Desde el momento en que Pseuda se transmutó en Imago, apareció ya siempre ante él nimbada de luz celestial. Pues Imago era ciertamente un ser trascendente de simbólico origen: la hija ilustre de su Rigurosa Señora, la santa cantora de las horas más benditas de su vida. El amor de Víctor había nacido como una religión. Y ¡oh, milagro!, su dios vivía en su vecindad, visible y al alcance de su mano.
Naturalmente que su fe le increpó, riendo, picaresca: «¡Qué locura! ¡Qué necedad! ¡Qué vergüenza! ¡La vulgar señora del director Wyss, la Presidenta de Honor de la Idealia, nimbada de gloria de repente! ¡Corre a casa del médico, Víctor! ¡Resérvate una celda en el manicomio!». Y mil experiencias levantaron un griterío ensordecedor: «¡Detente! ¡Cuidado! ¡Espera! ¡Traemos pruebas irrefutables!». ¿Se había dejado confundir nunca un creyente por el griterío de las pruebas? «Tenga cuidado; hay tres escalones delante de la puerta», exclamó su corazón lleno de júbilo, y una marea alta de ferviente recogimiento amoroso arrojó de la conciencia a todo el populacho: experiencias, dudas, recuerdos y pruebas, toda la malvada cuadrilla. Toda protesta fue echada de allí, como un perro de la iglesia.
El espacio en que se movía, la montaña y el bosque, todo el horizonte estaba iluminado por su mirada; todas las calles y caminos de la ciudad, santificados por su transformación. El sentimiento de la vida de Víctor se cernía sobre las nubes; con cada aspiración gustaba un aliento de revelación; germinaba y florecía en torno de él, sus ojos distinguían arabescos de colores, sus oídos percibían sones de órgano; el acontecimiento exterior más insignificante, el martillear de un herrero, la voz de un niño, una corneja en el seto, obraban como una poesía cósmica. Presentía su proximidad tan intensamente, que nunca sintió la necesidad de verla; por el contrario, prefería adorarla en segundo término, cerca, pero en el rincón.
Un pensamiento insoportable traspasaba su recogimiento; el juicio de ella le condenaba ahora como antes, sin que se hubiera dado cuenta de la transformación que en Víctor se había operado. No pudo resistir mucho tiempo este pensamiento. Ciertamente, comunicar de palabra o por escrito su transformación a la corpórea señora del director Wyss, ¡nunca!, pues tendría que declararla al mismo tiempo su amor; pero era demasiado orgulloso para eso; demasiado prudente, también; pues no amándole como no le amaba, una declaración amorosa en el lamentable papel de amante languideciente, le hubiera rebajado, y además, prefería ser un servidor devoto de su diosa que no un amante compadecido. Afortunadamente no había tenido necesidad de recurrir a la vulgar declaración hablada o escrita; conocía una manera mejor, más digna y directa, de comunicarse con ella: la visión de alma a alma.
De esta forma ordenó a la suya: «Ve en busca del alma de Theuda, llamada por otro nombre Imago y dile: “El indigno que en su ceguera te atacaba y perseguía ha muerto; ante ti está otro, un converso, que reconoce humildemente tu excelsitud y bondad y reverencia piadosamente tu rostro hermosísimo como símbolo de la divinidad”. Díselo así y tráeme su respuesta».
Llegó la respuesta: «Encontré su alma asomada a la ventana, orando a lo alto, bajo las estrellas. Bajando los ojos, me dio su respuesta rigurosa: “Soy una mujer, el recato es mi orgullo; la pureza, mi blasón. ¡Largo de aquí, desalmado, que siempre estás difamando a la mujer con burlas descaradas; para que yo crea en tu conversión haz penitencia y reconoce el valor de la mujer casta!”».
Después de oír esta respuesta, volvió a mandarle su alma: «La penitencia que me exiges ya está cumplida, pues si me miraba en tus ojos, me castigaban; si consideraba la altivez de tu frente, me condenaba. Escucha mi confesión: Un templo se abre, una sacerdotisa real sale de él y, tras ella, las mujeres de la tierra, tanto las actuales como las que pasaron, tanto las reales como las que engendra el deseo. Yo miré, creí y confesé: “Creo en una mujer pura y casta; su pensamiento es canción, sus obras se llaman abnegación y sacrificio; en su rostro resplandece la divinidad; de las huellas de sus pasos brotan la nobleza y la sublimidad; en cuanto levanta la mano, todo lo vulgar corre a ocultarse en las tinieblas; en cuanto se mueve, el sol se alboroza: ¡oh, mujer, qué hermosa eres!”. Entonces se inclinó, consoladora, sobre un enfermo que yacía a orillas del camino, y yo grité: “sabiduría, cubre tu cabeza; arrodillaos vosotras, las virtudes todas, ante la Piedad que es vuestra reina”. Ve y dile todas esas cosas».
Llegó la respuesta: «Encontré su alma inclinada sobre la cuna de su hijo. Levantando los ojos me dio esta rigurosa respuesta: “Yo soy una hija fiel, entregada por entero al amor y veneración de los míos. ¡Largo de aquí, desalmado, que despreciaste a mi padre y ofendiste a mi hermano! Antes de creer en tu conversión habrás de aprender a respetar a mi padre y reconciliarte con mi hermano”».
Al escuchar esa respuesta, Víctor empezó a suspirar y a rezongar: «No quiero honrar a tu padre, no quiero reconciliarme con tu hermano, pues son enemigos del espíritu, enemigos de la verdad. Pero estoy en mi derecho de considerarme muy por encima de ellos». Y empezó a gruñir y refunfuñar lleno de rencor. Entonces le dijo su conciencia: «¿Puedo decir algo?».
«Habla».
«Para considerar que una persona está por encima de nosotros tenemos que estimarla según sus cualidades; Kurt podrá ser todo lo vano que quieras, pero mientras tenga algo que perdonarte, tú mismo le pones sobre ti. ¡Animo! Aquí tienes pluma, tinta y papel; escribe a Kurt unas líneas lamentando lo ocurrido, con lo que caerá al foso y tú te habrás librado de un peso abrumante».
Y el corazón dijo, adulador: «Es su hermano, a pesar de todo». Y el orgulloso caballero advirtió: «Al capitán real de la Rigurosa Señora no le perjudica reconocer una falta y reparar el daño».
«¡No puedo; no quiero!», seguía gritando su rencor. Mas ved que entonces aparece en el cuarto una mancha azul como el cielo, la mancha se extiende, entona acordes de arpa; en medio de estos acordes se escucha una voz, su voz: «Tenga cuidado; hay tres escalones en la puerta».
«¡Imago! —exclamó su amor—, eres excelsa, eres la misma Bondad, la misma Nobleza; creo en ti». —Y se puso a escribir con prisa febril una carta de disculpa a Kurt; breve y arrogante, pero también, honrada y sincera, como es debido, sin esquivar las palabras necesarias.
Días después recibo una tarjeta postal escrita con lápiz y sin firma:
¡La inspiración tiene vuelo rumoroso de gallina!
¡¡Los filósofos son los clowns de la Universidad!!
¡¡¡En lo más alto se aventuran las palomas!!!
La señora Keller, a quien mostró el papelucho, le descifró el enigma: aquélla era la letra de Kurt; las singulares frases eran alusiones a la manera enérgica de expresarse de Víctor que, al parecer, habían hecho mucha gracia a Kurt; todo ello era una especie de testimonio de reconciliación.
—¿No es original? ¡Casi genial! —opinó ella exaltada.
«¿No lo estás viendo, Víctor? —ponderó la razón—. ¿No te sientes ahora más libre y ligero? Te ruego que me contestes».
«No sólo —contestó Víctor— más libre y más ligero, sino también más alto y más noble».
«Prosigue tu obra. Ya estás a mitad de camino; acaba la jornada; aprende a respetar las cosas, como su padre».
«Era su padre —dijo Víctor para sí—, según eso, la expresión de su rostro es semejante a la del rostro de Theuda. Está bien; en su rostro puedo aprender respeto y veneración». Salió a la calle y compró en la librería una reproducción del retrato del eminente repúblico Neukomm, para clavarlo en la pared de su cuarto como modelo. Sólo que cuando contempló de cerca la confiada y persuasiva cabeza y su mirada brillante, pero vacía, le sobrevino la misma repugnancia de entonces y escondió el retrato debajo de unos pliegos de papel, poniendo encima un voluminoso prensapapeles para impedir que aquella cabeza pudiera levantarse astutamente.
«A pesar de todo, siempre será su padre», imploró el corazón. «Difícilmente podrás borrar su recuerdo, pues está esculpido en mármol ante el Ayuntamiento», añadió la razón. Levantó el prensapapeles y sacó al estadista, volviéndole a su gracia y clavándole en la pared, pero vuelto, la cara contra el empapelado de la habitación y el blanco dorso hacia fuera, pues todas las veces que intentó volverle de cara le repugnó su presunción.
«Yo quisiera —se decía Víctor, preocupado— obedecer el mandato de Theuda, pues Theuda es Imago. Mira; su padre está ya en la tumba; la tumba es algo serio; ¡ea!, pues en su tumba he de acostumbrarme a respetarle». Y se hizo indicar en el cementerio la tumba del estadista Neukomm. Cuando estuvo ante su sepulcro, una voz salida de la tierra, le dijo:
«¿A quién buscas?».
«Busco al espíritu del estadista Neukomm».
«Aquí no hay ningún estadista —replicó la voz, y ningún espíritu con nombre. Cuando andaba por la tierra, yo era un pobre hombre como los demás, una criatura débil, nacida para gemir, preocuparse y morir como los demás seres. Perdón para los que me hicieron mal; salud para los que me amaron. Dos personas fieles, muy semejantes a mí, mis propios hijos, vinieron tras mi ataúd llorando y santificando mi memoria con su tristeza; benditos sean los que les quieren bien. Tú eres un hombre que caminas por el mundo y podrás regalarme con algunas noticias de mis hijos».
Entonces habló Víctor: «Tus hijos están bien, son muy queridos y apreciados por la gente, y el que está ante tu sepulcro quiere ser buen amigo de ambos».
Después de pronunciadas estas palabras cambió en el recuerdo de la imagen de Kurt, tornándose distinguida y graciosa.
La voz volvió a decir, gimiendo: «Por haberme traído noticias de mis hijos, quiero sellar contigo un pacto de agradecimiento; y por querer ser buen amigo de ellos, un pacto de bendición».
Cuando Víctor regresó a su casa, pudo ya volver el retrato.
Y otra vez envió Víctor su alma en busca del alma de Theuda: «He cumplido tu mandato; me he reconciliado con tu hermano, he concertado un pacto con tu padre. ¿Crees ya en mi conversión?».
Al regresar su alma le dijo: «Encontré el alma de ella en lo alto del tejado de su casa, contando las torres y fortalezas de la ciudad. Mirando hacia abajo me dio esta rigurosa respuesta: “Soy una valiente ciudadana, entregada por entero a mi pueblo y a mi patria. ¡Largo de aquí, desalmado que no sabes más que burlarte de los usos y costumbres de tu patria; para que yo crea en tu conversión, tienes que hacer penitencia y reconciliarte con tu pueblo!”».
Al oír aquella respuesta, su rencor le llenó la boca de espumarajos. «Mujer —gritó—, eres ciertamente divina, pero pobre de espíritu. Por ser diosa te equivocas; no ocurriría así si fueras dios. ¡No me exijas tanto! Tuyo es mi corazón; recibiste ya todo mi recogimiento; depura mi alma; pero respeta mis convicciones, mujer, no las profanes. Ve, alma mía, y díselo así».
Le llegó esta respuesta: «Como me llamo Theuda, por otro nombre Imago, que no creeré en tu conversión hasta que no hagas las paces con tu pueblo».
Entonces empezó Víctor a enfurecerse y rabiar y a blasfemar contra su diosa, maldiciéndola e insultándola con nombres de animales de pluma y de cuernos, como los bandidos a la Madona cuando fracasa el asalto a la diligencia.
«Cuando hayas terminado de decir barbaridades —advirtióle la razón—, quiero decirte algo. Y es que, dicho sea para nosotros solos, tiene razón en lo que pide, pues eres un monstruo políticamente».
«¿Tú crees?».
«No es que solamente lo crea, sino que estoy firmemente convencido. Desde tu más tierna infancia viviste como un bosquimano y tu estancia en el extranjero acabó de embrutecerte. Paseas las calles de la ciudad natal como un indio por las praderas del Oeste. ¿Es esto natural? ¿Se puede soportar siquiera? ¡Repórtate! Vuelve a sentarte de nuevo en el pupitre de la escuela; un poco de patriotismo, bien sabe Dios que no puede hacerte daño. No te acongojes; sólo lo indispensable; nadie te exige que te conviertas en un orador furibundamente patriótico».
Siguió hablando, aleccionando a Víctor, hablándole del «pueblo», de cómo siente, de cómo trabaja, de cómo se afana y preocupa, describiéndole los engranajes de las organizaciones libres, demostrándole sus relaciones con el desenvolvimiento de la personalidad y del carácter varonil y finalmente le presentó la política como una rama del Idealismo; «un Idealismo seco como un sarmiento, pero idealismo al fin».
Víctor escuchó devotamente aquellas enseñanzas, al principio lamentándose, luego, solícito. De pronto se levantó del asiento con los ojos relucientes. «Quiero estudiarlas obligaciones del ciudadano».
«Y lo tenemos: ¿Cómo puede hacer esas piruetas tan vertiginosas? ¿Ya quieres pasarte a la otra banda? Para ser un buen ciudadano no es necesario conocerse toda la Constitución». Pero Víctor se estiró con el cuello rígido: «Pues por ser un buen ciudadano, quiero estudiar la Constitución». Dejó plantada a la razón, salió y adquirió un folleto de educación cívica, adornado a derecha e izquierda de títulos de la Constitución e historias de la ciudad, cuanto más seco más apreciado; compró el diario oficial y siguió en sus páginas los discursos de los tribunos («algo rimbombante, señores, pero así es mejor, lo tomaré como mortificación»), dirigió sus pasos hacia las colecciones de antigüedades, se plantó delante de muros y techumbres ruinosos, para dejarse influir por el espíritu de los antepasados, y a todo aldeano que se dirigía al mercado con una ternerilla, preocupado por su negocio, pensando si le engañarían, le trataba con ternura como a su hermano en la ciudad.
Pero cuando envió a decirla los progresos democráticos, de los que estaba tan orgulloso, recibió esta áspera contestación: «Hay que ser más activo». «¡Más activo! —repitió enojado—, qué grosera, qué andrajosamente ha dicho esto, me ha hecho el efecto de un codazo. Después de todo, olvida que mi conversión depende enteramente de mi libre voluntad; ¡se ha creído que puede dirigirme con el látigo!».
Mas la hiena que ha saltado a través de tres aros, saltó también atravesando el cuarto, aunque rechinando los dientes. En las primeras elecciones acudió a depositar su voto.
—¡Eh!, forestal, dame un buen consejo. Quiero cumplir mis obligaciones ciudadanas (¿no se dice así?), pero no conozco desgraciadamente ningún político en todo el mundo. ¿A quién me aconsejas que vote?
—Antes me tienes que decir con toda seriedad si eres conservador o liberal.
—¿Qué diferencia existe?
—¡Hombre! Eso no se puede explicar en un momento.
—¿Quién es el que más defiende a la Iglesia?
—Los conservadores.
—Entonces soy liberal.
Y votó en consecuencia. Pero el alma de Theuda no se contentaba con nada. «De ésos no se puede esperar nada», había contestado ella.
«¡No se puede esperar nada! —repitió él, enfurecido—. Ya te diré yo lo que puede esperarse de ellos. —Y en su interior se produjo un tumulto horroroso contra la diosa, semejante al que se origina en una jaula de fieras al arrojarse la carnaza—. ¿Quieres hacer el papel de Numa Hawa? Adelante, pero tendrás que aguantar que abra desmesuradamente las mandíbulas».
Hasta que un día le sucedió —sin proponérselo, con toda naturalidad, como el rayo sale de las montañas ardientes— que a dos gomosos forasteros que se estaban burlando de una compañía de soldados que pasaban, les reprendió con mucho coraje. Mientras permanecía allí, irresoluto, sobre si debía avergonzarse o no de aquel ronquido de hombre de las cavernas, sintió que el alma de Theuda le golpeaba en las espaldas riendo sonoramente: «Así, así me gusta, Víctor». Y se vio rodeado de un cielo azul marino tachonado de cabezas de Theuda, todas las cuales le sonreían con clemencia.
Con esto acabó su penosa expiación.
Purificado y perdonado, fresco y alegre como una mañana, con el contento de sentirse limpio, Víctor abrió de par en par las puertas a su corazón: «¡Alégrate, corazón mío! ¡Yo me creía un sabio y te tuve por un conejo necio! ¡Qué error tan grande! Todo lo contrario. Yo era un sandio chistoso y tú eres el más juicioso de los dos. Pues no sólo comprendiste desde el primer momento que ella era Imago, sino que a ti debo agradecerte mi penitencia y conversión. De ahora en adelante, por consiguiente, dejarás de ser mi perrito despreciado, rechazado y maltratado, para convertirte en nuestro guía y comandante. ¡Alégrate corazón! ¡Ordena y se cumplirá lo que ordenes; anhela y te daré lo que pidas!».
El corazón se volvía loco de alegría: «¡Oh, libertad! Mira, me han amordazado como a un jilguero robado; por tanto, pido como indemnización amar, amar hasta exhalar el último aliento».
Víctor accedió: «Te será permitido; mas ten presente que Theuda es Imago, es decir algo alto y sublime. Si tu amor está manchado con algún deseo, no intentes rozar la pureza con un amor impuro».
El corazón le respondió: «Aquí estoy, abierto ante ti; toma un candelabro y pruébame alumbrando los rincones más apartados».
Y Víctor lo hizo así, registró los últimos rincones de su corazón, y al terminar aquella prueba, exclamó: «Tu amor es sumiso y carente de todo deseo. Así que puedes amarla, ámala hasta exhalar el último aliento».
Entonces su corazón suspiró y dijo, anhelante: «Quisiera ir a ella secretamente, quisiera vivir invisible a su lado, constantemente, sintiendo lo que ella siente, a todas las horas, todos los segundos, desde el saludo matinal, cuando se abren los cuarterones de las ventanas, hasta el buenas noches de irse a la cama».
«Puedes hacerlo», le autorizó Víctor. Y el corazón lo hizo como había dicho y vivió invisible con ella, desde la mañana hasta la tarde, desde el saludo matinal, hasta el buenas noches, bien entrada la noche. Y cuando ella se sentaba para comer, el corazón de Víctor le decía: «Come y alégrate», y cuando se arreglaba para salir, susurraba: «No te pongas el vestido de diario, sino el nuevo, ese claro tan bonito, pues eres hermosa y amada; quiere decirse que donde tú estás reina la alegría y la fiesta todo el día».
Y el corazón de Víctor volvió a suspirar y a anhelar: «Quisiera hundirme en su propio corazón hasta las fuentes de su sentimiento, y amar en su corazón todo lo que ella ama, empezando por su marido y su hijo y terminando por las flores de su ventana».
«Bueno —dijo Víctor autorizándole—, hazlo». Y el corazón hizo lo que había dicho y se metió en el de Theuda hasta las fuentes de su sentimiento y, allí dentro, amó todo lo que ella misma amaba y habló a su marido: «Hermano, tienes un amigo del que no sabes nada y un ayudante que no sospechas; consuélate, pues yo te asistiré en todo lo que el destino quiera depararte de ahora en adelante». Y hablando al hijo de Theuda: «Tus piececitos vacilan en la incertidumbre y tus ojitos sonríen entre la niebla y en la lejanía; pero yo tengo experiencia y te libraré de todo mal paso y de toda desgracia». Y a las flores de la ventana: «Debéis ser aplicadas, para que vuestros colores recreen sus ojos y vuestro aroma refresque su ánimo, pues pensad que vuestros tallos se extienden en un espacio privilegiado».
Y el corazón de Víctor volvió a suspirar y anheló: «Quisiera convertirme en una bendición para seguir sus pasos como un buen genio de Dios, levantándola cuando la vea desanimada, defendiéndola de todas las desdichas que rondan el umbral de su puerta».
«Eso es justo y lícito —consintió Víctor—, hazlo». Y el corazón lo hizo como había dicho y se convirtió en una bendición. Y con las primeras luces de la aurora besaba los ojos de Theuda: «El gallo ya despertó; levántate y no temas, pues hoy es un día hermoso». Y si ella se turbaba, decía: «No tienes por qué inquietarte, pues eres alegría y delicia de los hombres». Y a las desdichas que merodeaban por los alrededores del umbral de su puerta: «¡Alto! ¡Quién vive! ¡Perdéis el tiempo! Esta casa está encantada, pues vive en ella Theuda-Imago».
«Está bien, corazón mío —dijo Víctor—, te he concedido todo lo que anhelaba tu amor. ¿Tienes ya bastante o codicias más todavía?».
El corazón le respondió: «Nunca tendré bastante, pues mi amor engendra amor; cuanto más amo a la amada única, tanto más anhelo amarla. Mira, he recubierto su figura actual con mi devoción y quiero hacer lo mismo con las precedentes, saludando con mi presentimiento su pálida aparición en tiempos anteriores a sus años de doncella, en los años de su niñez, y antes de su niñez, en el momento de su venida a este mundo, y antes de que germinara su alma. Sólo que no podré hacerlo si no me prestas tu fantasía para trasladarme a tan altos parajes».
«Sí —aclaró Víctor—, con mucho gusto te ayudaré». Y ordenó a su fantasía: «¡Eh, tú, frívolo e inútil pajarillo, que siempre me causaste desazones e incomodidades engañándome con falsas historias que me hicieron cometer innumerables sandeces, muéstrate por una sola vez útil! ¿Has oído lo que mi corazón exige de ti? Prepara tus alas más atrevidas y lleva mi imaginación por encima del mundo, hasta el vivero de las almas».
La fantasía le respondió, resplandeciente de alegría y riendo, satisfecha: «Eso es precisamente lo que tanto he deseado siempre; pues, allí arriba estoy en mi casa». Y acabando de hablar, llevó con audaces alas a la imaginación sobre todos los mundos, hasta el semillero de las almas, envuelto en las brumas del sueño. Allí, adivinando con las antenas del amor el sendero que siguió el alma de Theuda en otros tiempos, Víctor intentó reconstruir la vida de aquella mujer, evocar con espíritu poético sus primeros años, los encantos de su cuerpo joven cuando paseaba por los bosques de su patria, saludando a las rocas que sus asombrados ojos de niña veían quizá por vez primera. Con estos trabajos parecía que se le estaban revelando los parajes de una nueva creación, entreviendo los mundos del más allá con extraños resplandores y cortejos de nubes que estremecían su alma. Desaparecía la realidad, el tiempo se hundía ante sus pies.
Sólo que, agotado por la intensidad de aquel prodigio, su débil cerebro humano fallaba y su espíritu terriblemente fatigado se rendía. «¡Basta ya! ¡Por favor! ¡Ya es demasiado!». Pero la fantasía sacudía, colérica, las alas. «Mucho me ha costado alcanzar esta altura para dejarla tan pronto; aquí está mi ambiente vital, aquí quiero volar. Querías sentir el germinar de su alma, pues soporta también su coronación». Y sin hacer caso de sus súplicas y de su resistencia, le mostró, describiendo círculos muy altos, el porvenir, importuno e indeseado, indeleble:
Vio a una niña y a una mujer cuyas almas habían sorbido todas las almas del mundo, de modo que a excepción de aquella pareja, nada se movía en el espacio sin fin. Y aquella niña y aquella señora caminaban juntas por la pradera celestial, hablando quedamente y mirándose profundamente a los ojos, con dulce intimidad, en comparación de la cual, el amor humano era un indigno juego de micos.
«¿Qué tengo yo que ver con esa niña y con esa señora?», interrumpió enojado el corazón de Víctor. Mirad: ahora la señora que encarnaba a todas las almas tenía el rostro de Imago.
Víctor se regocijó con su amor renacido. Su corazón no hacía más que dar vueltas en torno a Theuda, con amoroso paso; su fantasía llevó sobre las nubes la imagen luminosa de Imago. Proclamó el amor como única ocupación y el bendecir como recreo. Pero como sentía su amor tan puro y bello, dedicado por entero al piadoso servicio de Dios, y la fantasía le traía incesantemente nuevas revelaciones, amontonadas en grandes brazadas de gavillas, su felicidad rebosó al fin, de modo que su alentar se hizo fatigoso y tuvo que empezar a cantar, balbuciendo, su contento, canturreando para sí o en tono agudo y penetrante. También quiso, quizá, trazar unas líneas en un trozo de papel, torcidas y atravesadas, con mano inexperta, y sobre ellas escribir su júbilo, traducido en notas musicales. En este caso la palabra no le servía de nada, en medio de la beatitud que le producía el canto.
—¿Estorbo, quizá? —resonó la voz paternal del lugarteniente; y después de algunas frases baladíes de introducción se enzarzaba ya aquí, ya allá, en una discusión científica, pero inconstante, con gesto preocupado, como quien piensa en cosa muy distinta de lo que está diciendo. Por fin avanzó temeroso—: El catorce de diciembre, como ya sabe usted, celebra la Idealia el aniversario de su fundación. Con este motivo he compuesto un, cómo diría yo, podríamos llamarlo un prólogo, unos versos muy modestos y sin pretensiones (yambos de cinco pies con anapesto) en forma de diálogo, poniendo frente a frente la nueva y la vieja cultura. Yo había pensado en usted para recitarlos conmigo, pues necesito como contendedor un universitario (hay numerosas citas latinas y griegas) y si usted está conforme en mi idea, yo podría encargarme de representar el papel de la vieja cultura y usted el de la nueva, o viceversa, si lo prefiere, siempre que usted tenga gusto y tiempo disponible para ello.
Y como Víctor se declarara dispuesto a encarnar cualquiera de las dos culturas, el lugarteniente respiró aliviado.
—También tengo que decirle que mi mujer está contentísima de que usted se haya reconciliado con mi cuñado y pregunta por qué no se deja ver más a menudo…
Ciertamente, ahora caía en la cuenta de que, con el fervor del servicio divino, había olvidado enteramente a la divinidad misma. No había sentido la necesidad de verla; pero, ahora, habiéndolo advertido ella, debía visitarla y ya que debía hacerlo, también lo quería él.
Pocos días después, peregrinando hacia la calle de la Catedral, iba en la misma disposición de ánimo que un pagano bautizado que se acerca a recibir la Primera Comunión: un paso con miedo, otro confiado. Es verdad que no podía disimularlo, anidaban todavía muchas polillas en el armiño de su rectitud, su conversión era, sin embargo, sincera, su arrepentimiento profundo, su amor puro; y los dioses son bondadosos. Además, ahora tenía a Kurt de su parte.
Ella le recibió con mucha benevolencia (¿era obra de Kurt, o es que leyó en su frente la devoción que por ella sentía?), sin el menor eco de la antigua enemistad; magnífica, borrando de una pincelada el recuerdo de las pasadas diferencias. Le informó de la muerte de un pariente lejano, el cual había expirado de repente, la noche anterior, y lo dijo de pasada, como una cosa accidental, en medio de los preparativos de las fiestas del aniversario. Mientras le daba cuenta del triste suceso, unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Él las recogió como si fueran agua bendita, adelantando disimuladamente la mano. Después se habló de esto y lo otro; al fin, como despedida, ella le tendió amistosamente la mano, por primera vez desde los días de Parusia.
La preparación del prólogo (Antigua y Nueva Cultura) le obligó a frecuentar la casa del lugarteniente, y cuando el ensayo concluía, solía quedarse a veces un ratito en la casa, permaneciendo casi siempre sentado silenciosamente, con la aguda mirada de un tío al que la familia ha obligado arteramente a hacer testamento. Con esto concedía a su amor el placer de seguir los movimientos y ademanes de Theuda, que al converso se le antojaban novedades. Y como ahora podía contemplarla muchas veces en su ser natural, como ella era, como no la había visto nunca, pues siempre se había mantenido en una postura defensiva, descubrió, con el corazón alborozado, una infinidad de nuevos encantos junto a los ya conocidos de antes. Con el corazón alborozado, porque cada una de sus virtudes era una justificación de su amor idólatra, una impugnación de los reproches que acechaban. Ya no necesitaba espantar la duda; por el contrario, la invitaba para recrearse en su confusión.
«Ven, gruñona, registra lo que quieras con toda la agudeza de tus ojos, o ponte gafas si lo prefieres: Mira, ¿no ves cómo trata a sus servidores con toda amabilidad? ¿No has sostenido siempre que en el trato con los inferiores se puede conocer con certeza si la médula de una persona está sana o enferma? Por tanto reconoce que es buena».
«Ciertamente, es buena».
«Y al dar limosna al pobre, no lo hace orgullosamente dejando caer una moneda en la mano del necesitado, sino que se la ofrece de igual a igual. Por esto tienes que confesar que es compasiva».
«Reconozco que lo es».
«Paciencia; aún has de reconocer otras muchas cosas. ¿Has observado que no aparece en su rostro ni un rasgo de envidia cuando se elogia delante de ella la belleza de otra mujer? ¿Has visto que en su alma no hay sitio para la menor coquetería, de modo que los homenajes de los hombres extraños, los míos incluidos, son rechazados sin tomarles en consideración, y sentidos como una carga molesta? ¿No se te ha ocurrido pensar que entre todos los hombres a los que honra con su trato, no hay uno que no sea un carácter íntegro? ¿Y su modestia, su fidelidad para con el deber, su virtud casera, su entrega silenciosa a su hijo? Discúteme todo esto si puedes».
«Nadie te podrá discutir ese cúmulo de extraordinarias cualidades, pero es que tú has divinizado…».
«¡Basta! ¡Ni una palabra más! Quien todavía duda demuestra mala voluntad».
Aunque estaba cada vez más persuadido de sus perfecciones, su presencia corporal antes bien le turbaba que le satisfacía. No por sus humanas debilidades —sabía que ella era un ser humano y le satisfacía que lo fuera—, sino por una cierta molicie que sus actos exteriores denotaban, lo que no iba muy de acuerdo con los deseos de Víctor. Es decir, a veces se la podía culpar de un gesto inexpresivo, de una postura descuidada y poco escultural, de una mirada lánguida, en suma, que no estaba siempre en su papel; no era Imago ininterrumpidamente desde la mañana a la noche, de modo que a veces le asaltaba la sospecha de que inconscientemente estuviera representando el símbolo de la fantasía. Además, causaba horror a los ojos verla con su vestido de casa, adornado con tiras de terciopelo negro, dos abajo en el volante y una en el cuello, rodeando el escote. No, Imago no podía vestir como una corista que se dispone a cantar la virginidad; sus ojos se horrorizaban de esto; allí tropezaba su devoción. Esto y otras cosas semejantes producían luego en su sensibilidad un desasosiego que le llevaba a preferir estar a solas con ella con su fantasía a estarlo en realidad.
Por esto examinaba atentamente a los amigos y conocidos de ella, a las gentes de la Idealia también, para leer en sus rostros confiados los reflejos del de Theuda; y cada vez que sonaba el nombre amado, aunque fuera incidentalmente, la conversación dejaba de ser gris para resplandecer como si hubiera encendido bengalas y en su seno brillara una estrellita de fuego. Pero no se atrevía a pronunciar con su propia boca su nombre, porque con sólo decir «calle de la Catedral» enrojecía.
Una vez se encontró también con Kurt. Este vino a su encuentro sonriendo amistosamente: «¡Jovencitas de todas clases que prostituyen su alma con cualquier andrajo advenedizo de obra maestra! ¡Horrible; detestable, pero famoso!». Y una media hora más tarde, cuando Víctor se enfrentó con la opinión del Pastor y del lugarteniente, diciendo: «Una religión que se preocupa de la moral, no es digna de que un hombre honrado le dedique ni un solo pensamiento», Kurt vino hacia él y le preguntó, comedido y afectuoso: «¿Cuándo podríamos vernos y charlar a solas un poco?». Desde aquel momento, siempre que se encontraban Víctor y Kurt en una reunión, se sentaban juntos.
No podía tardar en ser notado en la Idealia el edificante cambio de opinión de Víctor; el viraje había sido demasiado sorprendente. Él, que en otro tiempo pisaba tan arrogante, que se esforzaba en hacerse insoportable a todo el mundo, que salía huyendo en cuanto se abría un piano, que con su sonrisa presuntuosa y burlona hacía venir a tierra toda conversación, ahora escuchaba con los ojos muy abiertos los temas familiares, y no sólo eso, sino que, de cuando en cuando, exclamaba muy interesado: «¡No es posible!». «¡Qué me dice usted!». «¿De verdad?», y se informaba de los progresos del niño en la escuela, de si Gertrudis había pasado ya el sarampión, y de la enfermedad de Mimí, y hasta solía rogar, por amor de Dios, que le cantaran «algo». En pocas palabras: se había vuelto agradable, como por encanto. Pero lo que más sensación causó fue su razonable opinión actual sobre el bendito sexo femenino. ¿Era éste el mismo Víctor de antes?, se preguntaban todos cuando le oían decir cosas como ésta: «Las mujeres poéticas no son en modo alguno las frívolas, sino las recatadas; pues la poesía de la mujer se llama abnegación, y las mujeres disolutas nos hablan de egoísmo». O como esta otra: «La mujer de moral más endiablada es superada en insensibilidad por la que tiene varios hombres». ¡Ah, esto me faltaba! ¡En otro tiempo aquello sonaba de distinta manera! Desgraciadamente, algunos comentarios deplorables deterioraban de cuando en cuando el edificio que sus piadosas estrofas erigían. Por ejemplo, después de haber cantado alabanzas a la mujer virtuosa en una loa digna de un coro a cinco voces con orquesta, solía añadir: «Pero, díganme, por favor, ¿qué se puede hacer en el mundo con una mujer virtuosa?». Y no era eso solamente; su conversión dio mucho que hablar todavía. De todos modos, era evidente la contrición de su voluntad y, razonablemente, no se podía pedir que llegara a la perfección de una vez. Y se llegó a abrigar la esperanza de que, con el tiempo, se le podría incluir en el coro como tenor.
¡Qué de cosas hubiera dicho Víctor en un tiempo tan señalado! La fiesta del aniversario de la fundación de la Idealia se aproximaba, y la expectación se apoderaba del ánimo. Al fin, llegó la semana grande, era increíble, pero allí estaba.
El día antes de la fiesta, accedió, por su incapacidad para ocuparse de nada y por la bondad del tiempo que hacía (once grados centígrados a la sombra), a celebrar una especie de vísperas, concertando con otros miembros de la Idealia (señoras en su mayoría) una excursión al campo, desgraciadamente sin la asistencia de la señora del director Wyss, atareada con los preparativos de la fiesta. Después de saborear unos apetitosos pasteles, aquella alegre tropa se solazó con juegos corporales al aire libre, principalmente con el de «las cuatro esquinas»: ¡A la una, a las dos y… a las tres!, y ¡zás!, se lanzaban de un árbol a otro; y el domesticado Víctor saltaba entre las idealianas como el lobo sobre los corderos en el Paraíso. Entre el numeroso gentío que la tarde soleada había congregado en aquel paraje, el Waldegg, estaba también la señora Steinbach, la cual contemplaba admirada el prodigioso acontecimiento, como si se tratara de una carnavalada. Víctor estaba no menos avergonzado, procurando ocultarse de sus miradas escrutadoras tras los árboles más corpulentos. Pero, después de todo, qué importa la vergüenza si uno se encuentra a gusto con la cosa por la que se avergüenza. Y así, poco a poco, se fue atreviendo a pasar despreocupadamente ante los ojos despabilados de la amiga, que no se hartaba de mirarle saltar por entre los primeros árboles del bosque.
El día de la fiesta, a las ocho de la noche, en la sala del Museo, se desarrolló el programa, muy ordenado y concienzudamente estudiado, con toda satisfacción. En primer lugar, el prólogo a cargo del lugarteniente y Víctor (Antigua y Nueva Cultura) en el que, como el pastor hizo observar bromeando, la vieja cultura se había revelado superior a la nueva; Víctor no había sido capaz en toda su vida de aprenderse de memoria diez versos. Luego, después de algunos cánticos, llegó el turno al famoso cuadro de Kurt. Pero ¡oh dolor! ¡Cuánta consternación! Un oso debía pasearse entre las ninfas y los viejos pescadores; entonces, en el último instante, el farmacéutico Röthelin envió la magnífica piel de oso que había de cubrirle, porque, sintiéndolo mucho, no podía actuar, por tener que ponerse en camino en seguida para ir a ver a su padre que había enfermado repentinamente. Turbación general; solamente Kurt, a quien debía afectar en primer lugar aquel contratiempo, se mantenía sorprendentemente tranquilo; se representaría el cuadro aun sin el oso, tranquilizó a su gente, bastante apurada por aquella contrariedad. Entonces, Víctor se acercó sonriendo:
—No creo que sea muy difícil, señor Neukomm, gruñir un poco. Así que puedo ayudar en algo… —y se metió en la piel de oso, en medio del aplauso de todos; gruñó bastante aceptablemente durante la representación; todo lo que le permitió su voz desmayada.
Como final hubo un número enigmático: cuando se descorrieron las cortinas, apareció en escena un boscaje con una crisálida de mariposa entre las hojas, brillante, hecha con papel de lentejuelas y del tamaño de un hombre. La señora del director Wyss, como presidenta de honor de la Idealia, cantó tres estrofas referidas a la metamorfosis; luego tocó con su varita la crisálida; la envoltura cayó y de entre ella surgió, en lugar de una mariposa, «la Niña Ideal» con dos antenas vacilantes en el cabello y adornada primorosamente con flores y guirnaldas. Esta Niña Ideal era una preciosa chiquilla, huérfana, que la señora del director Wyss y la señora del consejero Keller habían tomado bajo su protección y estaban educando a sus expensas. Por broma, en la Idealia la habían bautizado con el sobrenombre de la Niña Ideal, y ella procuraba hacer honor a aquella designación con excelentes notas en sus estudios. La Niña Ideal musitó, moviendo las antenas, unos versos de agradecimiento, hizo un par de graciosas genuflexiones y fue bajada después del escenario para ser besada a porfía por las damas y colmada de regalos por todas partes. Con esto concluyó la parte solemne de la fiesta; después se organizó un baile sin fin con la Niña Ideal como mascota, la cual, a despecho de su juventud primaveral en capullo, no miraba con malos ojos a Kurt. Pero también Víctor gozó del favor de las gentes en recompensa a su participación en el festejo y a su obsequiosa ayuda. Todas las parejas que pasaban delante de él (pues no se creyó capaz de bailar), se deshacían en elogios para con su oso y su Cultura, en distintos grados de admiración, pero, siempre, en el más amable tono. Sí, hasta los más chistosos se atrevieron descaradamente a arrojarle una frase a modo de lazo que ligara a la Cultura y al oso:
—Yo creo que el oso se habría adaptado mejor a la cultura antigua que a la moderna.
O esta otra:
—¿Ha querido usted espetarnos un oso con su nueva cultura?
Una oleada de sincera simpatía le rodeaba, haciéndole sonrojarse de aquella inmerecida gratitud de las gentes. Y, de pronto, de su confusión empezó a brotar la ternura y el agradecimiento, volando desde su corazón hacia el de las gentes que rechazaron estos sentimientos en un rebote cordial, anegando el pecho de Víctor con una dicha no sentida hasta ahora, la dicha de sentirse amado por la comunidad. Él, encarnación de lo estrafalario, había aprendido hoy a estimar la bendición de la sociedad a través del favor popular. ¡Búrlese todo lo que quiera, señora Steinbach, con sus ojos inteligentes! Ya no hay luminarias de la historia del mundo, de acuerdo; ya no hay más que gentes buenas y cariñosas, pero esto es lo importante.
Paz por dentro y por fuera. Reconciliado consigo mismo y con todos los demás, no sabía cómo había podido ser esto y cómo podría resistir aquélla armonía a mil voces. Y cuando a la mañana siguiente recibió una cartita —¿es posible?— ¡de ella!, la primera en su vida, el exceso de dicha le causó dolor. Es cierto que el billetito decía poco más que nada, al menos para su alma; le pedía el favor de que se pasara por el Museo a preguntar si habían encontrado su abanico. Pero eran unas líneas escritas por su mano que empezaban: «Muy estimado señor» y terminaban con un «Su Theuda Wyss». Aunque comprendía que eran simples formulismos, le exaltó y embriagó que le hubiera llamado muy estimado señor. Con la antefirma, en cambio, hizo una astuta disección, recortó con las tijeras de uñas las dos primeras palabras separándolas de la tercera. De esta forma ahora se despedía así: «Su Theuda». Es decir, mi Theuda; según esto, reconoce que es mía. Y guardó aquella declaración falsificada en el dije que pendía de la cadena de su reloj. «Ahora la tengo, por así decirlo, en mi poder», dijo alborozado su corazón.
El contento se le derramó por las venas, causándole tal turbulencia, que en poco estuvo de no hacer alguna locura, sin saber cuál. Por de pronto, se fue hacia el espejo y empezó a hacer gestos ante él, o se puso a imitar voces de los animales o dialectos humanos, lo que para él era el colmo de la alegría. En realidad, no sabía si todo aquello le hacía bien o mal, por ser tan irresistiblemente feliz.