RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ

(Continuación de la carta del 26 de junio de 1914)

Hoy, 29, después de tu segunda carta[4]

Quizás, querida Lou, quizás. Pero mi situación ¿no es tanto peor por cuanto ha sido preparada en lo más profundo de mí, puesto que me he desarrollado hasta formar algo tan complicado? Un año de intervalo separa el Narciso y el poema del otro día, un año apático, y cuando vuelvo la vista atrás tengo la impresión de ser tal como ahora, todavía más entorpecido, más impenetrable, más muerto. Hasta que semejante tarea me haga justo levantar el brazo; pero con qué rapidez vuelve a caer y quedo sin poder recuperarme… Mi cuerpo se ha hecho semejante a una trampa; lo que recibía para transmitir, lo atrapa de un bocado y lo guarda; superficie llena de trampas en las que languidecen impresiones atormentadas; zona petrificada sin conductibilidad; y en las profundidades más alejadas, como en el seno de un astro que se ha enfriado, el fuego maravilloso que ya apenas puede brotar más que de modo volcánico, aquí y allá, como fenómenos que, para la indiferente superficie, son como una devastación, que siembra la confusión y el peligro. ¿No es acaso éste el esquema de una enfermedad real, esta descomposición de la vida en tres zonas, de las que la más superficial exige excitaciones, puesto que no puede ya ser alcanzada ni agitada por la violencia de los fuegos internos…? ¡Yo era uno en mi juventud a pesar de todas mis angustias! Probablemente irreconocible en conjunto, pero totalmente reconocido, tomado a pecho, luego. Malo hasta la abyección, y sin embargo, tan misteriosamente apto para la curación. Que una alegría revoloteaba en torno a mi rostro… inmediatamente invadía la más secreta región de mi alma; que respiraba el aire matutino… y la ligereza y el garbo inicial de la mañana me penetraban de parte a parte, alcanzando todos los grados de mi naturaleza; si, a veces, probaba un fruto, se fundía en mi boca, y sentía, al igual que una palabra del espíritu que se licuara, la sensación de su indestructible éxito en sí mismo, y el puro goce de ese fruto se esparcía con igual intensidad por todos los vasos sanguíneos visibles e invisibles de mi naturaleza.

Y ahora (son) los viajes, y las posibilidades, los cambios más activos, y total para nada, por el hecho de que me crispo en una espera incesante que agota mi vista, que extenúa mi cuerpo, lo sobrecarga en cierto modo, mientras que el alma, al margen, ocupada en otras cosas, se desentiende de mis tensiones. Yo me entrego a esta espera, pero no lo hace así mi alma; —lo que ocurre tanto en la mirada como en el amor—, y por eso mi cuerpo se contorsiona en esta árida solicitud, por la que no circula ninguna savia que reverdezca y suavice cada rama de mi comportamiento. Cuanto más me examino, más evidente me parece: yo tengo una actitud (aquella que me he impuesto en ciertos momentos de mi trabajo), y mi alma tiene otra, la próxima, o la inmediatamente siguiente a la próxima; de modo que ya no estoy a mi servicio, ni nadie lo está. Ella es el metal de la campana y Dios la mantiene incandescente y prepara la hora potente de la fundición: pero yo soy aún la antigua forma, la forma de la campana precedente, la forma obstinada que ha cumplido su cometido y a la que no le gusta que se la reemplace y así la colada no se realiza. ¿Comprender tantas cosas y no conseguir salirme del atolladero?… Y así desde hace años.

Renovación, metamorfosis, santificación —y el alma acudió en ayuda—, lo sé. Pero, quién podría renovarse sin destruirse previamente… Y a lo largo de mi vida me cuido como un niño delicado que no puede resistir la menor herida. ¡Querida Lou! ¡Cuántas razones y cuántos disparates en todo lo que aquí escribo! No lo tomes demasiado al pie de la letra…

En cuanto a pasar juntos algunos días y conversar en un ambiente campesino y sin embargo confortable, me parece una idea hermosa e importante; mucho más, quizás, de lo que lo hubiera sido el año pasado. Si no fuera porque temo marchar de aquí, a medida que esa fecha se aproxima, todo el trastorno de las influencias, la preponderancia de las cosas exteriores, la necesidad de representar ser alguien con relación a lo exterior, de decir «yo» a los demás…, en una palabra, la necesidad de estar a punto, como un té que ha reposado el tiempo justo… mientras que ahora (durante todo este mes) estoy haciendo infusión silenciosamente a partir del fondo, sin levantar la tapadera, mudo; y a nadie concierne el saber si, en el intervalo, me coloreo de negro o dorado, o si tengo un gusto demasiado amargo. Es éste el estado de espíritu que cada vez me inspira más confianza, incluso cuando medio-prisionero, medio-enfermo, apenas lo soporto y (como ahora), me abandono a él en lugar de fomentarlo.

¿Estarás lo bastante libre como para que pudiéramos, llegado el caso, concertar ese encuentro? (Piensa bien lo que más te conviene: ¿en qué lugar?). Hacia mediados de julio me esperan en casa de los Kippenberg y no debiera retrasarme, puesto que proyecto algo diferente (de lo que te hablaré) para el mes de agosto. Cuídate bien, querida, —¡al fin hace buen tiempo! Pero París me decepciona de tal manera que no tengo ganas de ver nada—, a lo sumo por las mañanas paseo por las magníficas avenidas del Observatorio, y luego, hacia el mediodía, me dirijo a mi pequeño restaurante vegetariano donde la ensalada y el yogur a su manera demasiado intencional me fortifican en el bien, en el serio bien. Apenas puedo describirte lo mal que me las arreglo por lo que respecta a mi vida exterior; los ambientes de aquí me son particularmente nefastos en la medida en que al ser los testigos de otros días, perdidos, de actividad interior, se hacen cómplices de muchos pensamientos irresponsables, indómitos y sin salida. Pero, por otra parte, supe malgastar con tanta rapidez cualquier otro ambiente durante estos últimos años, haciéndolos todos agobiantes y equívocos… —el bosque de alta montaña el verano pasado, el mar—. Apenas hubo entonces una hora en que hubieran sido para mí (expresión de) el universo, en que no hubieran sido para mí, de alguna manera, motivo de excusa o de tentación, mientras que aquí lo que hay de bueno, al menos, es que no tengo que acurrucarme en una habitación de hotel, sino que me rodeo de cuatro altas paredes blancas que, a pesar de todo, dependen un poco de mí.

¿Hace buen tiempo por ahí y hay muchas rosas?

Rainer