El hogar en la colina
En el otoño pusimos un letrero de «se vende» sobre el Dove y nos dirigimos en automóvil a la universidad de Stanford, justo al sur de San Francisco. El suyo es sin duda uno de los campus más bellos del mundo. Estábamos tan acostumbrados a la vegetación tropical que habíamos olvidado cómo eran los colores del otoño. Habíamos olvidado el olor del humo de leña.
Nuestro coche ya no parecía recién salido de Detroit porque cuando yo estaba aprendiendo a conducir, traté de aplicar las técnicas del timón al volante y había tenido una discusión con un camión cargado de grava. Pronto vendimos el coche parcheado e invertimos el dinero que sacamos en una furgoneta de correos retirada con unos cien mil kilómetros a cuestas. La vieja furgoneta azul convenía más a nuestras personalidades, y además podía ser adaptada fácilmente para acampar, en el caso de que decidiéramos escapar.
En una finca no lejos del campus encontramos una pequeña cabaña oculta entre altos árboles. La cabaña consistía en una habitación con una chimenea de ladrillo rojo. Conseguimos una vieja cama de hierro de un montón de chatarra, colocamos algunas de nuestras almejas de las Yasawas en la repisa de la ventana y dejamos a Quimby en el suelo con su juguete favorito: las llaves del coche.
Hasta que no vendimos al Dove, tuvimos que vivir con lo que yo ganaba con tareas extrañas por el contorno del campus. Cuando llegué a casa el segundo día con una cesta llena de frutas y verduras, no le dije al principio a Patti que los había encontrado en los montones de desechos detrás del supermercado local. En los siguientes cuatro meses no pagamos ni un céntimo por frutas y verduras. Las cosas que arrojaba el supermercado habrían sido lo bastante buenas como para la Casa Blanca, exceptuando las judías, que por la razón que fuera eran siempre demasiado fibrosas.
Vagamente planeé hacer la carrera de ingeniero teniendo como meta la arquitectura. Pensábamos estar sólo un semestre en Stanford y había varias razones para ello. Debí de haber supuesto que habiendo dejado el colegio a la edad de dieciséis años, tendría dificultades volviendo a él a la edad de veintiuno. Me tomé mi trabajo muy en serio, aunque había olvidado el álgebra.
Lo que más nos sorprendió es lo poco que teníamos en común con la gente de nuestra clase, ya que la mayoría de ellos se habían criado en un mundo diferente. Yo tenía la ventaja de una experiencia que la mayoría de la gente no gana en toda su vida, y que había visto horizontes mucho más lejanos que el del campo de fútbol y el cine de la localidad. Me entristecía ver cómo algunos estudiantes recién salidos del bachillerato estaban dispuestos a creer todo y eran fácilmente engañados por profesores cínicos, especialmente por uno maoísta, entusiasmado por su sangrienta revolución. Los estudiantes que más aplaudían a este profesor eran los que tenían un Porsche o un Jag.
Hicimos algunos buenos amigos entre profesores y estudiantes. La mayoría de los estudiantes querían sinceramente que la sociedad cambiara para mejorar. Como Patti y yo, querían denunciar la hipocresía y despreciaban las tentativas de lavado de cerebro para convencer a mi generación de que con el dólar se pueden comprar las únicas cosas que son importantes en la vida.
Ciertamente no era culpa de Stanford que Patti y yo no encajáramos en la vida del campus. Es un gran colegio, y nosotros sabíamos lo afortunados que éramos por poder estar allí. Pero desde el principio tuvimos una sensación de claustrofobia. Las paredes de la clase me encerraban de tal modo que me parecía que no iba a poder respirar. Empecé a temer que si me hacía a la idea de seguir en la universidad, acabaría por ser sumido en un estilo de vida que Patti y yo estábamos decididos a evitar, la rutina de nueve a cinco, el hacerse socios del club de campo, y toda esa clase de cosas. Aquel primer semestre en Stanford pareció tan largo como dos años en el mar.
Después de un día de bastantes desilusiones, en el que, entre otras cosas, tuve que escuchar al profesor maoísta hablar de su nueva sociedad («Todos serán iguales y los ladrones serán tratados en el hospital»), regresé a nuestra cabaña convencido de que íbamos por el camino equivocado. Nos fuimos a la cama aquella noche a la luz del fuego, y hablamos durante las horas de la madrugada. A eso de las tres de la mañana decidimos que ya era hora de que nos mudáramos.
Iríamos a algún sitio donde pudiéramos encontrar la vida sencilla que habíamos soñado tan a menudo, de la que tanto habíamos hablado; algún lugar donde pudiéramos domeñar la tierra como habían hecho nuestros antepasados, y demostrar realmente nuestra autosuficiencia.
—Enseñaremos a Quimby a amar los árboles, la hierba, los animales y las montañas —dijo Patti—. Así lo planeamos, recuerda.
—Y no tendré que escuchar rollos como el de hoy —contesté yo.
Patti apoyó su cabeza sobre mi hombro, y dijo:
—Aquí dan por buenos todos los disparates.
Oí que contenía una risita. El fuego de la chimenea arrojaba lenguas de ámbar hacia el techo de la cabina.
Un par de días después empacamos todo en la furgoneta postal y regresamos a Los Ángeles para terminar la venta del Dove. Éste y otros negocios se demoraron más de lo que habíamos esperado y de nuevo el destino pareció jugar sus cartas. ¿O no era el destino?
No teníamos idea de dónde ir; sólo a algún sitio donde el aire fuera puro, donde hubiera montañas, agua, árboles y, lo más importante, donde la gente no viviera creyéndose unos más que otros. Miramos el mapa del Canadá e hicimos averiguaciones sobre la posibilidad de establecernos allí; pero en realidad no queríamos perder nuestra ciudadanía norteamericana. Para lo bueno y lo malo éste era nuestro país, así que fuimos recorriendo los estados donde las ciudades están muy alejadas unas de otras y hay pocas carreteras. Montana encajaba en el cuadro de nuestros sueños.
Lo más importante que nos sucedió durante nuestro breve regreso a Los Ángeles es difícil de explicar con palabras. Una tarde de domingo, mi primo David nos llevó a un nuevo tipo de iglesia a la que asistían cinco mil personas de todas las edades. Era la primera vez que íbamos a una asamblea religiosa en nuestra vida, al menos que pudiéramos recordar. Patti y yo estábamos en guardia.
No experimentamos ninguna conversión repentina, ni nada de eso; pero nos sentimos fascinados por la sinceridad y la evidente felicidad de la gente que nos rodeaba y por los que hablaban. Percibimos que estaba sucediendo algo excitante, algo que ni siquiera habíamos intuido. Era como ver el principio de un renacimiento en el cual los valores reales estaban siendo reconocidos de nuevo.
Esta asamblea era algo muy diferente a mis ideas fijas sobre la iglesia. Era un servicio sin denominación confesional y la gente que nos rodeaba parecía ser de todas las razas y orígenes. Los oradores hablaron de Dios y de Jesús como si fueran reales y contemporáneos y vivientes, y no sólo imágenes de cristal emplomado. Al principio no quisimos creer nada porque temimos que la religión complicara nuestras vidas. Pero los jóvenes, especialmente, parecían tener una fe, una esperanza y un amor que nosotros envidiamos.
Aquella noche, al ir a la cama, sacamos la Biblia que yo había comprado en Nueva Guinea, la misma que había tapado con la cubierta de una novela de detectives. Nos leímos en voz alta el uno al otro. La Biblia empezó a tener sentido. En realidad nos hizo cambiar. En ella había ideas que llenaban un lugar vacío en nuestro pensamiento.
Cuando dejamos de leer empezamos a hablar de las cosas que nos habían ocurrido en los últimos cinco años. Todo se lo habíamos atribuido al destino, como en las veces en que habíamos estado tan cerca de la muerte y mi encuentro con Patti en las Fiji.
Patti preguntó:
—¿Tú crees que el destino es realmente Dios?
—No lo sé —contesté—; pero seguro que alguien cuidó de mí.
—Yo creo que alguien nos ayudó para que nos conociéramos —repuso Patti.
Recordamos la carta que habíamos recibido del misionero de Formosa y Patti la sacó de la caja de la correspondencia que habíamos ordenado. Releímos la carta y nos interesó especialmente el último párrafo. El misionero había dicho: «Su historia ayudará a otros a encontrar el camino recto para sus vidas».
Nuestro hallazgo de una creencia en Dios —el hacernos cristianos— fue una cosa lenta. Seguimos adelante con mucho cuidado. Antes de aquella noche, si alguien hubiera mencionado a Dios o a Jesús nos habríamos alejado de aquella persona y la habríamos evitado en el futuro. Pero ahora queríamos conocer gente que nos ayudara a comprender más acerca de lo que leíamos en la Biblia. Deseábamos aprender a orientar nuestras vidas en el sentido que Dios quería que lo hiciéramos. Al leer la Biblia juntos nos sentimos fascinados por las profecías hechas hace más de dos mil años, profecías que parecían hacerse realidad, como los judíos volviendo a su país.
No tenemos idea de a dónde estos nuevos pensamientos, ideas y prácticas nos llevarán y no deseamos en este punto unirnos a una sociedad eclesial, estructurada. Pero estamos abiertos a cualquier dirección que Dios nos indique. Nuestra creencia es sencilla. Es la creencia que tantos de nuestra generación están descubriendo, la creencia de que Dios no ha muerto, como algunos de la vieja generación nos habían dicho. En un mundo que parece enloquecer, estamos aprendiendo que Jesús mostró a los hombres el único camino para que puedan vivir: el modo como nosotros queríamos vivir.
Cuando ya estuvo terminada la venta del Dove, metimos todas nuestras posesiones en la furgoneta y nos dirigimos hacia el norte. Ahora sabíamos adonde queríamos ir. Era una mañana de primavera y lo último que vimos de Los Ángeles fue una enorme fábrica arrojando tanta peste y veneno en la atmósfera que borraba el sol. Aquella tarde atravesamos una comarca desértica, que nos pareció maravillosa. Cuando anocheció alumbramos con nuestros faros a algunos animalillos silvestres. Conducimos por turnos y cuando llegamos a las alturas nevadas, tuvimos dificultades. Pero vino gente a ayudarnos e incluso un anciano se arrodilló en la nieve y me ayudó a cambiar una rueda. Incluso la gente era diferente.
Dos días después, con la furgoneta, llegamos a Montana. Ante nuestra vista aparecieron colinas y montañas cada vez más altas, carretera adelante, y los árboles salieron a nuestro encuentro. Sabíamos que estábamos cerca de la tierra que estábamos buscando. Viajamos con lentitud, mirando en torno nuestro, disfrutando de las montañas y lagos, y oliendo el aire con aroma de pino. ¡Era fantástico! La semana siguiente pasamos mucho tiempo hablando con corredores de fincas, de los buenos y de los malos tiempos. Con Quimby en mis brazos, recorrimos centenares de hectáreas y luego, a media ladera de una montaña, encontramos un sitio que dominaba un lago.
No había ninguna otra edificación a la vista. Parecía el sitio más bello que hubiéramos visto. El sol se filtraba entre los árboles y las primeras flores primaverales crecían en el suelo. Comprendimos que éste era el sitio donde construiríamos nuestro hogar.
El dinero que habíamos sacado vendiendo el Dove nos permitió comprar seis hectáreas. Nuestros más próximos vecinos estaban a cinco kilómetros de distancia. Seguimos huellas recientes de ciervos y alces en el bosque.
Nos dábamos cuenta de que nos esperaba un trabajo duro. Empecé en seguida a construir una cabaña provisional con los troncos que habían quedado de un próximo aserradero abandonado. Empezamos a aclarar un espacio del bosque a fin de plantar verduras, flores y árboles frutales.
Durante seis semanas permanecimos en la aldea próxima, mientras yo seguía un curso de maderería, aprendiendo a distinguir las distintas clases de árboles, cómo cortarlos y apreciar su madera. Durante el invierno caería mucha nieve, y sería el momento de poner a prueba nuestras habilidades, nuestra fe y nuestro valor para crear un estilo de vida nuevo y sencillo. Con la ayuda de un curso de correspondencia pensábamos educar nosotros mismos a Quimby. Ella lo haría por sus propios pasos contados y aprendería a amar la tierra y a protegerla.
No es que nos consideraráramos fugitivos de la civilización; sino como aprendices del disfrute del mundo natural. Creemos que Dios nos ayudará a comprender cómo debemos de vivir.
Hemos hecho amistad con nuestros vecinos, aunque viven tan lejos. En este país unos se necesitan a otros. Un día, al regresar a la cabaña, hallamos un montón de comida en la puerta. Uno de los vecinos había venido a visitarnos y nos había traído queso y vino caseros y otras cosillas.
Tras examinar los regalos, Patti me miró a mí y me dijo:
—Bueno, Robin, y ahora ¿cuándo vas a traer tú la carne?
Esta sola idea nos hizo carcajear. Sujetando a Quimby por la mano, ella me dijo:
—Creo que eso estaría muy bien como titular de la primera parte de la historia de nuestra vida.
—¿Tú crees?
—Bueno —dijo Patti—, ya te veo bajando por aquel sendero con un alce cargado sobre tus hombros. Quimby y yo te estaremos esperando a la puerta de nuestra cabaña.
—Y ¿qué más? —pregunté yo.
—Y luego citaré aquellas palabras que tú leíste sobre la tumba de Robert Louis Stevenson en Samoa. ¿Las recuerdas?
—Claro que las recuerdo —dije yo riendo también:
En su hogar está el marino,
en su hogar procedente del mar,
y en su hogar el cazador,
procedente de la colina.