojos, sin voluntad, como si se tratara de una operación.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué escándalo! —exclamaba de cuando en cuando.

—No es ninguna vergüenza amar a alguien —le consoló—; no se puede evitar. Y no creo que yo sea tan mala como para que el amarme sea un escándalo.

Se mordió los labios hasta hacerse sangre.

En aquel momento despertó el niño en su cuna, se incorporó y les miró curiosamente. La madre le sacó de su camita:

—Mira —le dijo—, ahí tienes un hombre al que algo temeroso causa mucho mal. Nadie le ha hecho daño, nadie le quiere mal; él sólo se lo hace creando con la fantasía cosas imposibles. ¿Me promete usted no hacer ninguna barbaridad? —suplicó al despedirle—. Si es que de verdad me quiere, tiene usted que prometérmelo; lo quiero, lo ordeno. Venga usted a nuestra casa todas las veces que quiera, nosotros queremos sanarle; cuando me conozca bastante, se convencerá de que no soy tan preciosa ni tan insustituible como usted se imagina.

«¡Haberla declarado mi amor! —se lamentaba yendo de regreso a casa—, es decir: ¡haberme entregado a ella, indefenso! En suma: ¡todo perdido! Me he comportado como un mancebo romántico de botica, como un tipo de novela. Lágrimas, besos en las manos, arrodillado a sus pies, todo lo más ridículo en estos casos. ¿He sido realmente yo? ¡Oh, Conrad! ¡Conrad! ¡Y aquella compasión, aquel cordial sentimiento! ¿Qué me queda por hacer en este mundo?».

«Nada —respondió su razón—. Conservarte sano, y todo lo demás se arreglará por sí solo, con el tiempo».

«Pero ¡esta humillación, este envilecimiento!».

«¡Si no hubiera mayores envilecimientos que rendirse al amor!».

La razón podía tener razón. Las cosas venían así; de modo que había que dejarlas correr por donde Conrad quisiera. Además, ¿no había dicho ella: «Queremos curarle; venga a casa siempre que quiera»?

No se paró a preguntarse si debía aceptar su invitación a volver. ¿Es que el enfermo al que, en medio de sus terribles dolores, le recetan un calmante, se para a preguntar si le sentará bien o mal? Hay ciertos grados de dolor hasta los que no llegan el orgullo ni la vergüenza, y en los que sólo un pensamiento impera: socorro; venga de donde venga y de quien sea. Había sentido la voz amada, el acento compasivo de sus palabras. ¡Qué voz! ¡Qué acento! Sus manos le habían rozado las mejillas, ¿qué necesidad tenía de reflexionar? Allí está el consuelo, la salud y la vida; el resto del mundo no tiene sentido.

A la mañana siguiente volvió por allí y al otro día y todos los siguientes, siempre por las mañanas. Y siempre la encontraba sentada junto al costurero y sola, y siempre pudo decirle que la amaba. ¡Oh, qué alivio! ¡En vez de estar lejos de ella, llorando su pena en el frío bosque de abetos, hallarse junto a un ser cariñoso, comunicando con ella, bañándose en la luz de sus ojos hermosos, oyendo palabras compasivas, cambiando dulces miradas! Y como se calman las lágrimas de los niños con dulces palabritas, tan sólo sus frases ligeras le aliviaban y consolaban por el tono sencillo de su voz tan querida, de tal forma que, a la segunda visita, le desapareció aquel ansia de llorar, como si le hubieran sacado la espina de la herida. Y cada vez que la visitaba disminuía la inflamación. «Queremos sanarle», le había dicho, y él se dejaba curar.

Como tenía, en efecto, disposición para la felicidad, pronto logró alcanzar el contento y la dicha, por aquel privilegio de verla y ofrecerla su amor todas las mañanas; pues era feliz con sólo que no le hicieran daño. ¿Y por qué no podía estar contento? Una hora diaria en su presencia, en buena amistad y concordia, una especie de nueva Parusia en mayor grado, y sobre todo, estar unido a ella por un secreto común, el secreto de su amor. —¿Qué hombre, a excepción del lugarteniente, cuyos derechos nunca había pretendido amenguar, poseía otro tanto?—. Ya no le preocupaba saber si ella le amaba o no; sí, ya no le interesaba, pues precozmente, había vivido desde tiempo inmemorial con el convencimiento de que la ventura o desventura de un hombre no viene de fuera, sino de dentro, y que la apariencia hace el mismo oficio que la verdad y aun mejor. No necesitaba su amor, sino sólo su presencia para que su sediento corazón pudiera beber su rostro, su voz, sus gestos y movimientos. Con qué placer hubiera aceptado en todo tiempo su odio y horror si la hubiera podido tener en casa, cautiva entre cuatro paredes. «Patalea, grita, injuria, maldice: pero, permanece junto a mí».

Aquella codiciada presencia teníala ahora, sin necesidad de emplear la fuerza, sin raptarla y sin tener que encerrarla entre cuatro paredes, con su consentimiento pacífico. Ella, por su parte, procuraba que disfrutara de su presencia con toda tranquilidad, despachando brevemente a los intrusos y orillando, adusta, toda perturbación; ni una sola vez fue admitido el hermano, mientras Víctor estaba con ella. Todo esto le hizo sentirse, en cierto modo, un poco casado con ella; un matrimonio secreto, en verdad, pero más dulce por ello.

Aquellas entrevistas tan íntimas produjeron entre ellos una camaradería muy sincera. Su amor que no necesitaba ser declarado a cada momento, por ser evidente, llevaba el acompañamiento armónico de aquellas entrevistas, pero dominando siempre la voz cantante y dando lugar a otras conversaciones y charlas que, a distancia, sonaban como fugaces notas de humor y agrado. Como dos hermanos, podían hablar, hojear revistas artísticas, tocar el piano a cuatro manos. («¡Yo que había sostenido que era poco musical!»); o referir cosas de sus años mozos, discutir el porvenir del niño, mostrarle los aposentos y disposición de la vivienda. Hasta se dirigían indirectas con bastante desenfado.

—¿De modo que ésta es la perversa mujer que causó tan crueles dolores a uno? —preguntaba sonriendo.

—¡Huuu! —le amenazaba, poniendo cara furiosa y enseñando las uñas.

—Me gustaría verla —bromeaba otras veces—, mirarme con tanta hostilidad como entonces.

—Ya no puedo hacerlo —se disculpaba sencillamente, diciendo verdad.

Una vez que se agachó, solícito, a recoger del suelo una aguja que a ella se le había caído, le llamó «caballero bien educado» y él replicó, inclinándose: «Mujer de piedra».

Cuando estaban tocando el piano y él, astutamente, rozaba su dedo meñique como por casualidad, le daba una palmada en la mano; si durante la conversación se le escapaba una expresión desagradable, le golpeaba en el brazo. Una mañana le sorprendió dando un salto de pantera por detrás y estrechándole cordialmente:

—Hoy es su santo —dijo a modo de explicación el atontado joven.

Sólo un pensamiento le producía, de cuando en cuando, algún desasosiego: ¿Dónde se metía mientras tanto el amigo lugarteniente? ¿Por qué no se le veía nunca? ¿Cómo es que los dejaba solos día tras día, siendo así que muchas veces se oía, arriba, en el cuarto de estudio, un recio pisar y olía a tabaco y salía humo por las rendijas del piso como un oráculo que le advertía de su presencia? Aquella clandestinidad que tan dulce era a su corazón no agradaba mucho a su conciencia, aunque nada malo sucediera. Por otra parte, él no podía subir al estudio y decirle: «Señor Director, ¿no sabe usted la noticia?, tengo el honor de amar rendidamente a su señora esposa; puede usted dormir tranquilamente, pues somos inocentes como dos corderos pascuales, uno blanco y otro negro». No; tanta lealtad le daba náuseas. Hay cosas que, aunque no sean malas, sino nobles y elevadas, requieren el secreto; por esto, porque quedan profanadas por el simple conocimiento de un tercero. «Y en último caso, eso no me concierne a mí sino a ella; es su marido y no el mío. Así que si su conciencia se lo permite…».

Después de un par de semanas en que todo fue así, la conducta de Theuda cambió, se hizo borrosa, variable, opuesta; nunca la encontraba como la había dejado el día anterior. Primeramente le sorprendió con recaídas en su desconfianza de antes; seguramente se trataba de influencias extrañas, posiblemente de amigos celosos y envidiosos.

—Si no sale en tono mayor, intentemos el modo menor —le dijo una vez sin motivo, mordaz, con inteligentes miradas. Según esto, ella estaba inclinada, al menos en este momento, a considerar como una jugada astuta la que él había realizado arrojando a sus pies su insensato dolor de corazón.

Otra vez en que él estaba hablando de su primer encuentro, es decir de la Parusia, se suscitó esta conversación:

—Dígame de verdad, ¿me amaba usted entonces o no me amaba?

Ella movió la cabeza:

—Le tenía por falso.

—¿Cómo pudo llegar a esa conclusión tan arriesgada?

—Porque no hacía usted más que piropearme exageradamente.

—No eran piropos; no decía más que la verdad, que era usted indescriptiblemente bella y que yo la veneraba como un símbolo de la divinidad.

—Aunque así fuera: era un absurdo y dulce galimatías. Hubiera hecho efecto en damitas modernistas, sin substancia, pero no en mí.

—¿Y ahora —dijo él, riendo—, sigue creyéndome falso al declarar que continúo teniéndola por indescriptiblemente bella y venerándola más que nunca como símbolo de la divinidad?

—¡Hum! —vaciló, mirándole desconfiada— unas veces no y otras sí.

La comprendió y la disculpó: Germania no comprende que un «libertino» sea capaz de sentir un noble amor. Sí; ella no creía enteramente en la verdad y pureza de su amor; esto era evidente por muchos rasgos de su conducta. Por ejemplo, en medio de la conversación, sacaba a veces al niño de su cuna y lo sostenía en sus brazos como si fuera un escudo. Otras veces, la encontraba, al llegar, bajo la puerta del cuarto, defendiendo la entrada con los brazos extendidos. «Lobo, no entres en mi redil», decían sus ojos amenazadores. Pero luego le dejaba pasar.

Otras veces rugía Eva. Si faltaba un día, preguntaba las causas, exigía explicaciones. Si se había entretenido en la calle charlando con otra señora, le reprendía, en bromas al parecer, con toda delicadeza.

—Debería usted casarse como todos —terminaba diciendo con amargo tono, casi despreciativo, como si con ello cometiera Víctor una acción baja y ofensiva.

Eva también podía atormentarle a veces. ¿Por qué no? Goza la hermosa juventud; es un par de años cortos, fugaces, ¡ay, Dios!, ya no podrás atormentar a nadie.

Con esta piadosa intención hablaba todas las veces que podía de su marido, naturalmente en el tono más inofensivo; le mostraba sus últimas fotografías: «A mi marido en el día de su santo»; o fantaseaba sobre el futuro de «nuestro» niño cuando «ambos» seamos viejecitos.

—¿Quiénes? —preguntaba él.

—Mi marido y yo, naturalmente. ¿Quiénes, si no?

Imperceptiblemente, un tercero se había asociado a su federación: el niñito, el pequeño Kurt. ¿Era a causa de que Víctor le quería cada vez más por complacer a la madre, o, por el contrario, porque en un principio no había reparado en aquel ser superfluo? Fuera por lo que fuera, aquella criatura puso su corazoncito en Víctor, yendo hacia él como hacia un padre, pero un padre que no regaña, que no prohíbe nunca nada, que nunca es malo, que siempre mira sonriente. Cuando Víctor y el pequeño Kurt se ponían a jugar, la madre se mantenía apartada intencionadamente, inclinada sobre su bastidor, ocultándose intencionalmente en el silencio, mirando de cuando en cuando y lanzando profundos suspiros, y cuando miraba así, sus ojos resplandecían con una luz interior llena de alma. Esta luz se cernía como una plegaria sobre el presente, como una bendición, sobre los tres seres.

De pronto, una mañana le recibió hostilmente, casi brutal, sin el menor motivo.

—¿Cuándo se va usted? —dijo por saludo.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Es que le agradaría, quizá, que me fuera?

—Sí.

—Me hace usted mucho daño.

—Usted también a mí.

—¿Yo? ¿A usted?

—Sí. Porque me dice cosas que yo no puedo oír y que usted no debe decir.

—Yo no las quisiera decir, pero debo decirlas.

—Nunca se debe decir lo que no se debe.

—La Naturaleza no conoce el verlo deber; esta palabra procede de la gramática social de los hombres. Por lo demás, si usted desea realmente que parta, lo haré así; una palabra suya es suficiente. Así que estoy a sus órdenes. ¿Quiere usted que me vaya? ¿Mañana? ¿Hoy mismo?

Ella le miró un momento, sombría; luego se mostró intranquila, se puso en la ventana y le volvió la espalda. Él, atraído como por un imán, se llegó hasta ella y tocó un dedito de su mano que colgaba indolente y que ella no retiró al sentir el contacto. Después, ambos cuerpos se unieron y un estremecimiento les recorrió. Ella vacilaba, convulsa. No se trataba de un embrujo espiritual, seguramente fuera un impulso carnal.

Un pensamiento se arrojó sobre él, acompañado de trompetas y campanas: «ahora —le ordenó el pensamiento—. ¡Ahora! Si no harás el ridículo; harás el ridículo para siempre».

«¡Ea! Aunque sea ridículo», respondió con firmeza y soltó la mano de Theuda.

En su interior resonó una carcajada formidable: «¡Campeón de la virtud! ¡Campeón!».

Mirando despectivamente sobre el hombro, respondió: «¡Pedantes adúlteros!».

¡Un terreno peligroso! ¡Un sendero que no se sabe dónde termina! ¿Dónde puede tropezar la inexperta felicidad? ¿Puede durar eternamente? Preguntas ociosas; en todo caso, no era obligación suya ponerle la zancadilla a la felicidad.