Todos sus compañeros de escuela habían sabido labrarse una posición en la ciudad. Uno era profesor, otro capitán de Estado Mayor, el tercero, fabricante de tubos de gas, otro, guardabosques del cantón, y todos los demás se ocupaban en empleos y trabajos semejantes; la mayoría estaban casados, contentos y felices; todos, sin excepción, útiles y estimados por las gentes. En cambio, él, con sus treinta y cuatro años, seguía estando sin oficio ni estado, sin nombre ni hogar, sin beneficio ni obras; ¡sin nada! ¡Y las crueles dentelladas que le daban cuando le recordaban el perdido tesoro de sus dones naturales! «¿No dibujas ya tan soberbiamente como entonces?». «¿Has dejado ya la música?». ¡Ah, pobres talentos míos, desmedrados, consumidos en servicio de su Rigurosa Señora! ¿Y por qué? Por una mudanza en el futuro. ¡Siempre el futuro, nunca el presente! ¡Ya era hora —pensaba— de que llegara al fin ese futuro, pues ya tenía treinta y cuatro años!
«¿Te acuerdas, Víctor —preguntóle Vital, el teniente de policía—, de nuestro bondadoso profesor de alemán, el señor Fritzli? Ahora se habla mucho de él en los periódicos, a causa de sus libros. ¡Dios tenga piedad de él; de poco le aprovecha ya al pobre hombre, enfermo y viejo como está!». Víctor estaba muy agradecido a Fritzli porque fue el único que en el claustro de profesores se opuso a que le expulsaran del colegio por «mala conducta», es decir, por sublevación. El corazón le incitaba a ir a verle.
Lo encontró tendido en la cama, retorcido, quebrantado, gimiente.
El enfermo volvió penosamente la cabeza hacia el visitante, con mirada indiferente, dolorida. Pero, poco a poco, empezó a interesarse por Víctor, buscando en sus rasgos el pasado; sin hostilidad, asombrado, casi como un naturalista que examina una oruga. Mientras Víctor le daba las gracias con palabras balbucientes, pues siempre había sido un mal orador, Fritzli no le escuchaba, sino que continuaba leyendo en su rostro. Al fin, empezó a decir afligido: «¡Usted también! No sé si debo felicitarle o compadecerle. ¿Cómo dice que se llama? Se debe aprender a pronunciar el nombre». Después le obsequió con un misterioso aforismo, pronunciado en voz alta y con expresivo acento: «No a los viejos que no creen; no a los contemporáneos que no sufren; ni a las mujeres que van tras el éxito, sino únicamente a los hombres elegidos de una generación posterior. ¡Váyase joven, váyase, querido amigo, su puesto no está junto al cadáver de un viejo repugnante, ya tiene bastante con sus propias miserias!, ¡ojalá pueda vencerlas! Por otra parte, gracias por haber venido; ha sido un gran consuelo para mí; vuelvo a repetirle: sólo los hombres elegidos de una joven generación. Ahora váyase, le ruego que se vaya».
Y cuando Víctor quiso repetir la visita no fue recibido.
Hasta entonces no se había encontrado en ninguna parte con Pseuda y sólo le quedaba una visita por hacer: la señora del consejero del Gobierno, Keller. Después podía partir, «bien sea el lunes o lo más tarde el martes». Ya había estado en su casa dos veces sin haber logrado encontrarla en ella; ésta era la tercera vez que lo intentaba con idéntico resultado. ¡Parecía imposible! «Bien; me iré el lunes». Después recibió una invitación por escrito para el té del miércoles por la tarde. «Recibiré a los socios de la Idealia el miércoles por la tarde y entre ellos podrá conocer a algunas personas interesantes; posiblemente haya música también». «Habrá música —repitió él—, ¡música como principal atracción! ¡Personas interesantes, Idealia!». Este programa no tenía nada de atractivo y él quería partir, lo más tarde, el martes. Por otra parte, no quería rehusar la invitación de aquella señora a la que estaba obligado hacía mucho tiempo. «¡Sea! ¿Por qué he de dejar escapar la ocasión?». Y aceptó, aunque no muy satisfecho. La consejera del Gobierno le recibió con vieja cordialidad, aunque algo distraída.
—Esperamos a Kurt —le anunció, radiante de alegría, con voz misteriosa, como si le participara el hallazgo de un huevo de Pascua.
¿Kurt? ¿Dónde había oído ya ese nombre?
—¡No es posible —exclamó ella— que no conozca a Kurt! Sobre todo, uno recién llegado del extranjero como usted, no tiene disculpa. —Y empezó a hacerle el elogio de Kurt como sólo una mujer sabe hacerlo, cuando juzga con el corazón. Tenía todas las virtudes y dones imaginables; y en medio del collar de perlas de siete hilos, fulguraba un prendedor que los recogía todos—: ¡En una palabra: un genio! —¡Evidentemente, un genio y muchas otras cosas! «Y conmovedoramente modesto». «¡Y fino y amable!». Y no sé cuántas cosas más. Víctor sonreía. Era la misma de siempre, ensalzando exageradamente al que admiraba. Naturalmente, pensó que no sería más que uno más aquel maravilloso Kurt, lo que le molestó un poco y casi se arrepintió de haber venido.
Con otro tono, como cuando una cantante de ópera inicia un parlamento, añadió, con dejadez:
—Creo que también está ahí su hermana; me parece que ya la ha visto usted otra vez, es la señora del director Wyss.
¡Al fin! Con un profundo suspiro preparó su venganza. ¡No había equivocación posible! ¡Allí estaba, no Imago ni Theuda, sino sencillamente, Pseuda, la Traidora! «¡Y tú no me martillees en los pulsos, estáte quieto ahí dentro!». Y así preparado entró.
¡Cierto! ¡Exactamente! ¡Allí estaba sentada la falsa! Estaba inclinada sobre un cuaderno de música, en todo el esplendor de su robada hermosura, la hermosura de Theuda, rodeada de la poesía que el recuerdo le prestaba. ¡Cómo se parecía a Imago! ¿Era posible aquello? Ante aquella visión, su sangre corrió por sus venas como una ardilla por el ramaje y en sus oídos resonó un estruendo parecido al de un despertador cuando cae al suelo desde la mesilla de noche. «¡Espíritus juiciosos, venid todos en mi ayuda!», rogó angustiado. Sólo que, ¿dónde están?, ninguno acudió a la llamada.
Con los ojos cerrados sufrió las presentaciones, respondiendo con una inclinación de cabeza. ¿Cómo le saludaría ella? ¡Mirad, ahora le envuelve en su mirada! Una mirada indiferente, como si fuera un extraño. Levantó un momento el busto y volvió a inclinarse sobre su cuaderno de música.
«¿Eso es todo?», preguntóse asombrado.
No, no era todo. Tenía delante una copa de nata, la miró amorosamente, miró un par de veces a su alrededor por ver si la veían y tomó, ruborosa, media cucharadita; luego, más atrevida, dos y tres, llenas.
¡Vaya una acogida! ¡A él! ¡Era indignante y afrentoso! Le atravesó el rostro, taladrándoselo, rencoroso, con miradas reprobadoras, hasta que la razón le tiró del brazo: «¡Eh, Víctor!, si crees que va a darse cuenta de tus sublimes muecas, estás equivocado». Entonces lo dejó estar y se quedó mirándola insensiblemente, trastornado, como si estuviera en una sala de operaciones, sin saber qué usar primero, si las tijeras o el bisturí.
Mientras estaba tan confuso, oyó sin querer el rumor de las conversaciones, llegando hasta sus oídos frases sueltas, sin ilación alguna:
—Las carreteras de los protestantes están mejor cuidadas que las de los católicos.
—En el tercer acto, el protagonista, que parecía inocente, aparece culpable.
—¿Estaba también Kurt allí?
—El genio siempre se abre camino.
—¿Tuvo Kurt su buen día?
¿Qué será lo primero que diga? ¿Sonará su voz con aquel tono lleno de vida de entonces? Esperó mucho tiempo en vano. ¡Más alto! ¡Silencio! Ahora parece que se interesa por lo que hablan. Arqueó las cejas, sus negros ojos relampaguearon, abrió los labios.
—¡Todos los cortesanos tienen algo de falsos!
Aquello resultó tan imprevisto que no pudo por menos de reírse sonoramente.
Entonces volvió ella la cabeza lentamente hacia él y le lanzó una mirada de reojo, que parecía decir: «¿Qué te importa a ti esto? ¡Contigo ha concluido todo!». Y mientras volvía al frente la cabeza, le concedió un par de frases adicionales escritas espiritualmente sobre sus rasgos, que él podía leer fácilmente, si quería. «Señor mío ¿qué quiere usted de mí? ¿Qué me quiere decir con esos gestos tan llenos de recuerdos? En caso de que algo pasado le hormiguee en el pecho, tanto peor para usted; cúlpese a sí mismo; pero déjeme en paz, por favor. Hoy lo que importa es el presente, mañana el futuro; mi marido y mi hijo son todo para mí, y usted no me importa nada».
No era ni el bisturí ni las tijeras, era una sierra temerosa. El dolor y el enojo saltearon su fortaleza, sostenida tan penosamente. «¡Que lo intente! Que intente borrar el imperecedero retrato de Parusia con la baratija vulgar de su matrimonio ruin: ¡marido, hijo y demás trastos!».
Y otra vez volvió a recoger en los oídos diversos retazos de las conversaciones. Por la izquierda, decían:
—¿Cree usted que vendrá Kurt?
—¡Ya son las cuatro! ¡Ya no viene!
—Pues yo apuesto a que viene.
Por la derecha:
—Cortesanos acicalados.
—Vida familiar sin alegría de las grandes ciudades.
—Diversiones sin espiritualidad del llamado gran mundo.
—Rígido y ridículo ceremonial en los palacios de los grandes.
Le parecía que no había oído tantas tonterías en diez años, como en estos quince minutos. Su malhumor iba creciendo más y más. «¿Es que nadie se preocupa de mí? ¿Cuánto tiempo he de estar solo en mi silla como Robinson en la roca?».
Luego, un estremecimiento de alegría recorrió a la concurrencia, acompañado de murmullos y reprimidos gritos de júbilo, como si se acercara una procesión. Mientras inquiría con espíritu indolente las causas de aquel regocijo colectivo, vio atravesar la estancia a un personaje, sin saludar ni presentarse, atropellando a todos, a Víctor también, sin disculparse, el cual se llegó hasta el piano, preparó un cuaderno de música y empezó a cantar, en medio de la reunión, sin que nadie le invitase a hacerlo, ni él pidiera permiso, como un amante del aguardiente en cualquier taberna. En un santiamén estuvo Víctor a su lado, le cerró el cuaderno y se lo arrojó sobre las rodillas. El cantor atravesó otra vez la estancia sin decir palabra. Todo había sucedido tan repentinamente como cuando un murciélago entra en una habitación para salir en seguida.
—¿Quién es ese individuo? —preguntó Víctor divertido, volviéndose hacia la consejera del Gobierno, en la creencia de que recogería las gracias por su acción.
Mas he aquí que no vio más que confusión y alboroto por todas partes, consternación en todos los rostros.
—No es ningún individuo —dijo arrebatadamente Pseuda, con la faz enrojecida de indignación, lanzando por los ojos chispeantes mortífero fuego. La consejera del Gobierno, con lágrimas en los ojos le murmuró al oído, con mil reproches:
—¡Era su hermano, el señor Kurt!
Víctor se inclinó con irónica cortesía ante Pseuda, diciendo:
—Señora mía, ¡le acompaño en el sentimiento!
—No necesito su sentimiento; estoy orgullosa de mi hermano y siempre lo estaré.
Diciendo esto salió ruidosamente del salón y todos se dispusieron a marcharse.
—¡Ay, mi hermosa reunión musical! —se lamentó la consejera del Gobierno, con gesto desconsolado.
Y cuando Víctor se acercó ocasionalmente para disculparse, alegando que nunca hubiera creído que una persona tan mal educada, que sin saludar ni presentarse, atraviesa el salón repartiendo codazos…
—¡Maestro de ceremonias! —le interrumpió ella, exasperada—, pero es un original, un genio. —Y se fue de allí toda turbada.
Pero Lehmann, el guardabosques, el camarada de Víctor, le golpeó sonriendo en el hombro:
—¡Víctor, Víctor, eso ha sido un descuido imperdonable!
—¡Perdona, amigo mío! ¡No ha sido un descuido, sino un escarmiento!
—Llámalo como quieras, pero has perdido para siempre el favor de la señora del director Wyss.
—¡Eso lo veremos! —replicó Víctor, intrépido.
Cuando estuvo en la calle, le pareció que salía de una comida extravagante. ¿Y aquél era el celebrado Kurt? «¡Fino, amable, modesto!». ¿Es que tenían aquí otro significado esas palabras alemanas, que en el resto de la tierra? ¿Aquél era un genio? Sí, uno de los diez mil genios que se quedan en nada y de los que cada familia tiene uno en depósito; divinizado por las hermanas y rodeado de una corona de tías aduladoras. Por otra parte, ¿en dónde se había metido? ¡Qué lenguaje! Lugares comunes podridos que nadie se atrevía ya a tocar ni con un palo, opiniones monstruosas, dignas de ser conservadas en alcohol. «Rígido y ridículo ceremonial en los palacios de los grandes». Estas gentes creen que en «los palacios de los grandes» se vive en continua fiesta como en la apertura de una exposición de sementales. «Cortesanos acicalados». ¿Qué entenderían éstos por cortesano? Seguramente se imaginarían un intrigante controlado por el Estado, que desde la mañana hasta la noche andaba dando vueltas alrededor del trono como un mal actor en torno a la concha del apuntador. «Vida familiar sin alegría de las grandes ciudades». ¡Posiblemente porque no zurran a sus niños! «Diversiones sin espiritualidad del llamado gran mundo». Y, sobre todo, no hay que hablar allí del «inocente culpable». ¡Efectivamente, por lo que concierne al horizonte espiritual no encontraba nada extraordinario, por lo que no podía haber ninguna maravilla en semejante prole! ¡Un padre con una cabeza de carácter y un genio por hermano! «¡Todos los cortesanos tienen algo de falsos!». ¿En qué antro democrático había podido escuchar aquella miserable frase? Pero bien lindamente lo había dicho, segura y convencida de merecer el aplauso de todos, como si se tratara de decir una fecha en un examen. «¿Batalla de Salamina?». «¡Yo lo sé!», contestaría triunfalmente, levantando un dedo. «¿He de decirte yo lo que ella es, Víctor? Una niña madurada artificialmente por el matrimonio, que se casó con la muñeca en las manos, y se encontró, de pronto, sin saber cómo, con un crío en los brazos. Ella le consideraba como un muñeco de prácticas de puericultura. ¿Has visto cómo saboreaba su helado de nata? Poco faltó para que se acariciara el estómago, como el payaso en el circo. Pero ¡estaba tan hermosa! Estaba uno tentado a dar mejor nota a la Creación por causa de ella; más bella todavía que entonces, en Parusia, si es posible. No había perdido nada y había mejorado en mucho, en una palabra, “se había abierto como una flor”, como suelen decir los novelistas. ¡Y qué valientemente defendió al bufón de su hermano! Pseuda, me gustas. Es verdad que todavía cocea un poco como un potro salvaje; mejor, eso es una prueba de que tiene casta; no me disgusta de ningún modo verla enojada; por el contrario, le va bien a su constitución de mujer morena. Pseuda, llegaremos a ser buenos amigos». Y canturreando alegremente se fue calle abajo.
Sólo que toda aquella alegría era como un baile infantil sobre cubierta, mientras abajo, en el camarote, gemía un hombre apuñalado, y ese hombre era el capitán. Apenas regresó a la fonda, Víctor arrojó a un lado aquella alegría artificial y se concentró en sí mismo. «Víctor, la verdad ha hablado y nadie debe poner cortapisas a lo que la verdad dice. Esa verdad anuncia: no ha sucedido a la manera de César, llegar y arrasarlo todo. Tu andar, tu mirada, tu justa indignación han fracasado y lamentablemente, en verdad: ¿Cuál fue el motivo del fracaso? ¿Y qué ocurre entre ti y Pseuda? Piensa primero y, después, responde».
Víctor recapacitó; después, respondió: «El motivo del fracaso es el siguiente: Esta damita vive feliz y contenta, no necesita nada ni desea nada tampoco, al menos de mí; estoy de más para ella. Ha enterrado el pasado y sin sepulcro. Éste es, pues, el motivo de que hayan fracasado mis planes. Lo mismo me va a suceder en mis futuras relaciones con ella: mi superioridad espiritual no me aprovecha aquí de nada, pues no es capaz de apreciarla. Creo que hasta me perjudica, pues por mi espíritu, caigo en contradicción con sus convicciones, tan tercas, como tomadas de las cabezas de las otras gentes. En una palabra: “no gusta de esa confitura”, para decirlo con palabras de la señora Steinbach. Quien venera una cabeza de carácter y admira a un Kurt, no podrá apreciar nunca a un Víctor; esto es naturalmente imposible, pues lo uno excluye a lo otro. La cabeza de carácter es su padre, el Kurt es su hermano. Según esto debería iniciar una lucha contra su propia sangre y contra su más bella virtud: la piedad. Por consiguiente…». Aquí se detuvo su pensamiento, resistiéndose ante las conclusiones finales.
Una vocecita, nacida en el fondo más oscuro de su sentimiento, completó por él la frase: «No hay esperanza». Y como si aquélla hubiera sido la entrada de un coro, por todas partes se alzaron, de pronto, cientos de voces que repetían «no hay esperanza», eternamente, con agudos tonos de voz, siempre más alto y recio, como un alud que todo lo arrolla, como los espectadores en el entreacto, cuando el telón no quiere subir.
Víctor inclinó entonces la cabeza, convencido y abúlico.
La razón le dio unos golpecitos en la espalda: «Víctor, tú que oyes la opinión de las gentes, escucha la mía y, en el fondo, la tuya también. En pocas palabras: aquí no hay clima para ti».
«¿Entonces?».
«Hacer las maletas y partir».
«Si crees que va a agradar a mi dignidad, salir de aquí a la chita callando, después de haber venido como un colérico Ulises, estás muy equivocada».
«¿Agradará más a tu dignidad, quizá, salir de aquí humillado, aporreado afrentosamente, con heridas supurantes y el corazón lleno de la más amarga hiel?».
«El destino me debe una satisfacción, un triunfo sobre la traidora».
«El destino es un mal pagador. Ven, sé razonable y no des cabezazos contra la pared».
Víctor suspiró y calló un momento. Después, replicó: «Quizá tengas razón; nadie podrá decir que no terminaré por ceder ante ti; pero antes quisiera dejar patalear un poco más a la necedad; esto hace mucho bien a uno y yo también estoy necesitado de un poco de consuelo. Mañana temprano te daré la contestación; pero ahora déjame dormir».
Cuando estuvo tendido en el suave lecho, convencido completamente de la necesidad de irse de allí, sintiéndose ya medio ausente y meditando sobre el fracaso de sus rigurosas ínfulas de juez vengador, el corazón aprovechó aquel estado de blandura de ánimo: «Es lástima —cuchicheó—, yo te había deseado una despedida mejor. Entiéndeme bien, no pretendo influir en tu decisión, obedece ciegamente a la razón, pues de siempre ha sido la más juiciosa de todos nosotros, pero es muy lamentable que hayas de separarte de ella tan descontento, cargando el recuerdo para toda la vida, con una Pseuda enemiga. Y si, como creo, no vuelves a verla nunca más, no podrás ya cambiar su imagen en tu recuerdo y permanecerá en él como la viste últimamente: como una extraña y enojada, así la tendrás siempre ante los ojos. Yo te había deseado para despedida algo más placentero, una mirada dulce, una frase cordial. ¡Qué sé yo! En una palabra: algo hermoso que hubieras podido llevar contigo y te hubiera servido de consuelo en el extranjero. Te hubiera hecho mucho bien (no hablo de mí, pues me parece que puedo pasarme sin el mundo), y hubiera sido una medicina eficaz para la enferma Imago».
Y así continuó en un vago murmullo seductor, hasta que se quedó dormido.
Pero aquella noche, hacia el amanecer, tuvo un sueño. En una isleta de un estanque, vio sentada a Pseuda, como una princesa encantada, entre ranas y salamandras, en medio de las cuales saltaba Kurt como rey de todas ellas, haciendo ridículas piruetas. «¿No hay ningún hombre generoso en la tierra que me libre de las ranas?», se lamentaba. En la orilla, agachado bajo un mimbral, estaba el lugarteniente, moviendo rítmicamente los brazos hacia su mujer, como diciendo: «¡Sálvala!». Y suplicaba con el gesto, volviendo los ojos. Víctor, naturalmente, no intentó moverse, pues todo era un sueño.
Cuando despertó por la mañana, sano y animoso, fresco el espíritu y el cuerpo reconfortado con ánimos y con el sentimiento de su dignidad, saltó del lecho belicosamente: «¡Animo Pseuda! —dijo emocionado—, yo te libraré de las ranas»; se vistió, abrió la ventana, paseó su espíritu sobre las montañas, los ojos le relampaguearon y pateó el suelo con los pies: «¿Quién dijo que no había esperanza? No está vacía interiormente, sino que tiene un alma como cada ser, y dentro de su alma hay un joyel y en ese joyel sueña, sin que ella lo sepa quizá, un anhelo, y ese anhelo está sediento de algo más elevado, más noble, más bello que todo lo que puede ofrecerle el ambiente que de ordinario la rodea. Está sencillamente incrustado en ella. Si yo me quedo aquí, cerca de ella, tarde o temprano, la magia de mi personalidad, mejor dicho, la ardiente mirada de las figuras extrañas que me iluminan, encenderán su alma con la llama de mi alma, rompiendo la corteza, de modo que despierte, abra los ojos, reconozca mi valía y rinda homenaje a mi alta y desinteresada opinión. Espíritu contra ordinariez, alma contra desidia, personalidad contra ralea, guerra sin cuartel; mi arma es la magia, y la Rigurosa Señora es mi poderoso caudillo. ¡Ya veremos quién es más fuerte!».
Y aquella misma mañana buscó una vivienda particular en previsión de que la mágica curación exigiera más tiempo del previsto.
«¡Magnífico!», gritó la razón, cuando regresó por la tarde. Y dos pensamientos pasaron cuchicheando por delante de su espíritu.
El más próximo de los dos dijo: «Es de los que prefiere partirse una pierna antes que atender razones».
El otro pensamiento esperó previsoramente a estar fuera de alcance para decir, mirando hacia atrás y descaradamente: «Porque la quiere, sencillamente». Y huyó al ver que Víctor venía hacia él con súbita indignación.
Pero la fantasía hizo una seña, confiadamente, a Víctor: «Déjales que charlen. Ven, quiero enseñarte algo». Y entreabrió poco a poco una cortina, tres dedos solamente, lo suficiente para poder mirar por la rendija. Y ved que allí estaban en un escenario Pseuda y él mismo, Víctor, cogidos de las manos y mirándose íntimamente uno a otro. Luego ella le dijo a él: «¡Oh, tú, el más alto, el más bueno, el más desinteresado, toma todo lo que sin pecar pueda darte, todo es tuyo, ya lo llames amistad o amor!».
«Esto es sólo una muestra, para que te des una idea», sonrió la fantasía, dejando caer de nuevo la cortina, «más tarde te enseñaré algo más, mucho más hermoso».