Un día, sin embargo, pudo saber si le hacía bien o le hacía mal.
Se encontró con ella una mañana que fue a visitar a la señora del doctor Richard. Estaba de buen humor y dispuesta como él a las bromas inocentes; dicho brevemente: hoy «se comprendían». Por eso estuvieron mucho tiempo sentados, charlando confiados, como fascinados por el embrujo amistoso de aquella hora.
Turbado por el eco de la armonía en que habían pasado la tarde, se le escaparon estas palabras, cuando ella le tendió la mano sonriendo, a modo de despedida:
—¿No viene usted conmigo?
—Naturalmente, no —respondió ella divertida—; como es de esperar, no.
—¿Dónde va, entonces?
—¡Qué pregunta! A casa, junto a mi marido y mi niño, que me esperan hambrientos para comer.
—¿Y yo, estoy excluido de ese convite?
—¡De ninguna manera! Venga conmigo; mi marido se alegrará mucho de verle.
¡No era suya! Y se fue a su casa como un gato que recibe una perdigonada. ¡No era suya! ¡Y él que había creído que su amor era puro! Como si fuera humanamente posible amar a alguien sin codiciar al menos su presencia constante. ¡No era suya! ¡Peor todavía: pertenecía a otro, a un extraño! Es cierto que ya lo sabía hacía tiempo; pero hasta hoy no se había dado cuenta de que le abandonaba para irse con otro. ¡Y a esto llamaba ella «ir a casa»!
El gato, después de recibir la perdigonada, se esconde; pero lleva el plomo consigo, y la herida, que en un principio asusta más que duele, empieza a escocer cuando el animalillo está en su tranquilo rincón. ¡Qué injusto privilegio! ¡Qué desigualdad tan indignante! Día por día, año tras año hasta el fin, viviría el otro con ella, él nunca. Ni un verano, ni un mes, ni un día por excepción. ¡Todo para el otro, para él nada! Y no solamente vivir con ella, sino… ¡Vete de aquí, mal pensamiento! Pues, además de tener todo esto, le regala encima su amor y su amistad. Si está triste, le consuela; si está enfermo, se aflige por él; si muere, su aflicción le acompaña más allá de la tumba; si hay una resurrección, sus ojos buscarán los de él al despertar. ¿Qué méritos tenía aquel usurpador para que le concedieran aquel premio? ¿No era un hombre como los demás? ¿O es que tenía él solo más ventaja y méritos que toda la humanidad junta?
¡No había esperanza! ¡Nada podía cambiar!, ni con amenazas ni con astucias; no había ninguna posibilidad a su alrededor. Por el contrario, cada hora que pasaba, de día o de noche, bajo la lluvia o el sol, fuera el que fuera su contenido, no hacían más que ahondar el abismo entre él y ella y apretar los lazos con el otro. El hábito, la comprensión, los recuerdos en común, los mutuos agradecimientos, todo esto no disminuiría ya; por el contrario, aumentarían hasta amontonarse. El niño que unía a ambos, reclamaría más sus cuidados y su interés, con lo que los padres intimarían más; y no digamos si nacía un hermanito o una hermanita. ¿Por qué no? ¿Quién podía impedirlo?
¡Había despreciado el poder del matrimonio cuando lo consideró una especie de lugartenencia, pensando que se dejaría fraccionar de buen grado: para el otro, para el lugarteniente, el cuerpo y para él, el alma! Ahora se daba cuenta de que había olvidado, en su inexperiencia, lo principal: el misterio de la carne, la fuerza bruta de los impulsos naturales que a la madre obligan a dar el cielo y la tierra a cambio de un vaso de agua para su hijo, que fuerzan a la mujer a arrojar el corazón, con todas sus fibras, al hombre a quien pertenece, al que la acuñó corporalmente, al que la hizo mujer y madre, condenándola a amarle aunque él la desprecie. Muñeca, bebé, papá; estas tres palabras encierran todo el contenido de la vida de una mujer. ¡Oh, insensatos que os preocupáis por si os ama o no aquella que deseáis por mujer! ¡Ánimo! Reíos de vuestros temores, llevadla al altar; pues el matrimonio es más fuerte que el odio, más duradero que el amor.
Una mujer se encamina vacilante, con el odiado, hacia la iglesia, como si fuera al campo de batalla, pálida como un cadáver, con la muerte en el corazón que entregó a otro; preguntad por ella veinte años después: «Hijos míos, alegraos; papá llega mañana». «¡Dios quiera que no le haya sucedido nada a papá!». El otro, en cambio, el muy amado, si muere, no obtendrá más que un recuerdo melancólico cuando llegue la noticia y, en el caso más favorable, unas cuantas lagrimitas; luego lo que importa es papá. Tal es el poder del matrimonio.
No; no quedaba ninguna esperanza. ¿Luchar contra los impulsos naturales? Tonterías. ¿Oponerse a las leyes del mundo? Locura. La verdad le dijo: «condenado para toda la vida», y su aflicción confesó: «así es».
Entonces comprendió que quien proclama a otra persona por su dios, atrae sobre sí una maldición. Son envidiables los que tienen un Dios supraterreno, ya sea bondadoso como Jehová o cruel como Moloch; pues ningún dios de ninguna religión es inexorable, ninguno arroja al infierno a quien se le acerca amorosamente, ninguno dice a los condenados: «no te conozco». Y aunque uno fuera insensible como una piedra para con la divinidad, ésta no lo sería con él: Dios no es mezquino. No se tropezaría con ningún director Wyss al acercarse a Él, no tendría que depender de la benevolencia de un Kurt, la Virgen no parió una manada de críos por los que olvidar el cielo y la tierra. Adorar a una persona no es más razonable que adorar a un gusano. Su espíritu comprendía aquello con toda claridad; pero la comprensión no sana la inflamación. Comprende que el veneno que convierte su sangre en pus no es más que un despreciable granito de porquería, pero el incendio sigue devorándole.
Pero, precisamente por esto, por ser su amor una religión, por creer que en el rostro simbólico de Theuda-Imago se resumía toda la vida del mundo, como la patria en el de la madre, sentía su dolor más intensamente en la parte más noble de su alma. Todos los signos y presagios, todas las luces, rostros y poemas que transitaban por el puente que une la realidad con el mundo del espíritu, traen una herida sangrante en el pecho; toda su sensibilidad vital estaba enferma de nostalgia; nostalgia de ella, nostalgia de la patria común de todas las criaturas, nostalgia de sí mismo. Pues él era ella; pero —¡oh, prodigio infernal de lo imposible!— ella no era él.
Y como él era un hombre de espíritu, obligado, cuando le mordían, a averiguar qué clase de víbora le había mordido, quería conversar con su razón sobre las heridas que produce la falta de caridad; bien sabía que esto no podría aprovecharle nada, pues como pensador que era, no podía hacer otra cosa que pensar. Pero la angustia no paraliza el pensamiento, al contrario, necesita corroer las ideas.
«¿Estás despierta? ¿Tienes tiempo? ¿Puedes descifrarme el misterio de cómo es posible que una persona a la que se ha regalado con los más preciados dones, con el único consuelo que se tiene en la tierra y hasta con el amor, no nos recompense con su amor?».
La razón respondió: «Examina y compara: ¿Si amas al buen Dios, no te devuelve amor?». «Sin duda». «Si amas al Papa, ¿no te ama él también?». «Es justo». «Si amas a la condesa de Aragón y Castilla, ¿te amará ella?». «Eso es más difícil». «Si amas a un caracol, ¿te corresponderá con su amor?». «Es imposible». «Pues ahí lo tienes. Cuanto más bajo pongas tu amor, menos amor recibirás. El amor regocija el alma, el desamor denota embrutecimiento. Punto final».
«¿Y cómo explicas que esté yo condenado a desear a esa mujercita, a la que tú ves tan lejos a través de los cristales de tu fantasía, como si se tratara del Santo Grial, y que me arrastre hacia ella como el que muere de sed, hacia la fuente salvadora?».
«¡Ésas son tonterías, querido! —dijo riendo la razón—. No cometas más torpezas; prométeme que de ahora en adelante serás un poco más razonable».
Así conversó de su caso con su propia razón. Pero de poco le sirvió; todo lo contrario. Le sucedió como con el dolor de muelas: cuanto más se piensa en él, más agudo es; y si se intenta no pensar en ello, el dolor nos fuerza a pensar en el dolor. ¿Dónde podrán refugiarse los pensamientos que no tropiecen con el dolor? Aunque huyan a ocultarse en la religión, más allá de los cielos estrellados, o en el éter resplandeciente de las creaciones de la poesía, siempre tropieza con su condenación, siempre encuentra este funesto rostro amado, que le sigue a todas partes para destruirle con su hermosa y fría mirada.
¡Oh, vosotros, los aturdidos que reís frente al dolor de un amor no correspondido!: Suponed una madre que viera salir del sepulcro a su hijo muerto, su hijo único, bello y gracioso, iluminado por celestiales resplandores, que se arroja sobre él gritando de ansiedad y, sin embargo, el niño se aparta de ella, mirándola extrañado, y exclama con un mohín de desprecio: «¿Qué quiere de mí esta mujer?». ¿Os haría reír esto? Era su mismo caso; el trozo más preciado de sí mismo que se desgaja, que se aleja de él, que le niega. Y esto produce tanto dolor, tan acerbo e indecible, que muchas veces piensa que aquello no puede ser, porque no podrá resistirlo.
Pero él no era débil, sino perseverante y tenaz. Por esto llamó en su ayuda a la razón. «La cosa es así. Tengo que vivir; no lo puedo soportar. ¿Qué hacer, entonces?».
La razón le respondió: «Ven; quiero mostrarte algo». Y le condujo frente al matadero. «Ahora, creo que podrás soportarlo». Cuando estuvieron otra vez en casa, prosiguió: «Mira, todo consiste en no hacer nada funesto; mejor no hagas nada. Aprieta los dientes o grita todo lo que quieras cuando las cosas no salgan a tu gusto; pero no grites con las manos. Todo consiste en vencer el momento; quien vence el momento, vence al día; quien vence al día, vence al año; no cometer nada pernicioso. Pero un hombre vence el momento —y tú eres un hombre— en el supuesto de que esté sano —y tú lo estás— trabajando. Así que deja el dolor que obre, es su tarea; tú trabaja; tú sabes en qué».
Él sabía en qué. Y estando trabajando en el servicio de su Rigurosa Señora, los espíritus malignos huían a ocultarse tras las cortinas, barridos por su soplo divino, para, desde allí, surgir solapadamente de cuando en cuando, para asestarle una rápida estocada y volverse a su escondrijo con la misma rapidez.
Ciertamente, hasta el trabajo más rudo tiene sus pausas; de lo contrario, terminaría rendido por la noche. En esos momentos los ataques eran más abundantes y peligrosos. En la biblioteca estaban cuidadosamente ordenados por años todos los números de una revista mensual; cuando hojeaba despreocupadamente uno de ellos, tuvo un sobresalto, como si le hubiera mordido una culebra: aquel cuaderno tenía la misma fecha de la Parusia; de allí en adelante procuró evitar todo contacto con las colecciones de periódicos.
Pasó delante de una tienda de modas. En el escaparate estaba expuesto un vestido blanco con botones verdes. ¡Oh, rayo abrasador del recuerdo! Ella llevaba en la Parusia un vestido blanco y un blanco cinturón adornado con cintas doradas y verdes.
Y así siempre. Bajo las cosas más inocentes en apariencia, acechaban los escorpiones. Este peine parece completamente inofensivo, ¿verdad?, y esta plegadera, ¿no? ¡Pues todo es perfidia e hipocresía! ¡Este peine lo había comprado dos semanas antes de la Parusia!, y la plegadera un año después, durante «el viaje de bodas». En estas ocasiones, su corazón lastimado gritaba: «No puede, no debe ser; es de todo punto imposible». «¡Tatatá! —respondía la razón—, ¡fuera embaucamientos! Es, y en consecuencia, será, muy posiblemente». Y pronto arrinconaba la llorosa esperanza.
Luchando valientemente hora tras hora, lograba pasar el día; la mayoría de las veces salía victorioso, otras, la victoria quedaba indecisa, pero nunca era vencido.
¡Pero las noches! La nostalgia de su alma, reprimida durante el día, pero no aniquilada, surgía pujante durante el sueño, sin que el trabajo ni la voluntad o la razón la refrenaran, como la columna de vapor de una caldera hirviente cuando se levanta la tapa. Ni una noche sin sueño, ni un sueño sin ella. Y el sueño le cansaba indefectiblemente con ella, sosteniendo: «Yo soy la verdad, todo lo otro es engaño e ilusión». Y los sueños no eran episodios aislados, formando un todo cada noche, no; el sueño de esta noche era una continuación del de la noche precedente, con una perfecta ilación, como los capítulos de una novela; sus sueños formaban una cadena. De esta forma llevaba una doble vida: de noche, cordialmente unido a ella, iluminado por su sonrisa, deslumbrado por su mirada amorosa, hablando con ella y acariciándola, una vida llena de dulzura y bienaventuranza; de día, una existencia dolorosa, sin esperanza, en la aflicción de una eterna condenación. ¡Oh, si no despertara! ¡Qué decepción más amarga! ¡Si aquel venturoso ensueño pudiera consolarle de día!
«Si no es más que eso, tiene pronto remedio», advirtió la fantasía. Y en un instante, sin aguardar su consentimiento, preparó su linterna mágica y empezó la proyección: Imposibles asentados sobre cimientos falsos, pero, prescindiendo de esos cimientos, imposibles imaginables.
Una humilde vieja estaba en el umbral; la belleza pasada, perdidos los amigos y admiradores, apagados los ojos que imploraban una limosna de amor. «Tú también, naturalmente —parecía decir su mirada—, me desconoces, ahora que soy vieja y fea».
Pero él gritó: «Theuda, mi novia querida, es inútil que te esfuerces en ocultar la eterna juventud de tu belleza bajo la máscara postiza de la edad; te traiciona el resplandor de la Parusia que te envuelve. Mas ¿por qué estás humildemente en el umbral? Mira cómo doblo respetuosamente la rodilla ante tu grandeza».
Y Theuda respondió: «¡Oh, milagro de la misericordia! Hoy que me veo vieja y fea recibo más amor de un solo corazón que el que todos los hombres juntos pudieron darme en todos los días de mi vida».
«¿Vale? —preguntó sonriendo la fantasía—. ¿Te agrada?». Y siguió la proyección.
La vio en el lecho del dolor, desfigurada por la hinchazón, abandonada por sus parientes, repugnante. Sin embargo, se acercó a ella devotamente, como a un altar.
«No es ningún hermoso cuadro», censuró la fantasía.
«No lo es de ningún modo; pero lo más hermoso es que tu amor vence hasta la repugnancia. Mas espera; tengo algo más que enseñarte». Y prosiguió representando.
Vio una mujer depravada, condenada por el mundo, repudiada, escupida; entregada a la bebida, revolcándose borracha por el suelo.
«¡Puff! —exclamó Víctor indignado—. ¡Quita eso de ahí! ¡Vaya una escena más criminal! ¡Ella, la casta, la pura, la excelsa!».
«¿Qué? —cuchicheó la fantasía—. ¿Qué? Dime honradamente ¿qué harías tú en ese caso? ¿La arrojarías de aquí con el pie? ¿Lo harías? ¿Callas? Está bien; con esto tengo bastante. Por lo demás, tengo otras cosas en estilo distinto. ¿Quizá te agrade un juego de cartas diáfano? ¿No? Es lástima; haces mal en eso, hay en ello cositas maravillosamente bellas. ¿Prefieres algo serio? ¿Sí? Al momento».
Y se la mostró viuda, vestida de negro.
Él le arrojó, lleno de ira, la linterna mágica a la cabeza. ¿Es que la amaba tan insensatamente como para que su fantasía se permitiera ofrecerle semejante cuadro?
El recuerdo de que estuvo en su mano poder cambiar este infierno presente por el cielo venturoso, de que la felicidad estuvo rondando su puerta, esperando a que le diera permiso para entrarse por ella, la consideración de que, no sólo su clemente benevolencia, que ahora le parecía la inaccesible cima de la dicha, sino la abrumadora riqueza de toda su persona, de todo su cuerpo, junto con su amor y vida, todo esto hubiera podido ser suyo con una palabra, ponía un trágico sello a su tormento. El recuerdo llegó casi a rozar con el arrepentimiento, pero no pensó ni un momento en arrepentirse de lo hecho. Fue un bien para él, pues con ello no se hubiera librado de caer en la desesperación. No; no se arrepentía, porque la añoranza le hubiera apretado el corazón como con unas tenazas. Por esto no se sintió desgraciado ni aun en medio de los más lastimeros ayes de su corazón. Había en su dolor algo gozoso, como la gloria de los mártires cuya boca no deja ciertamente de lamentarse durante el tormento, cuyos miembros no dejan de resistirse al verdugo, pero que no cesan de alabar a su Dios con santa alegría. Por esto su sentir se convirtió en pasión; su alma calzó los coturnos, su espíritu fluctuaba rítmicamente; la mirada de sus ojos, a los que el trágico dolor negaban las lágrimas, parecía estar en éxtasis, en tal magnitud, que un día le detuvo en plena calle un oculista, para poderse convencer de aquella asombrosa singularidad.
Sólo que donde el éxtasis prospera crece al mismo tiempo la tentación. También le fue deparada la hora de la tentación.
La familia del director celebraba aquel día el cumpleaños del niño, el pequeño Kurt; y Víctor, aunque había dejado otra vez de visitar a las gentes («¡qué hombre tan raro!; ¡cuando todos creíamos que había sanado de su chifladura, vuelve a hacer el ermitaño!») creyó conveniente no faltar a la fiesta; cuestión de gustos. Aquella tarde fue representada una obrita alegórica, escrita por el otro Kurt, el tío y padrino del niño (aquel hombre genial era capaz de sacarse de la manga una obra que a otros llevaba semanas y meses), en la que la madre, es decir, la señora del director, hacía de hada, vestida de blanco, con dos grandes alas a la espalda, sueltos los negros cabellos y en la frente una corona reluciente de lentejuelas doradas. Ya durante la representación, al verla aparecer con aquellas celestes vestiduras, su corazón se permitió hacer estas sediciosas observaciones: «Mira, necio, misógino, lo que has desperdiciado». Como Theuda, al acabar la obra, quisiera continuar vestida de hada, mezclóse la ficción con la realidad, diosa y mujer; el niño fue paseado en triunfo; en la frente de la dichosa madre se reflejaba una paz solemne que impregnaba el lugar y la hora y todo lo presente de clemencia y bondad. Por todo esto, su corazón se alborotó tan insensata y fieramente, como nunca lo había hecho en toda su vida:
«¡En contra de todo lo que me digan todos los dioses del cielo y todas las religiones de la tierra, en contra de todos los deberes, razonamientos y sabidurías, he de replicarles que no hay en el mundo nada que pueda compararse a la posesión de la amada, ni hay premio en el cielo ni en la tierra que nos compense de la pérdida de este tesoro. Quien ha podido tener este tesoro y ha renunciado a él, aunque haya sido por mandato del mismo Dios Todopoderoso, ése no es un mártir, ni un héroe, ése es sencillamente un loco. Justo es que ahora te veas condenado!».
Se volvió presuroso a su casa y, estando en su cuarto, empezó a exponer su aflicción a la Rigurosa Señora, como un creyente pudiera hacerlo ante su Dios.
«¡Socórreme! —sollozó—, no puedo resistir más. La amiga que me prometiste, tu hija, con la que me desposaste uniéndonos con solemne juramento para siempre, Imago, mi novia de entonces y esposa, no me conoce. Imago aparta de mí su mirada. ¡Oh, no interpretes mal este grito de mi corazón atormentado! Ningún arrepentimiento empaña el palpitante deseo de mi alma sangrante. Si el tiempo volviera atrás y tuviera que elegir otra vez, volvería a renunciar; sí, lo haría. Quiero sufrir gustoso, pero fiel y contento. Mas ¿por qué he de hacerlo tan cruelmente, tan inhumanamente? ¿Es un crimen tan grande querer ser insigne, para que me castiguen de esa manera tan incruenta? Y si lo es, dulcifica mi sentencia. Abre los ojos de tu hija, para que no me niegue enteramente, háblale para que me llame su noble amigo, para que me conceda una sola mirada al menos. Pon esto en su corazón, ordénaselo. Si no es posible, dame tu amparo para no sucumbir».
Fue como si la sombra de la Rigurosa Señora flotara por el cuarto. Se levantó fortalecido y sufrió todo lo que era necesario sufrir.