La hija de las islas
Yo apenas alcanzo los hombros de John Wayne o de Elliot Gould. No sé pronunciar discursos enardecedores ni jamás he salvado a nadie de un edificio en llamas o de un río desbordado. Pongan a veinte personas en un escenario y pidan al público que seleccione al más apropiado para andar por Marte, para ganar mil millones de dólares, o encontrar el remedio para el resfriado común: yo sería el último al que escogerían. O quizás el decimonoveno.
Así que cuando me vi retratado en los periódicos bajo grandes titulares y mirando por los televisores, me sentí a la vez tonto y decepcionado. Lo más difícil era defenderse de los periodistas que asediaban nuestro pequeño apartamento de Newport Beach. Los canales de la televisión nacional me hicieron ofertas atractivas si contaba mi historia. Numerosos colegios y escuelas me pidieron que diera conferencias.
Luego llegaron las cartas… por sacos. Muchas eran de países extranjeros. Las leímos todas; pero como no teníamos secretaria a todas no pudimos contestar. Algunas de las cartas nos conmovieron profundamente, como la que nos envió un niño lisiado que había seguido mi viaje desde su lecho del hospital, y de una monja quien dijo que había rezado por mí todas las noches. Una carta muy conmovedora vino de un misionero en Formosa. Gente de todas las edades quería saber si ellos también podrían circunnavegar el mundo, qué clase de bote comprar, qué puertos tocar, y cómo reunir dinero.
La mayoría de las cartas eran simples y sinceros mensajes de felicitación de gente desconocida. Estábamos muy agradecidos. También se recibieron telegramas y llamadas telefónicas.
Una llamada telefónica vino de la Ford Motor Company, que me invitaba a ser su «notable (Maverick) del año». Como la concesión del título iba acompañada con el regalo de un automóvil nuevo, me era difícil rechazarlo. El problema estaba en que yo nunca había aprendido a conducir un automóvil, ni por tanto poseía carnet de conducir. Patti prometió remediar esto.
Había un contrato que yo tenía que cumplir. La National Geographic me invitó a ir a Washington, para completar el tercero y último de mis tres artículos para la revista. Me hicieron un recibimiento especial en Washington, y el presidente del consejo de administración, Mr. Melville Grosvenor, propuso el brindis y me entregó una enorme fotografía en colores del Dove. Un chef había realizado un pastel maravilloso, escarchado en forma de mapa del mundo y del Dove surcando los océanos. Era una lástima tener que cortarlo. Lo pasé muy bien en las reuniones con los fotógrafos y los escritores de la revista, que me habían perseguido a lo largo de los continentes, y les agradecí la ayuda y la amistad que me habían ofrecido.
A mi regreso a Long Beach, Patti y yo empezamos pronto a sentirnos incómodos con la vida de la ciudad. Despreciábamos las fábricas que vertían humos y venenos en la atmósfera, y pronto tropezamos con el lado malo de la naturaleza humana. En mi viaje había anclado el Dove junto a chozas con techos de paja, y jamás tuve que preocuparme de cerrar las puertas de la escalerilla de la recámara. Pero en el puerto de Los Ángeles los ladrones irrumpieron en el Dove y me robaron velas y mucho equipo valioso. En las islas Fiji había paseado entre gentes cuyos abuelos habían comido carne humana; pero la primera vez que sentí miedo de la gente fue cuando paseé de noche por las calles de las ciudades modernas.
Hice otro viaje por el país. Esta vez a Detroit. Los de la Ford habían preparado una conferencia de prensa y mostré a los periodistas algunas diapositivas y contesté a preguntas sobre el viaje. Por la noche estuve invitado a una cena donde el principal orador era un astronauta. Me sentí fascinado por sus imágenes de la luna. Antes de salir de Detroit, me dieron las llaves de un nuevo automóvil Maverick (en realidad no entré en posesión del coche hasta que estuve de vuelta en Long Beach).
Patti y yo volvimos a vivir a bordo del Dove anclado en Marina. Teníamos dos cosas importantes en el pensamiento: nuestro hijo, que habría de nacer pronto, y qué es lo que ahora iba a hacer yo.
Estando en las Barbados recibimos una carta de Doug Davis, uno de los decanos de la universidad de Stanford, quien me invitó a presentar la solicitud para una beca especial de dicho centro docente. El decano explicó que la universidad buscaba estudiantes «con experiencias diversas para equilibrar a los estudiantes que habían venido a través de los canales académicos convencionales». Cuando recibí la carta no estaba muy interesado en volver al colegio. Pero ahora Patti y yo hablamos nuevamente de esa idea. Pronto sabría si me adaptaba a la vida del campus universitario. Telefoneé al decano, quien me contestó en seguida que la oferta de la beca seguía en pie. Podríamos ir a Stanford en otoño.
Resuelta la cuestión, Patti y yo nos incorporamos a una clase especial con otras parejas jóvenes, y nos enseñaron el arte de preparar el parto natural. Al principio las películas me chocaron; pero pronto me sentí fascinado. Nos enseñaron el sistema de la respiración rítmica y cómo un padre podía ayudar a su esposa durante el alumbramiento.
Algunos padres que habían tenido hijos por el que es llamado método Lamaze, nos impresionaron de veras. Uno de los padres dijo: «Después de que naciera el niño sentí una calma increíble; era como si estuviera totalmente en paz conmigo mismo. Conduje lentamente desde el hospital porque quería saborear esta sensación. Me sentí muy afortunado por participar en el nacimiento de mi hijo. Y mi esposa y yo aprendimos mucho el uno del otro también».
Asistimos a seis clases del Lamaze, y de noche, en la cabina del Dove, hacíamos nuestros ejercicios caseros.
A mediados de junio el médico de Patti le dijo que el bebé no nacería antes de fines de mes, y el 19 de junio le dijo que sería estupendo para nosotros si fuéramos a navegar, y que pasáramos el fin de semana en la isla de Santa Catalina. Navegamos hasta la isla en el bote a motor del padre de ella, el Jovencita. El tiempo fue perfecto y llenamos el refrigerador del bote con las últimas langostas que nos quedaban de las Galápagos.
Tras un viaje de dos horas hasta la isla, anclamos cerca de la costa. Me sorprendió el que Patti se negara a zambullirse conmigo, ya que a ella le encantaban las zambullidas. Me dijo que se sentía algo incómoda y decidió quedarse en la dinga mientras yo exploraba el suelo oceánico. Es formidable zambullirse junto a la isla Catalina, que es famosa por su pez garibaldi, hoy protegido.
Regresé nadando a la dinga. Patti estaba apoyada sobre manos y rodillas haciendo uno de los ejercicios de respiración Lamaze, y me dijo:
—Tengo un extraño dolor en la espalda.
La rocié con agua.
—Lo que tú necesitas —le repliqué— es agilizarte un poco nadando.
Pero ella no quiso.
—No, cariño. No tengo ganas de nadar. Me siento torpe, y si me vuelves a echar agua, te doy en la cabeza con un remo.
Todavía no sospechaba que algo fuera mal. Ella había visto al médico unos días antes, y la había encontrado en muy buen estado.
Fue hacia media tarde. El sol calentaba fuerte, el agua era clara como el cristal. Me zambullí y nadé por allí alrededor. La siguiente vez que miré por encima del costado de la dinga empecé a sentirme preocupado. Estaba tan acostumbrado a que Patti tuviera un aspecto como si anunciara las naranjas de Florida… Pero ahora parecía encontrarse mal. Seguía haciendo sus ejercicios de respiración en el fondo de la dinga.
—Probablemente no es nada —me dijo demasiado rápidamente—; pero acabo de sentir una fuerte contracción.
—Pero el doctor te dijo…
—Sí, ya sé lo que me dijo —se echó a reír—. Estoy preparada para dar a luz; pero no en una dinga.
Me sonrió.
—¿Qué te parece en las rocas —añadió—, como las iguanas? ¿Recuerdas?
—En las rocas tampoco —dije yo con firmeza—. ¿Quieres volver al Jovencita?
Remando llevé la dinga hasta el bote y ayudé a Patti a subir la escalera. Cuando ella se acomodó en la recámara, declaró que se encontraba bien. La dejé sola por un rato; pero cuando volví vi que estaba sufriendo una contracción.
Ella no sonrió esta vez.
—¡Vaya! Ése fue muy fuerte.
A través de la portilla el sol se deslizaba hacia el horizonte.
—¿No podría ser un falso parto? —le pregunté.
—Probablemente —dijo Patti—, en cuyo caso, ¿qué te parece si cenamos?
Ella se unió a la cena con Al, Ann y yo ante la mesa. Las langostas de las Galápagos estaban estupendas. Sabía cuánto gustaban a Patti; pero cuando ella comió sólo dos bocados, supe que algo iba mal… o bien.
Al se ofreció voluntario para buscar al doctor en tierra. Llamó por radioteléfono; pero el doctor no estaba en casa. Al final se puso al aparato su socio.
El socio era muy profesional, muy a la manera de los médicos de cabecera, y dijo:
—Si está usted preocupado puede traer a su esposa al hospital. Pero le aconsejo que espere. Los niños primerizos por lo general se toman su tiempo. Probablemente es un falso parto. Dígale que se pase una noche tranquila descansando.
El doctor no pareció comprender que estábamos al menos a tres horas del hospital, en Huntington Beach, dos horas por mar y una hora a través del tránsito nocturno de un sábado.
Al comunicar a Patti el consejo del doctor, ella sintió de nuevo una contracción. A mí no me pareció un falso parto; pero pensamos que sería mejor seguir los consejos del médico. Al y Ann se fueron a la cama.
A las dos comprendí que a menos que actuáramos rápidamente había una posibilidad de que el bebé naciera en la cabina del Jovencita. En las clases Lamaze nos habían hablado de las cosas que podían salir mal. No le dije a Patti lo preocupado que estaba; pero desperté a Al. Al parecer podíamos hacer tres cosas: podíamos llamar al helicóptero de la Guardia Costera, y llevar en vuelo a Patti hasta el hospital; o podíamos tratar de ir navegando con el Jovencita; o ver si había alguna posibilidad de llevar a Patti al pequeño hospital de la isla.
Finalmente decidimos probar con el hospital de la isla Catalina. Con ayuda de la radio, Al logró hablar con el doctor que estaba de guardia, quien dijo que mandaría una ambulancia hasta el muelle de Avalon, el puerto al otro lado de la isla.
Al no logró poner en marcha uno de los motores de la embarcación, así que dimos lentamente la vuelta a la isla con un motor sólo, mientras que yo regresaba a la cabina para estar con Patti. Cada vez era menor el tiempo que transcurría entre una y otra contracción. A veces era de sólo unos minutos. Patti estaba realizando sus ejercicios respiratorios. Todas las cosas que ella necesitaría en el hospital estaban en el portaequipajes del automóvil, en tierra. Pero tenía el cronómetro en su muñeca. El cronómetro, o reloj de segundos muertos, es una parte importante del equipo en el método Lamaze. Sirve para que el esposo cronometre el período entre contracciones, de modo que pueda decir, más o menos, lo lejano o cercano que está el parto, y qué ejercicios debe de hacer su esposa. Empezamos a hacer el ejercicio completo y masajeé la espalda de Patti para aliviarle la molestia.
La ambulancia y el doctor estaban en el muelle Avalon. Expliqué al doctor que habíamos sido entrenados en el método Lamaze y que queríamos estar juntos en el nacimiento.
El doctor asintió.
—Sí, sí, —dijo rápidamente—. Está bien.
Patti estaba convencida de que el doctor no la tomaba en serio. Y se lo dijo acaloradamente:
—Antes preferiría tener el niño en el bote que ir al hospital y que luego usted no permita a Robin que esté conmigo.
Hizo prometer al doctor que yo permanecería al lado de ella durante todo el parto, antes de consentir entrar en la ambulancia. Le hizo prometer también que no le daría ninguna droga.
Tuvimos más suerte con el doctor que lo que nos habíamos atrevido a esperar. Era muy joven y acababa de regresar de un período de práctica de la medicina en Alaska. Había visto a las esquimales tener bebés y se mostraba entusiasta del parto natural.
Teníamos un aspecto muy primitivo cuando entramos descalzos en aquel hospital de ocho habitaciones. No teníamos ropas para cambiarnos; sólo un par de cepillos de dientes. Había de guardia una enfermera muy simpática, quien nos dio una buena acogida. Es raro que nazcan niños en la isla Catalina. La enfermera me dio unas botas de papel, dos veces del tamaño de mis zapatos, y una bata blanca para que pudiera entrar en la sala de partos. La aventura del nacimiento de un niño fue de pronto nuevamente excitante.
Las contracciones que sufría Patti estaban ahora separadas por segundos. La enfermera estaba asombrada al ver que la parturienta no gemía ni gritaba. Patti no lloriqueó en ningún momento. Estaba totalmente absorbida por lo que estaba haciendo. Yo estaba asombrado por su valor. Ella no habló mucho, y a veces apretó mis manos fuertemente. El doctor ni siquiera tuvo que sacar su aguja hipodérmica.
El nacimiento de Quimby fue la experiencia más emocionante de nuestras vidas. En realidad fue un parto muy largo; pero cada vez que Patti se olvidaba de sus diferentes ejercicios respiratorios yo estaba a su lado para recordarle qué es lo que tenía que hacer —lentos y fáciles entre contracciones, respiración media conforme las contracciones llegaban a su punto culminante.
Yo no entiendo de partos; pero sé que las cosas pueden salir mal. También sé que el nacimiento de Quimby fue como el nacimiento de una criatura tiene que ser.
En alguna parte de la larga evolución del hombre hacia la edad electrónica el secreto se ha perdido. Para millones de personas el nacimiento de un niño se ha convertido en un horror de dolores, temores y drogas. La mayoría de las madres en las sociedades «civilizadas» apenas si se dan cuenta de lo que debería de ser el momento más interesante de sus vidas. La mayoría de los padres se retiran a habitaciones llenas de humo de tabaco con alfombras gastadas, sufriendo un infierno de angustias hasta que un extraño oliendo a anestésicos sale para decirles que han tenido un niño o una niña.
No sucedió así con nosotros. Yo estaba allí para decir a Patti el momento en que apareció la cabeza de Quimby. Estaba allí para anunciarle que nuestro bebé tenía diez dedos. Luego, tras una oleada como la ola más alta de una marea alta sobre una playa, yo dije a Patti:
—¡Es una Quimby!
Éste es el nombre que una vez mencionamos en las Galápagos.
Cuando Quimby salió de la oscuridad y vio la luz de su primer día en la Tierra, no necesitó que le dieran unas palmadas para forzarla a tomar un sorbo de aire. Lo hizo por sí misma, porque estaba tan libre de drogas como su madre. Quimby fue separada de Patti y yo la tomé, rosada, resbaladiza, sin magulladuras de fórceps, llorando de vida.
Ahora éramos tres, tres unidos por el amor y la más rica de todas las experiencias humanas.
El rostro de Patti estaba macilento y demacrado; pero logró sonreír maravillosamente al alargar la mano y tocar la mano de su hijita. Luego alargó sus brazos hacia mí y yo hundí mi cabeza en su cabellera. Los dos lloramos, y no de dolor.
—Gracias, cariño —susurró ella.
—Gracias a ti —contesté yo.
—No lo podría haber tenido sin ti —repuso ella—. Mi parte fue la más fácil.
La dejé entonces para que descansara y salí al primer sol de la mañana, las casitas blancas y relucientes y el mar más allá. Enfrente de una de estas casitas había un jardín lleno de flores, y cerca de la pared había una rosa, encarnada y perfecta, con el rocío todavía en sus pétalos.
Por un súbito impulso abrí la puerta de la verja del jardín, caminé por el breve sendero, y llamé a la puerta. Una mujer de cabello gris, en bata, abrió la puerta. Parecía sorprendida.
—Hay una rosa en su jardín —le dije—, la que está cerca de la pared. ¿Puedo llevármela? Se la compraré.
La mujer apretó los labios.
—¡Oh! Yo no vendo rosas, y la que usted dice es la mejor de mi jardín.
—La necesito para mi esposa —le expliqué, y luego le conté los acontecimientos de la noche y el nacimiento de Quimby.
Ella escuchó en silencio, luego desapareció dentro de la casa y volvió con unas tijeras.
—Tengo más rosas, en la parte de atrás —me dijo—. Su esposa se merece más de una.
—No —dije yo—. Sólo una, ésa.
La mujer atravesó el jardín y cortó la rosa perfecta. Yo volví al hospital solo con ella. Habían trasladado a Patti a una pequeña habitación llena de luz del sol, con una vista de montañas y hierba muy verde, sin ningún otro edificio a la vista. Patti estaba echada, muy tranquila. El color había vuelto a sus mejillas. Parecía como si hubiera estado echada al sol todo el día. No estaba dormida. La enfermera encontró un jarro alto y delgado y puso la rosa sobre la mesita que había al lado de Patti. Ella no dijo nada; pero sus ojos me siguieron a través de la habitación y luego se fijaron en la rosa.
Aquella noche el doctor nos dijo que era raro ver un parto semejante en la sociedad moderna. Nos hizo muchas preguntas sobre las técnicas que habíamos aprendido juntos.
El personal del hospital hizo caso omiso de las reglas y me permitió quedarme en la habitación con Patti durante los siguientes dos días. Luego, en la mañana del lunes, los tres, Patti, yo y la hija de las islas, regresábamos a tierra firme en un pequeño hidroavión.