Para saludar las primeras nieves —ya había entrado octubre— la Idealia organizó una excursión en trineos, y a la vuelta entraron en una hospedería del bosque. Después de haber tomado el té, Víctor, igual que los otros, fue en busca de su trineo. Cuando llegó frente al que le había traído con Pseuda y otros dos señores, el cochero, señalando con el látigo hacia adelante, dijo:
—Su señora se ha sentado en el trineo delantero.
El buen hombre había tomado a Víctor y a Pseuda por marido y mujer, engañado quizá porque siempre estaban discutiendo.
—Espere un momento —dijo Víctor apasionadamente, sacando el monedero y poniéndole una moneda de oro en la mano.
El cochero examinó la moneda a la luz del farol.
—¡Es una moneda de oro! —dijo admirado y casi reprochándoselo.
—Ya lo sé. Quédese con ella.
—¿Y por qué?
—Por ser usted la única persona razonable entre todas las de la ciudad.
Luego se acomodó en el trineo y no pronunció ni una palabra durante el regreso. Mas apenas llegaron a casa, llamó a su razón:
«Te he tenido un poco olvidada este tiempo, pero te ruego que no me lo tomes a mal y que me ayudes».
«Yo no tomo nada a mal —respondió la razón—. ¿En qué puedo servirte?».
«Esto y esto me ha sucedido. Me parece un poco sospechoso. Dime claramente lo que puede significar». Y le contó lo ocurrido con la moneda de oro.
«¿Quieres que te diga la verdad, sinceramente?».
«La verdad siempre. No quiero engañarme a mí mismo».
«Está bien; siéntate y escucha. Estáte atento por si me engaño. Empiezo: si diste al cochero una moneda de oro, lo hiciste para recompensarle por haber creído que Pseuda era tu mujer, ¿no es verdad?».
«Evidente».
«Y si le recompensaste fue porque te agradó su suposición».
«Quizá».
«Nada de quizá; exijo una respuesta categórica. ¿Sí o no?».
«¡Hombre!, por mi parte…».
«¿Sí o no?».
«Sí».
«Bien; prosigo. Si una simple equivocación de un tercero, extraño e indiferente, de un cochero, creyendo que Pseuda era tu mujer, valía para ti, pobre diablo, una moneda de oro, con eso diste a entender que serías inmensamente feliz si Pseuda fuera tu mujer en realidad. —Y como Víctor se pusiera en pie, lanzando un grito de indignación, protestando contra esta suposición, la razón observó tranquilamente—: Si sólo eres capaz de escuchar lo que quieres que te digan, cómprate un lacayo, yo me voy. Adiós».
«No; por favor, quédate. No lo hice con mala intención. ¿De modo que crees posible que…? ¡Qué absurdo! No se puede amar a quien se estima en poco».
«¡Oh; no! Es muy corriente. Tener que amar a quien se estima en poco es cosa muy frecuente en el amor humano. Por otra parte, no es cierto que la estimes en poco; tú bien quisieras hacerlo, pero no puedes. Ni podrás; porque la admiras en secreto, y tienes que admirarla, porque no estás ciego ni eres lo bastante injusto para no haber notado sus cualidades tan dignas de admiración. ¿No digo bien? ¿Puedes señalar alguna falta en mi razonamiento?».
Esto era demasiado para Víctor. Era como aquel que estando sano descubre una heridita singular en el labio inferior y le asalta un diabólico pensamiento: «¿No será un cáncer? ¿Y si lo fuera?». Y va a casa del médico sin temor a que se ría de él, y el doctor pone cara seria: «Bueno; menos mal que lo hemos cogido a tiempo; es una operación de poca importancia».
Melancólico, intentó desesperadamente paliar el diagnóstico:
«Pero eso no se presenta así de pronto, tienen que haberse dado otros síntomas».
«Y se dieron —replicó la razón—. Por ejemplo, aquella noche en casa del doctor, cuando te deslizaste como un ladrón en el comedor para terminar de comer una mandarina que ella había mordido».
«¡Niñerías!».
«De acuerdo. Sólo que el cometer niñerías por su causa, es para mí un síntoma. Y otra vez en casa del director, cuando te detuviste, silencioso, delante del dormitorio de Pseuda, que tenía la puerta entreabierta, ¿te acuerdas?, y la criada te preguntó: “¿Se pone usted malo? ¿Por qué suspira así? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?”».
«Ya; pero ¿suspiré realmente? Yo no me di cuenta».
«Y te creo de buena gana; el suspirar es una cosa inconsciente las más de las veces; pero me parece bastante difícil que la criada mintiera. Y en otra ocasión en que llamaste Pseuda al deshollinador, quien te contestó: “Debe ser una equivocación, y no me llamo Pseuda, sino Augusto Hurlimann”».
«Eso no prueba más que soy un distraído».
«Eso demuestra que no eres capaz de pensar en ninguna otra cosa que en Pseuda. ¿Por qué llevas siempre contigo el pañuelito que le robaste, ayudándole luego como un hipócrita a buscarlo? Apuesto a que lo tienes en este instante sobre el corazón; ¿enrojeces, eh? Y la historia del dolor de muelas. Y después de todo, ¿por qué te encuentras en un estado tan lastimero? ¿Dónde ha ido a parar tu jovialidad? ¿Por qué pones esa cara de pez en el anzuelo al que se arroja a la orilla seca? ¿Por qué riñes con todos y alborotas a todo el mundo, como un anciano reumático? Esto hace suponer que te falta algo. Y lo que te falta, se puede nombrar con una sola palabra: Pseuda. Ésa es la verdad que tanto anhelabas».
Después de esta conversación, Víctor permaneció horas y horas sentado, aturdido, anonadado por el descubrimiento aterrador. De pronto se animó. «El caballero orgulloso debe venir», ordenó para sus adentros.
Apareció sonando las armas, con un león tras de sí. «Aquí estoy; ¿qué es lo que ordenas?».
«¡Peligro!, hay un desertor entre nosotros; un miserable que, traicionando el santo servicio de Imago, coquetea con una indigna, con una vulgar hembra humana. Vigila atentamente y al primero que atrapes cortejando a una tal Pseuda, alias Señora del director Wyss, tráemele».
«Comprendido —gritó el soberbio caballero y se alejó con paso firme, seguido del león. Poco después volvió éste con un pobre conejo en la boca—. “Éste es el reto” —rezongó arrojando el conejo al suelo; luego dio media vuelta y salió».
«Ahora lo comprendo —exclamó enojado Víctor—, naturalmente, otra vez el corazón, el necio conejo que me trae toda desgracia. —Y levantando el conejo cogido de una oreja, le echó una filípica—. ¿No ves, simple, criatura sin seso, que te estás preparando tú mismo un infierno? Escucha y aprende los cinco artículos del amor loco; son tan sencillos que una lombriz los comprendería en seguida.
»Artículo primero: Ninguna mujer en el mundo soporta ser amada primero, sino que ha de ser ella la que primero te ame, anhelando tu reciprocidad en el amar, como una gracia especial. “No puedo comprenderlo, no puedo creerlo”, y así en este tono. De lo contrario te atormentará y son ellas las que quieren ser atormentadas, y si no las atormentas, te atormentan a ti. No necesita ser mala, le basta con ser como es, por ley natural. ¿Sabes lo que es una ley natural? Algo que no se puede variar ni con cuernos ni con garras. ¿Has comprendido? ¡Contesta!».
«¡Cuic!», chilló el conejo.
«Ya, ¡cuic!, podías haberlo hecho así; hubiera sido más prudente.
»Artículo segundo: El corazón de una mujer casada quiere ser conquistado de arriba abajo por el adulterio. Pero yo no quiero esto y tú, tampoco. Así que ¿qué podemos hacer? ¡Contesta!».
«¡Cuic!».
«Artículo tercero: Si tuviste ocasión de casarte con una mujer y no la aprovechaste, fuera por el motivo que fuera, aunque viniera del séptimo cielo, te despreciará toda la vida.
»Cuarto: En el corazón de una esposa contenta y de una madre feliz no puedes despertar amor, como no puedes despertar hambre en un estómago satisfecho. ¡Di, cuic!».
«¡Cuic!».
«Quinto: Cuando una dama no puede sufrirte…».
«¡Cuic!».
«¡Espera a decir cuic hasta que yo haya terminado de pronunciar la frase!».
El conejo se le había escapado de las manos y cayó al suelo dando gritos angustiosos. «Eh, tú, ándate con mucho cuidado, pues si vuelves a jugarme la menor trastada…».
«Ya te lo he dicho —sonrió complacido—, el conejo no volverá a decir ni pío».
Y para estar completamente seguro, hizo más de lo que debía, se dio una vuelta por el Arca de Noé de su alma, recorriéndola toda desde la cubierta superior hasta las bodegas del subconsciente, repartiendo sabiduría y consejos a derecha e izquierda. Encontró a los pobres animalitos junto a la conciencia y empezó a referirles los triunfos y honras venideras, en contraste con el lamentable papel que habrían de hacer como amantes desgraciados de una señora del director Wyss. Quería atraerse a aquellos animalillos con dulzura, recordándoles las antiguas venturas del amor y poniéndoles ante los ojos otras más preciadas para el futuro, con sólo que se estuvieran quietos un momentito; en fin, como buen final, dejó al león bajar escaleras abajo rugiendo. «¿Estáis todos convencidos?».
«Estamos convencidos».
«Bueno; portaos bien y respetaos unos a otros».
Esta revista le deparó la calma. Pero era una calma tensa y violenta, con una angustia flotando sobre el equilibrio tan penosamente conseguido. Como un gigante que sostiene una bóveda con sus espaldas convulsas, pero el esfuerzo es tan grande que vacila y casi desea que todo se derrumbe sobre él, para que cese al fin tanta penalidad.
Después de pasadas las primeras veinticuatro horas, a causa del cambio del día a la noche, del cansancio al reposo, se acostumbró un poco a ello; aquella tensión dolorosa se relajó, la pena se hizo más soportable, la conciencia aletargada se volvió más insensible al peligro; sólo un hondo malestar presagiaba negras desdichas; algo así como cuando uno se pregunta: ¿He cogido el tifus o es sólo una aprensión?
Los tres días siguientes no trajeron nada alarmante. Por el contrario, había estado discutiendo, con toda objetividad y sosiego como si no le fuera nada en ella, con el lugarteniente, quien le encontró en la calle y le arrastró a la cervecería, sobre la diferencia entre el amor de otros tiempos y el actual, y sobre los motivos de esta diferencia. No; el que puede hacer esto no está enfermo de amor. Y sonriendo, recordó la frase que se le escapó al lugarteniente en el acaloramiento de la discusión. «Realmente, he de concederle que, con la posesión, por ejemplo, en el matrimonio, el amor noble y verdadero tiene un fin en sentido poético». ¡Ay!, ¡ay! ¡Lugarteniente! ¡Más pareces un pachá poco contentadizo en la comida y harto de estar sentado en el sofá! Ciertamente que, después de reflexionar, había intentado angustiosamente recoger la imprudente frase. «Es decir, bien entendido —corrigióse—, me refiero al amor innoble, pues, el verdadero, por el contrario, en sentido poético, subsiste en el matrimonio; el noble, el verdadero empieza propiamente con el matrimonio». ¡Ya le tenía completamente sin cuidado cómo, qué o cuándo, amaba o dejaba de amar el lugarteniente! Decididamente la razón le había asustado sin motivo y sin causa. Era una lástima haber prometido al lugarteniente en esta ocasión ir a cenar a su casa el viernes. Con qué facilidad se aceptan los convites en los momentos de apuro: invitado para tres cuartos de hora y forzado para los últimos quince minutos.
Pero en la noche del jueves al viernes, sin que hubiera ocurrido nada de particular —había trabajado todo el día y había salido un poco después de cenar— le traicionó un sueño.
Soñó que Pseuda estaba en su cuarto, en el de él, dando vueltas en derredor, con una media puesta y la otra pierna desnuda. «¿Dónde está mi media? —gritaba enojada—, ¡ayúdame a buscarla, perezoso! ¡Bah! ¡Quítate de ahí! ¡Sois tal para cual!». Se arrodilló en el suelo, sacó la media de bajo la cama y la tiró al alto. Entonces empezaron a girar ambas medias vertiginosamente en el aire como las aspas de un molino. Luego siguióse un momento de confusión. De pronto la vio junto a su cama con una camisa corta de niña. «¡Hazme sitio, comodón!», ordenó ella, le empujó contra la pared y se tendió junto a él. Asombrado, con los ojos muy abiertos, preguntó: «¿Entonces, es que no estás ya casada con el lugarteniente?». «¿Con el lugarteniente, yo? ¿Cómo se te ocurre cosa semejante? ¡Qué cosa más desagradable sería para mí tenerme que acostar con él! ¡Ah, puf!». Suspiró Víctor desde lo hondo del pecho, como un condenado al que indultan cuando ya subía al cadalso. «¿Es posible que seas realmente mi mujer y no la del lugarteniente? ¡Dios mío, casi no me atrevo a creerlo! ¿Y si sólo fuera un sueño?». «¿Qué te pasa hoy? —gritó enfadada—: Si todo fuera un sueño, no estaría nuestro niño dormido en esa cuna, sino en la del lugarteniente. ¿No está claro?». «¡Oh, Pseuda, Pseuda, si supieras qué desgraciado era cuando soñé que eras la esposa del lugarteniente!». «¿Cómo soñaremos cosas tan simples —rezongó ella—, y tan indecentes? ¡Uf, qué asco! ¿No te avergüenzas?». Y le golpeó con las piernas y le dio una manotada en la boca.
Cuando despertó y palpó con los dedos la colcha, comprendió que todo era al revés: él estaba solo en la cama y Pseuda en la del lugarteniente; y lleno de tristeza, presintió que aquel sueño no se había producido por casualidad, sino por obra del anhelo de su alma que lo había creado. No había que seguirse engañando: estaba enfermo de amor, estaba enteramente enfermo hasta en las fibras más íntimas. ¿Y a quién amaba? —¡Oh, vergüenza de la humillación!— a una mujer a la que miraba desde abajo, a una extraña que le era indiferente, llamémosla X, a una mujer que le odiaba. Él, el prometido de la sublime Imago. Ya no podría tener ninguna alegría en sí mismo; le hubiera gustado no poder seguir viviendo. Aturdido, volvió la cabeza contra la pared e intentó olvidarse de su conciencia y de su sentimiento. Y cuando un pensamiento le asaltaba, la afrenta le oprimía de nuevo, como si tuviera encima una nube cargada de piedras de sillería. En definitiva, tenía que vivir, y como la impaciencia de su cuerpo le anunciaba salud, no le quedaba otro remedio que levantarse de la cama y ponerse sobre las piernas. Sea; lo mismo le daba avergonzarse de pie que tendido.
Todo el día estuvo sentado, desanimado y abúlico, con el espíritu embotado, considerando su humillación. De repente, contra la noche, le asaltó un recuerdo repugnante: ¡hoy es viernes; había prometido al lugarteniente ir a cenar con ellos aquella noche! ¡Ahora, en aquel estado! ¡Allí! ¡A casa de ella! ¡Odioso pensamiento! Su promesa no dejaba de hostigarle con el hocico, como el perro del carnicero a la ternera; era inútil resistirse y, al fin, se encaminó hacia la casa del director.
¡Fue una noche desesperante, abandonada por todos los buenos espíritus! No le esperaban, lo adivinó nada más al entrar; simplemente, estorbaba.
A él, en cambio, con su humor sepulcral, le hubiera gustado más estar en cualquier otro sitio que aquí. Los otros también lo habían notado por su parte y hacían poco por ayudarlo a serenarse. Además les iba a amargar la sesión de música; ciertamente que muy en contra de su voluntad, pero no se encontraba con fuerzas para soportar una cosa que tanto le desagradaba.
Al ver a Pseuda mirar fijamente ante sí, desconsolada, añorando su sarao musical fracasado, tan desconsolada que hasta se olvidó de culparle a él de ello, sintió compasión de su aspecto; sintió profunda compasión. «Ya sabes, pobre Pseuda —dijo para sus adentros—, que yo quisiera evitarte este disgusto, pero hoy habrás de perdonarme, pues estoy realmente muy triste».
Se despidió pronto, descontento y decepcionado.
Víctor había olvidado su paraguas y volvió a buscarlo.
—Espere usted un momento —dijo la criada después de haberle dado el paraguas—, el gas ya está apagado; en seguida vuelvo con una luz.
—No es necesario —dijo impidiéndola ir y se plantó en un momento en la puerta de la calle. Allí oyó la voz de Pseuda que le advertía desde arriba:
—Tenga cuidado; hay tres escalones delante de la puerta.
Aquella advertencia fue para él como una ventanita que se abriera en el cielo y como un rayo de sol que penetrara en su corazón, acompañado de mil ángeles risueños que saltaran a derecha e izquierda. ¿Era posible que tuviera estas atenciones con él, al que odiaba con toda razón, con él que no cesaba de importunarla, enojarla, perseguirla, con él que acababa de estropearle la reunión musical, advirtiéndole para que no tropezara y se causara mal alguno? ¡Oh, qué nobleza de alma! ¡Oh, grandeza del corazón! ¡Y tú, ciego, tímido, necio, que has querido despreciar a tan excelsa mujer! ¿Quién es más despreciable de los dos, tú o ella? Tú, miserable, pues eres malo mientras ella es buena. «Tenga cuidado». ¿Has oído? Eso te ha dicho, a ti, con su dulce voz. Aquella frase sonó en su corazón como un salmo de arpa, como un coro de campanas; ebrio de admiración se fue de allí, febril, con paso vacilante.
Ante la puerta se volvió secretamente hacia la casa de Pseuda y extendiendo el brazo, gritó su nombre: «Imago. De ahora en adelante no serás más que Imago, pues tu excelsitud está ennoblecida con el pathos de lo corporal. Theuda e Imago unidas en una sola persona». Luego, entrando violentamente en su cuarto, reunió a todos los pobladores de su alma: «¡Hijos míos! Una buena noticia. Podéis amarla; podéis amarla sin condiciones ni reservas, sin medida y sin limitaciones, cuanto más fuerte, cuanto más íntimamente, tanto mejor, pues es noble y es buena».
Un sonoro grito de júbilo brotó de la multitud para dar gracias por aquella merced. Toda el Arca de Noé bailaba a su alrededor. Y continuamente un nuevo tropel de seres, cuya existencia nunca había sospechado, surgía del fondo, dando gritos jubilosos, sosteniendo hachones en las manos y con coronas en la cabeza. Sonreía contemplando la fiesta, contento también de aquella licencia que les había dado, como un rey que, tras muchos años de resistencia enérgica concede, al fin, una constitución y se ve abrumado por el insospechado agradecimiento del pueblo. Entonces se vio atravesar la multitud una embajada, presidida por el caballero orgulloso, vestido de blanco, llevando al león sujeto por el cuello: «Permitidme, Majestad, que os exprese el agradecimiento de todos los caballeros por esta graciosa concesión, tan necesaria y tan esperada».
«¡Escucha! ¿Por qué no me lo has dicho antes?».
«¿Cómo podía yo atreverme a replicar sus severos mandatos?».
¿Así que la orgullosa nobleza tampoco tenía nada que objetar contra su amor? Ahora estaba completamente seguro y firme, y su ánimo se sintió más libre y más alegre. ¡Oh saludable redención: poder amar a quien se debe amar!