VÍCTOR EN DESAFÍO CON PSEUDA

«Ya no puedo mojarme más de lo que estoy», había dicho, pero estaba en un error. El chaparrón mayor vino luego. Fue un día en que la señora del director Wyss desbarraba contra la galantería, en su presencia (la galantería era otro pájaro de mal agüero para la Idealia).

—¡Hum!, ¡hum! —sonrió Víctor—, no diría usted eso si los hombres dejaran de mostrarse galantes con usted.

Y como ella rechazara altivamente la frase, afirmando que ni pedía ni deseaba su galantería y que prefería que se la ahorrara tal suplicio, su espíritu de verdad se irritó, diciendo dar una lección a aquella señora. A este fin, se colocó junto a ella en el momento de la despedida, con los brazos cruzados a la espalda y la dejó que cogiera de la percha el abrigo y se lo pusiera sola. Las mangas eran demasiado estrechas, lo que la obligó a realizar unos cuantos movimientos penosos y ridículos. Divertido, sus ojos la miraron burlones:

«¿Te das cuenta, jovencita, de lo útil que es la galantería?», mas ved que, aunque parezca imposible, no se dio cuenta de nada; además no comprendía aquella manera de enseñar, por no haberla sucedido nunca una cosa semejante. En cambio, comprendía muy bien su intención al no haberse apresurado a ayudarla a ponerse el abrigo de pieles, siendo tan de su agrado hacerlo y estando en funciones de «maestro de ceremonias». En consecuencia, ella debía interpretar su descuido como una malintencionada ofensa. ¡Qué mirada le arrojó al pasar! Aquéllos no eran ojos; eran una blanca gelatina con un borrón de tinta en medio. ¿Qué hacer? ¿Explicárselo todo? Sería inútil; no le creería. ¿Disculparse? Un ser femenino no acepta nunca una disculpa. «Dejémoslo a un lado; no es ésta la primera injusticia que sufres. ¡Y, quién sabe, quizá, si ésta no sea tan mala como parece!».

Sin embargo, era peor de lo que parecía. De allí en adelante, siempre y dondequiera que le veía, lanzaba una exclamación de aborrecimiento, algo semejante al bufido de una joven pantera: «¡Rha! ¡Cha!», y le volvía la espalda con mucho garbo.

La primera y segunda vez lo tomó con calma y hasta le pareció bastante licencioso recrear su mirada en la impulsiva agilidad de sus caderas. Pero a la tercera vez, se le hincharon las narices: «¡Eh, tú, caramona con calzones de Thusnelda! —exclamó algo dentro de él—. ¡Si yo quisiera!, ¡si no fuera por el respeto que te tengo!, ¿qué apostamos a que te hago cambiar tu infantil “¡Rha! ¡Cha!”, por un “gugurr” languideciente y arrullador? Ya te veo diciendo: “Ahora me despreciará usted (suspiros). ¿Cómo podré presentarme en adelante a mi marido y a mi hijo?, (lágrimas); pero será siempre mío (abrazo)”, etcétera, y proseguirá el resto de la escena. Mas ¡alto! ¡Manos a la obra! Se lo merece por su necio comportamiento. Adulterio de amor; ha de ser un adulterio sano, sincero, amor por amor o placer por placer; pero no, sorprender a una mujer pérfidamente, con artificio y cálculo, para destruir una familia inocente, por satisfacer la humana vanidad, eso lo puede hacer cualquiera, no hay duda, pero yo no lo hago. Primero porque no soy capaz de hacerlo; en segundo lugar, porque necesito un alma limpia para cumplir mi misión en esta vida. ¡Y menos aún siendo tu esposo amigo mío! ¡Por lo tanto, no, no y otra vez no! ¡Marcha de aquí y da gracias al cielo, bebé! Si me quieres odiar, hazlo, ¡qué importa! Quiero enseñarte a odiarme hasta que el rencor te haga subir por las paredes. Yo, en tanto, me comeré tranquilamente un rábano. Cuanto más profundamente me odies, tanto más íntimamente me regocijaré yo. ¿No lo crees? ¡Pronto podré demostrártelo!».

Y empezó a irritarla y enojarla a más no poder —dentro, ciertamente, de los límites permitidos, pero casi en el mismo límite—, a cuyo fin se pegaba a ella sin miramiento, implacablemente. Según el humor que tuviera, la obsequiaba con burlas o con bromas, unas veces con rodeos y otras, directamente.

Si su talante ostentaba el signo burlesco, lanzaba frases horribles que subvertían los sentimientos más sagrados de ella. ¿No se había dado cuenta de que entre las mujeres se manifiesta a menudo una asombrosa rudeza? ¿No había observado ella también que nadie presenta una falta tan grande de alma y corazón como los que se perecen por la música? Otras veces, elogiaba el instinto que el corazón femenino tiene para acertar con toda seguridad, con genial infalibilidad, en la elección del más burro de sus cien pretendientes, para enamorarse de él. Otras, recomendaba el adulterio como un medio de educación para que el marido se portara más amablemente con su mujer. O se lamentaba de su destino, digno de lástima, que le tenía en este miserable nido «condenado a la Moral». ¿Y por qué les llamaban libertinos a él y a sus semejantes? Antes bien, deberían llamarlos estetas, pues les atraía la belleza del cuerpo de la mujer. Después de todo, era un falaz fariseísmo lanzar aquellas diatribas contra la galantería: «Si encuentro poco apetitosa a una mujer y se lo digo, es natural que se ofenda; pero si el deseo me lleva tras ella, no hago más que rendirla homenaje, eso está claro». ¿No es verdad que esto te gusta tanto como tragarte un sapo? Pues sigamos: «Lo que nunca he podido comprender es que un pirata se ande con cumplidos con la mujer que raptó. Ella no puede mirarle ya más que con cara feroche; él debe contentarse con mirarle las piernas; el rostro, en estos casos, es cosa secundaria». ¿Desea usted algo más en este estilo? ¿No? Pues entonces, prosigo: «Todo hombre codicia, en todo instante, a toda mujer hermosa, y si alguno me contradice o no es hombre o miente».

Ella no quería hacerle el honor de discutir con él; su mirada, solamente, le decía: «En caso de que usted, señor mío, tuviera la desgracia de verse bajo las ruedas del tren, le digo sinceramente que me impresionaría, en verdad, pero no lo lamentaría en modo alguno».

A lo que su descarada mirada respondía burlona: «Graciosa señora mía, en caso de que usted se dignara decidirse a reventar, dígamelo de antemano para poderme adjudicar un trozo escogido».

Si estaba de mejor humor, se contentaba con herir sus convicciones y prejuicios, apuntando a su patriotismo de color de rosa de los Alpes, a su bucólica exaltación del pueblo y a otras cosas semejantes.

Gustaba ella de cantar durante sus paseos la canción popular. «Por la mañana temprano, ordeñamos la vaca». «¿Sabe usted ordeñar, también, señora?», preguntaba todo asombrado. Y cuando iniciaba otra canción: «A todos llamo sencillamente de tú», aplaudía él rabiosamente. «Hace tiempo que es mi mayor deseo, tutearnos». Después de su hermano, tenía gran predilección por un primo suyo de largas piernas, llamado Ludwig, el cual se pasaba el año entero escalando cumbres sin descanso. ¿Por qué las gentes sencillas también tendrían aquel concepto terrible de los Alpes? «Ellos no los han hecho; pero si hubieran podido hacerlos, posiblemente les hubieran salido un poco más planos». Además, si no existieran los Alpes, las gentes repararían más en la Naturaleza; el dedo meñique de una mujer hermosa sería ante Dios mucho más valioso que la entrada de un ventisquero, y él confesaba abiertamente que había más alma, más espíritu, por descubrir en un sombrero de copa puesto sobre una silla, impecable, que en una salida de sol; «pues una salida de sol puede comprenderla hasta un mamut, y un sombrero de copa sólo es comprendido por un hombre culto, de fino paladar». Otras veces daba consejos que ella no había pedido. Si se lamentaba de las vandálicas destrucciones que la patria había sufrido en la antigüedad, él aconsejaba: «¡Emplazar los cañones y derribar a cañonazos todas las estantiguas de madera!». Si se quejaba de la lenta desaparición de los dialectos y de los trajes típicos, él sugería que se vistiera a los criminales con el traje popular, como castigo, y circunscribir el uso del dialecto a las familias taradas hereditariamente.

En semejante estado de ánimo, su diversión favorita era volver a poner nombre a las cosas. A la ciudad natal, la orgullosa ciudad de sus mayores, la llamaba Muhheim[1]; a la política local, conmoción periódica por elegir a Franz o a Fritz. En vez de rudeza decía patriotismo, en lugar de grosería decía germanismo, y a la falta de tacto llamaba faltas dialectales del alma.

A veces la enojaba dando amplios rodeos con gesto inocente e hipócrita. Por ejemplo, por medio de anécdotas y sucesos memorables, que traía a cuento con la mejor intención.

—¿Conoce usted, señora directora —solía empezar a decir—, la anécdota de la condesa Stepansky, Beethoven y el maestro de capilla Pfuschini?

—No quiero conocerla —refunfuñaba ella, temiendo una malicia.

—Pues hace usted mal, muy mal, por ser instructiva y deleitosa. La condesa Stepansky había sentado a su mesa a Beethoven y a Pfuschini y, cuando le preguntaron que quién de los dos le parecía más importante, si Beethoven o Pfuschini, puso cara seria y preocupada: «No se puede comparar; son diferentes en su arte; se completan uno a otro». ¡Como la música y las mujeres! ¿Quiere que hagamos un experimento, señora? Lleve a educar al Conservatorio a la muchacha más dispuesta para la música, manténgala apartada de todo incentivo masculino y obsérvela diez años después: ha cerrado el piano y se ha hecho con un gato. El piano no lo toca porque no tiene tiempo y se entretiene con el gato porque no sabe qué hacer muchos ratos.

Y otra vez que volvió ella a afirmar la superioridad de la mujer sobre el hombre, dijo él:

—Yo consentiría gustosamente en lo que usted dice, si las mujeres mismas, en momentos en que nadie las observa, no reconocieran que el hombre está por encima de ellas.

—¿…?

—Sí, por cierto. Pues una madre que ha tenido ya seis hijas, si el séptimo es un niño, cacarea, victoriosa, levantándolo sobre su cabeza, como si hubiera parido al Mesías. Y todas las mujeres del contorno vienen presurosas a servir obsequiosamente a la venturosa madre. ¡El nene, el bebé, el nenito!, como si un niño fuera una maravilla del mundo. Aquel mesías será después diputado del cantón, si tiene suerte.

Con todas estas cosas logró, sin pena, efectivamente, lo que esperaba, es decir, su aborrecimiento más profundo, el odio más íntimo de su corazón. Ya no decía «¡Rha! ¡Cha!», cuando le veía, sino «¡Ah! ¡Uah!», como ante un escuerzo grasiento. Esto le regocijó como si hubiera alcanzado una gran victoria sobre ella. «¿No ves —decía riendo para sus adentros—, la indiferencia en que me deja tu opinión?». Y, divertido, exclamó: «Quisiste librarla de las ranas y te has convertido en una de ellas».

«Víctor, empiezo a creer que eres un loco».

«Un motivo más para obrar locamente», dijo riendo.

Una tarde, cuando se disponía a volver una esquina, oyó tras sí una voz que le gritaba: «¡Lama!». Y cuando se volvía colérico hacia el que le hablaba, la voz prosiguió diciendo: «No necesitas volverte; soy yo, tu razón, quien te ha llamado Lama».

«¿Y con qué derecho me llamas eso?».

«Porque trabajas con satánico poder en cosa distinta de lo que te propones».

«Yo no me propongo nada».

«Sí; te has propuesto algo que te voy a decir. Tienes en secreto, sin confesártelo a ti mismo, el plan de enojar de manera confusa a la inexperta damita, para que pierda la dirección y venga a colgarse un día de tu cuello, con el sonoro rencor de una abeja, como un tábano zarandeado por la tormenta».

«Y, suponiendo que así sea, ¿no está bien pensado? El odio femenino se ha trocado muchas veces en amor».

«Eso son novelerías —respondió la razón—, puedes hacer, sin embargo, lo que quieras, yo no soy tu niñera».

Víctor quedó perplejo, embargado por la duda. Regresó a su casa, confuso e inseguro. Y como se detuviera a examinar su situación, con espíritu circunspecto, quedó horrorizado y atacado de vértigos: había equivocado el camino, se movía en una falsa dirección. No se podía dudar que su razón tenía razón; el odio de Pseuda no era de esos que se cambian en amor. Un triste descubrimiento. No debía pasar más adelante, pues después de haber perdido la esperanza en aquella brusca mutación, ya no tenía sentido aumentar el odio de Pseuda, con lo que aumentaba la separación entre él y ella. Sí, pero ¿qué hacer entonces? ¿Volver a empezar de nuevo? ¿Aplacar primeramente su odio; vencer después, penosamente, su aborrecimiento; borrar luego su antipatía y, por último, conquistar su favor, pacientemente, paso a paso, peldaño a peldaño? «¡Vaya una ocurrencia! Para eso tendría que renunciar a mi propia dignidad. Además, ya no tengo tiempo para eso, pues, si Dios quiere, no estaré ya mucho tiempo aquí». Sí; pero ¿qué hacer? Por más que aguzaba el ingenio no encontraba nada satisfactorio. De pronto dio una patada en el suelo:

«¿Quién me manda a mí preocuparme de ella? Si se ha convertido o no, si está metida en un pantano o en un aguazal, siendo por su gusto, ¿qué me importa a mí? Yo no soy su confesor ni su director espiritual. ¿O es que cree que doy lecciones particulares de psicología? Se puede considerar muy honrada con que yo la enoje. Si quiere que vuelva a preocuparme de ella, habrá de suplicármelo encarecidamente. Mientras tanto, ¡hala!, ¡marcha!, ¡no te conozco! ¿Qué es eso de señora del director Wyss? ¿Vive en el agua o anida en los árboles? ¿Picotea los granos o devora insectos? Señora mía, ¿ha visto saltar alguna vez una pulga de la uña? Así exactamente ha saltado usted de mi recuerdo. ¡Un-dos-tres! ¡Ya está! Nada más. Pseuda, ya no existes».

Terminó de hablarse, giró sobre sus talones y chascó los dedos. ¡Oh, qué a gusto se encontraba desde el momento en que había olvidado a aquella criatura dañina! ¡Una muela podrida que le habían sacado! ¿Cómo empezar a gozar de la libertad recién adquirida? Mil deliciosas posibilidades se le ofrecían.

«¿Qué tal si me enamorara de alguien, por variar?». ¡Era una buena idea! Hacía mucho tiempo que no probaba aquel jarabe y esto es antinatural. A ser posible, le gustaría que fuera una muchacha humilde, sin instrucción, para que, cuando la otra se enterara (que en este nido de chismorreos se enteraría pronto), la enfadara y humillara saberlo. De una camarera, por ejemplo. Para lograr enamorarla, se entregó, no sin repugnancia, al alcohol y a sus delicias, en la taberna más cercana. La moza que le sirvió se llamaba Pamela; la convidó a sentarse con él y la endulzó con la miel de sus palabras, mientras, como era obligado, fue haciendo el elogio de todas las partes de su rostro. Pamela le escuchaba, sonriendo, satisfecha, esponjándose agradablemente como un caracol bajo la tibia lluvia de mayo. Mas, de pronto, bufando y silbando, se fue a ocultar tras la caja registradora, gruñendo como un gato al que pisan en el rabo:

—¡Estúpido, vejestorio, mal educado! —exclamó por toda despedida.

Acababa de elogiar sus dientes de perlas y ¡no tenía ningún hueso en la boca! Él no lo sabía, ni había tenido ocasión de observarlo.

Tres días después se encontró en la calle con la señora del director Wyss, la cual se vino hacia él radiante de alegría y toda amistosa:

—¡Eh! ¿Qué cambio tan repentino es éste? ¿Qué significa eso? ¿Podemos felicitarle? —dijo simulando interés—. ¿Para cuándo es la boda con Pamela?

«¡Ah, qué astuta eres!». —Con esto no había contado.

No, con el amor no iba bien. Como había sospechado a su llegada, en aquella tierra caliza no se daba bien el amor. Intentemos la amistad. Un tal Andreas Wixel, archivero, se le había hecho simpático, porque no podía resistir a la señora del director Wyss; ella solía llamarle «Andreas, el de las anteojeras». De pronto sintió una apasionada ternura por este Andreas, sin poderse explicar los motivos, apresurándose a ir a verle y a ofrecerle su amistad, muy emocionado de su cegatoso aspecto. Wixel, por su parte, también estaba conmovido por la repentina amistad de Víctor, y para celebrar aquel pacto convinieron ambos en hacer una escapada a Guggisweid, el próximo domingo por la tarde. Desde allí estuvieron contemplando un buen rato la ciudad, rodeados de miembros de una sociedad gimnástica que jugaban a los bolos y envueltos por una llorona música de viento. Víctor permanecía completamente mudo, mirando fijamente hacia la calle de la Catedral, mientras Wixel se enzarzaba en un monólogo, queriendo determinar la diferencia existente entre Goethe y Schiller, con tanta pesadez que incitaba al asesinato. Aquel Wixel era, en realidad, muy digno de llevar anteojeras, pensara lo que pensara Pseuda.

Tampoco tenía éxito con la amistad de los hombres. Había que buscar otra cosa. ¿Teatro? ¡Puff! ¿Qué teatro podía haber en esta ciudad? Además no le gustaba el teatro. ¿Un concierto, quizá? Bien; intentaría un concierto. Pero ¡oh dolor!, le dieron la fila segunda y, de pronto, todos los instrumentos empezaron a sonar falsamente. Las visitas le disgustaban también, pues en todas partes le preguntaban por una tal señora del director Wyss. «¿No sabe usted nada de la señora del director?». «¿Cuándo la ha visto por última vez?», y otras cosas parecidas. Entonces empezó a rebuscar en el desván de su recuerdo: «¿Señora del director Wyss? ¿Dónde he oído yo ese nombre antes?». Hasta en la calle le paraban para informarle del estado de una señora del director Wyss, que ya no existía. No; él sabía muy bien que hay mujeres cargantes, pero nunca había sospechado que pudieran ser tan pegajosas, tan enredadoras como la llamada señora del director Wyss. ¡Oh, qué ciudades provincianas! En ellas se tropieza constantemente con los mismos seres, o al menos con sus nombres. ¿Dónde meterse para librarse de la esposa del director, tan infausta como inevitable? Tendría que huir lejos, muy lejos, tierra adentro, donde las cabras no supieran nada de ella.

Entonces, ¿por qué no hacerlo? ¿Para qué estaba allí el ferrocarril? Recordó haberla oído decir una vez: «Es curioso; pero nunca estuve en Lengendorf». Este Lengendorf estaba libre de recuerdos, limpio de Pseuda. Y tomó el tren para Lengendorf. Cuando llegó allí se permitió representar una pequeña y astuta comedia, para gozarse en la certidumbre de su ausencia: Apenas bajó del tren, se fue al jefe de estación y le rogó con toda cortesía que le diera una información. Se trataba simplemente de que había venido a Lengendorf para visitar a una señora que era esposa del director Wyss, y quería saber si sería tan amable de ponerle en camino de su casa. El jefe de estación quedó pensativo, movió la cabeza de un lado para otro y llamó al taquillero en su ayuda; éste requirió al portero; el portero, al criado de «La fonda de los ciervos» y éste al cochero de la de «La cigüeña». Ninguno conocía a la señora del director Wyss. El barrendero municipal, que había permanecido apartado del grupo, se acercó y terció en la conversación:

—En Lengendorf —terminaron por decir, unánimes y condolidos—, no vive ninguna señora del director Wyss. —Y se quedaron mirando a Víctor compasivamente. Éste, en cambio, rebosaba de alegría en el corazón: «¿Ves, ambiciosa e impertinente criatura, cómo tu existencia es desconocida por una vez entre los hombres? ¡Y tú que te creías tan importante!». Estos aseados vecinos de Lengendorf que no habían oído hablar nunca de la señora del director Wyss, eran encantadores; y con afabilidad que robaba el corazón, como un príncipe que viaja de incógnito, conquistaba a todos los que se cruzaban en su camino, por su buen natural. Durante todo el día estuvo imitando al Kaiser José; pero no sólo el exterior, sino que le había enamorado también el interior de estos buenos, valientes y honrados vecinos de Lengendorf que no habían oído nunca el nombre de la señora del director Wyss. ¡Y la belleza de aquellos parajes donde no había puesto nunca el pie! ¡Aquella simpática colina del bosque que no había recibido nunca sus miradas! ¡Qué bien se respira aquí! ¿No lo notan ustedes? Y elogió tanto el clima de Lengendorf, que el posadero de «La cigüeña», mirando por su negocio, le encareció las excelencias del pueblo para una cura de aires, en caso de que se decidiera a venir para el verano. No tuvo que molestarse siquiera en pagar lo que debía por la comida del mediodía. Cuando partió por la tarde, ya eran amigos suyos todos los moradores de la aldea, desde el médico y el cura hasta el mozo de labor y el perro del aprisco. Contento y emocionado regresó a casa, pues pocas veces había vivido horas tan deliciosas. Decididamente, de ahora en adelante, debía estimar en más a la gente de pueblo.

Llegó a la ciudad muy impresionado todavía por el día tan idílico que había pasado. Al atravesar por entre los grupos de gente que había en la estación, ¡qué fastidio!, la vio hablando con el profesor Pfininger, y el contento que su inexistencia le había proporcionado, desapareció en un momento.

«¿Pueden decirme, por favor, dónde quedan las leyes naturales? ¿Y qué nos dice la lógica? Si ella no existe, es imposible que yo pueda verla; y si yo la veo, es que existe; pero, si no existe, ¿cómo puedo haberla visto? ¡No lo entendería ni un sofista! Sólo conozco un medio: encerrarme en mi habitación, pues no creo que pueda entrar por el agujero de la cerradura». Cerró la puerta, corrió el cerrojo, se tendió en el sofá y estiró los pies. Cuando llevaba un rato en aquella postura, el cuarto empezó a llenarse de una niebla luminosa; aquella niebla fue espesándose más y más y en medio de aquel resplandor surgió un rostro, cada vez más preciso y bello y ved que era su rostro. «Ahora, Pseuda —dijo él suavemente, pero con toda entereza—, ahora imploro tu equidad y tu rectitud. No quiero oponer nada contra tu aversión, contra tu odio; te dejo las calles, la ciudad, todo el mundo exterior; pero respeta la paz del hogar; no puedes venirme a buscar a mi propio cuarto».

«¡Pero, pero Víctor! —le aclaró la razón—, si no es ella, si es solamente la hermana Anastasia Fantasía que quiere embromarte».

«¡Pues podía escoger algo más razonable para sus bromas!», contestó, enojado.

«Yo bromeo con lo que quiero —dijo la Fantasía haciendo un mohín—; me agrada la cabeza de Pseuda; si a ti no te ocurre lo mismo, no tienes más que mirar para otro lado, nadie te obliga a mirar hacia aquí». Y la cabeza de Pseuda siguió cerniéndose constantemente alrededor de Víctor, principalmente al atardecer, cuando la luz del crepúsculo inundó el cuarto. ¿Qué podía hacer? Parecía que estaba condenado a tener siempre ante los ojos aquella presuntuosa e importuna nulidad. Finalmente, una perturbación no es una desgracia; otros tienen mosquitos en su cuarto; él tenía a Pseuda; la gracia estaba en no alterarse por eso. Y se hizo a la idea de que poseía el don de la ubicuidad.

De pronto, como un obús que estalla en una casa, llegó hasta sus oídos la noticia de que estaba enferma. Fue por la noche, hacia las siete; la criada lo vino diciendo. Después de recobrarse de su primera turbación, sintió una salvaje irritación y confusión como si estuviera echado en medio de un hormiguero. ¿Qué debía hacer en aquel caso? No podía tratarse, naturalmente, de afectuosa compasión; ¡ni mucho menos! ¡Era su diabólica enemiga! ¡La traidora de la Parusia! ¡La envenenadora de Imago! Por otra parte, no podía menos de compadecerla sinceramente, pues era ante todo una criatura que sufre. ¿Dónde está la línea sutil de separación? ¿Y cuál es el justo medio? Una difícil tarea para el sentimiento y bien peligrosa; pues, si se compadecía demasiado de Pseuda, parecería que no era indiferente a su corazón; pero, si no se interesaba por ella, quedaría como un hombre insensible y odioso. Aquella tarea era tan penosa que le tuvo preocupado hasta la medianoche, y a medianoche no lo vio más claro que al principio, sino todo lo contrario. ¡Qué lástima! ¡Si fuera una enfermedad grave! ¡Si al fin…! Mas no, sería una jugada satánica del destino que por semejante truco, por tan infame habilidad, le obligara a ser cordialmente bueno para con aquella traidora. Y la otra mitad de la noche la pasó rogando al destino angustiadamente que la sanara para no tener que ser bueno con ella. Con tantos sobresaltos y emociones, a la mañana siguiente se encontró tan trastornado que tuvo que saltar del lecho medio enfermo también.

Desdeñando el desayuno, se apresuró hacia la calle de la Catedral:

—Lugarteniente, ¿cómo está su mujer? Espero que no sea nada grave —le gritó ya desde la puerta de la calle, lleno de angustia.

El lugarteniente se asombró.

—¿Por qué lo dice? No está enferma, se trata sólo de un pequeño dolor de muelas. Pero ¿por qué me llama usted lugarteniente?

—Nada, nada —gritó jubilosamente y se fue de allí aliviado; el destino había escuchado su súplica.

Un dolor de muelas no es nada peligroso, pero causa dolor. «¡Alto! ¡Es gracioso; muy gracioso! Sabrás que, a pesar del estado de guerra en que me encuentro con Pseuda, en agradecimiento a que no se me ha puesto enferma, quiero hacer algo noble (se puede llevar una guerra caballerosamente). Así pues, escucha: ¿no te parece que mientras ella sufre un dolor, yo también debo sufrir otro? Y este dolor debe estar localizado en la misma parte, en las muelas. ¿No te parece que está bien, que es hermoso, que es una manera noble de hacer la guerra?». Y fue a casa del dentista Effringer, cuyo domicilio conocía muy bien, desgraciadamente. Le pidió que le sacara ésta y la otra muelas.

—¡Esa muela está muy sana! Querrá usted decir esta otra de al lado, que está podrida.

Víctor luchaba con su conciencia: «¿Te parece decente sacar provecho del dolor?». Pero, al fin, se decidió gustosamente por la muela mala, mejor que por una sana.

Cuando Effringer se acercaba con su protóxido de nitrógeno, la conciencia le volvió a advertir: «¿No te da vergüenza, Víctor? Viniste para sufrir los mismos dolores que ella y ahora quieres evitar cobardemente el dolor».

Estaba avergonzado. Pero, por respeto a las siniestras tenazas, se consoló pensando que no había sido él quien evitó el dolor, al que se ofreció voluntario. Sin embargo, para reconciliarse con su conciencia, se dejó extraer una segunda muela, carcomida también, y con protóxido de nitrógeno igualmente.

Luego, de regreso, no pudo ponerse de acuerdo consigo mismo sobre si había hecho, o no, algo grande. Por una parte, no es nada corriente dejarse sacar dos muelas sólo porque otro ser tenga dolor de ellas; por otra parte, dos muelas podridas no son una víctima inmaculada precisamente, y sufrir dolores de modo tan llevadero no era un martirio digno de que por eso un papa le llevara a los altares.

De pronto se sintió débil y un poco fatigado; con gusto se sentaría en cualquier parte. Pero como hombre poco aficionado a frecuentar las tabernas, no se le ocurrió entrar en ninguna y, a pesar de lo inconveniente de la hora —eran poco más de las nueve—, se decidió a aceptar la invitación de alguna conocida, yendo a su casa a saludarla. Precisamente la señora del doctor Richard vivía en aquella dirección. Ella sabría disculparle, pues no se sentía bien del todo. Le atendió con toda solicitud, instalándole en un butacón, obligándole a tomar una copita de vino de Málaga, que en realidad le hizo mucho bien, y cuando quiso alejarse dando las gracias, le persuadió a que se quedara.

—Está usted un poco pálido; le aseguro que no me molesta lo más mínimo.

Cuando llevaba una media hora sentado allí, entró una joven con abrigo y sombrero, animosa y viva.

—Esta bella señorita —dijo la señora Richard— le resultará muy simpática, pues lo es para todos los que la tratan, y a usted particularmente, porque la señora del director Wyss le salvó la vida en cierta ocasión. Le presento a la señorita María Leona Planita, la mejor pianista de nuestra ciudad, y también, como usted puede apreciar una criatura encantadora, capaz de volver locos a más de cuatro.

—Es cierto, si no fuera por la señora del director Wyss no estaría yo aquí —confirmó la señorita Planita con una mirada llena de agradecimiento—, ni haría tantas tonterías en la vida ni tantas faltas en el teclado. Sí —sonrió—, me sacó de pila.

La señora del doctor Richard se lo explicó todo en dos palabras:

—Fue en los tiempos de la escuela; estaban bañándose cuando María Leona cayó en un hondo del lecho del río y la hermosa Theuda (como entonces todos la llamaban) la sacó a flote.

—En un instante saltó vestida al agua, como si fuera la cosa más natural del mundo —añadió la señorita Planita—. Aún me parece estar viendo su ojos fijos en mí, me agarró, mientras mis manos se agitaban buscando un asidero, sin poder gritar por tener la boca llena de agua. No tuve tiempo de morirme y volví pronto a la vida. ¡Pero lo pasé muy mal! ¡Muy mal! ¡Se lo puedo asegurar! Sí; en la música hay mucha hermosura, y yo soy ciertamente la primera en reconocerlo con admiración agradecida, pero toda la música junta no iguala en belleza a aquella mirada singular que me gritaba: «¡Ánimo, María Leona, yo te ayudaré!». Había media docena de muchachas bañándose a mi lado, hubiera bastado que me tendieran la mano, pero me dejaron manotear apuradamente. Y el caso es que ninguna de las dos sabíamos nadar; no me explico cómo no nos ahogamos ambas.

Al terminar de oír esta historia, el corazón de Víctor puso una cara como la del aldeano que ve caer un aerolito delante de su yunta. ¿Cómo pudo arreglárselas esta diabólica señora del director Wyss para realizar un sacrificio tan noble? ¿O es que guardaba, quizá, toda su maldad para él? ¿Y por qué precisamente sólo para él? Multitud de pensamientos se agolpaban a las puertas de su espíritu queriendo entrar. Sólo que él no quería escuchar ninguno, por el momento; no tenía tiempo más que para contemplar a aquella linda y graciosa damita, que sin el auxilio de la señora del director Wyss estaría ahora pudriéndose en el hoyo. Y cuando la señorita Planita se levantó para marcharse, se ofreció él para acompañarla, con objeto de poder contemplar más tiempo aquella maravilla de criatura.

—¿Puedo acompañarla, señorita Lázaro? —preguntó Víctor.

—Así puede llamarme con toda justeza —repitió ella, sonriendo.

—¡Oh!, ya no tengo miedo por nuestro Víctor —bromeó la señora Richard—, pues si puede acompañar a una señorita, es que ya está curado.

Después de haberse despedido de la señorita Lázaro, Víctor volvió a sus pensamientos: «Si yo me hubiera estado ahogando, no me hubiera tendido la mano. ¡Oh, no!, me hubiera arrojado piedras a la cabeza. ¡Alto! ¿Quién viene allí? Me ha parecido… pues, sí; es ella: ¡Pseuda en persona! Completamente sana y alegre, al parecer, sin el consabido pañuelo cubriéndole las mejillas y anudado en lo alto. Esto es muy curioso y da que pensar. ¿El sacrificio de sus dos muelas había aplacado, quizá, a sus verdugos? ¡Qué desatino!». Pero todo era posible. En la creencia de que su sacrificio había sido provechoso, se acercó a ella algo más confiado que otras veces. Hasta esperaba que le diera las gracias. Ved que se le queda mirando, extrañada, como si no le conociera; se apartó a un lado y se puso a examinar atentamente un sombrero, en un escaparate de una casa de modas, hasta que Víctor pasó.

«¡Está bien!, ¡sigue tu camino! ¡Ya no me saluda! ¡Esto me faltaba!». Y con desprecio soberano extendió el brazo: «¡Éste es el pago que te dan! ¡Así son los hombres! ¡Mientras tú pasas la noche en blanco por su culpa, ella te niega el saludo!». Y su conducta le pareció tan vil que la arrojó de su pensamiento con toda indiferencia. Pero aquello había sido indignante. Y la indignación revolvió después su alma, con más fuerza cada vez, a impulso de sus amargos sentimientos, hasta que aquello se le hizo dolorosamente insoportable, como si le estuvieran escarbando con un cuchillo. Decididamente, así era: todo lo malo para él, lo bueno para los demás. Pensándolo bien, ¡hay que ver la maldad que se necesita para arrojar piedras a la cabeza de uno que se está ahogando! Y este pensamiento le ahogaba constantemente.

Era satánico: hoy estaba más hermosa que nunca, sobre todo, desde que supo lo sucedido con la señorita Lázaro.

De repente surgió en el campo del recuerdo un punto de interrogación: «¿No sonrieron, astutos, sus ojos cuando se quedó mirándote extrañada? Su mirada me pareció sospechosa».

En todo el día no logró aclarar aquella sospecha. Pero cuando por la noche se le apareció, como de costumbre, en el cuarto a oscuras, la cabeza de Pseuda, esa vez más luminosa que nunca, ya no dudó, entonces tuvo la evidencia de que sonreía astutamente desde el fondo de los ojos. Su furor creció de pronto. «¿Qué significa esa sonrisa? —gritó amenazador—, la sonrisa es un lenguaje de muchas significaciones; yo exijo que me expliques, Pseuda, te ordeno que me digas qué motivos tienes para reírte de mí tan pérfidamente».

Por toda respuesta, aquella sonrisa astuta mostró un signo burlón que crecía y crecía.

Esto le hizo proferir gritos desaforados: «¡Mala hembra! ¡No te burles! Ya es bastante que me persigas con tu odio venenoso día a día, hora tras hora, sin tregua ni descanso, arrojándome piedras cuando me estoy ahogando; pero no te burles, ¿comprendes?, no te burles, te lo prohíbo». Mas aquel signo burlón persistió como si no hubiera dicho nada; sucede que ahora aparece sobre el rostro burlón una banderita victoriosa, agitada por una mano invisible.

«¿Qué victoria quieres celebrar? —gritó—: ¿Es que has alcanzado alguna sobre mí? ¡Yo no sé cuál! Por tanto te ruego, en nombre del buen gusto, que me hagas el favor de arriar esa bandera que tan neciamente tremolas».

Mas todo fue en vano. La banderita siguió agitándose victoriosamente en el aire, y ¡ved qué nueva ruindad!: la sonrisa burlona de sus ojos se desliza hacia abajo, hacia las comisuras de sus labios que se desfiguran ahora con un descarado e irónico reír. Esta risa va tomando una expresión cada vez más satánica. Finalmente, aquel rostro humano se convirtió en una caricatura diabólica, con cuernos y pico, algo así como un pájaro burlón, infernal, que ostentaba al mismo tiempo los hermosos rasgos de Pseuda.

Esto era demasiado para el claro espíritu de Víctor. «¡Fuera de aquí, fantasma vano!», gritó golpeando al fantasma. El fantasma se partía en dos y huía por todas partes; pero, poco a poco, lentamente, volvían a hacerse visibles las partes, surgiendo de un rincón la banderita, de otro, el infernal pajarraco con cuernos y pico, y del tercero, el hermoso rostro humano de Pseuda. Luego permanecían separadas las partes un momento. En lugar de un fantasma, ahora tenía tres. Entonces se llenó de mortal angustia. «¿Víctor, qué es esto? ¿Es que estás loco?». Con agudo espíritu comprobó su sanidad. «¿Cuál es la marca de la locura? Que se toma a los fantasmas por seres reales, sin echar de ver que son producto de la fantasía. ¿Te ocurre a ti eso? Me parece que no; yo sé muy bien que tengo ante mí un espectro fantástico, solamente, aunque no puedo apartar el duende con la voluntad, porque yo también adolezco de una muy poderosa fantasía».

«Está bien; deja a la fantasía que fantasee todo lo que quiera y no te preocupes de ello». Y ya más tranquilo se echó a dormir.

A la mañana siguiente, al abrir los ojos, en la oscuridad del cuarto, cuando la conciencia, despertándose poco a poco, trajo a primer término los recuerdos, sacándoles de la nebulosa del pensamiento, divisó a los fantasmas de nuevo: la banderita victoriosa, el satánico pájaro burlón y la hermosa humanidad de Pseuda.

«¿Es que va a durar siempre esto?». Toda la razón de su existencia era ahora, segundo a segundo, la lucha con su fantasía, la corrección de los fantasmas, el temeroso cuidado de no confundir los espectros con la realidad. Aquél era un trabajo fatigoso y terrible que no dejaba sitio a ningún otro pensamiento. Y lo más desesperante era que este trabajo era necesario e inútil al mismo tiempo; necesario para huir de la locura, inútil, porque lo que había conquistado en una hora de indecible trabajo, quedaba destruido en la siguiente. Como si no hubiera ocurrido nada, el trío infernal siguió planeando a su alrededor desde la mañana a la noche, sin detenerse siquiera a respirar. Y en vez de desvanecerse, crecían hasta hacerse gigantescos, monstruosos. Le miraban burlones desde los rincones del cuarto en tinieblas, y a pleno día, desde la ventana, desde los tejados, desde la colina, desde todas partes.

No estaba loco, pero sí rabioso. Se imaginó que corría gritando furiosamente por el bosque, y casi muerde a un hombre que hablaba pacíficamente con él, al ver entre ambos al infernal fantasma. Y en su interior fluía incesante un torrente negro rodeando la conciencia, con manchas rojas, como si manara tinta sanguinolenta de una herida.

Una noche lo atribuyó a cansancio: «Sencillamente, no puedo más; no sé qué me pasa».

Entonces le pareció ver junto a sí un hombre bello que le puso una mano en el hombro. «Víctor», dijo el hombre bello, solamente.

Víctor le miró preocupado, después inclinó la frente, ocultándola entre las manos. «¡Quiero ser bueno! —murmuró al fin—, ¡eso es lo único que comprendo todavía!».

«Sí; lo serás —consolóle el hombre bello—; todo lo otro, locura o cordura, es accesorio, en definitiva».

Estas palabras agotaron el negro torrente y la tinta sangrienta de la herida. Los fantasmas, por el contrario, persistieron como antes.

Fue un jueves. El sábado por la mañana la había visto corporalmente en la calle, caminando delante de él, como a un tiro de piedra y separados por otras gentes. «¡Ah!, ¡al fin te tengo!», suspiró y apresuró el paso para alcanzarla, como un lobo voraz. Y como viera que el hombre bello le miraba: «¡No te preocupes!, no pienso decirle ninguna palabra mordaz, ni ninguna observación inconveniente; sólo pretendo mirar a los ojos al pérfido enemigo que azuza contra mí a los espíritus invisibles».

Cuando la alcanzó, la miró fijamente, mudo y desconcertado. «¿Nada más que esto?». Apergaminada hasta el límite de lo lamentable, ridículamente pequeña, apenas un metro ochenta de alta, así venía hacia él; nada más que su piel; ningún fantasma a su alrededor, ninguna mueca, ninguna monstruosidad. ¿Y el sombrero tan cursi que llevaba puesto? ¡Qué lastimoso desenmascaramiento!

Con esto había encontrado el talismán contra sus fantasmagorías satánicas. Con sólo verla corporalmente, cesaban todos sus embrujos. Estaba claro que ella temía su presencia —la astucia va aparejada, la mayoría de las veces, con la cobardía—. Por esto procuraba ir todo lo posible por su casa y la conjuraba con su mirada amenazadora, espiando su rostro, como el gato el agujero por donde desapareció el ratón. «¿Es que no te atreves?», y se gozó en su impotencia. Bien mirado, lo que más le asombraba, sin embargo, es que hubiera contemplado con gusto en otro tiempo cómo realizaba ella sus encantamientos; no se ve todos los días transformarse una cabeza de mujer en una de pájaro. Para sorprenderla en este cambio de rostro la miraba de cuando en cuando, cuando menos lo esperaba, con la rapidez del rayo. Mas todo era en vano, era ella más ligera que él.

Pero los fantasmas, al verse desenmascarados y al descubrir que habían topado con un amo, cesaban en aquel juego, aparecían un par de veces todavía, pero sin convicción, sólo por guardar las formas, y, al fin, desaparecían del todo.

Esto hubiera podido durar mucho tiempo aún.

Sucedió que una noche, en presencia de otros invitados, pero en ausencia del lugarteniente, después de haber cantado unas cuantas canciones indiferentes e inútiles, quiso cantarles también aquella canción que en la Parusia cantó para Víctor. Lo hizo sin intención, pues aquella canción era para ella, simplemente, una canción más, sin ninguna importancia singular. Él, en cambio, ante la inminente profanación de su tesoro más sagrado, sintió surgir, enfurecido, en su pecho un dolor enloquecedor. «El oro eterno de la Parusia ensuciado por vulgares retoques. ¡La tumba de Theuda, de su hermana, de mi prometida, enseñada a un extraño! ¡Insensiblemente, sólo por pasatiempo y, en mi presencia, además! ¿No es esto satánica maldad o embrutecimiento?». Además, pobremente armado de palabras y razones, en estos momentos de intensa emoción, perdía el habla. Con mudo horror la vio coger el cuaderno de música, el mismo de antaño, un poco más amarillento en los bordes, abrirlo y ponerlo en el atril. Cuando se disponía a cantar, Víctor logró pronunciar estas palabras, mientras saltaba hacia adelante:

—¡No cante esa canción! —dijo en tono prohibitivo. Hubiera querido pedírselo suplicante, pero el dolor y la indignación trocaron aquel ruego en orden llena de aspereza, cuando iba desde el corazón a la garganta.

La frente de Pseuda estaba roja de indignación.

—Quisiera saber —se obstinó— quién es el que se permite prohibirme que yo cante lo que quiera.

—Yo —gimió él.

Empezó a cantar a pesar de su presuntuosa prohibición. Era verdaderamente la canción de la Parusia; la estaba cantando verdaderamente, despiadadamente, con toda parsimonia, desde la primera nota hasta la última. Él tuvo la entereza de permanecer allí sin moverse. Pero apenas concluyó la canción, sus ojos se llenaron de insultos apasionados, se levantó, pasó delante de ella y le arrojó al rostro todo su desprecio.

«¡Alto ahí! —le amenazaron sus ojos—. Diga que se le escaparon hace un momento ciertas palabras deshonrosas…».

No; aquello no podía continuar así; había que decir algo. Y, en vano, interrogaba al presentimiento sobre lo que debía decidir.