Para dar a conocer su personalidad a la arisca dama, debía ante todo verla con frecuencia, con alguna regularidad, a ser posible, pues los méritos personales no son armas arrojadizas a distancia. ¿Dónde? ¡Vaya una pregunta más simple! ¡En su casa, naturalmente! ¿Para qué tenía él si no un lugarteniente? ¡Estaba invitado a ir allí!
El lugarteniente le recibió cordialmente y estuvieron tratando una hora larga de cuestiones científicas; su mujer, por el contrario, no apareció por allí, aunque la visita estaba dedicada a ella, y, cuando la vio al despedirse, le envolvió en una mirada tan fría, que comprendió que quería prohibirle sus visitas.
Por aquel camino no adelantaba nada. Había que intentar cogerla en un tercer lugar. Se informó sobre dónde y con quién solía relacionarse; todas las noticias coincidían con unanimidad en que sus relaciones sociales se reducían exclusivamente a la Idealia. Víctor suspiró profundamente: «¡Idealia!». Ya había probado la Idealia en casa de la señora Keller. «¡Bah! —dijo animándose—, después de todo, son gentes amables, sencillas, corteses, a pesar de su rigorismo dogmático, del que se muestran orgullosos. ¡Nadie me ha dado su opinión sobre el incidente con Kurt! Así que, con algo de buena voluntad…» y, despreciando toda invitación, y desatendiendo a la señora Steinbach, se agregó a la sociedad Idealia, embarcándose en la peor aventura de la ingenuidad.
Ellos también le recibieron con buena voluntad, mas pronto empezó a fastidiarle aquélla armonía artificiosa.
Y, sobre todo, estaba su congénita (¿o adquirida?), manía de soledad, que le infundía horror ante cualquier agrupación humana, llamárase como quisiera. ¡Y qué «sociedad» aquélla! ¡Además se llamaba Idealia! Suponían en todo hombre dos particularidades principales que él no tenía: una sed eterna de instrucción y un hambre insaciable de música. Aquellas gentes se sentían tan desamparadas sin la música, como el beduino al que se le escapan los camellos. «¿No quiere usted tocarnos algo?», se preguntaban mutuamente. Aquel «algo» le levantaba de la silla. También se decían: «¿quiere usted decirnos “algo”?».
Respecto de la instrucción, el contraste era aún mayor: ellos se interesaban por todo y él por nada. (No se interesaba por nada, porque su alma, rebosante de historias y poesías, se negaba a recibir nada de fuera).
Pero el motivo principal era que le faltaban las condiciones preliminares de una sociabilidad sin pretensiones: la profesión, con sus deberes y trabajos, la vida familiar, con sus preocupaciones, en una palabra, la necesidad de distraerse y relajarse. En resumen, el antiguo y venerable contraste vital entre el espíritu bohemio y el benedictino de la familia. Se daba también la circunstancia de que él esperaba, inactivo, algo (posiblemente la conversión de Pseuda), esto solo bastaba para destemplar su sensibilidad vital, pues el espíritu humano no está preparado para la holganza.
Así pues, en vez de la esperada acomodación, resultó una doble incomodidad. Era «poco afable» para ellos y ellos le ponían malo. Ciertamente que se esforzó honradamente en ocultar su malestar; «¡esfuérzate en ocultar todo lo mal que te va!».
—¿Cómo se encuentra entre nosotros? ¿Se va acostumbrando poco a poco?
—¡Oh, sí!, ¡mucho! —aseguraba él celosamente, gimiendo como una ballena herida por el arpón.
Entonces empezaban a consolarle, a la manera campesina, cantándole aquella canción popular que dice: «Ihr eigner Fehler». En cada frase de consuelo venía oculta una admonición, como en aquellas vasijas para servir la salsa que vierten una por el pico superior y otra por el inferior. Una incesante flexión de su persona con los verbos auxiliares: «Usted debía», «usted tenía», o negativamente: «Usted no debía», «usted no tenía». ¡Vamos a ver! ¿Qué es lo que debía hacer según su opinión? ¿Qué es lo que no debía hacer? No debía «desenfrenarse», «desarrollarse» y «encerrarse en el capullo». Debía «superarse», «salirse fuera de sí», «despertar de su letargo» (¡ya lo sabes, Víctor, eres letárgico!), «hacerse con el tiempo, y poco a poco, a la idea de casarse», ¿por qué no?, con una señorita decidida y enérgica que le sacara de su letargo (decididamente, la palabra les había encantado). Entretanto podía aprovechar las múltiples ocasiones que a uno le ofrece la ciudad nativa, si es que no tenía ya algo mejor en cartera. El jueves, por ejemplo, daban una conferencia muy interesante sobre el amor en los antiguos pueblos germanos; el domingo actuaría un violinista de siete años; bien entendido que no se trataba solamente de un niño prodigio antinatural y digno de lástima, último producto de una crianza artificial de estufa, sino que, esta vez se trataba de un verdadero artista, de un artista divino. ¿Es que no sabía cantar o tocar algún instrumento? Una idea, una proposición: el cuatro de diciembre, aniversario de la fundación de la Idealia, pondrían en escena una obra de Kurt: «¿No podría encargarse usted de un papel, por ejemplo del de viejo lobo de mar o del gnomo?». ¿Y por qué no se hacía socio de la Idealia? ¿Y no sería más natural y cómodo que se tuteara con los hombres, como hacían todos?
Otras veces intentaban «alegrarle». Si había un baile o un juego de prendas, buscar el anillo, estira y afloja y otros semejantes, le cogían del brazo resueltamente: «¡Véngase con nosotros! ¡No ponga esa cara de susto y ayúdese a sí mismo! No hay que estar siempre tan serio». Pero todo aquello no servía de nada, pues él seguía encerrado en su capullo como un «egoísta», que anunciaba fa menor cuando los otros empezaban a cantar en do sostenido mayor, y sobre todo, por ser un empedernido idealista que no se interesaba por nada absolutamente, que padecía una ignorancia indignante, de esas que ponen los pelos de punta (por ejemplo, ¡no había leído a Tasso!). Elevaban ellos el grito y a los consejos y amonestaciones se unía la censura, siempre natural en toda amistad; o ¿no es la censura la muestra más inequívoca de amistad? Y así se agrupaban a su alrededor, sólo para que asimilara la Idealia; como en un consejo de familia que se reúne para decidir cómo ha de ir un frac en la maleta; uno opina que se debían doblar las mangas así; otro, que de la otra forma; un tercero, estirando el cuello hacia arriba; el cuarto, doblando los faldones; dos de ellos, apretando con los puños y las rodillas sobre la ropa y logrando cerrar la maleta, sentándose todos encima.
Luego les pareció mal que Víctor sintiera una oposición tan decidida a dejarse manejar y quisiera llevar el negocio por sí mismo. Con toda paciencia soportó todas las censuras que se le hacían, en cuanto aparecía. Y cuando se iba, todo se les volvía cortarle trajes. Nada les parecía bien en él, desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie; no les gustaba su lenguaje, ni su pronunciación, ni su corte de pelo, ni la forma de su barba, ni su vestido, ni sus zapatos, y lo que más les llenaba de desconsuelo eran sus cuellos. Los intentos tímidos de refutar las críticas, no encontraron oídos propicios.
¡Y además las múltiples susceptibilidades provincianas!, a las que él respondía con una increíble sensibilidad, la sensibilidad de los hombres de fantasía (el reverso de la delicadeza) que de una punzada de aguja hacían una herida supurante, y de una indiscreción sin importancia, una ofensa mortal. Así contribuía, cada uno por su parte, a crear aquella fastidiosa situación que se suele enmascarar con el eufemismo de «mala inteligencia». Eso sí, nunca estaban en «mala inteligencia» con su propia manera de pensar. ¡Santo cielo!, en esta pacífica Idealia, donde todo el año está peleándose uno con otro y en los días de fiesta, todos contra todos, ¿qué querría significar entonces lo de «mala inteligencia»? Todo se lo tomaban a mal unos a otros, pero no se guardaban rencor. Él, en cambio, con su excesiva sensibilidad y manía de exagerarlo todo, con su monstruosa memoria, que no dejaba nada, enteramente nada, en el olvido saludable, con su sentimiento metafísico de la vida, que agravaba el acontecimiento más insignificante con patética intensidad, con su imaginación que apuntaba todo lo que cada uno le hacía (así es más sencillo), llegó poco a poco a caer en un estado, como el de un oso atacado por las abejas. Evidentemente, reconocía, gustoso, que todo le empujaba a la amistad sincera; sólo que él se imaginaba que, en este país, la amistad tenía un parecido horroroso con el dolor de muelas. Y, de improviso, las abejas alimentadas suculentamente por su fantasía, se convirtieron en monstruos que le espiaban con miradas maliciosas. Por eso se había vuelto suspicaz, como un perro encadenado al anochecer; olfateando en todas partes malas intenciones, pidiendo a derecha e izquierda explicaciones, exigiendo satisfacciones, con lo que a veces caía en lo infantil. La señora del pastor Wehrenfels le había dado la mano izquierda: «¿Lo habría hecho con intención de humillarme?», y después de una noche de insomnio, allá iba a pedirle una explicación, con el gesto de un oficial ultrajado. «Con usted no se puede tratar», le dijo una vez la señora del doctor Richard, muy enojada, después de una escena ridicula semejante. El reproche le dolía en su alma escrupulosa, que quería tener siempre blanca, como si hubiera de comparecer en el Juicio Final, llenándole de penosas reflexiones: «¿Y si tuviera razón? ¿Por qué no puede tenerla? Es posible. ¿Cómo remediarlo? Puedo enmendarme, pero no cambiar de modo de ser». Y muy humilde escribió a una amiga ausente: «Sinceramente, no tenga reparo en decírmelo: ¿Se puede tratar conmigo?». La respuesta decía: «Su pregunta me hizo reír. Tan fácilmente como con un conejo. Sólo que hay que quererle intensamente, como es debido, y, de cuando en cuando, decírselo».
Lo más gracioso era que aquélla a quien buscaba en la Idealia y por quien sufría todos los inconvenientes de la amistad, sólo aparecía ante él excepcionalmente. «La señora del director Wyss es muy casera», venían a decirle, poco más o menos, «vive enteramente entregada a su marido y a su hijo». Él sospechaba que no era éste el único motivo, sino que, si vivía retirada, era por no encontrarse con él. Pero esto era lo peor que podía pasarle. Cuando llegaba y no la hallaba, se quedaba mirando fijamente la silla que, de haber venido, hubiera ocupado. Permanecía con el espíritu ausente, sin hablar una palabra y sin oír lo que le decían. A lo desagradable de la espera tenía que añadir muchas veces el bochorno de la esperanza defraudada. Y una vez, al día siguiente de una decepción de aquéllas, anduvo perturbado por toda la ciudad, como un fantasma que ha perdido el camino de vuelta al cementerio.
En cambio, en los casos excepcionales en que Pseuda estaba presente, le hacía pagar la afrenta que hizo a su hermano, irguiendo la cabeza, animosa y valiente, utilizándole como cabeza de turco, contra la que lanzaba desagradables observaciones, fueran las que fueran, era indiferente, pues no se consideraba obligada a ser exacta. Apenas abría la boca, ya estaba ella encima. Esto le causaba a veces profundas heridas en su sensible pundonor. «No me gustan los aduladores», respondióle, altiva, una vez que se le escapó esta exclamación: «¡Qué hermosa es usted!». Otra vez en que discutía la afirmación de que la nobleza de Europa era idiota y degenerada, le increpó: «Snob». Todo esto, naturalmente, no era tomado en consideración por los demás, pero él lo tomaba todo al pie de la letra, muy seriamente. Tres noches creyó ahogarse en aquellas pretendidas afrentas. Probaba su alma poniendo a su lado una disciplina, un fuego, un escorpión, para expiar implacablemente su delito en caso necesario; hasta que al fin, adquirió el convencimiento consolador de que no merecía aquellos injuriosos ataques. No; quien se quita el sombrero al dar limosna al pobre, quien no tiene a deshonra estrechar la mano del ladrón conducido, como un pastor evangelista, quien se atreve a saludar en pleno día a una moza, ése no es ningún snob; y quien en toda su vida ha empleado el truco de ganar el favor de una mujer despreciando a sus enemigas, ése no es ningún adulador. «¡Por qué me lo llamaron, entonces!», gritó, sublevado; y de allí en adelante se sentó frente a Pseuda con un gesto como si ella le hubiera dejado tuerto de un golpe y él la hubiera perdonado.
La consejera del Gobierno no podía ver esto durante mucho tiempo; su pacífica manera de ser no le permitía soportar ninguna disensión profunda a su alrededor. Y como tenía afecto a Víctor, como a la señora del director, dejándose llevar de la falta de lógica del corazón femenino, que piensa, si yo aprecio a A y a B, A y B deben apreciarse igualmente entre sí, llegó a pensar en la existencia de un simple «mal entendido» entre ambos. En consecuencia, se instituyó en mediadora, describiendo a Víctor la virtud de la señora del director y a ésta los méritos de aquél. Grandiosamente, como correspondía a su pura y sencilla naturaleza, donde las virtudes estaban pintadas en trazos vigorosos como en un fresco, la señora del director declaró que había olvidado lo sucedido con Kurt, suponiendo que Víctor extremaría en el futuro su comportamiento social. En cambio, escuchó los elogios que de Víctor hacía, con un gesto de incredulidad. Y mientras la señora Keller se esforzaba en presentar favorablemente a su protegido, todas las impresiones que ella tenía de Víctor fueron reuniéndose hasta formar un retrato del joven, ciertamente que a disgusto, pues le repugnaba la idea de ocuparse de él.
Que aquella persona le era antipática, y en grado sumo (dejando aparte la ofensa que hizo a su hermano), no necesitaba preguntárselo a sí misma, pues lo sentía claramente. ¡Aquella vida errante, tan libertina, que él no tenía reparo en comentar! «Mas no seamos injustas; busquémosle la parte buena, la más favorable». Pero ya podían darle todas las vueltas que quisieran; no apareció por ninguna parte ese lado favorable, y la lista de sus cualidades se semejaba mucho a un registro de defectos.
Su aspecto afeminado, suave, casi dulce, sin médula, sin fuerza, sin carácter, con su voz delicada, su extremada cortesía, su vestimenta fachendosa, su lenguaje extraño y afectado —su ser opaco, multiforme, ambiguo, reservado y acechante, sin que podamos saber nunca con quien tratamos, pues cada día tiene un rostro distinto («me gustan los hombres sencillos, abiertos, sinceros»)—, su manera de pensar burlona y frívola, que todo lo toma a broma, hasta lo más sagrado, patria y hogar, moral y religión, poesía y arte, echándolo todo a barato sin seriedad y sin fondo, sin principios, sin ideales —ni un impulso, ni un ardor, ni un sentimiento (¿cómo es posible, por ejemplo, que haya alguien que no ame la música? ¡Y si lo hay, es que no tiene corazón!). «Estoy segura de que no tiene alma. ¿Con quién se ha reunido en estas tres semanas? Con nadie»—. Y luego, su presuntuosa manera de contradecir, su necia falta de tacto y su sandez, que a veces raya en la ofensa. Por ejemplo, ¿por qué no se había tomado el trabajo de acostumbrarse a llamarla señora y no señorita?
No; su antipatía no era injusta, en contra de todo lo que la señora Keller y su esposo dijeran en su favor. Su padre también habría sabido juzgarle; con una sola frase le hubiera condenado: «No es puro». Creía escuchar el tono de su voz venerable al decir esto. Y cuando la señora Keller elogiaba el talento de Víctor:
—Sí; ¿dónde están esos talentos? —gritaba—. ¡Señáleme uno sólo, por favor! ¿Qué sabe? ¿Qué conoce? Lo único que tiene de talentos es la carencia de ellos.
—A lo menos, concederá usted que tiene espíritu —insistía la señora Keller.
La señora del director perdía la paciencia:
—¿Espíritu? —exclamaba indignada—, yo también amo y aprecio el espíritu, pero hay que saber qué clase de espíritu. En mi opinión, el espíritu exige todos los días rectitud, verdad o belleza, acciones o trabajos; el espíritu honra lo que es respetable, se inclina ante el mérito, se entusiasma con lo elevado y noble, el espíritu habla seriamente cuando se trata de cosas serias. Por lo tanto, si esa manera burlona de jugar con las palabras es espíritu, confieso que no me preocupa nada, que odio esa clase de espíritu. En lugar de decir «Naturaleza» dice «Señora H. P.», «Señora Caballo de Vapor». ¿A mí qué me importa? «Los psicólogos, los peores psicólogos de todos», ¿qué quiere decir con ello? Si esto es espíritu, yo prefiero que me tengan por imbécil. Kurt tiene espíritu y ¡qué distinto! —Y como la señora Keller asintiera con entusiasmo, el elogio que pretendiera hacer de Víctor desembocó en una apología de Kurt.
Después de haberse hartado ambas de alabarle, la señora del director se declaró, al fin, dispuesta —la sociabilidad nunca puede perjudicar— a conducirse más suavemente con aquel molesto hombrecito.
Por el contrario, Víctor se negó, terco, a aceptar la prometida reconciliación. Naturalmente, él ya había renunciado a «Pseuda», así que la real y corpórea señora del director no significaba nada en realidad. Hubiérase «convertido» antes, y él habría penetrado de nuevo en el alma de la señorita Theuda, ahora ya no tenía nada que discutir con ella.
Habiendo fracasado esto, la consejera del Gobierno buscó la paz por otro medio: reconciliar a Kurt y a Víctor. «Es enteramente imposible que dejen de apreciarse en cuanto se conozcan y traten». Esta maniobra fracasó también y no hizo más que empeorar la cosa. Y otra vez fue Víctor el más reacio a firmar la paz. Ciertamente que había consentido, a duras penas, en celebrar una entrevista; también se abstuvo de pronunciar ninguna palabra hostil —tanto era el dominio que tenía de sí mismo—; en compensación de esto, trató a Kurt de modo tan altanero, en miradas y gestos, que aquello fue peor que la peor ofensa. No dio excusa ninguna; la intención ofensiva era notoria. «¿Por qué —se preguntó después, admirado—, por qué he de humillar de este modo a ese hombre, que no me ha hecho nada? ¿No es una imprudencia, sabiendo que podría ganarme el favor de Pseuda, con una amable conducta?». Esta interrogación no tuvo respuesta; le sucedía lo que al perro cuando ve al gato, no se decide a atacarle, pero le devora con los ojos.
«¡Instintos naturales! —pensaba, desconcertado—, ¡inexplicables idiosincrasias!». Se equivocaba; era una cuestión profesional: la ira del profeta verdadero contra el falso profeta; la indignación del heredero contra el captador del testamento; en una palabra, el cálido aliento de la Rigurosa Señora le azuzaba contra aquel genio de pacotilla.
Entonces, la consejera del Gobierno renunció a su cargo de mediadora. Con Pseuda, todo había concluido radicalmente, como era natural. «Además de todo esto, es un hombre malicioso que, lleno de envidia, quiere compararse con el genio de mi hermano». Ésta fue la opinión que de él tuvo en adelante; y ella misma se preocupó de que llegara a sus oídos. ¿Para qué se tienen si no las notas marginales y las indirectas?
Esta nueva «injusticia» le sublevó con mezcla de asombro. «¿Qué le importa su hermano? Éste no pertenece ya a la acción. Su existencia es ya una falta en la obra». Y estaba fuera de todo sentido que su situación con Pseuda diera un paso atrás en lugar de un paso adelante. Ya otras veces se había preguntado, incomodado: «¿Por qué vacila? ¿Cuándo querrá despertar al fin? ¿Es que piensa, quizá, que tengo tiempo y gusto en esperar años y años su conversión?». Y ¿debía ahora retroceder?
Era una idea insoportable. ¿Cómo remediarlo, entonces? No conocía otro procedimiento que su «magia», aquella magia que tan lamentablemente había fracasado hasta ahora. ¿Por qué fracasaba? ¿Por qué su radiante señorío no había inflamado su alma? Una suposición: posiblemente, la chispa saltaba sólo en estado de éxtasis, por lo que había dejado de producir efecto; pues siempre había encontrado hasta ahora a la dama con ánimo baldado, con fuerza laxa. Mas como una tarde, tras una jornada de intensa fantasía creadora, sintiera su alma poblada de augustas figuras, que le hicieron creerse rodeado de una atmósfera propicia, se armó de corazón y fue a buscarla a su casa, con la secreta esperanza de que su magia, esta vez muy concentrada, obraría sobre ella como un cortocircuito. Era, pues, una especie de experimento psicológico; mas Dios le librara de obrar de ligero, pues se trataba de su propia salud.
Quiso el azar que aquella tarde se encontrara con ella una amiga de la escuela, con la que estaba rememorando las inocentes travesuras de la infancia, dejando por un momento al lado las graves preocupaciones de la maternidad; ¿verdad que hace mucho bien volverse de cuando en cuando a aquellos tiempos de loco corazón? Una tenía puesto un gorrito de niño y la otra un sombrero de copa y la bienaventuranza parecía querer saltar en derredor. Tenía a Víctor por tan insignificante que no consideró su entrada digna de interrumpir aquella mascarada. Se sentó y estuvo contemplando el juego. Cuando llevaba allí un cuarto de hora, se dio cuenta de que toda su fuerza mágica se había disipado. Se levantó sin ser visto, como había llegado, salió de la casa y se fue a la suya, desalentado.
Por primera vez perdió la confianza. Un estremecimiento le sacudió como si se hubieran partido las ruedas traseras de su carro victorioso y el pesado eje hubiera caído a tierra. Y como enviara a su espíritu en busca de consuelo, descubrió una cortina negra que, aunque estaba arrollada, se estremecía con siniestros movimientos como si fuera a caer de pronto sin aviso alguno.
Después de que su magia se había revelado ineficaz, ¿qué le quedaba? La angustia le oprimía y, lleno de zozobra, jugó prematuramente su último triunfo, el triunfo que había reservado para el último instante, cuando el corazón de Pseuda estuviera conmovido: presentarle su retrato para que rememorara los tiempos lejanos de su juventud, más nobles que el presente. La contemplación de su imagen de soltera, pensaba él, despertaría en ella los recuerdos y Theuda no dejaría de castigar a Pseuda. Sucedería, quizá, como cuando un criminal, al que presentan de pronto una fotografía de su infancia inocente, cae deshecho en lágrimas, arrepentido de sus fechorías y jura volver a ser el hombre honrado de antes. Sacó fuera, con mano trémula, aquel retrato de Theuda (una imagen santa para él), el retrato que hacía tres años le enviara la señora Steinbach, evitando mirarle angustiado, por no saber si tendría fuerzas para resistir el asalto de los recuerdos. Armado con aquel retrato como si fuera un revólver cargado, peregrinó hacia ella otra vez, al día siguiente, tan decidido que casi sintió compasión y arrepentimiento de usar un arma tan terrible. Puso el retrato sobre el piano, antes de que entrara y esperó los efectos, con el corazón sobresaltado.
Apenas apareció bajo el marco de la puerta cuando divisó la fotografía con sus agudos ojos.
—¿Quién le ha dado a usted esto? —preguntó con el tono exigente de un pesquisidor—. ¿Con qué derecho le envió la señora Steinbach un retrato mío? —Después se encogió de hombros—. Por lo demás, es un retrato bastante malo; nunca me ha gustado.
Éste fue el efecto que produjo la imagen santa.
Su situación era comprometida, pues no le quedaba ya ningún triunfo en la mano. Claro que aún tenía esperanza, necesitaba tenerla, pero aquella esperanza no estaba autorizada, pues debía reconocer que lo que esperaba era tan imposible como que algo imprevisto viniera en su ayuda. Con esto, su alma se llenó de tristeza. Ésta anegó su sentimiento y le causó dolor.
Fue con motivo de una conversación sobre Tasso. Recayó luego la charla sobre la supuesta fuerza de atracción del genio sobre las mujeres. Decía Pseuda que el corazón de éstas se siente arrastrado, con instintiva infalibilidad, hacia el hombre verdaderamente notable, hacia el hombre extraordinario. Después de decir esto, suspiró pensativa.
—¿Está usted segura de la certeza de su afirmación? —se atrevió a objetar.
—Tan segura —contestó haciéndole frente—, como de que también presentimos con toda certeza quién no es un hombre extraordinario o importante.
Y para que no pasara desapercibida la mordacidad de aquellas palabras, le dirigió una mirada y un gesto burlón.
Un profundo dolor le desgarró interiormente; la indignación le agolpó la sangre en la frente. «¡Di lo que tengas que decir!», ordenóle la voz de la Rigurosa Señora.
Obedeció de mala gana, pues su pudor y su modestia se resistían poderosamente a ello; mas, al fin, obedeció y dijo:
—¿Qué le hace suponer que yo no sea un hombre extraordinario e importante?
Aquella frase, pronunciada entre las cuatro paredes de aquella habitación llena de luz del día, sonó tan insoportablemente odiosa, que él mismo se avergonzó de ella y todos los presentes bajaron los ojos, perplejos, como si se hubiera cometido una indecencia.
El pastor Wehrenfels halló la frase libertadora:
—No le hubiera perjudicado —dijo con dulce tono, volviéndose hacia Víctor— haber leído a Tasso, antes de meterse en esta discusión.
«¡Bien dicho!», parecían gritar jubilosamente todos los ojos.
A la tristeza que su fugitiva esperanza le producía, venía a unirse una desazón general, no sabía si corporal o anímica o de ambas clases al tiempo, independiente al parecer de la Idealia; un sentirse desdichado ya desde la llegada, sentimiento que no le abandonó nunca. En este momento de desfallecimiento, vino a declararse la furtiva enfermedad —pues una enfermedad era realmente—. ¿Qué podía ser? Una horrible sensación de vacío, una sensación de sabor repugnante como si hubiera tragado barro. ¿Nostalgia? Sí; algo parecido; pero una nostalgia sin poesía, sin esplendor ni colores, un desconsuelo centrífugo, un dolor de peregrinar sin descanso. Una noche que regresaba de la Idealia, atravesando las oscuras callejas, sin otra luz ni vida que la que arrojaban la tabernas por sus puertas, mezcladas con gritos, pendencias y alcohol, conoció de pronto su dolor: la desdicha del que habita en las grandes ciudades cuando ha de residir en las pequeñas. En las gradas de un templo aullaba un perro vagabundo. Comprendió sus aullidos; le hubiera gustado poder aullar con él.
A pesar de todo esto, siguió manteniendo relaciones amistosas con la Idealia. Encontraban en él muchas cosas censurables, mejor dicho: Todo, pero le consideraban siempre como uno de los suyos; él resistía valientemente, esperando mejores tiempos, de tal modo, que llegó a creerse un mártir piadoso, enteramente emocionado por su increíble apacibilidad. Cualquier conversación ingenua que se anunciaba, enteramente inofensiva y hasta agradable, producía interna hostilidad; no en los otros, pues el pueblo es incapaz de sentir hostilidad, sino en sí mismo, el celoso guardián de las ideas y defensor de la verdad. Así ocurrió una vez, desarrollándose una escena grotesca que, después, llamó siempre «el combate de las amazonas». Fue en casa de la señora del doctor Richard; se encontró solo entre casi una docena de hermosas damas, Pseuda entre ellas. Animado por aquel delicioso cuadro, empezó a hostigar a las señoras todo lo que pudo; pequeñas malicias sobre las mujeres, de las que tenía una abundante provisión, referidas principalmente al amor del sexo débil. Ignoraba él, o había olvidado en el extranjero, la reverencia que las mujeres del país sentían por el dogma del misterio de la mujer germana, en tal manera que, al contrario de las del resto de Europa, perdonaban ciertamente cualquier grosería personal y condenaban, por el contrario, como una profanación, la menor duda sobre la excelsitud del sexo femenino. Un formidable griterío de indignación (el grito de guerra de las amazonas), apagó el eco de sus palabras. En el calor de la refriega, como intentara disculpar que las mujeres fumen, se le echaron todas encima, comentando el trágico y doloroso fin de una estudiante rusa que murió abrasada, hacía unas semanas, por fumar cigarrillos en la cama, diciendo a voces, jubilosas y triunfales:
—Me alegro.
—Le está bien empleado.
—Así debía sucederles a todas las que fuman.
Un sentimiento de justicia le hizo encenderse en cólera; una verdadera y santa ira de profeta que quiere atraer fuego y azufre sobre las escrupulosas sacerdotisas. Veía claramente a la pobre estudiante contorsionándose entre las llamas, gritando, retorciéndose de dolor, dando saltos en el aire o arrojándose al suelo, mientras las demoníacas mujeres aquéllas aplaudían entusiasmadas. «¡Criminales!», gritaban sus ojos llenos de aborrecimiento. Y en aquel momento comprendió, de pronto, la mortal enemistad que siempre existió entre los profetas y las mujeres.
Pero, mientras sus deliciosas enemigas se echaron a la espalda el violento suceso, en cuanto se levantó la tormentosa sesión para tomar una taza de té y unos emparedados de jamón, en su recuerdo quedó grabada profundamente la imagen horrible de aquella danzarina de la muerte en medio de aquellas regocijadas damas. Aquella docena de señoras fariseas, que en realidad eran incapaces de causar el menor daño a un mosquito (con excepción de las polillas), llevaban en la frente impreso el estigma de Caín, y toda la Idealia, responsable solidariamente de cada uno de sus miembros, le parecía de ahora en adelante semejante a las furias aleccionando tétricamente a los atridas. «Aunque la ley no puede atraparos, aunque os mováis tan virtuosamente de aquí para allá y añoréis santamente las canciones de Schumann, para mí sois y seguiréis siendo criminales, asesinos». Y sintió el sombrío rencor del vengador, pues la estudiante rusa señalaba constantemente con los dedos carbonizados hacia la Idealia, exhortándole como el fantasma a Hamlet.
Aún hervía su hostilidad bajo cubierta; gruñía, pero no chispeaba; ansiaba un ataque, pero se contenía por el momento. Pocos días después de la «batalla de las amazonas» recibió, retrasada, la primera carta de allá lejos. ¡Qué aires tan diferentes! «Festejado y honrado en el círculo de los suyos tan amados, es de suponer que habrá olvidado a sus lejanos amigos…». Festejado y honrado, ¡qué ironía! Los suyos tan amados, ¡qué pena! «Sus sobresalientes cualidades, sus conocimientos, su bondad de corazón no le faltarán nunca». ¡Qué novedad! ¡Qué de cosas olvidadas! ¡Cualidades sobresalientes! ¡Conocimientos! ¡Eran los bellos tiempos en que nadie había encontrado nada que censurar en él y sí algo que elogiar! Esta carta obró a la manera de un despertador. Pues es de saber que el sentimiento de su dignidad se veía atacado a diario y puesto en jaque por sus numerosos enemigos, intimidándole poco a poco y estrechando insensiblemente su horizonte, hasta el punto de que empezó a aceptar como natural lo que en un principio tanto le enojaba: la suposición de que él era el caballo vicioso que todos querían domar. Despertó, traspasó el estrecho horizonte, recordó su orgullo y acomodó a él sus pensamientos. ¡Qué contraste! ¡Y qué afrentoso! Fuera, en el extranjero, los brazos abiertos, calurosa acogida, complaciente tolerancia de su carácter, disimulo de sus faltas; aquí, en la patria, pobreza de espíritu en las críticas, presunción de infalibilidad, negación de toda su personalidad. Aquella comparación removió toda la amargura que había tragado en las seis semanas que llevaba aquí y, violento como era, ardía en bélico furor. «¡No más sufrir en silencio! ¡Al ataque! Quiero atravesar por entre vosotros, arrancaros la máscara de fariseos, y confundir vuestra jerga jactanciosa e hipócrita. ¡Deteneos y escuchad lo que voy a deciros, lo que voy a diseñaros! ¿Estáis preparados? Bien, pues empiezo. Esto es lo que tengo que deciros: ¿Vuestra virtud? Un freno para infamar al prójimo. ¿Vuestra franqueza? Un privilegio muy a propósito para arrojar todo vuestro desprecio sobre vuestro vecino sin soportar vosotros mismos la menor censura. ¿Vuestra sinceridad? Una especie de licencia que os permite decir a traición cosas mucho peores que las que el otro os dijo cara a cara. ¿Vuestra veracidad? Una pedantería de la verdad en las cosas secundarias con la que compráis el derecho a mentir por excepción en los momentos decisivos. Si tuviera que concertar un asunto con uno de vosotros, el cretino habría de dármelo por escrito y ante cuatro testigos. ¿Vuestra cordialidad? Egoísmo gregario, la lana cubre vuestra epidermis para procuraros calor individualmente; si sobreviene una desgracia, nadie ayuda a otro. ¿Vuestra paz familiar, vuestro amor entre parientes? Poned de por medio una pequeña herencia y veréis en lo que paran ese amor y esa paz. ¿Vuestra música? Jubilosos témpanos y carámbanos. ¿Vuestra educación? ¿Vuestro gozo por el arte y la literatura? Si a vuestra derecha se abriera la puerta del Paraíso y a la izquierda anunciaran una conferencia sobre él, pasaríais todos ante el Edén por acudir, presurosos, a escuchar al orador. “¡Interesante, interesante!”».
«Así os hablaré; estad preparados. Desgraciadamente, ahora recuerdo que en el vestíbulo de la Idealia no había ningún púlpito desde el cual cepillar a las gentes, todas a la vez, como una comunidad de penitentes en tiempo de cuaresma. Consolaos, os traeré un regalo y al primero que me haga un gesto virtuoso se traga toda la fuente. ¿Os parece bien?». E inclinaba el testuz como un toro que espera al enemigo. Sólo que, ahora que estaba dispuesto a la lucha, no se veía ni un solo enemigo en su derredor. Todos parecían estar contra él y ninguno lo estaba en realidad; aunque nadie le quería particularmente, nadie tampoco le tenía odio. Sí; aquello parecía una maldad premeditada: ahora precisamente que estaba preparado para la lucha, se habían puesto todos de acuerdo en ofrecerle su amistad, con lo que, naturalmente, le desarmaban. ¿Cómo podía embestir con los cuernos a quien se le acercaba con un cordial saludo? «¡Hola! ¿Cómo le va? ¿No se ha acatarrado con este tiempo tan “innatural” que tenemos?». Anhelaba ansiosamente encontrarse con un enemigo, pero todo en vano. ¿Kurt? No; era un hombre indefenso que huía en cuanto veía aparecer en el vestíbulo el sombrero de Víctor; además, no se podía negar que Kurt tenía dos ojos hermosos de dulce mirar; ¿cómo podría ir contra él? De esta forma su rencor sediento de venganza no sabía a quién empitonar.
Entretanto, a falta de un enemigo y de un motivo de disputa, su tremendo furor se manifestaba por un humor espantoso. Su mirada era amenazadora; su gesto, burlón; el tono de su voz, provocativo; sus afirmaciones, despóticas, no permitiendo a nadie hacer objeción alguna. Además, como verdadero y profundo pensador que no soporta que se le replique con la memoria («no me gusta cuando se fustiga a la verdad con ideas prestadas»), solía añadir además esta expresiva advertencia: «¡Atrévete, infeliz, y contesta!». Sólo le faltaba una guardia de corps mercenaria para coger a sus contrarios por el cuello.
Ni aun con esto logró suscitar la ansiada pelea; todos se apartaban de él, como de una fiera sin discernimiento e irresponsable. El pastor, cuando se hablaba de Víctor, le llamaba loco Nepomuk; el doctor le comparaba con el monje estigmatizado; el forestal, con un elefante domado poco a poco hasta volverle dócil como un cordero, pero que, de pronto, se vuelve salvaje por causas desconocidas. Por cierto que solía estarse sentado, a veces, toda la noche, comedido y silencioso, mirando ante sí, turbado y triste; pero nadie estaba seguro de no atraer la tormenta en cualquier momento, y, como nadie estaba obligado a exponerse a sorpresas desagradables, le dejaban solo con su taciturno furor.
Un ejemplo: El doctor Richard estaba haciendo el elogio de una nueva obra científica:
—Debe usted leer este libro, imprescindiblemente —terminó por decir, volviéndose hacia Víctor que estaba allí sentado, indiferente.
Echando espuma por la boca, se levantó de un salto:
—¿Cómo se atreve a darme órdenes?
Y toda la noche se la pasó diciendo cosas así: «Doctor, debe usted meterse este lápiz en la boca, imprescindiblemente», «Doctor, debe ir imprescindiblemente a buscar mi pañuelo al gabán», «Doctor, debe usted marcharse imprescindiblemente a casa, en seguida». Efectivamente; todos vacilaban en enfrentarse con semejante hombre.
En casa del director Wyss se organizó una pequeña cena a la que también fue invitado Víctor por expresa voluntad del lugarteniente; a última hora empezaron a llegar las excusas de los invitados para no asistir a la cena, de modo que la dueña de casa cruelmente decepcionada, se encontró con el desagradable Víctor como único huésped, al que ahora miraba como a un botón en un cepillo de iglesia vacío. «De mojado no paso», decía Víctor para consolarse. En cambio la señora del director Wyss le motejó de «abominable», de allí en adelante.
«Víctor es insoportable», opinaban todos. «Víctor está enfermo», era la disculpa unánime.
La disculpa rezaba con precisión: «El toro estando “quadrato” derrama la sangre por el morro».
—¡Dios mío! ¡Qué mala cara tiene usted! —gritó, horrorizada, la señora Steinbach, un día que tropezó con él en la esquina de la calle. Aquel mismo día recibió una invitación insistente para que fuera a verla. Era en vano, pues temía a su amiga tanto como al buen sentido personificado.