RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN

París, 26 de junio de 1914, viernes

Querida Lou, tú sabes y comprendes; y que yo no pueda ni por un segundo ver las cosas a partir de ti misma, tal como las imagino vistas por ti, que no pueda tener la inteligencia del otro… en todo caso, volveré fortificado al seno de mis intrincaciones sin fin, preparadas desde hace mucho tiempo. Sabe Dios qué intervalo separa el poema del «viraje decisivo» del advenimiento de nuevas condiciones, yo sigo estando muy rezagado; sabe Dios si puedo todavía efectuar semejantes cambios, ya que las fuerzas continúan abusando de sí mismas y agotándose en los mayores malentendidos. Por eso me había prometido un número indescriptible de cosas de esta disposición al fin justa y llena de ternura con respecto a una naturaleza humana, ya que por esa misma razón todas las distancias se hubieran modificado: la relativa al mundo volvería a ser = a infinito[3], la relativa al propio cuerpo = a cero, y en el intervalo todos los números hubieran experimentado una gradación sin malicia. Así, la atención excesiva acercó a mí muchas cosas, haciéndomelas aparecer más grandes que su tamaño natural, y por otra parte, insinuó entre yo y mi cuerpo, al mismo tiempo que lo excitaba, relaciones con —probablemente— el mismo tipo de error que mis relaciones con lo corporal en general. Así, el mal se ha fijado en cada vénula, y se ha arrugado cada músculo. Me viene la idea de que una apropiación espiritual del mundo, desde el momento en que se sirve tan completamente del ojo, lo que era mi caso, se haría de modo menos peligroso en un artista, porque ella se sosegaría más tangiblemente al contacto con los hechos corporales. Yo soy semejante a la pequeña anémona que vi un día en un jardín de Roma, tan ampliamente abierta durante el día que ya no podía cerrarse de noche. Me horrorizaba al verla tan abierta en el obscuro césped, preparada para acoger de nuevo en su cáliz abierto como con rabia —habiendo demasiada noche sobre ella—, una noche que no acababa. Y cerca de ella, sus prudentes hermanas, cada cual encerrada en su pequeña medida de superfluidad. También yo estoy irremediablemente inclinado hacia el exterior, y por ello igualmente distraído por cualquier cosa, al no rechazar nada; mis sentidos se ocupan sin pedirme permiso de todo lo que molesta. Que se produce un rumor… renuncio a mí mismo y paso a ser ese rumor; y como todo lo que es excitable quiere también ser excitado, en el fondo no pido más que ser molestado, y lo soy sin cesar. Huyendo de la claridad, una vida anónima se ha refugiado en mi interior, se ha retirado a un lugar más alejado y allí vive como la gente de una ciudad asediada, entre privaciones y aflicciones. Cuando le parece que han llegado tiempos mejores, se hace notar por algunos fragmentos de las elegías, por algún versículo inicial, y luego debe replegarse otra vez, ya que en el exterior reina la misma inseguridad. Y en el intervalo entre esta ansia ininterrumpida del exterior y esta existencia interior para mí todavía apenas accesible, se encuentran las moradas propiamente dichas del sentimiento sano, vacías, abandonadas, evacuadas, zona inhóspita cuya neutralidad hace igualmente explicable por qué cualquier ayuda procedente de los hombres y de la naturaleza se halla, en mí, destinada a perderse.

Hace ya un mes, según las fechas, que he regresado. Lo he pasado de manera dietética y vegetativa, muy ocupado cada noche en dormir: desde las 9 de la noche a las 6 de la mañana, lo que, además, cumplía con asiduidad, recuperando incluso de día algunos suplementos de sueño (emocionado al ver cómo mi naturaleza, por lo menos en lo que respecta al sueño, me ahorró el no-poder del que no paro de ofrecerme ejemplos en todos los otros dominios). En resumen, fijado ante cada hoja, ante cualquier libro, como una cabra atada a un poste; y cuando me daba cuenta de mi atadura me enredaba tan desdichadamente que ni siquiera disponía de toda la longitud de la cuerda. En semejante situación desmenuzaba sin placer libros cien veces abandonados, reconociendo apenas las diferentes hierbas; ya que también eso tengo en común con la cabra, el hecho de que no pueda quedar nada tangible de lo que he rumiado; de lo que se sigue que eso mismo sólo puede hacerse cabra, y no hay ahí ningún consuelo para ella una vez que ha empezado a ser un estorbo para sí misma.

¡Qué maravillosa e inagotable subestructura necesitará una vida destinada a encontrar más tarde su actividad en una elevación artística! Es en eso en lo que el joven Goethe no deja de asombrarme cada vez más: la manera en que la «relación» constituye para él de buenas a primeras la medida de lo soportable, pero también de su suerte. No coger nada inutilizable, sino sólo lo utilizable en su momento oportuno; desde su primera juventud acumular dentro de sí lo que se puede y lo que se ha podido, los recuerdos más diferenciados y más opuestos; a fin de no caer, sin tener más que un centenar de posibilidades, en la infinita ausencia de todas las otras en que los dioses son capaces de precipitarnos a cada instante.