EL REGRESO DEL JUEZ

—¡Desciendan con cuidado! ¡Esperen a que se detenga el tren! ¿Necesita un mozo? ¿Hay que llevar algo?

¿Y aquello era la patria por la que su corazón había suspirado tanto dentro del pecho? Tampoco debería considerar como patria al guardia que holgazaneaba en el andén. Creo que hasta bostezaba en aquel momento. ¡Patria y bostezos!

—¿Trae usted baúles también?

La plaza de la estación era como cualquier otra; casas hoscas, recias y grises, como en todas partes; nada de destellos de oro ni resplandores de púrpura. «¿Eran entonces las calles tan frías y estaban tan desiertas como ahora? ¡Puf; qué polvareda! ¡Vaya un viento más frío para estar a primeros de septiembre! En todo caso, Víctor, en esta pétrea soledad estarás seguro de todas las asechanzas del amor. ¡Oh, aquí no hay peligro!».

El pesado mozo, con su charla impertinente, no permitía ninguna reflexión.

—¿Quiere usted hacerme un gran favor? —le rogó Víctor—. Pues, entonces, vaya usted despacio, se lo ruego, muy despacio, hasta aquella columna y cuente exactamente los pasos. ¿Cuántos hay? ¿Seis? Muchas gracias; y ahora, si estamos de acuerdo podemos seguir adelante.

Lleno de confusión, el hombrecito cerró la boca y no volvió a pronunciar una palabra en todo el camino.

Apenas llegó a la fonda, pidió Víctor el libro de direcciones.

«¿Cómo se llama ahora esta infiel? ¿Cuál es su nombre de casada? Me parece que se llama Wyss, señora del director Wyss. Pero, director ¿de qué? Hay directores de ferrocarriles, de banco, del gas, del cemento, de la goma y de todo lo posible e imposible. Ya veremos a ver si lo pone aquí. Justamente, aquí está; claro que escondida previsoramente tras el marido: Doctor Treugott Wyss, profesor, director del Museo Nacional y de la Escuela de Artes, jefe de la Biblioteca Cantonal, miembro de la Junta del Orfanato, calle de la Catedral, 6.

»¡Oh, cuánta sabiduría! ¡Vaya un cúmulo de dignidades! En verdad que me hubiera agradado más encontrarme con un director de banco. Así que es todo un señor. Sin embargo, no sé por qué, pero me parece que este bravo marido debe ser pequeño, insignificante y un poco torpe, sin atreverme a decir que sea cómico. Así pues, mañana por la mañana, al seis de la calle de la Catedral. ¡Hermosa dama!: ¿No te dice tu dedo meñique que tu juez se acercará mañana a ti?».

Y a la mañana siguiente, a la hora de visitas, se puso en camino de la calle de la Catedral.

«¿Cómo me recibirá? Pueden ocurrir dos cosas: puede ser que palidezca y vacile y quiera recogerse en su cuarto o que enrojezca, recobre la serenidad y me mire insolentemente a la cara. En este caso, cargaré mi mirada de recuerdos y la obligaré a bajar la suya ante mí. Después me volveré hacia él, hacia Federico, y le diré: “La misteriosa pantomima que acabamos de representar ante sus ojos asombrados su esposa y yo, está pidiendo una aclaración. Naturalmente que estoy dispuesto a dársela a usted, pero me parece más caballeroso ceder la palabra a su señora. Pues, aunque soy su acreedor, no quiero ser su denunciante. Ella podrá referirle cómo y por qué soy yo el legítimo dueño de su esposa y usted, señor mío, mi sustituto simplemente y mi fiel lugarteniente, con mi consentimiento. Deseche, mientras tanto, toda preocupación; después de haberle reconocido tácitamente como mi sustituto en el matrimonio, me he impuesto el decoroso deber de no perturbar su vida conyugal, su paz y su ventura. Su hogar es sagrado para mí, y mi obligación, inclinarme y desaparecer; en mí puede usted aprender, señor director, a estimar la virtud de la invisibilidad. Como es la primera y última vez que atravieso el umbral de su puerta y como no volveré a presentarme nunca más ante usted, permítame que, por una vez en la vida, exprese a su dignísima esposa mi falta de estima. Allí está esa encarnación de la culpabilidad. Con esto me doy por satisfecho. Si usted no accede a ello me instalaré aquí y no le dejaré ni a sol ni a sombra”. Así me expresaré, aproximadamente, cuando esté frente a ellos. ¡Éste es el catorce! ¡Me he pasado, distraídamente! ¡Hay que dar la vuelta! ¡El doce! ¡El diez! Y a estoy llegando; el ocho y el que viene, el seis. No está mal la casita; qué limpia y qué acogedora con sus blancos visillos de encaje y su mirador corrido; ¿quién podría sospechar que oculta tanta falsedad? Se oye cantar a un canario y reír a un niño. ¿Un niño? ¿Cómo puede haber un niño? Debo haberme equivocado de número. ¡Pues, no; éste es el número seis! Vivirá otra familia con ellos».

Cuando leyó el apellido Wyss en la placa de la puerta, comenzó a latirle el corazón a galope. «¡Calma! —ordenó—, ¡la angustia debe experimentarla ella y no el juez!». Tiró de la campanilla y corrió escaleras arriba.

Lo sentía mucho, dijo la criada con dulce gesto; el señor director y su señora habían salido.

Rechinó los dientes, enojado. Tenía previstas todas las acogidas posibles, pero no ninguna. Generalmente, le molestaba no encontrar en casa a la persona a quien iba a visitar. «¡Han salido! ¿De modo que también sale con él, en pleno día? ¡Ciertamente que tiene derecho a hacerlo, pero no se trata solamente de un derecho, sino de tener vergüenza!».

—Ésta es mi tarjeta; volveré a visitarla esta tarde a las tres.

—Es posible que esta tarde no esté aquí la señora.

—¡Tendrá que estar! —ordenó y, dando media vuelta, se marchó.

¡Qué mala persona es esta criada! ¡Qué manera más venenosa de acentuar la palabra señora, casi la pronunció burlonamente! En la escalera se encontró con el cartero.

—Una tarjeta postal para la señora del director —informó cuando llegó arriba.

«¡Éste también! ¡Gente cobarde! ¡Servilismo! Si yo me hubiera casado con ella, hoy la llamarían con mi nombre».

Cuando estuvo en la calle sacó el reloj.

Las once y media; todavía quedaba tiempo hasta que almorzaran en casa de la señora Steinbach. Un poco lejos estaba de la calle de la Catedral, pero podía ir allí un rato… Y recordó el jardincito familiar, resplandeciendo bajo el sol de otoño. Se puso vivamente en camino, sonriendo feliz ante la idea de volver a ver a su amiga. Y cuanto más tardaba en llegar, más le espoleaba el deseo. Sin embargo, se detuvo ante la puerta del jardín.

«Posiblemente tampoco esté en casa, pues, cuando empieza uno a fallar, se extiende el mal como una epidemia».

¡Qué milagro! Sí que estaba. Un grito de alegría resonó allí arriba, en la ventana y, llena de contento, le salió al encuentro escaleras abajo. Poco faltó para que se abrazaran. Se cogieron de las manos.

—¿Pero es usted, de verdad? ¡Siéntese y cuénteme! Ante todo ¿cómo va? ¿Cómo iba yo a suponer…?

Sonrió ella de gusto.

—En la voz le reconozco, sobre todo; así, pues, hable, diga lo que quiera, cualquier cosa. ¡Sólo quiero oír su voz para estar completamente segura de que está usted vivo y que todo esto no es un hermoso cuento de hadas. Pues, junto a usted, señor mío, la fantasía y la realidad se entremezclan y no me extrañaría nada verle desaparecer de repente ante mis ojos!

—Es favor que usted me hace —bromeó él—. Si usted quiere, puedo darme vuelta para que se convenza de que estoy vivo.

—¡No! Prefiero que me dé otra vez la mano. ¡Así! ¡Ya no le suelto! ¡No! ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo ha llegado?

—Ayer noche. Pero ¿sabe usted que cada día está más guapa? Y, naturalmente, cada vez tiene mejor gusto para vestir.

—¡Oh! ¡Calle usted, por favor! ¡Una viuda de treinta y tres años, muy vieja! ¡Usted sí que está más fuerte y apuesto, me parece a mí, que hace cuatro años! ¿Cómo lo diría yo?, más seguro, más animoso.

—Más osado, más atrevido, más ofensivo también.

—Dejemos eso. ¿Podemos esperar algo grande y hermoso de usted? Ya sabe cómo lo pago después.

—¡Ay, Dios! En cuanto a eso… —suspiró y quedó pensativo mirando ante sí.

—Y si pone usted esa cara tan preocupada —rió ella—, no tendré compasión de usted. No tendré la menor compasión. ¡Dolor por el final! ¡Preocupación por la victoria!

En lo alto de la torre de la catedral sonó la campana tocando a mediodía.

—¿Sabe lo que le digo? —dijo, halagadora, mientras se levantaba—, que podía venir esta tarde a tomar una taza de té; estaremos completamente solos.

Ya iba a acceder, regocijado, cuando se acordó de que no podía disponer esta tarde de su tiempo y se lamentó, malhumorado:

—Desgraciadamente, tengo que hacer en otra parte.

—¡Hombre! ¿Llegó usted anoche y ya está comprometido hoy? A pesar de todo, no quiero entrometerme en sus asuntos.

De mala gana confesó él, pues no quería cometer ninguna cobardía:

—No es ningún secreto; menos para usted. He anunciado mi visita esta tarde a las tres al director Wyss.

Ella le miró extrañada.

—¿Qué es lo que se le ha perdido a usted en el templo democrático de la virtud? ¿Conoce usted al señor director?

—A él, no; pero a ella, sí.

Entonces ella cambió de rostro y dijo fríamente:

—¡Ya sé; ya sé! —exclamó, mientras se apartaba—, la conoció usted fugazmente hace cuatro años en un balneario. Creo que estuvieron juntos uno o dos días, ¿no?

—¿Fugazmente? —gritó, indignado—. ¿Fugazmente? ¿Está segura? ¿Uno o dos días? ¿Qué significa eso de «días»? ¿Es que se mide el valor de una vida con el calendario? ¡Pienso que hay horas que pesan más que treinta años de vulgaridad; horas que viven eternamente, como algunas obras de arte, pues el artista que las creó es el santo espíritu de la belleza!

—Lo que, desgraciadamente, no las libra de pasar y ser olvidadas.

—Yo no conozco el olvido, no consiento que pasen.

—Usted, con su fantasía, no; pero los demás sí, sobre todo cuando el presente satisface todos sus deseos. ¿Cree usted que la señora del director Wyss espera su visita o que la echará de menos si no se realiza?

—Ciertamente que no; tampoco me propongo causarle un placer con ella.

La señora Steinbach enmudeció un momento, luego dijo, como para sí misma, pero en voz alta y expresiva:

—La hermosa Theuda Neukomm es ahora un trozo de pan; vive contenta de su feliz matrimonio. Su marido es un hombre educado, agradable y digno de aprecio, que la ama y digno de ser amado por ella; tiene un hijo encantador; un ángel. Le digo que es un sol, con su cabecita de rizos negros como los de su madre; ahora empieza a hablar. Sí; no se encoja de hombros. El niño le tiene sin cuidado, ¿verdad? ¡Pero la madre no! Una bendición de crío para parientes y amigos, que le miman a porfía, sobre todo, su hermano Kurt, el hombre prodigioso, el gran genio, su ídolo.

Se detuvo un momento y sonrió.

—Además, ahora pienso que esta tarde no estará en casa, pues va de excursión al campo con la sociedad coral.

—¡Perdón; estará en casa!

—¡Ah! Si está usted seguro, me callo, como es natural.

De pronto, dijo, mirándole seriamente:

—Amigo mío, ¿qué es lo que quiere de la señora del director Wyss?

—¡Nada! —respondió, enojado.

—Tanto mejor, pues, en caso contrario, iba usted a recibir un sensible desengaño. ¡Bueno! Pues, le repito que puede usted venir por aquí siempre que quiera y que será bien recibido cualquier día y a cualquier hora.

Y mientras le acompañaba hasta la puerta volvió a repetir expresivamente:

—La hermosa Theuda es ahora un pedazo de pan.

Era extraño que hubiera vuelto a repetir aquello del pedazo de pan. «¿Es que cree, quizá…? ¡Oh, no, querida mía!, el prometido de la sublime Imago está inmunizado contra los atractivos de la señora del director Wyss. ¿De modo que tu nuevo deporte es traer críos al mundo? Por favor, señora, no se moleste. Por mí puede usted traer mellizos, trillizos o por docenas, hágalo como si yo no estuviera. Mas espere; antes dije que no quería nada de ella y no es verdad, tengo que rectificar». Y mandó por el botones del ascensor una nota a la señora Steinbach: «No quiero “nada” de ella, solamente que baje los ojos ante mí; eso es lo que quiero de ella. Su fiel amigo, Víctor».

Los huéspedes se aburrían en el comedor, yendo de aquí para allá, a lo largo de las paredes, mirando, unas veces, por las ventanas, otras, observando distraídos los cuadros, hasta que al fin llegó la hora del almuerzo.

Víctor se había detenido ante el retrato de un estadista, cuyo nombre era, naturalmente, ilegible, encerrado en un cuadro negro. Un rostro vigoroso de recios y acusados rasgos como labrado por un tallista, reflejando en el semblante desinterés y energía, convicciones vigorosas, con ojos no acostumbrados a mirar tercamente, hombre contra hombre, sino a deslizarse sobre las multitudes. Al cabo pudo descifrar la leyenda que figuraba en el marco: «¡Todo por la escuela popular!». Después volvió a contemplar al hombre del cuadro. Debió concebir el mundo como un establecimiento de enseñanza; aprender el fin de la vida, después enseñar. ¡Era una pena que el destino no le hubiera colocado en el timón de la historia del mundo en vez de tras una urna electoral!

Mientras observaba tan atentamente al estadista, se le acercó por la espalda, sin que él lo notara, otro huésped, que se puso a contemplar también el cuadro por encima de su hombro.

—¡Hermosa cabeza!, ¿verdad? —opinó el desconocido con admiración.

Otros huéspedes se acercaron al retrato como las moscas a un terrón de azúcar, y otra vez se oyó decir en medio del grupo, con respeto:

—Hermosa cabeza; revela todo un carácter.

El señor del cuadro debió de ser en vida un personaje muy importante y muy estimado, pues la conversación siguió en torno a él, mucho después de haberse sentado la gente a la mesa. Alguien pronunció su nombre incidentalmente: Neukomm.

«¡Eh! ¿Has oído? ¿Neukomm? Ella también se llama así. ¿Será quizás un pariente lejano?».

—¿Ha dejado hijos? —preguntó una voz.

—Dos —respondieron—: un hijo y una hija. El hijo ha dado en hacer versos; la hija se ha casado con el conocido director Wyss. Una mujer preciosa; todo el mundo se vuelve a mirarla cuando va por la calle. Alta, soberbia, morena como una mujer del Sur (su abuela era italiana) y ardiente. ¡Qué hembra! Pero, eso sí, discreta y honesta como pocas; nadie puede decir nada de ella. Además es una patriota convencida, como su difunto padre.

«¡El retrato de su padre! Despierta, pues, razón mía, y muévete porque has de hacer un montón de observaciones importantísimas». Su razón se movió, indolente, levantó un poco la cabeza, luego volvió a tenderse, indiferente, como un mastín cuando ve pasar por la calle al lechero. «Aquel asunto le parecía muy estúpido» aclaró ella.

Después de comer, Víctor preguntó a un camarero:

—¿Dónde puedo leer periódicos?

—Vaya usted al Café Scherz, junto a la estación; allí los tienen de todas clases.

Aunque la sala estaba llena, encontró una mesita junto al ventanal, con dos sitios vacíos. Las gentes entraron y salieron y miraron en torno, mas nadie se sentó frente a él.

«¡Aquí, como en todas partes! Decididamente, Víctor, no tienes ningún atractivo. ¡Se me ocurre una cosa graciosa! ¿Y si estuviera entre la gente que llena el café mi fiel lugarteniente? ¿Por qué no? Seguramente le gustará venir a leer su periódico. Quizá sea aquel que está allí con su pelambrera de estopa y sus lentes dobles sobre el rostro de carnero. No es un Adonis precisamente; se necesitaría mucha buena voluntad para sostener lo contrario; y no parece tener más espíritu que el que es imprescindible a un señor profesor. Lugarteniente, lugarteniente, si pudiera aconsejarte, te diría que no te confíes demasiado a tu erudición, pues puede ocurrirte que tu hermosa Juno, de la que tanto te vanaglorias, te bautice una mañana nubosa con el título de “Doctor Fastidio”. Verdaderamente, según las leyes de la decencia, debería ir a él y embromarle un poco. ¡Si yo estuviera seguro de que es él! Pronto saldremos de dudas. Las dos y diez; todavía faltan más de tres cuartos de hora. ¡Qué largo se hace el tiempo! ¡Eh! ¿Quién es ese hombre tan gallardo que viene hacia mí? ¡Brrr! ¡El galán con que sueñan casi todas las muchachas. Algo “para apoyarse”, un “arrimo para toda la vida”! Si yo supiera cantar, lo haría así: “¡El más hermoso de todos!”. ¡Y tiene también cabellos rizados como Júpiter! ¿A quién me recuerda este Hércules trovador? ¡Ah! ¡Ya sé! Al rey de corazones de una baraja francesa. ¡Ay de vosotras, hermosas doncellas! ¡Llorad! ¡Trae un anillo matrimonial al dedo! ¡Y hasta es ya papá, pues, sólo quien lo es, puede caminar tan satisfecho del mundo! ¡Qué cuidadosamente dobla el gabán! ¡Qué limpieza en su ropa blanca! ¡Y aún hay más! ¡Creo firmemente que se dirige hacia mí! ¡Salve, tú el más hermoso de todos!».

El rey de corazones se inclinó, haciendo una reverencia cortesana; luego sacó una petaca de cigarros:

—¿Puedo permitirme ofrecerle uno?

—Yo no fumo; muchas gracias —respondió Víctor. «Pero ¿te has fijado en la petaca? Está muy bien repujada. Seguramente un regalo de su mujer».

—¿Usted me permite? —dijo el rey de corazones cogiendo una revista, y se puso a hojearla distraídamente, mientras tamborileaba con los dedos en la mesa. ¡Vaya unas uñas más bien cuidadas!

El rey de corazones prefirió charlar a seguir leyendo; se veía que le había satisfecho la comida.

—Como forastero —empezó a decir con voz vacilante para iniciar el diálogo, pero lo suficientemente fuerte para que le oyeran los vecinos—, quizá le cueste algún trabajo comprender nuestro dialecto un poco áspero.

—No soy forastero —aclaró Víctor, desabrido—; aquí nací y viví mi niñez; después he estado muchos años en el extranjero.

—Tanto mejor; así tengo el placer de saludarle como un compatriota.

Después se ocultó nuevamente tras la revista, con gesto sonriente.

«Saborea su felicidad conyugal como una barra de regaliz», pensó Víctor.

Cuando la barra de regaliz tocaba a su fin, el rey de corazones señaló una estampa de Werther que figuraba en su periódico y dijo después de una pequeña vacilación:

—¿Cree usted que se puede dar en nuestros días un amor tan apasionado y tan exaltado?

—Naturalmente que sí; a mí me parece que puede darse en cualquier tiempo.

El rey de corazones sonrió.

—No lo tome usted a mal. Dígame formalmente si cree usted que en estos tiempos tan positivistas…

—Nada de tiempos positivistas.

—Si usted lo prefiere, no lo son. De todos modos, debe reconocer que los tiempos se diferencian unos de otros; por ejemplo, ahora son sencillamente inconcebibles ciertos estados anímicos que antes se observaban en las gentes. ¿Puede usted imaginarse, por ejemplo, a un Juan el Bautista, a un Francisco de Asís, o para no salimos del tema, a Werther con cuello alto y almidonado? Usted me perdone, he dicho esto sin mordacidad alguna. Créame usted, lo he dicho inocentemente.

Víctor le tranquilizó, sonriendo:

—No tengo nada que oponer a esa referencia que usted hace al Bautista o al santo de Asís, pero me parece muy difícil que, comiendo saltamontes, venga el Espíritu Santo o que el éxtasis dependa del cuello de la camisa. Por lo demás, tengo entendido que el autor de Werther era un hombre que procuraba vestir delicadamente, casi amanerado.

Y como se siguiera una larga pausa. Víctor la aprovechó para formular una pregunta que hacía tiempo que deseaba hacer:

—¿Conoce usted, quizá —se atrevió al fin a inquirir bruscamente, con voz medrosa—; conoce usted, quizás, en esta ciudad, a un cierto señor director Wyss?

Apenas terminó de pronunciar la frase cuando sintió que enrojecía ardientemente.

El rey de corazones le miró sorprendido y dijo:

—Sí; ¿por qué?

—¿Qué clase de hombre es? Quiero decir: ¿qué aspecto tiene? ¿Alto o bajo? ¿Joven o viejo? ¿Repugnante o agradable? En todo caso, será un hombre muy educado a juzgar por sus títulos y empleos.

El rey de corazones sonrió socarronamente y como divertido:

—Tiene, como todo el mundo, sus faltas; también tiene sus virtudes y, dispense usted que haga mi propio panegírico, pues yo soy el director Wyss.

Resultó todo tan simpático, tan lleno de amable ironía, que Víctor, desechando toda prevención, se levantó y le ofreció la mano con absoluta sinceridad. El otro la estrechó cordialmente y en aquel momento surgió entre ambos como un pacto de amistad.

Cuando Víctor dijo cómo se llamaba, el director exclamó, con alegría:

—¿Entonces, es usted el señor que quiso honrarnos con su visita esta mañana? Lo hemos sentido mucho, sobre todo mi mujer, a la que, tengo entendido, conoció usted hace tiempo en unos baños de mar.

—No fue en el mar, sino en un balneario de montaña.

—Esta tarde, desgraciadamente, tampoco podrá saludarle a usted, pues ha ido de excursión con las señoras de la Coral; acabo de venir de la estación de despedirla. Pero creo que esto no será obstáculo para que pasemos una tarde juntos, proponiéndole, si no es una indiscreción, que nos veamos en la Idealia; puede usted entrar yendo conmigo, sin que sea necesaria ninguna formalidad. Además, mi mujer es presidenta de honor.

—¿Idealia?

—No me daba cuenta de que usted no puede conocerlo; perdone mi distracción.

Después empezó a hablar de la Idealia con mucho entusiasmo. Era una fundación de su suegro, una sociedad modesta, familiar, sin solemnidad alguna, sin ostentación ni francachelas, con el solo objetivo de fomentar una sociabilidad llena de contenido, en la que la instrucción corre parejas con las diversiones (lo uno no excluye a lo otro), siendo la música la que principalmente se encarga de eso, y otros festejos que se celebran, generalmente, los miércoles, viernes y domingos.

Víctor escuchaba atento la charla con los oídos, pero su espíritu estaba pendiente de lo que percibían sus ojos: «¡Aquél era, el lugarteniente! ¡El rey de corazones! ¡El más hermoso de todos! ¡Y él que había confundido a su lugarteniente con aquel Adonis del rincón! ¿Por qué se había figurado que el lugarteniente había de ser un hombre ridículo y, sobre todo, torpe? ¡El rey de corazones no tenía nada de ridículo! ¡Absolutamente nada! Y le miraba deslumbrado, casi asustado. ¡Alégrate, Víctor, pues debe satisfacer a tu orgullo el ver que tu lugarteniente es apuesto y gentil! Ahora me explico que ella le quiera. ¿O era mi deseo que ocurriera lo contrario? ¡Dios me libre! ¡Lamentaría mucho que no fuera así! Este hombre se lo merece. Pero ¿y ella? ¡Aquello era una provocación! ¡Irse de campo habiéndola anunciado mi visita! Sin discusión, la señora tenía muy poquita vergüenza».

—Usted también será aficionado a la música —oyó decir al lugarteniente—. ¿O no le gusta?

—Creo que sí; es decir, no estoy muy seguro, eso depende…

—¡Las tres! —dijo el lugarteniente, horrorizado, cuando oyó las campanadas del reloj de la torre de la iglesia—, charlando se me ha ido el tiempo y debo estar cuanto antes en el Museo. Así pues, yo le ruego que me disculpe y espero que tendré el gusto de saludarle en la Idealia.

Le dio presurosamente la mano y salió de allí con precipitación.

Pero Víctor recorrió las calles, azorado. Aunque procuraba repetirse constantemente: «¡Víctor, anímate!», no servía de nada; estaba abatido, derrotado, desanimado.

¿Qué le había ocurrido de malo? Nada en absoluto; y a pesar de todo se sentía vencido. Y llegó hasta las afueras de la ciudad y se sintió cansado. Después, cuando se halló en casa, tendido sobre el diván, se encontró más aliviado.

«¡Salud!», le deseó su cuerpo.

«¡Gracias, Conrad!», replicó él, alegremente. Hacía tan buenas migas con su cuerpo, que solía llamarle amistosamente Conrad.

Después de haberse tirado un buen rato, descubrió sobre la mesa una cartita que debía llevar allí mucho tiempo, a juzgar por el rectángulo que el polvo había dibujado debajo de ella. Era de la señora Steinbach.

«¡Es usted un malvado! La señora del director Wyss no necesita bajar los ojos ante nadie. Venga usted en seguida a mi casa, pues tengo que reprenderle».

Tranquilo, testarudo, obedeció la orden.

—No sabía yo que fuera usted una persona tan ingrata —le dijo bruscamente al recibirle—. ¡Siéntese usted en el banquillo de los acusados y déjese interrogar! ¿Qué tiene usted que echar en cara a la señora del director Wyss?

—Adulterio.

—Que traducido al lenguaje sensato quiere decir…

—No necesita traducción, quiere decir que ha roto un compromiso matrimonial.

—Hablemos seriamente, señor mío, pues se trata de la honra de una mujer intachable. Hago un llamamiento a su lealtad, en la que tanto confío, y me dirijo a su conciencia, preguntándole: ¿Hubo entre usted y Theuda Neukomm un verdadero noviazgo?

—¿Dónde va usted a parar? —defendióse él enérgicamente.

—O algo parecido que le autorizara a suponer que ella le aceptaba. ¿Hubo declaración amorosa? ¿Hubo alguna palabra o signo de compromiso? ¿Un beso o qué sé yo?

Él se defendió otra vez fríamente:

—No, no, no; va usted por mal camino; las palabras que cambiamos fueron pocas e insignificantes. Yo estaba sentado en la mesa junto a ella, dimos juntos un par de vueltas por el jardín y, después, cantó para mí una canción en el salón. No ocurrió nada más.

—¿Hubo cartitas?

—¡En absoluto! Era yo demasiado respetuoso y ella muy precavida. Las mujeres no se comprometen por escrito; eso lo sabe usted bien.

—Entonces, ¿qué alega usted? ¡Ayude a mi pobre razón!

En aquel momento, el rostro de Víctor se transformó repentinamente, tomando una expresión extraña, profundamente seria, como si hubiera visto un fantasma.

—Una cita personal en la ciudad lejana —balbució su boca.

—Perdone usted que le contradiga rotundamente. He oído decir a la señora Wyss todo lo contrario, y la señora del director Wyss no miente nunca.

—¡Yo tampoco! Cuando digo una cita personal, no quiero decir, naturalmente, nada corporal.

Se echó ella involuntariamente hacia atrás, arrastrando la silla y mirándole fijamente:

—¿Cómo se entiende eso? ¿Es que llegaron a verse?

—No; fue una entrevista de alma a alma. Tranquilícese usted, estoy en mi sano juicio y veo las cosas exteriores tan agudamente como cualquier otro. ¿Por qué pone usted un gesto tan incrédulo? ¿Cree usted, quizá, que se ve menos en una casa amueblada que en una vacía? Cuando yo hablo, por lo tanto, de una aparición…

—¿Cree usted en apariciones? —inquirió ella.

—Como todo el mundo, como usted misma. ¿No tienen algo de apariciones los sueños, los recuerdos, el reflejo de un rostro amado, el resplandor de una visión en el alma del artista?

—¡Por favor! ¡Nada de trucos sofísticos! Hablemos seriamente. Todos sabemos que los recuerdos, que las manifestaciones artísticas, son sencillamente productos de la fantasía.

—Así lo creo yo también.

—¡Bendito sea Dios! No sabe usted lo que me alegro de que así sea. Se expresó usted hace un momento de tal manera que me hizo pensar que usted creía que dichas apariciones habían ejercido gran influencia en su vida real y en sus acciones.

—Y así lo creo, en realidad.

—¡No; eso no puede ser! —gritó—. ¡Usted no puede hacer eso!

—Perdóneme usted si me atrevo a seguir creyéndolo.

—¡Pero, eso es un desvarío! —exclamó ella.

—¿Por qué ha de ser un desvarío? —preguntó, sonriendo—. ¿Porque estimo tan altamente los sucesos interiores como los exteriores? ¿O porque, quizá, los estimo infinitamente más? ¿O porque me dejo llevar de ellos? ¿Es también desvarío dejarse llevar de la conciencia o de Dios, en nuestros actos?

Permaneció ella un instante perpleja y desconcertada por aquella respuesta. Él prosiguió:

—La única diferencia estriba en que los demás se satisfacen con apariciones imprecisas, mientras las mías son luminosas y claras, como para el pintor la Asunción de la Virgen María. El dedo de Dios, Los ojos del Eterno, La voz de la Naturaleza, La marca del destino, ¿de qué me sirven todas estas piezas de museo anatómico? Me gusta ver toda la figura de una vez.

—Su pensamiento —dijo ella, suspirando desalentada— es superior a mi débil cerebro de mujer, cuando se trata de estas sutilezas; en este terreno no puedo defenderme. Lo siento y me apena.

—Mi buena amiga —dijo poniendo una mano en su hombro—, ¿no es verdad que se está preguntando por qué no procuré sujetar a Theuda con una promesa de matrimonio? Confiese que siempre ha pensado y piensa que he desperdiciado neciamente mi felicidad por cobardía frente al matrimonio. ¿Ve usted cómo está asintiendo a mis palabras con los ojos?

—Digamos mejor, por indecisión —suavizó ella.

—No; llamémoslo cobardía, pues la indecisión es también cobardía; cobardía de la voluntad. Mas no puedo soportar por más tiempo esta postura desfavorable ante su opinión. Quiero darle a conocer mis motivos. ¿Está dispuesta a escuchar?

—Estoy dispuesta a todo —murmuró e inclinó la cabeza—, aunque no quiero ocultarle que este tema me molesta mucho, y no comprendo la necesidad de revolver historias pasadas. Ahora, si es su deseo…

—¡No porque sea mi deseo —corrigió él—, sino porque es mi deber!

Y con voz alterada, empezó a decir:

—No; no fue por cobarde indecisión ni por necio desatino por lo que no sujeté a la felicidad cuando se acercó a mí con paso ligero, mirándome con sus ojos claros y susurrando: «tómame»; la dejé pasar sabiendo lo que hacía, conociendo el valor de lo que arrojaba de mí; me decidí, con varonil resolución, después de una elección madura y difícil. Y ahora quiero referirle a usted aquel momento decisivo.

Tras aquellas palabras, hizo una pausa como si quisiera recobrar el aliento, pero como aquella pausa parecía no tener fin, ella le miró. Víctor se levantó, vacilante, ante ella, zarandeado por una tormenta interior, apretando fuertemente los labios.

—Y, sin embargo, no puedo decirle nada —dijo penosamente—, está muy hondo —y se apoyó en el piano.

Saltó ella rápidamente hacia él para sostenerle en caso necesario.

Pero ya se había rehecho.

—¡Y decidí bien! —gritó—. ¡Estoy seguro de que decidí bien! ¡Si volviera a encontrarme en aquel trance no lo resolvería de otra manera!

Recogió su sombrero, se inclinó y besó su mano.

—Se lo diré por escrito —dijo, mientras ella le acompañaba profundamente conmovida hasta la puerta de la casa.

—¡Bien! —dijo ella por decir algo, pretendiendo dar a su voz un tono ingenuo—, escríbamelo. Ya sabe que todo lo que le concierne a usted me toca a mí de cerca; y créame, aunque no le he entendido otras veces y ésta tampoco le entiendo, nunca he dudado de la pureza y nobleza de sus sentimientos.

—¡Gracias, mi noble y fiel amiga! —exclamó apasionadamente, cogiéndola ambas manos—; me da usted la vida; ¡me hace tanto daño, un daño tan insoportable, ver que alguien duda de la nobleza de mi carácter!

—¿Quién se ha atrevido a hacerlo? —dijo ella, enérgica, casi colérica.

Él se asombró.

—Todos —respondió, titubeando—, bueno, es decir, en realidad, nadie determinado.

Mientras tanto, ella deshizo aquel apretón de manos y subió de espaldas algunos escalones.

—¡Dígame! ¿No es usted injusto? ¿No la perjudica?

—Yo no hago daño a nadie más que a mí mismo —dijo, sonriendo. Después partió.

«Es usted un ser peligroso, un hombre fuera de la ley», suspiró después y se arrojó, completamente agotada, en un sillón, para reponerse de la fatiga.

Se fue precipitadamente a su cuarto para hacer por escrito aquella confesión que había prometido. Y ved, mientras que en otras ocasiones le repugnaba el escribir tanto como ver supurar a un sapo, ahora sentía, después de haberse removido los recuerdos con aquel interrogatorio, un inmenso deseo de escribir aquel momento crucial de su vida, para que sus sublimes secretos tomaran forma fuera de él, sin dependencia alguna de su memoria, como verdades inconmovibles.

Así, comenzó a escribir, aunque rechinándole los dientes y echando espumas contra la violencia de los fueros del pensamiento, pero de un tirón y con prisa febril.

«A la Sra. Martha Steinbach.

»¡Eterna maldición y oprobio, ante todo, para la prosa desnuda que la profana! Así pues, inicio la profanación:

»Mi hora.

»Su carta de usted, con el retrato de Theuda, llegó por la mañana, aquella carta en la que me daba a entender que esperaba de mí una palabra terminante, que a dicha palabra me estaba asegurada una respuesta favorable, que, por el contrario, aquel largo vacilar sería interpretado como una renuncia. Comprendí. Aquello era una amonestación, reforzada por una advertencia y me dije: “Ha llegado el momento de decidirse”. Observé el retrato; mil deliciosos encantos me contemplaban desde allí; la pureza de una mujer exquisita, eminente por su belleza, su virtud y su educación, el recuerdo de las horas vividas en común, vacías de todo acontecimiento importante, ciertamente, pero llenas de eterna poesía (Parusia llamo yo a aquellas horas), el íntimo mirar de aquellos ojos llenos de alma que me decían: “En ti tengo mi esperanza”, la promesa de un cúmulo de venturas para aquel que la supiera conquistar. Bajo el retrato, podía leerse en caracteres invisibles: “Éste es el premio más alto”, y las frases de su carta susurraban: “Tuyo es el premio”.

»Mientras el ajetreo del día tuvo ocupados mis sentidos, conservé oculto el retrato, mirándole golosamente algunas veces, sólo para sumergirme en el maravilloso misterio de sus ojos profundos o para saborear su belleza de mujer. Así estuve alimentando a escondidas mi corazón con la imagen adorada.

»Ya muy de noche, sin embargo, estando solo en mi cuarto en penumbra, puse el retrato sobre la mesa y estuve mirándole embelesado, hasta que la oscuridad me privó de aquel placer. A través del silencio que llenaba la amplia casa, en la que todas las puertas estaban abiertas, se escuchaban melodiosas voces: el suave arrullo de un par de tórtolas llegaba desde el comedor a oscuras y, desde arriba, desde la sala iluminada profusamente por la gran araña, el trinar ensoñador de un canario, de esos que cantan a la luz artificial.

»Allí estaba yo sopesando mi destino. Dos soplos ardientes parecían llegar hasta mí, desde dos opuestos rincones del mundo; en medio, se alzaba, amenazadora, la pregunta: “¿Te atreves? ¿Puede compararse la gloria con la felicidad?”. Escuché tristemente la pregunta, temiendo que la respuesta fuera negativa. Pero mi corazón, presintiendo el peligro, empezó a enfurecerse: “¿Dónde está esa gloria que quieres sacrificarme? ¡Muéstramela; señala tus obras! ¿Grandezas futuras? ¡Ay!, ¿quién te asegura que vivirás ese futuro? Hay enfermedades, hay la muerte. ¿O es que piensas violentar las leyes de la naturaleza? Por favor, dime, ¿de dónde? ¿De tu orgullo? ¡Oh, qué pena! ¡Oh, qué carnavalada! No me lo tomes a mal, pero déjame reír. Son millares los jóvenes que sueñan con realizar hechos famosos, con un orgullo tan desmedido, que les hincha como al sapo. ¿Y qué es de ellos después? Mira: seres inútiles, nulos, llenos de amargura y descontentos de sí mismos. ¿O es que piensas que tu orgullo es de otra clase? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Porque es grande? Tanto peor cuanto más cierto que eres un necio. ¡Delirio de grandezas, queridísimo! ¡Megalomanía de chico germano de escuela! Todo porque los demás, más modestos que tú, menos envanecidos, sólo se preocupan de pasar el examen de Estado. Te digo, Víctor, que lo que tú llamas tu vocación y toda la grandeza ensoñada, es puro anhelo y viento; el regalo más preciado que hoy te ofrece el destino favorable es esta sólida felicidad terrenal. Sería ridículo y te destrozaría el arrepentimiento, un infierno en vida, si dejaras escapar tu felicidad por un sentimiento vanidoso de tu amor. Nadie te tendrá compasión si terminas miserablemente, sino que en lugar de la gloria póstuma pretendida, grabarán sobre tu tumba esta sentencia: ‘Aquí reventó una burbuja.’”.

»Entonces dudé por primera vez en mi vida. Yo respondí, inseguro: “Ya sabes, corazón, que mi vocación, mi fe, mi orgullo no se refieren a mí mismo sino…”. “Sino ¿a quién? —burlóse el corazón—. ¿Ves cómo callas? ¿Ves cómo te avergüenzas de tu espíritu, de expresar claramente tu sandez con palabras? Pues, aunque no lo confieses, sientes en lo más íntimo que estás profesando una idolatría infantil a un fantasma incorpóreo creado por ti, en vez de a un Dios razonable, definido, creador de un mundo, a un fantasma que es como un vaporoso reflejo de tu propia alma, que pones fuera de ti mediante trucos fantásticos, con la necia esperanza de encaramarte sobre ti mismo, como Münchhausen sobre su peluca. Ni una sola vez te atreves ya a confesar el nombre de tu ídolo sin enrojecer. ¿Quién es, pues, esa misteriosa ‘señora de mi vida’, ‘rigurosa mujer’ a la que sirves con fanática devoción, como un profeta a Jehová? ¡Yo te lo diré, yo te diré quién es esa ‘rigurosa mujer’! Todo estudiante la conoce, todos los charlatanes, todos los poetas de vísperas de bodas, todos los pasteleros. Es la musa de recuerdo caduco, tía de las viejas alegrías insulsas, madrina de todo lo inanimado, patrona protectora de los impotentes. ¿Y he de dejarme vender como una polvorienta doctrina que se recoge en un camino por un loco como tú? ¿Quieres trocar mi gloria por tu destartalado cuarto de estudiante? ¿Qué es lo que te enoja? ¿Que llame comúnmente musa a tu ‘rigurosa mujer’? ¡Y si fuera siquiera una musa! ¡Pero ni eso! Una musa enseña, al menos, a juntar a un bachiller dos versos más bien o más mal. ¿Eres tú capaz de hacer esto? ¿Y de qué eres tú capaz, entonces, mocito de treinta años? ¡De nada, en absoluto, ni siquiera de escribir una frase correcta en un trozo de papel! Eres una nulidad; eres una nulidad y seguirás siendo una nulidad; poco más o menos como los demás. Pero éstos se deciden y pueden llegar a ser felices en recompensa a su decisión. ¡Decídete y te sucederá igual!”.

»En aquel apuro recurrí a ella, a la señora de mi vida, a la rigurosa mujer: “Mira, mi corazón quiere seducirme, a mí que soy una débil criatura; me amenaza con el arrepentimiento, negando tu sagrado origen, llamándote musa vulgar. Por tanto, escucha: Yo que te he entregado todos los cachorros de mi corazón para que los degollaras, te exijo hoy, antes de ofrecerte la última y más preciada víctima, que me des una señal de que no eres un espejismo engañoso, una prenda de que tienes fuerza y poder para llevarme directamente a la meta. Dame esa prenda, muéstrame esa señal y te obedezco. Si no, no esperes que esta débil criatura cambie su dulce y venturosa dicha por una promesa sin garantía alguna”.

»La rigurosa respuesta llegó en seguida: “Yo no doy prendas ni señales. ¡Si quieres servirme, habrás de hacerlo ciegamente, hasta el fin!”.

»“Al menos dame órdenes precisas y terminantes. Mándame renunciar y yo renunciaré. Pero ordéname claramente y sácame de esta duda en que me hallo”.

»La rigurosa respuesta fue: “No quiero ordenar nada. Allá tú con tus dudas, elige por ti mismo, pues en las encrucijadas del destino, el saber elegir es lo que acredita a los grandes; piénsalo bien, pues si te equivocas, te maldeciré”.

»¡De un lado, el arrepentimiento, del otro, la maldición! Mi duda miraba, preocupada, el fiel de la terrible balanza. Entonces surgió en lo profundo de mi alma medrosa y creció, enroscándose a la indigencia del presente, el recuerdo de la hora bendita en que por vez primera escuché el dulce acento y contemplé la imagen llena de significado de tu mito sobrenatural: La exigencia de la enferma criatura, como león que sube por la ladera pedregosa de este valle terrenal, aterrando al pueblo celeste y ahuyentando al Creador del suntuoso vestíbulo de su soberbio palacio, y todo lo que se encamina, con el león hacia el reino celestial. Volví a vivir esta hora y la añoranza fortaleció mi fe: “¡Bien! ¡Sea! Aceptaré este último sacrificio. Seré un mendigo sobre la tierra y no poseeré nada, excepto a ti y la promesa susurrante de tu aliento”, grité y, lleno de aflicción, invité a la voluntad a renunciar.

»El corazón hizo entonces una última observación desesperada: “¿Y ella que en ti confía y espera? ¿Quieres sacrificarla también? ¿Te lo permite tu hombría? ¿Te lo consiente tu conciencia?”. Desalentado, empecé a ceder y el corazón prosiguió celosamente: “¿Qué sentimientos serán los suyos? ¿Qué pensará de ti? ¿En qué opinión te tendrá, al ver que la desprecias? Pensará que eres un muñeco sin voluntad, un necio que no es capaz de reconocer todo lo que ella vale. Todo esto pensará de ti y, pensando así, te despreciará”.

»¡Qué idea tan insoportable! Yo puedo sacrificar la víctima, pero no puedo soportar la errónea interpretación que la víctima dé a mis actos, ni apechar con su desprecio. Llegó un momento en que no supe ya lo que hacer, pues mi espíritu fatigado agotó todos los pensamientos conciliadores.

»En aquel momento ocurrió la aparición. Ella misma se me apareció, Theuda, su alma. Muy semejante a como la había visto antes, corporalmente, en Parusia, pero ahora más madura, más seria, con ojos escrutadores que me miraban como en el retrato. Llegó desde el fondo oscuro del comedor, desde el lugar donde las tórtolas se arrullaban, se detuvo en el umbral y me miró tristemente, mientras me hacía este reproche: “¿Por qué me desprecias?”.

»“¡Despreciarte yo! —grité—, ¡oh, si tú supieras!…”.

»“A pesar de todo, tú me desprecias —dijo—. Me desprecias cuando me supones capaz de querer atravesarme entre tú y tu excelsa vocación. Sí; ¿crees que sólo tú tienes alteza de miras? ¿Crees que sólo tú eres lo bastante noble para ofrecer en sacrificio el corazón? ¿Crees que no siento yo como tú el aliento de tu ‘rigurosa mujer’? ¿Es que no podría yo merecer la honra de ser alzada sobre el pavés, por el capitán que ella eligió? ¿Es que no comprendo y siento que es infinitamente más honroso y fascinador ser tu compañera en el audaz sendero de la fama, que tu atareada esposa y niñera? ¡Corramos a ofrecer juntos los deseos de nuestros corazones a los pies de la rigurosa mujer y a concertar una alianza ante su rostro, como hacen los hombres cuando se unen ante el altar, pero una alianza excelsa, la de la hermosura con la grandeza! Yo quiero ser tu fe, tu amor y tu consuelo y tú deberás ser mi orgullo y mi fama, que transfigurarán a esta miserable y perecedera criatura, haciendo de ella un símbolo que la lleve a la inmortalidad”. Así habló y yo alabé con gritos jubilosos su grandeza de alma.

»Luego hicimos lo que habíamos convenido. Pusimos a nuestros pies los deseos de nuestros corazones; le quité la corona de desposada de la cabeza, ella me sacó el anillo del dedo y lo pusimos con lo otro. Y cuando estuvimos despojados de todo adorno y vestido, como dos árboles que se hubieran deshojado mutuamente, sin otro atavío que la grandeza de alma, exclamé: “¡Señora de mi vida, mi rigurosa mujer; todo se ha consumado! ¡Contempla aquí sacrificada la víctima que exigías!”.

»Mi amada cayó de rodillas, ocultando el rostro entre mis manos, horrorizada al percibir el aliento y distinguir la terrible sombra de la “rigurosa mujer”. “¡Bien por ti —comenzó a decir ésta—, oh, mi caudillo fiel, pues supiste elegir bien; en recompensa recibe mi bendición! Ésta es: Desde ahora quedas marcado con el Pathos y sellado con la grandeza, distinguido ante todos los que pierden sus días sin haber visto el negro signo de mi llamamiento. Te ordeno que te revistas del sentimiento de tu propio valer, el cual no te dejará caer en el error, en la ignominia y en el desprecio; y te prohíbo considerarte desgraciado en toda tu vida. Pues, de ahora en adelante, no eres tú el que sientes vivir dentro de ti, sino que me sientes a mí; de modo que cuando no te sientas arrogante y altanero me ofenderás a mí. Mas ¿quién es esa que está arrodillada a tu lado?”.

»Yo respondí: “Es mi noble amiga, tu fiel servidora, que te viene a ofrecer como yo, en sacrificio, los deseos de su corazón. Recíbela en tu gracia como a mí me has recibido”.

»“Levántate —ordenó la ‘rigurosa mujer’ a mi amiga—, y muéstrame tu rostro. Tu faz es hermosa y sincera; bien, te acepto, no como sirvienta mía, sino como mi hija. ¡Inclina tu cabeza, oh hija mía, para que yo te bautice!”.

»Mi amiga inclinó la cabeza y mi señora la bautizó poniéndola por nombre Imago.

»“Y ahora —concluyó la ‘rigurosa señora’— daos las manos para que yo bendiga vuestra alianza”. Cuando tuvimos las manos unidas, pronunció su bendición: “En nombre del Espíritu que está por encima de todo orden natural, en nombre de la Eternidad, que es más santa que las leyes fugaces de los hombres, os declaro unidos como novio y novia para toda la vida, indisolublemente, tanto en la dicha como en la desgracia, viviendo juntos en alma, en continuas bodas. Tú deberás ser para ella su fama y su esplendor, y ella será para ti tu delicia y tu dulzura”. Después de pronunciadas estas palabras, la “rigurosa señora” desapareció y quedamos solos otra vez.

»“¿Te ha sido difícil el sacrificio?”, preguntó Imago, sonriendo.

»Yo sollocé: “¡Oh, coronación de mi vida, oh, profusión de la gracia!”.

»Luego Imago se despidió: “Estás cansado y yo tengo que recorrer mucho camino; pero mañana volveré, pues ya siempre estaremos juntos, a diario, en eternas bodas”.

»Con estas palabras nos separamos beatíficamente, llenos de dignidad. Yo permanecí allí todavía bastante tiempo, escuchando el sordo eco del acontecimiento, hechizado sobre el pupitre, sintiendo el rumor de todo un océano atravesando mi espíritu y rodeado por un canto solemne, como el de un servicio divino.

»Y a la mañana siguiente empezó a realizarse nuestro eterno destino de permanecer siempre juntos, como se nos había anunciado. Una boda alada, un jubiloso dueto cantado por bocas victoriosas muy unidas. Mas su voz sonaba más fuerte que la mía, por lo que, más de una vez, dejé de cantar por escucharla a ella. Cuando a su lado salté desde la esfera terrestre hasta el reino de mi “rigurosa señora”, que es más puro que el reino de la realidad, pero más real que el reino de los sueños, de forma que la realidad es a él lo que los animales al hombre, el sueño es a él lo que el perfume a la flor, reino que se extiende hasta los campos de los recuerdos y de los anhelos, cuando saltamos sobre él, Imago dijo, gozosa: “¡Oh, amado mío!, ¿a qué amplio y nuevo país me encaminas?; mis ojos asombrados le califican de extranjero, pero mi corazón afortunado le saluda como a su patria”. Y un pueblo bondadoso, más amable que el pueblo humano, nos recibe, fraterno, a la entrada del valle.

»Cuando me hallaba trabajando con toda atención, ella procuraba ocultar modestamente su presencia, y cuando me tomaba algún descanso y miraba en derredor, suspirando, encontraba siempre la piadosa mirada de Imago que me decía: “¡Cómo me enorgullece saberme amada por ti!”. Cuando, después, como un merecido descanso, descendía con ella a la vida exterior, bromeando con ella como si fuera una esposa humana, llamándola los nombres más cariñosos, poniéndola un plato y un cubierto para que se sentara a comer a mi lado, Imago sonreía complacida y decía: “¡Qué niños somos! ¿Cómo has conseguido realizar el milagro de que ría tan alegremente, como nunca he podido reír?”.

»Con esto yo me había vuelto más amable, hasta el punto de que las gentes solían decirme admiradas: “¡Has cambiado mucho; te has vuelto más agradable!”. Como un árbol que crece al aire libre, en un prado soleado, pudiendo extender su copa en todas direcciones y cuyos frutos maduran todos a la vez.

»Y aquello duró una infinidad de días, fuera del tiempo y del espacio, hasta que la traición metió su hocico en nuestra ventura, como un jabalí a través de una pared de papel. Una participación impresa de su compromiso matrimonial con un extraño, sin una palabra de amistad, sin un recuerdo; solamente la cruda noticia. ¡Todo ello, una estúpida insolencia!

»Arrojé el papelucho a un rincón, despreciándolo. No sentí el menor dolor, sólo indignación y tristeza por aquella revelación de su insospechada traición. Algo así como cuando se está ejecutando al piano una pieza hermosa, poniendo en ello todo el corazón y, de pronto, aparece ante nosotros, en el atril, en vez de las notas, un sapo. Así pues, ¿es humanamente posible que una criatura femenina, a la que el destino ofreció la oportunidad de respirar el aire de la eternidad, como compañera de amor de un predestinado, prefiera meterse en el cenagal del matrimonio con el primer barbilindo que se la ofrece? Consideré, asombrado, los efectos de aquel fenómeno, los efectos tan sorprendentes de la bajeza, con la misma curiosidad que de pequeño mostré al ver, por primera vez, un cangrejo. “¡Cómo se podrá ser cangrejo!”, exclamé en aquella ocasión. En ésta, grité: “¡Cómo habrá gentes tan bajas!”.

»¿Y por su defección y debilidad se ha de pudrir miserablemente mi hermosa bienaventuranza? De repente, empecé a reír a carcajadas. ¡Todo era una carnavalada y una fábula! Todo lo que habías poetizado sobre ella, el momento crucial del destino en que os prometisteis, su alteza, su esplendor, su nobleza de alma, su amor, su amistad. Todo era falso. Imago no vivía más que en ti; la humana Theuda, la Theuda corporal es otra distinta, una extraña, llamémosla Equis; un pajarito, ciertamente, de los muchos que revolotean en las calles de la ciudad. Volví a recoger la tarjeta y la olí. No había duda, olía a vulgaridad. Exactamente como todas, se había decidido, después de todo, a casarse (posiblemente sin amor —el camino hacia el altar es, para casi todas las mujeres, el que lleva a la tumba de su corazón—) acuciada por los requerimientos de un enjambre de pretendientes —al menos así me lo imaginé yo—, olvidándose de aquel novato forastero al que encontró aceptable —creo yo—, como un salvador, pero al que dejó por otro, con el que se unió en nombre de Dios. ¡Fuera con ella! ¡Señorita Equis, tu nombre significa: no existente! Para demostrarte que es así, ¡mira lo que hago contigo! ¡Mira! Destrozo la tarjeta y arrojo los pedazos en el cesto de los papeles. Así quisiera hacer con tu hermosa carita mentirosa. Saqué el retrato para despedazarlo también. Pero, como despedida, quise contemplarle una vez más. ¿De modo que estos ojos profundos y melancólicos me habían mentido? ¡Toda la nobleza de esta belleza primaveral era sólo vulgar adiposidad de juventud! Entonces, el retrato empezó a llorar amargamente: “No, yo no miento, pues cuando ese retrato me representaba, mi alma estaba realmente sedienta de grandeza; estos ojos que ahora te miran, te miraban entonces también; a ti se encaminaban mis deseos, por ti añoraba mi esperanza. Otra, con cuyos actos no tengo nada que ver, te ha traicionado después. Pero no lo ha hecho con mala intención, sino simplemente por debilidad y pequeñez. ¡Y quién sabe, quizá llegue la hora en que reflexione, en que recuerde, en que se avergüence de su defección y vuelva a ti, expiando su pecado en mi rostro, para que esta belleza, marcada a fuego, no aparezca ante el mundo ignominiosa, como un ángel caído!”.

»Me apiadé del retrato y le conservé, como la imagen de un muerto, devotamente. Pero a la otra, a la nueva, a la infiel, la desposeí del preciado nombre de Theuda y desde entonces la llamé Pseuda, es decir: la Falsa.

»Aquella tarde, cuando salí a pasear a caballo, como de costumbre (se entiende que en un caballo de carne y hueso) oí que alguien venía cabalgando tras de mí. Yo supe quién era, por haber esperado a que me alcanzara. “Imago —le dije—, ¿por qué vienes tras de mí y no a mi lado?”.

»Ella respondió: “Porque soy indigna de ello, por llevar en mi rostro las facciones de una infiel”.

»Dije yo: “Imago, amada mía, tú no traes las facciones de ella, sino que es ella la que falsamente lleva las tuyas. ¡Por tanto, ven a mi lado para que yo bendiga tu rostro!”.

»Emparejó entonces conmigo, pero ocultando la cara entre las manos. Yo se las separé suavemente: “¡Mira qué hermosa estás! Y que yo te vea despreocupada y libre del recuerdo de tu indigno original, como yo lo estoy”.

»Luego me miró noblemente, dándome gracias con la mirada y empezamos a cantar como antes solíamos hacer. Y su voz sonaba más armoniosa que nunca; su tono era un poco triste, como el de un inocente que sufre, lo que hacía llenar los ojos de lágrimas. Pero, de repente, en medio de la canción lanzó un grito gutural, apretó los labios uno contra otro, como un ángel moribundo, y vaciló en la silla. “¡Ay de mí! —se lamentó—, alguien me ha asestado una horrible puñalada, me siento muy mala y la voz me falla. Por tanto, renuncia a mí, Víctor, y busca otra Imago nueva; una que sea fuerte y sana, que tenga un rostro incorrupto, que grite, jubilosa, al verte y cante para ti, llena de dulzura, como merecida recompensa”.

»Yo exclamé: “Imago, mi novia querida, no se deja a la amiga porque esté enferma. Yo tengo concertada una alianza contigo, en la presencia de mi Rigurosa Señora, así que tu rostro es para mí el símbolo de toda nobleza y excelsitud. Escucha, pues, lo que quiero decirte: porque te encuentras triste y enferma, mi amor hacia ti es mucho mayor que cuando, alegre y dichosa, retozabas y reías a mi lado”.

»Dijo ella: “¡Oh!, ¡ay de ti, Víctor, si no te apartas de mí! De ahora en adelante, no te daré más que dolores en el corazón”.

»Yo respondí: “Aunque así sea, Imago, mi noble prometida, no puedo dejarte”.

»Con esto renové el pacto con la enferma Imago; y todo siguió como antes, sólo su voz era más apagada y sus ojos miraban dolorosamente.

»Y así hemos seguido hasta el día de hoy. Ella es mi prometida y yo no la abandono; yo la aprecio más que todos los tesoros de la tierra, aunque está enferma y como muda. ¡Aleluya! ¡Valor, porfía e independencia! Mía es la Rigurosa Señora, Imago también es mía; aquélla para mi obra, para mi fama, para mi grandeza, ésta para mi dulce amor; todo lo demás es porquería. Yo me río de las mujeres del mundo; un trago en el camino, gozarlas, agradecerlas y olvidarlas. Veo infinidad de ellas, rubias y morenas. ¡Oh, qué apetitosas las rubias, oh, qué placenteras las morenas! Pero nunca llego a distinguir sus nombres. Sólo uno se me ha quedado grabado: ése es Pseuda, por otro nombre Equis, la ruin, la renegada, que me afligió a Theuda y me enfermó a Imago. ¡No pretendo vengarme! Sólo deseo una cosa en recompensa: volver a verla una sola vez, para ver a una infiel en pleno día y para comprobar que baja la vista ante mí. Éste es mi derecho, éste es su castigo merecido. Con esto me conformo. ¡Que sea bienvenida al cenagal, que Dios bendiga su matrimonio!

»Con esto termino.

»Su fiel amigo

»VÍCTOR».

Él mismo llevó al correo esta confesión, aquella misma noche y, a la mañana siguiente, en el correo de las once, recibió la contestación de su amiga:

«Estimado amigo: He recibido su asombrosa confesión y le agradezco mucho la prueba de confianza que me da al hacérmela. La he leído con todo recogimiento. Antes de pasar a tratar de su contenido, permítame descartar algo perturbador que me quema la lengua y quiero echar fuera cuanto antes: ¿Verdad que no habla usted en serio cuando cree que una mujer puede estar obligada, por un suceso del que nada supo y del que nada puede saber; un suceso que sólo ocurrió en su fantasía: en una palabra, por una promesa de matrimonio que usted soñó? Eso no lo hace usted, eso no puede usted hacerlo, pues sería tan irrazonable como inicuo. La señora del director Wyss, querido amigo, no merece el horrible nombre de Pseuda, pues si en la tierra hay una mujer noble y sincera, es ella. ¿Quería usted obligarla a la grandeza? Después de todo, no sé si las mujeres somos capaces de la grandeza —tenemos otras cualidades— pero, suponiendo que fueran capaces de ello, ¿quién está obligado a ser grande? ¡Pobre humanidad si la grandeza fuera un deber! La señora del director Wyss, como cualquier otra, como yo, como todas nosotras, está destinada a ser la fiel compañera de un hombre honrado y este deber lo cumple a satisfacción propia, para dicha de su esposo y para edificación de los demás. No conozco en toda la ciudad una mujer más virtuosa, más fiel, más altruista y madre mejor. Protesto de que alguien quiera exigirla que baje los ojos. No necesita hacerlo y, dicho sea de paso, no lo hará tampoco, téngalo usted por cierto. Supuesto que cualquier otra mujer hubiera vivido el encanto de Parusia, habría tenido que ser, evidentemente, una mujer de raras cualidades y que debiera haberle amado a usted con todas las fibras de su corazón. Ésta no ha sentido ni una sola vez la Parusia y, en modo alguno está obligada a sentirla. Sentado esto por anticipado, volvamos al principio.

»Sí; he leído su confesión con verdadero recogimiento; conmovida y desconcertada, espantada y exaltada. No tengo el suficiente don de entendimiento y me falta la inteligencia necesaria para moverme en medio de toda esa mezcla de fantasía y realidad. ¡Está bien! ¿Qué significa todo eso de “Theuda”, “Pseuda”, “Imago” (quiero haceros merced de la señorita Equis), tres personas con un solo rostro? ¡La una no existe, la otra ha muerto, la tercera “no está disponible”, y aquella que no existe, está enferma! ¡No sólo tiene usted dañado el corazón! Me corta la respiración y no sé si es de temor o de respeto. Es usted —y perdóneme, ya sé que odia este nombre, y no puedo llamarle Rabí— es usted, aunque no deje de oponerse, un poeta. Es posible que usted prefiera llamarse vidente o profeta. He leído su poema “Imago” con gozoso asombro, como corresponde a una obra maestra de la poesía y estoy íntimamente convencida de que el demonio que le posee, llámele usted como quiera, “Imago” o “Rigurosa Señora” o de cualquier otro modo (debe ser ciertamente un pariente cercano del genio), es de origen divino. De una cosa estoy cierta: de que no es ningún fuego fatuo lo que hace a un hombre tan inteligente y juicioso como usted sacrificar su felicidad de esa manera. Es decir, que yo creo en su “Rigurosa Señora” y en usted también, querido amigo, en su obra, en su grandeza futura, que hasta ahora no había hecho más que entrever. Y creo de tal forma en ello, que su relato me ha llenado el alma de dicha pura, como el recuerdo de una obra de arte imperecedera y, aunque yo no fuera su amiga, aunque no me obligara a ello mi interés cordial, no podría dejar de pensar en su salud o desgracia corporal. Estoy aterrada, sobrecogida, por el pensamiento de que usted sufrirá cuando su hermoso mundo de fantasía (perdone esta novelesca expresión de una mujer) choque contra la dura realidad (¡ay, lo siento, pero no encuentro otra palabra!); y sólo me admira una cosa: que no se haya producido ya ese encontronazo cruel. ¡Entre qué hombres de alma tan delicada debe haber vivido usted en el extranjero, para permitirle soñar con un mundo tan ideal, tan libre e inocente, en medio del tumulto de una gran ciudad! Casi adivino que debió ser una mujer y, ciertamente, una mujer de extraordinarias cualidades, la que vigiló sus pasos con todo cuidado. Por otra parte, me hubiera parecido imposible tanta fantasía venturosa y tan duradera, en medio de los hombres, si su descripción no me lo hubiera atestiguado.

»Me admira la fuerza de voluntad, la seguridad de acertar con que, bajo la dirección de la Rigurosa Señora, supo usted encontrar el camino de su vida, en la más intrincada espesura. Perdone que le diga que sólo ha cometido un error. Está usted aquí y no debería estar aquí. (¿Verdad que usted me comprende? No pienso precisamente en mí, sino en usted). Permítame usted que no me deje engañar por los arrumacos de su corazón: Lo que usted quiere es, simplemente, volver a ver a la señora del director Wyss. ¿Y por qué quiere verla? Porque no puede olvidarla. Es lamentable; yo le hubiera deseado que pudiera hacerlo; pues el volver a ver algo que se ha cedido definitivamente —fíjese en que subrayo la palabra definitivamente—, no trae más que quebraderos de cabeza. En verdad que no es propio de una mujer censurarle por esto, pues ¿quién sabe mejor que nosotras que no se puede mandar en el corazón? Sólo quiero librarle de las crueles decepciones que le acarrearán sus vanas esperanzas. ¿Quiere escuchar un consejo bien intencionado de su vieja amiga? —no servirá de nada, pero estoy en la obligación de dárselo, pues no me perdonaría nunca no haberlo hecho—: No intente volver a verla, abandone cuanto antes este peligroso terreno y prosiga cantando con Imago su magnífico dúo, pero lejos de aquí. Imago sanará con el tiempo y recobrará la voz, estoy segura de ello. En cambio, aquí no le espera más que la discordia. Mire bien lo que le digo: conozco profundamente a la señora del director Wyss —fue en cierto modo mi discípula (aunque luego me aventajó) y durante algún tiempo me honró con su confianza— y por tanto, atienda a lo que le digo: todos los compartimentos del corazón de Theuda están ocupados. Usted no busca ya amor en ella, ¿verdad? Para eso es usted demasiado escrupuloso; amistad no logrará usted tampoco, pues es demasiado tarde para iniciar un trato de conciertos y reuniones caseras y demasiado pronto para una amistad íntima de alto vuelo, como usted la hubiera deseado. Para eso es ella demasiado joven, demasiado feliz. ¡Y no confíe mucho en sus cualidades espirituales! Ella no es de ese paño. Quien no ha respirado el aliento de Parusia no puede sentir la presencia de la Rigurosa Señora y el paso del león titánico. Digo esto, sin rebajar en nada el valor de la dama, a la que creo digna de ser su esposa. Sólo que, aunque la creo merecedora de ser su esposa, no la creo capaz de ser su amiga. Ambas cosas requieren condiciones muy distintas. Así pues, una vez más le digo: abandone usted este peligroso terreno, pues usted me parece que es fuerte para querer cometer grandes tonterías, para enojo de los demás y amarga decepción propia.

»Con esto ha salvado mi alma. Ahora haga usted lo que quiera, o mejor, lo que deba hacer, pues el destino ya sabrá lo que ha de ser usted. Yo soy una pobre criatura que no puede hacer otra cosa que desearle toda clase de venturas, con todo el corazón. Que alcance la cima de su vida sin crueles desgarraduras. Espero que no nos volveremos a ver. Salude en mi nombre a su deliciosa Imago.

»Su amiga y admiradora

»MARTHA STEINBACH».

«Postdata: ¡Y advierta que las mujeres terrenales no le pondrían mala cara!».

«¿No servirá de nada?», repitióse Víctor, después de haber leído la carta. «¿Por qué no servirá de nada? En eso se diferencia precisamente el hombre de la bestia, en que acepta los consejos razonables que le dan. Querida amiga, tiene usted razón. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué me importa a mí, después de todo, esa señora ya casada? ¡Se acabó! Decididamente, no quiero verla; me iré. Naturalmente, no sin despedirme antes de mis viejos amigos y compañeros de estudio. Pues si procuro evitar a la dama, no es que huya de ella, no es que huya angustiosamente, como un joven cristiano ante la tentación; no tengo motivo, efectivamente, para hacer una cosa así. Y si el destino dispone que la encuentre en mi camino, peor para ella».

Y en lo más hondo de su alma hormigueaba un deseo menudo y retorcido, pidiendo al destino que así lo permitiera.