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En su hogar está el marino

Desde la cubierta del Dove contemplé las luces del Lina-A desaparecer en la distancia, y luego dormí durante tres horas. Me desperté antes de que saliera el sol, para ver una cosa extraña en el cielo nordeste, un cometa con su larga cola saliendo de un confuso foco de luz. Eso es un buen presagio, pensé yo, y cuando el sol se elevó como una roja pelota de baloncesto el Dove seguía su rumbo bajo una vela mayor y un foque hinchados.

Decidí grabar mis pensamientos:

Pero falta algo. Hay una gran sensación de vacío en este bote. Tengo ya veintiún años; pero es duro contenerse las lágrimas. No dejo de repetirme que es la última etapa y que la haré mucho más rápidamente que las otras.

De todos modos soplaba un viento fresco, cosa rara en estas islas sin viento, empujando al bote a cinco nudos. Kili y Fili subieron juntos a la cubierta para olfatear el tiempo, y los dos gatitos atados al obenque, Piglet y Pooh, eran todavía muy pequeños para subir por la escalerilla. Al segundo día despedacé las cabras (trabajo que me fue aborrecible) y llené de carne el refrigerador.

El buen viento continuó el segundo día y grabé: Supongo que alguien cuida de mí, porque mi ánimo está boyante.

Tras limpiar la sangre de las cabras en la cubierta, pasé la mayor parte del día mirando dos mapas, uno de los mares al sur de Panamá y el otro del norte del Pacífico, que había llegado a conocer tan bien.

Al tercer día los vientos me desampararon, y las velas empezaron a colgar flojamente. Aguanté la calma durante un par de horas, y luego decidí utilizar el motor. El Dove tenía carburante para trescientas millas y lo único que yo quería era alejarme lo antes posible de las Galápagos. Si me limitaba a quedarme sentado aquí, en la zona de las calmas ecuatoriales, me volvería loco. Mi plan era navegar cercano al Ecuador, rumbo oeste, durante cuatrocientas millas, y luego con rumbo norte novecientas millas pasando junto a las diminutas islas de Clipperton y Clarion. No pensaba arribar a ningún puerto antes de alcanzar Long Beach, a 2600 millas de distancia.

Era inútil que tratara de engañarme: ésta iba a ser sin duda la etapa más dura del viaje. Yo temía las calmas ecuatoriales. Había oído decir que algunos yates tardaron más de dos meses para ir de las Galápagos a California. Dos meses puede que no parezcan mucho tiempo cuando uno está atareado. Pero dos meses parecen una eternidad cuando se navega con rumbo a la persona que se ama y a la nueva vida que se espera que nazca. El sol se levanta con mucha lentitud, e igual de lentamente las sombras se acortan conforme el sol se eleva. Luego uno mira a la corredera, que cuelga casi recta. La tarde transcurre lentamente. Luego viene la oscuridad. Uno duerme. Entonces uno se despierta para encontrarse con que ha viajado sólo treinta millas en veinticuatro horas. Y es cuando uno cree que se va a volver loco.

Habíamos quedado en que Patti, antes de desembarcar del Lina-A, me hablaría por radioteléfono. A la hora fijada traté de captarla en las ondas, pero tras media hora de frustración por perturbaciones atmosféricas, le oí decir: «… No te oigo, cariño. Pero te quiero y te echo de menos… Lina-A, corto».

No volví a oír su voz por casi mil horas, y ni siquiera fui capaz de decir a mi magnetófono lo mucho que yo la echaba de menos. En cambio, traté de hablarme a mí mismo de modo más positivo:

¡Vaya! ¡He recorrido trescientas millas en cinco días! Eso significa que llevo sólo dos días de retraso. Bien. Puedo sobrevivir a una navegación de treinta y cuatro días. ¡Luego en mi casa! ¡Dios mío! ¡Qué alegría me da pensarlo! Y luego, ¿qué? Tiene que ser algo diferente, algo que quizá tenga que ver con la tierra y los animales. ¿Y qué tal dedicarme a la oceanografía? Ya he tenido un buen comienzo. Creo que lo principal será alimentar a la familia. Puede que sirva para mecánico. Debe de ser interesante estudiar los motores diesel. Siempre he querido dedicarme a construir casas, no esas cosas horribles de cemento sino sitios donde la gente pueda verdaderamente vivir, casas con olor a madera. ¿Una gira dando conferencias? Me tiemblan las rodillas sólo de pensar en tener que levantarme y hablar de las Fiji y de la diferencia entre una driza y un estay mayor. Pero las cosas saldrán bien. Siempre salen… Hay tanto que deseo aprender

En el mar yo era un hombre; pero cuando pensaba en el asunto de ganarme la vida en una sociedad civilizada, comprendía que seguía siendo un niño. He visto más cosas que el 99,9 por ciento de los componentes de mi generación; pero no puedo imaginarme en un mundo de bancos y grandes almacenes, de ascensores y autopistas. ¡Jamás aprendí a conducir un automóvil!

Por supuesto que sabía que la vida es algo más que ver horizontes marinos, que saber colocar una veleta Hassler o tomar la posición según la altura del sol. Pero estaba seguro de haber aprendido muchas cosas que me serían útiles, algo que incluso sería una contribución a nuevas formas de pensamiento, las esperanzas y objetivos de una juventud que está harta de la opresión y la codicia de la sociedad.

Había estado largo tiempo lejos de los campos estudiantiles; pero a veces sentía las vibraciones de la gente de mi generación. Comprendía algunas de las razones de su espíritu de rebeldía. ¿No había sido mi viaje impulsado por los mismos anhelos de libertad, el mismo deseo de escapar a la rutina, de probarme a mí mismo, de demostrar quizá que un muchacho no debe ser zarandeado hasta que no es más que un muñeco mental y espiritual metido dentro de un traje de negocios?

A diferencia de un bote de vela por un océano sin vientos, la mente puede viajar con más rapidez que la luz, puede revolotear (como es mi caso) al igual que un colibrí sobre el pensamiento de «qué hay de desayuno» y fluir hacia un cometa del cielo antes del amanecer y preguntar: «¿qué o quién creó eso y por qué, y dónde y cuándo?».

Sin otra persona a la vista, sin más que alguna nubecilla en el horizonte, pasé horas y horas soñando despierto, dejando que las ideas e imágenes flotaran en mi mente.

«¿Qué es lo que piensa cuando está en el mar?», es una de las preguntas que la gente me suele hacer. Creo que pienso lo mismo que piensa una persona que saca a pasear a su perro o toma una carta que le han dejado en el buzón de la esquina. La única diferencia es que en el espacio tienes más espacio y tiempo en que pensar. No tienes que volver a la oficina y rebuscar entre las fichas rosas la de la cuenta del señor Jones o volver a la cocina y pelar patatas. Creo que los marinos solitarios han de ser mejores filósofos que el tipo del apartamento 406. Puede que nosotros nos acerquemos un poco más a las verdades, aunque yo, ciertamente, no me siento como el anciano sabio de las montañas.

Pero sé algo acerca de la soledad. ¡Dios mío! ¡Claro que lo sé! Sé que puede llevarte muy cerca del infierno y a veces, sólo a veces, cerca del cielo.

Cuando la gente me ha preguntado si podía soportar estar solo, especialmente bajo las calmas tropicales, les he sugerido que vayan ellos a pasar un par de días, sólo dos días, a una tienda de campaña. Si les gusta, si pueden estar a solas, sin compañía, cuarenta y ocho horas, pues que traten de permanecer solos una semana. Ésa es una verdadera prueba. Si pueden soportar eso, entonces podrán soportar cuarenta días en un pequeño bote sin más compañía que unos gatos.

Prevengo a todos los que no hayan tratado de estar solos unos días. Algunas personas se volverían chifladas del todo.

Un «pensamiento marino» que yo quisiera compartir aquí es que esta vida tiene que tener tensión: la tensión de dirigirse a otro puerto o de hallar una pieza de repuesto para hacer una reparación, o de enfrentarse a una borrasca. Quiero decir que la persona que está realmente enferma es la persona que no tiene objetivos en la vida, ni ambición, ni aspira a nada. No tener una meta debe de ser como navegar en calma chicha por toda la vida. Hay personas bien orientadas que han pensado en estas cosas. Yo me limito a darles esta idea tal como me vino estando sentado en el techo de la cabina, cuando, debido a la calma, las velas colgaban flojamente.

El 28 de marzo, tras una semana en el mar, yo grabé: Aquí estoy mirando a estos malditos mapas, y hoy no tengo ánimos ni para comer. He hecho sesenta millas de mediodía a mediodía. ¡Vaya por Dios!

En las calmas las cosas sin importancia pasan a tener mucha. Oyendo mis grabaciones, alguien pensaría que acababa de encontrar oro cuando informé de un gran acontecimiento respecto a Pooh y Piglet. Mi voz era un octavo superior a lo normal cuando grité: ¡Menos mal! ¡Los gatitos al fin han hecho caca en su caja de arena! ¡Ya era hora!

El domingo de Pascua grabé: Me he obsequiado con una cena de pavo. Puse un par de velas sobre cuellos de botellas y comí el pavo en la recámara. El viento es tan ligero (casi inexistente) que las llamas de las velas ni siquiera titilaron. Imaginen: yo estoy en un bote velero ¡y las llamas de las velas sobre cubierta parece que están heladas!

En las Galápagos, para el día de mi cumpleaños, Patti me regaló un modelo a escala reducida del Golden Hind de Drake, típico de las atenciones que Patti tiene conmigo. Podía haberme regalado una afeitadora eléctrica o cualquier otra cosa; pero ella sabía que lo que más necesitaría en el largo viaje de regreso a casa sería algo que me mantuviera ocupado. Pegar el fino y complicado aparejo y los pequeños cañones, me mantuvo concentrado durante muchas horas. Y mientras el modelo iba tomando forma, los gatitos estaban decididos a destruirlo. Me los encontraba mordiendo a los mástiles, y luego tenía que pasar tiempo reparándolos y colocándolos otra vez. Eso era estupendo.

Traté de hacer el pan de agua de mar de Patti y creí haber seguido sus instrucciones cuidadosamente. El pan parecía como si estuviera hecho de plomo, y yo dije a la grabadora: Si me como esto, habré de tener cuidado de no caer por la borda.

El agua dulce no constituía un problema. Cada dos o tres días había una tormenta tropical y el agua recogida en la vela mayor iba a parar a los cubos de lona que estaban debajo. A menudo había bastante agua para darme un baño con esponja y para lavar mis ropas.

El refrigerador funcionaba bien. Era estupendo sentarse bajo el sol tropical y oír el tintineo del hielo en mi vaso. Los gatos estaban muy ocupados atrapando los peces voladores que aterrizaban en cubierta.

Yo dije ante el magnetófono: Fili tiene un oído fantástico. Cuando oye un «plof» sobre cubierta sale de la cabina como una flecha, antes de que el otro gato haya tenido tiempo de estirar sus patas.

El agua, en las calmas, seguía siendo de una suavidad cristalina; pero yo sólo me zambullí mentalmente.

Es primero de abril, Día de los Engañabobos. Es mi noveno día desde que zarpé y estoy sólo a 525 millas de las Galápagos.

Ayer me metí en una calma completa, que sigue durando esta mañana. Puse el motor en marcha a tres cuarenta y cinco y corrí bien en la mañana. Hace tanto calor que siempre estoy sudando. Me ducho con agua salada siempre que puedo; pero cuando hace calor es difícil mantenerse limpio. Tuve brisa mediana la tarde, y durante un rato navegué a más de seis nudos. Pero antes de medianoche había calma chica otra vez.

Era realmente terrible. Me sentí muy desalentado al final del día. Me costó trabajo arriar la vela mayor. Luego me encontré con que la botavara estaba tan fuertemente atada que no podía desatarla. Estaba trabajando con una linterna, y me enfurecí tanto que bajé y arrojé la linterna contra el mamparo y la rompí. Agarré un cuchillo y regresé para cortar la cuerda enredada, y por poco no suelto del todo la vela. Gracias a Dios que no hice eso, ya que estoy escaso de velas.

Pero el 4 de abril fui despertado por un ruido desacostumbrado: olas chocando contra el casco. Subí corriendo por la escalerilla e izé la vela mayor y el foque. El Dove cabeceó y yo grabé: Éste es el día mejor. ¡Es tan hermoso! Voy con buen rumbo a 307 grados. ¡Viento! ¡Gracias a Dios por el viento! ¡Tenían que ser los alisios!

Aquella noche vi la estrella Polar por primera vez desde las Bahamas y, al día siguiente, pesqué mi primer pez desde que salí de las Galápagos. Anoté en el cuaderno de bitácora: «Nunca pensé que vería un buque por aquí».

El tiempo era variable. Un día hice sólo treinta millas de mediodía a mediodía, y al día siguiente hasta ochenta.

Había pensado que una vez que encontrara los vientos alisios, mis problemas habrían terminado. No fue así. Cuando los alisios dejaron de soplar, me sentí más deprimido que nunca. Una profunda depresión es peor que el dolor físico. Contra el dolor se puede luchar, incluso a brazo partido con él. Pero la depresión te ahoga como una niebla espesa. Y uno siente que le es imposible librarse de ella.

Tras una noche horrible e interminable, informé ante la grabadora:

Aquí estoy a 250 millas del teórico cinturón de las calmas ecuatoriales y no hace el menor viento. La pasada noche fue terrible. Tuve pesadillas. No deseo una noche así ni a mi peor enemigo. Imagino que fue una especie de depresión mental. Lloré como un niño. Tengo que acabar con estas cosas. No voy a seguir siempre con ellas.

Pasaron tres días más antes de que pudiera percibir de nuevo el viento, tres días en los que hice exactamente cien millas. Las velas colgaban y daban golpes secos, el más feo de los sonidos que puede oír un marino. Aparte de que casi me volvían loco, las costuras de las velas estaban en mal estado. Pero todo era preferible a no moverse nada, así que seguí tratando de seguir a la vela aún cuando la corredera colgaba recta.

Luego, de repente, las velas se hincharon, e hice 149 millas de mediodía a mediodía. «¡Fantástico!», garrapateé en el cuaderno de bitácora. Lo celebré haciendo un asado de cabra; pero parte de la carne se había vuelto verdosa. Probé a echársela a Fili; pero ésta la rechazó, así que arrojé la carne por la borda.

El 12 de abril vi la isla Clarion, que es poco más que un peñón, y vi a la luna ponerse tras ella. Me preocupaba que un viento pudiera arrojarme contra la costa, así que permanecí levantado toda la noche y oí las llamadas por radio de botes de pesca que calculé estarían a unas trescientas millas de distancia. Me fui a dormir justo cuando el cometa aparecía en el cielo norte oriental.

Cuando me desperté a eso de las diez eché a faltar a Fili. Eso no me preocupó al principio, porque a Fili le gustaba esconderse; pero tras buscar en la cabina llegué a la conclusión de que había desaparecido. Esta gata ciega y valiente había viajado medio mundo conmigo. Lo sentí muchísimo.

Los alisios eran ahora más constantes y del sudoeste. Podía elegir mi rumbo y decidí navegar paralelamente a la costa. Long Beach estaba todavía a una distancia de mil millas. El termómetro descendió de repente y ya no pude permanecer en cubierta y leer sin quedarme medio helado. Las noches eran tan frías que tuve que ponerme pantalones largos y jerseys antes de irme a la cama.

Pooh y Piglet echaban de menos a su madre y lloraron; pero Kili las adoptó. Cuando los gatitos trataban de descubrir si Kili les podía dar leche él les indicaba con el hocico dónde estaba el plato de la comida. Pero de noche permitía a los gatitos que durmieran entre sus patas.

Yo era muy chapucero haciendo comida; pero en esta travesía comí más que nunca. Cosa rara, no gané peso. Aunque había aumentado cinco centímetros de estatura (hasta 1,72 m), desde que zarpé de San Pedro en 1965, mi peso seguía siendo exactamente el mismo.

Hacer café era como un ritual. Medía cuidadosamente el agua y luego le echaba el café y lo dejaba hervir durante cinco minutos. Luego dejaba que pasasen otros dos minutos para que la infusión se enfriara antes de servirme la primera taza. Luego volvía a calentar el pote y me tomaba la segunda taza. Gastaba mucho combustible para hacer el café; pero era un lujo que me había ganado.

El 16 de abril, en mi vigésimo cuarto día en el mar, hice contacto por radio con el bote de pesca Jinita, que estaba a unas doscientas millas de la costa de la Baja California. El Jinita prometió llamar a San Diego y enviar un mensaje, si era posible, a Allen Ratterree, en cuya casa estaría Patti. Les di el número de teléfono de Al. Pensar que pronto podría volver a hablar con Patti me animó mucho. Las baterías estaban un poco bajas de fluido, así que bajé a poner en marcha el motor para cargarlas. El motor no se ponía en marcha. Si no funcionaba el motor la radio no funcionaría. Entonces vi que había olvidado abrir el tubo de escape.

¿Cómo podré ser tan torpe?, pregunté al magnetófono. Creo que estoy un poco excitado. Para calmarme me he hecho un poco de dulce de chocolate, leche y azúcar, que herví todo junto. He de sacar patente de esta nueva receta de pegamento. Traté nuevamente de hacer pan. Esta vez me salió mucho mejor; pero la hogaza estaba tan llena de agujeros como un queso suizo.

En cinco años lo he hecho muy bien como capitán, navegante y tripulante del Dove; pero como cocinero, me despedí yo mismo.

El 17 de abril me desperté temprano porque quería establecer contacto de nuevo con el Jinita. Logré hablar con el pesquero, para enterarme, con desilusión, de que éste no había logrado establecer contacto con San Diego o Los Ángeles. Tras intercambiar información meteorológica, los del pesquero me prometieron que tratarían de hablar con Los Ángeles aquella noche.

Diez minutos después otro pesquero, el Olympia, me enviaba un mensaje; habían captado mi llamada al Jinita y prometieron tratar de comunicarse con Al Ratterree. Yo les di su número de teléfono.

—¿Es importante? —preguntaron los del Olympia.

—Muy importante —contesté yo.

Mantuve la radio en funcionamiento, y a las siete de aquella noche el Olympia me volvió a llamar.

—Hemos enviado su mensaje y posición al señor Ratterree.

Yo hablé ante el magnetófono:

¡Vaya, hombre! ¡Eso es estupendo! Al menos Patti sabrá donde estoy. Me siento de nuevo cerca de ella.

Long Beach estaba sólo a 675 millas de distancia y el Dove hacía de promedio unas cien millas diarias. Pero como me veía forzado a dar bordadas, debido a los vientos contrarios, en realidad me aproximaba sólo unas treinta millas diarias. Como el Dove estaba de nuevo en rutas muy frecuentadas por la navegación, tenía que estar vigilante de noche. La luz del palo mayor lanzaba destellos, aunque no muy frecuentes, porque las baterías estaban poco cargadas. Durante toda la noche mantenía una luz sobre cubierta esperando que las velas iluminadas pudieran ser vistas desde una gran distancia.

Supongo que debido a que me acercaba a casa, sentía un temor irrazonable de que el Dove y yo no fuéramos a lograr nuestra empresa. Había leído historias de marinos que se perdieron en su última travesía. No podía evitarlo, pero pensaba que algo me ocurriría en las próximas cien millas. Era una especie de fobia.

Mi radio me informó de que otros tres navegantes estaban haciendo un viaje de vuelta a casa mucho más peligroso que el mío. Los astronautas del Apolo XIII: James Lovell, Fred Haise y John Swigert regresaban después de haber amerizado en el Pacífico.

Yo tenía siempre el problema de mantener alta mi moral, y, en mi vigésimo quinto día en el mar, grabé: He estado trabajando con mi modelo y ocupándome de otras cosillas. Encontré mucho que hacer sin hacer gran cosa. El tiempo es ahora maravilloso, tranquilo y soleado. Tuve ánimos para darme un baño, que realmente necesitaba. El agua estaba muy fría, mas quedé limpio. Me lavé el pelo y me siento con cinco kilos menos de peso.

Al amanecer del día 18 de abril vi tierra. Era el cabo San Lázaro, en la Baja California. La costa estaba tan cerca que para mi seguridad me dirigí hacia alta mar, esperando encontrar un viento más favorable. Bajo su vela mayor aferrada y su foque, el Dove se deslizó muy bien. Era una pena que el Dove no se acercara a Long Beach; pero estupendo navegar con tanta rapidez.

El viento cambió de nuevo y, de repente, se hizo tan frío como para dejar heladas las cosas. Me quejé ante el magnetófono:

Las únicas horas en que de veras me caliento son las de la noche, cuando los tres gatos vienen a dormir conmigo. ¡No me extraña! El termómetro de cubierta marca unos diez grados, y nosotros estamos acostumbrados a los trópicos. Es difícil dormir cuando unos recios bigotillos te hacen cosquillas en la cara…

Kili se está volviendo tan irritable como yo. No tiene nada que hacer, ni sabandijas que perseguir, ni hojas verdes que masticar. A los gatitos no parece importarles mucho. Todavía están tratando de comerse mi modelo de buque. Les gustan los hilos, los pequeños carretes, en fin, todo

Parece que Kili se va a volver loco. Se queda mirando a la pared y luego los pelos se le ponen de punta como si estuviera aterrorizado. Si yo hago algún movimiento rápido, desaparece de mi vista. Ahora llevo un cuchillo de pesca en una vaina de cuero. Kili odia de veras el cuero. De vez en cuando oigo un golpecito, bajo la vista y veo a Kili pegando a la vaina. A veces se sienta y maúlla tan alto como puede. No se lo reprocho. Hay ocasiones en que me entran ganas de hacer lo mismo.

En los siguientes cinco días, el Dove luchó contra fuertes vientos contrarios y mis progresos fueron muy lentos. Llevaba exactamente un mes en el mar, y Long Beach me parecía todavía muy lejos. Cuando imaginé que ya había ido lo bastante hacia el oeste, giré hacia la costa de nuevo.

Grabé:

El tiempo es ahora verdaderamente terrible. Sopla casi una galerna y el mar está muy picado de lo que debería estar. De mediodía a mediodía hice sólo veinticinco millas hacia Long Beach. ¡Qué estúpido puede ser el viento! Sólo vientos contrarios. Pero no puedo hacer nada para evitarlos. Olvidé a mediodía tomar mi posición; pero esta tarde tomé dos veces la posición, que resultó correcta. Descubrí tres chuletas en el fondo del refrigerador. Las freí con mantequilla y fueron la mejor comida que he tenido desde la langosta rellena que me preparó Patti. Los gatos salieron también bien librados. Capturé un bonito y se lo di. No puedo permitir que parezcan gatos vagabundos de callejón cuando lleguemos. Así que todos tuvimos un banquete. He estado remendando un gran rasguño en mi pantalón y leyendo «Aeropuerto», de Hailey.

Al día siguiente, 24 de abril, recibí un informe meteorológico más animador de San Diego. Pronosticaban que los vientos cambiarían de noroeste a sudoeste a lo largo de la costa. Garrapateé en mi cuaderno de bitácora: ¡Bendito sea el Señor! Espero que este cambio se produzca rápidamente, porque ya no podría resistir mucho tiempo estos incesantes vientos contrarios.

Luego, un día más tarde, se rompió la driza del foque y tuve que colocar un aparejo provisional; pero el viento giró un poco y pude tomar rumbo nordeste, recto hacia Long Beach. Y grabé: Voy llegando lentamente, Patti, muy lentamente; pero estoy llegando. Si el viento se mantiene, lo habré conseguido.

El viento se mantuvo, e hice avanzar mucho al Dove, demasiado quizá para mi seguridad. En la noche del 28 de abril vi un resplandor en el cielo hacia el norte. Sabía que no podía ser la puesta del sol. Era el resplandor de las luces de Los Ángeles, a cien millas de distancia. A la mañana siguiente pasé junto a la isla de San Clemente y percibí el olor, vagamente familiar, de los humos de una ciudad de unos diez millones de habitantes, un olor crudo, como el del cemento húmedo. Por primera vez tuve la sensación de volver a casa.

Puse otra cinta grabadora en mi magnetófono: No puedo creerlo. No sé lo que realmente siento, excepto que tengo un nudo en el estómago. Estoy cansadísimo. Esto es muy divertido. Es lo que he estado soñando; pero no sé qué decir. ¡Sólo que mañana estaré en casa!

Bajé y me afeité por primera vez desde que salí de las islas Galápagos. Pensaba llegar a la mañana siguiente, poco después del amanecer, así que ahora no había necesidad de empujar al Dove.

Fue un crepúsculo increíblemente hermoso y parecía como si el Dove navegara a través de un mar de oro forjado. Un avión hizo varias pasadas. Era Bob Madden tomando fotografías. Mi radio sintonizó una emisora de Los Ángeles y oí mi nombre en el noticiario.

Empleé el radioteléfono para llamar a la Guardia Costera de Los Ángeles; pero debido a un «salto» radiofónico, sólo pude ponerme en comunicación con la emisora de Monterrey. Les pedí que enviaran un mensaje a Patti. La Guardia Costera contestó que le dirían que yo estaría esperando su llamada a las diez de aquella noche.

Patti habló por radioteléfono justo a esa hora. Era tremendo volver a hablar con ella, como una cosa irreal. Ella me dijo que había dispuesto una habitación temporal en casa de mis padres y que estaba haciendo las cortinas.

Me costó trabajo pensar en cortinas. Me pregunté si no lo estaría soñando.

A Patti también le costó trabajo creer que estuviéramos tan cerca de nuevo, y no cesaba de repetir:

—¡Oh, Robin! ¡No puedo creerlo!

—Yo tampoco —le contesté.

—Ha sido tan largo… —dijo Patti.

—No bromees.

—De veras, Robin. Lo has hecho a una velocidad fantástica. Hemos oído hablar de algunos botes que tardaron noventa días desde las Galápagos.

—Bueno, es que fui soplando a las velas.

Ella se echó a reír. Era estupendo oír su risa.

Patti me informó:

—Los periodistas y los de la televisión nos llevan persiguiendo desde hace dos semanas. Ha sido terrible. Trata de ser amable con ellos, cariño. No durará mucho rato y luego podremos escaparnos.

—Seré amable.

—Mantente en calma, por favor.

—Y ¿cómo está el niño?

—¡Oh! Estupendamente. Nadando como un loco.

Hablamos durante un buen rato y acordamos encontrarnos en el rompeolas del puerto una hora después de la salida del sol. La National Geographic había fletado un gran yate y ella me dijo que iría en él.

Aquélla mi última noche en el mar permanecí sentado en cubierta, arrebujado en un edredón para resguardarme del frío. De vez en cuando hablaba al magnetófono: ¡Hola, muchacho! Ahora estoy frente a Pyramid Head… Ésas deben de ser las luces de Santa Catalina. La buena, vieja y romántica isla Catalina… Las dos de la madrugada y la luna aún no ha salido; parece que está jugando al escondite… El viento es ahora suave… ¡California, apestas! Mis provisiones y suministros justamente se han terminado. Lo mismo puede decirse de mi capacidad de soportar… ¡Treinta y ocho días! ¡Oh, muchacho!

Pero mayormente pensé en mí mismo, en mi viaje de cinco años y en todo lo que ello había supuesto.

¡Había aprendido tantas cosas en el mar!; como que la amabilidad no tiene nada que ver con el dinero, y que la felicidad no guarda ninguna relación con el rango o la raza. También había algunos recuerdos desagradables, como la vez en que por poco no fui atropellado por un buque de noche, y la gran tormenta cerca de Malagasy. Pero recordé también las cosas buenas, como el tiempo pasado en las Yasawas y el aullido de los chacales en el veld africano, la emoción de llegar a Mauricio con un aparejo improvisado y la reparación del pico de un pelícano en las Galápagos.

Como relámpagos, los recuerdos cruzaban mi mente, mientras permanecía sentado sobre cubierta. Pensé en lo profundamente que se sienten las cosas hermosas cuando llegan a formar parte de uno mismo.

En el mar había aprendido lo poco que una persona necesita, y no lo mucho. Me pregunté por qué los hombres se aferran a la vida como si el universo dependiera de ellos. Me pareció que hay mucha gente que se contiene de hacer las cosas que verdaderamente desea sólo por temor. Las sociedades menos complicadas parecían comprender mejor esto que los pueblos del mundo civilizado. La soledad había hecho que me diera cuenta de que el hombre es totalmente insignificante en el universo, como una motita de polvo.

Recordé que los momentos más agradables de mi vuelta alrededor del mundo fueron los intervalos que compartí con Patti. Hubo algunos períodos en que estuve solo y, sin embargo, los disfruté. Pero la soledad casi acabó conmigo. Sentado en la cubierta aquella última noche reconocí para mí que yo no habría hecho aquel viaje de circunnavegación si no hubiera conocido a Patti.

Fue una larga noche y un buen tiempo para pensar. A eso de las tres bajé y tomé un baño ligero, me cambié de ropa y di a los gatos un desayuno tempranero. A los gatos no les hizo gracia ser despertados tan pronto; pero les gustó el contenido de la última lata de pollo.

El 30 de abril de 1970, en mi trigésimo octavo día en el mar, vi al cielo iluminarse por el este. A las siete pasé de largo los rompeolas del puerto de Los Ángeles, 1739 días después de que los hubiera dejado para dar la vuelta al mundo solitario. Había recorrido 30 600 millas náuticas.

Una embarcación de motor salió de entre la niebla. Patti estaba agachada ante la barandilla delantera, con su cabellera rubia revuelta tras ella. Se reía y estaba muy guapa.

La lancha se acercó de costado y Patti se inclinó peligrosamente y me alargó una bandeja de desayuno con su servilleta blanca: medio melón con una cereza, queso cottage, panecillos calientes y una botella de champaña.

Patti no podía subir a bordo hasta que yo hubiera pasado por la Aduana. La excitación, la falta de sueño y el champaña me hicieron tener un poco ligera la cabeza. Parecía como si los ojos se me quisieran saltar, y no por la fuerza del viento. Un helicóptero evolucionó por encima de nosotros (luego se estrelló; pero nadie resultó herido) y luego vi toda una flota de yates que se dirigía hacia mí. Era el principio de la carrera anual de yates de Ensenada. Conforme los yates iban pasando junto al Dove las tripulaciones gritaban saludos y con las manos me hacían gestos de bienvenida.

A las ocho —bueno, diez minutos después—, el Dove quedó atracado al muelle de Long Beach Marina. Arrojé una maroma y el Dove fue amarrado. Había dado la vuelta al mundo.

Me alegré de que los aduaneros alejaran a la gente del bote. Me senté en el techo de la cabina mientras los periodistas me bombardeaban con sus preguntas. Me hubiese gustado darles mejores respuestas; pero todo se redujo a un gran suspiro de alivio.

De todos modos, ni yo mismo sabía las respuestas.

—¿Por qué lo hizo usted?

Había muchas razones. No me gustaba el colegio: pero eso no tiene nada de extraordinario. Quería ver el mundo, gentes y lugares, sin ser un turista. Quería la libertad personal. Quería saber si podía hacer solo algo verdaderamente difícil. Pero en lo más profundo de mi pensamiento sabía que había otra razón y que tenía algo que ver con el hado y el destino. ¿Cómo podría expresado en frases? ¿Cómo podría decir a estos periodistas que había circunnavegado el mundo porque tenía que hacerlo, porque estaba destinado a hacerlo?

Luego, al final, Patti y yo quedamos a solas. Ella me llevó a nuestro hogar y escondite temporal. Detuvo el automóvil ante el semáforo (era extraño ver semáforos de nuevo) y me dijo cariñosamente:

—Robin, esto es como empezar, ¿verdad? Quiero decir que tenemos ante nosotros toda una nueva aventura, toda una nueva vida.

Las señales de circulación cambiaron del rojo al verde. Yo estaba tan cansado que no pude contestarle. Ella comprendió. Siguió hablando como si tal cosa.

—Es fantástico pensar que no vamos a separarnos de nuevo… y que pronto seremos tres… Y todo lo que sé es que la vida va a ser estupenda…