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Criaturas que vivieron

Darwin sólo tenía seis años más que yo cuando puso por primera vez pie en las Galápagos. Pero él era un científico y yo era un marino. Estuve leyendo su diario mientras recorría en ocho días de navegación las mil cien millas que hay de Panamá a San Cristóbal. Mi viaje estuvo casi libre de incidencias, salvo que casi perdí el sentido al darme un golpe contra el timón.

Suena un poco raro; pero me gustaba una frase que Darwin solía decir acerca de las Galápagos: «Aquí parece que hemos sido traídos a ese gran hecho histórico —ese misterio de los misterios—, la primera aparición de un nuevo ser sobre la Tierra».

La sonda me ayudó a abrirme camino hasta Wreck Harbor en una noche negra como la tinta, y a la mañana siguiente desembarqué para ver si se habían recibido noticias de Patti. No había ninguna y ya no se recibiría correo hasta el cabo de unos días. Me sentí triste y un poco preocupado. No tenía la menor idea de dónde podía estar ella.

Las gatas requirieron cierta atención. La ciega Fili estaba preñada. Sufría una infección; pero unas inyecciones de un antibiótico proporcionado por un médico del Ecuador lograron que se recobrara de nuevo, y luego parió a dos crías: Pooh y Piglet. Yo conocía al padre de los gatitos porque sorprendí a Fili con un gato que merodeaba de noche por la orilla atlántica de la zona del Canal. De momento pensé que estaba feo que se aprovechara de una dama ciega que había errado el camino al volver a casa. La cuestión es que los gatitos eran muy monos.

Llegó un cable de Patti para decirme que vendría en avión desde Guayaquil (Ecuador), al día siguiente. El único aeropuerto de las Galápagos está en la isla Baltra, a unas cincuenta millas de distancia, así que regresé corriendo al Dove y zarpé a toda vela. Llegué justo a tiempo de ver aterrizar el avión; pero Patti no estaba entre los pasajeros. Más tarde me enteré de que aunque ella había reservado billete, había tenido que ceder su plaza a un funcionario ecuatoriano, que tenía prioridad sobre ella. Me envió un mensaje a través de otro pasajero para decirme que vendría en el avión siguiente, dentro de dos días. Dos días es demasiado para esperar alrededor de un aeropuerto.

Cuando llegó el siguiente avión, Patti descendió con su padre y su madrastra. En los siguientes diez días los cuatro exploramos las islas. Los Ratterree me dieron mucha compañía. Desde el principio hubo un quinto miembro del grupo: el fantasma de Charles Darwin, quien parecía no alejarse de nosotros.

Vimos los pinzones de Darwin, el cual con sus teorías sobre ellos revolucionó al mundo. Darwin relacionó trece tipos diferentes de pinzones, que le ayudaron a establecer su teoría, que desafió la secular creencia de que el mundo había sido creado en seis días.

El pinzón más fascinante es el carpintero de Santa Cruz, quien utiliza una ramita o una espina de cacto como herramienta para sacar gorgojos de entre la corteza de los árboles. Este pájaro utiliza las ramitas con la facilidad con que un carpintero utiliza el destornillador.

Al llegar a la isla Plaza pasamos un rato maravilloso jugando con los leones de mar. Parecían perritos por el modo con que recogían los palos y nos los devolvían.

Patti ya no estaba en condiciones de ponerse el bikini; pero un día que se lo puso por poco no lo pierde en una especie de juego submarino de tirar de la cuerda con un joven león de mar que nunca se cansaba de jugar. Cuando ya tuvimos bastante juego, los leones de mar se enfurruñaron y luego se dejaron llevar por las olas y el rompiente en un estilo que les habría hecho ganar el premio de la playa de Malibu.

Como suele suceder en la corriente de Humboldt, el agua alrededor de las islas Galápagos es muy fría. No podíamos estar nadando mucho rato. Como las iguanas marinas, buscábamos las rocas, que alcanzaban una temperatura de 40° C bajo el sol del mediodía. Una vez que me quité los pantalones en una cueva apartada descubrí lo quemante que puede ser el sol en estas islas tropicales. Aquella noche no me pude sentar.

Casi todas las noches nuestra cena consistía en pescado fresco o en langosta que yo había pescado o arponeado un par de horas antes. Nadie puede decir que ha comido langostas hasta que ha probado la variedad de las Galápagos. Descubrí la primera por accidente cuando buscaba meros en una piscina natural frente a James Bay. Patti y yo habíamos arponeado tantos meros aquel día que ya no teníamos sitio en el refrigerador para guardarlos; pero seguí zambulléndome porque no podía apartarme de la fascinación de los colores y las formaciones de lava bajo la superficie. Entonces, al borde de una repisa rocosa, divisé una extraordinaria criatura prehistórica.

De regreso al Dove grabé: Había ido a la búsqueda de estrellas de mar cuando vi algo extraño echado en el fondo. Parecía un cámbaro o cangrejo de mar; pero tenía algo raro: en vez de antenas tenía aletas como un cangrejo de las arenas, y su caparazón era muy diferente. Lo toqué con precaución, y lo arrojé a la dinga. Yo pensé: Bueno, si había uno, seguro que otro estará cerca de aquí… y naturalmente encontré el número dos. El tercero sospechó de mí y casi se escapó; pero al cabo de diez minutos ya había capturado cinco de estas extrañas criaturas. Patti las asó (cuesta mucho trabajo abrirlas) y nos las comimos de cena. Si uno de esos dueños de restaurante de Hollywood se entera de que existen estos cangrejos, seguro que construye un acuario en el sótano para criarlos.

Con tales descubrimientos no es de extrañar que a menudo sintiera que estaba contemplando el propio proceso de la evolución. Los «dragones gentiles» —las iguanas marinas— parecían acabar de salir torpemente de la noche de los tiempos. No es de extrañar que los españoles llamaran a este archipiélago «Las Islas Encantadas». Las trece islas de las Galápagos (cinco son volcánicas) han creado el mejor laboratorio de historia natural del mundo. Afortunadamente el Ecuador ha declarado recientemente a las islas reserva protegida y ha proporcionado a la vida silvestre una defensa legal contra el peor de los depredadores: el hombre.

Hace tiempo que las Galápagos sufrieron por primera vez los estragos de la destrucción. Eso fue cuando los piratas ingleses hicieron de las islas su base para atacar a los galeones españoles cargados de tesoros. Estos buques piratas trajeron probablemente las ratas que borraron buena parte de la vida animal salvaje. La isla de Baltra fue ocupada por los Estados Unidos durante la segunda guerra mundial y los marinos norteamericanos, aburridos, utilizaron como blanco a las iguanas. Sólo un puñado de ellas escaparon a la matanza.

Durante más de un siglo los buques balleneros y los mercantes arribaron a estas islas para cargar provisiones, y los cuadernos de bitácora de muchos capitanes relatan que se cargaron grandes cantidades de tortugas. De modo típico, el capitán David Porter, que mandaba la fragata norteamericana Essex, escribió en 1815: «Aquí se pueden obtener tortugas de tierra en gran número. Son muy estimadas por su excelencia y peso, de tres a cuatro quintales cada una. Los barcos… generalmente toman a bordo dos o trescientos de estos animales y los guardan en las bodegas donde, aunque pueda parecer extraño, han llegado a vivir hasta un año sin comida ni agua».

Se estima que en el siglo pasado fueron matadas o capturadas unas 400 000 tortugas, y que ahora quedan unas 10.000. Yo me indigno cuando leo estadísticas semejantes y espero que una parte de mi generación se interese por el problema y trate de impedir que el mundo vaya siendo despojado de sus plantas y animales hasta que esté tan muerto como la Luna.

Mientras que nosotros, los norteamericanos, señalamos con el dedo a los balleneros japoneses acusándoles de recorrer los océanos en busca de las últimas ballenas, nosotros tendemos a olvidar lo que hicimos con las grandes manadas de búfalos. Mientras explorábamos las Galápagos mi rabia aumentó contra los que destruyen nuestro planeta.

Con las extrañas corrientes marinas del archipiélago, y las rocas que casi llegan a la superficie, navegar alrededor de las Galápagos puede ser muy difícil y peligroso, así que decidimos dejar el Dove durante algunos días en la Bahía Academia, en Santa Cruz, y navegar en un bote de motor llamado Vagabundo, alquilado aquí mismo por la National Geographic. La ventaja de alquilar un bote es que ello me permitía descansar un poco, sin tener que preocuparme de la tarea de manejar el Dove. Tuve más tiempo para apreciar este mundo mágico y extraño. Ante el magnetófono registré nuestras aventuras día por día:

FEBRERO 26: Desembarcamos en la pequeña isla Hood, la más meridional del grupo, y quedamos fascinados por los sinsontes, que están ansiosos de agua dulce. Si uno les alarga una cucharada llena de agua, ellos vienen volando hasta tu mano y se la beben. Los patos bobos son igual de mansos.

Escalamos unas rocas de lava y nos topamos con una colonia de iguanas marinas, de increíbles colores rojo y verde. Es su época del celo y se han puesto encima todas sus pinturas de guerra para ir a cortejar. Descubrimos un respiradero en los acantilados, donde el oleaje arrojado por el Pacífico arroja un chorro de nueve metros. Una cría de oso marino hociqueó a Patti y mordisqueó sus dedos.

FEBRERO 28: De regreso al Dove; Fui impulsado por el motor hasta la Bahía de James, en la isla de San Salvador. La marcha fue muy regular después de una excursión muy fatigosa; pero desembarcamos para ver a las tortugas poner huevos. Bob Madden (un fotógrafo de la National Geographic) trató de acercarse; pero a una tortuga no le gustó y con las patas le arrojó arena a los ojos. Bob tuvo bastante rato los ojos enrojecidos y apuesto a que en eso hay algo de moraleja.

MARZO 1: Desembarcamos en busca de cerdos. Los piratas o los primeros colonos trajeron los primeros cerdos y cabras, que se han vuelto completamente silvestres, y ahora amenazan a las especies indígenas. Pedí prestado un rifle antiguo y logré matar dos cabras. Hay que disminuir los rebaños de cabras, y cazarlas contribuye sin duda a que tengamos que pagar menos facturas por carne.

MARZO 2: Un nativo me habló de una mina de sal que hay cerca de aquí, donde los mineros viven de lo que da el país. Parece que se comen diez palomas al día durante diez meses. Total: 30 000 palomas. Fui andando un kilómetro hasta una bella laguna donde las focas se zambullían y jugueteaban. Fui navegando hasta la Cueva del Bucanero, llamada así por los piratas del siglo XVII que se establecieron aquí. Es muy extraña y uno puede fácilmente imaginarse piratas con patas de palo y parches sobre los ojos andando entre las negras rocas de lava.

MARZO 3: Otra vez en tierra, donde tuvimos una cena magnífica a base de costillas de cabra. (Al Ratterree fue el cocinero). Luego volvimos a fuerza de motor a la isla Baltra, para despedir a Al y Ann, que se marchaban en avión.

MARZO 4: Regresé a la Bahía Academia para atracar el Dove, operación que resultó muy interesante. Amarré el Dove a un muelle, y cuando la marea bajó, quedó casi varado. Estaba quitándole los percebes, con los pies metidos en tres centímetros de agua, cuando un diodón o pez globo me mordió en el dedo gordo del pie. ¡Oh, los azares del mar!

MARZO 5: Día de mi cumpleaños, así que Patti hizo un pastel. El bote estaba inclinado, así que el pastel salió torcido; pero su sabor era mucho mejor que su aspecto. Pintar un bote es una manera muy desagradable de pasar el vigesimoprimer aniversario de uno.

MARZO 6: Todas las islas habitadas tienen una ciudad costera y otra tierra adentro. En las ciudades costeras la gente vive de la pesca y de los turistas, y en las interiores de la agricultura. Un día interrumpí mi limpieza del Dove y subí hasta una ciudad agrícola y luego me llegué hasta el borde de un volcán apagado. Me entró mucha sed y el agua de la isla es muy mala de beber, salobre y con un gusto horrible, aunque a los isleños no parece importarles. Incluso cuando beben agua dulce, le ponen un poco de sal para que «sepa bien».

MARZO 7: La pasada noche Bob Madden trató de tomar fotos del nido de una curruca amarilla y se subió a un árbol venenoso. Ahora tiene el cuello como si hubiera sufrido quemaduras. Buscamos un médico, quien le puso una inyección, que le mejoró.

Patti y yo navegamos dando la vuelta al extremo de la isla Isabela, y luego nos dirigimos a la isla Fernandina. Como no había nadie por allí, nos quitamos la ropa. Era muy divertido ver a las marsopas nadar a nuestro alrededor y el modo como inclinaban la cabeza a un lado para echarnos un buen vistazo. Probablemente no habían visto nunca antes a un ser humano desnudo. Casi todas las miradas fueron para Patti, porque está preñada de cinco meses. Es fascinante ver a estos animales salvajes tan mansos. No parece que nos tengan miedo. A su modo nos aceptan.

MARZO 13: Navegamos bajo la montaña volcánica de la costa norte de Isabela, que sobresale a 1700 metros sobre el nivel del mar, desolada pero hermosa. La lava escurrió por sus laderas hasta el océano. La cima está cubierta por un penacho de nubes. Si no hubiera visto esta montaña, jamás la podría haber soñado… Alrededor de la cercana cueva los acantilados están cortados en precipicios de cientos de metros, y tienen chorreones de un rojo brillante, como si las rocas sangraran. La vista es aquí extraordinaria… Se está haciendo de noche y acabamos de anclar al Dove más allá del rompiente… Ya ha oscurecido y emociona oír el choque de las enormes olas contra la fachada del acantilado.

MARZO 14: Llegamos a Fernandina, una isla de aspecto cruel con rocas de lava que forman ríos petrificados hasta una costa alineada por mangles. La costa es muy recortada, con fiordos ricos en pesca que penetran en tierra como pedazos que hubieran sido cortados a un pastel. Hay una laguna llena de cormoranes incapaces de volar. Sus alas parecen andrajos puestos a secar. Caminan por las rocas utilizando esas alas para mantener el equilibrio. Fui remando con la dinga por el laberinto de canales hasta una pequeña colina de lava que en sí misma es un mundo en pequeño. Cangrejos de brillante color rojo correteaban sobre las oscuras rocas de lava. Se les llama Paseantes Pies Ligeros. El sol está sobre nuestras cabezas, en el equinoccio; pero aquí el agua sigue siendo fría y verdaderamente refrescante. Nos recostamos sobre las rocas y algunos pingüinos se nos acercaron andando torpemente para echarnos un vistazo. Los pingüinos vienen gracias a la fría corriente del Perú.

MARZO 15: ¡Dios mío! ¡Es cierto que existen ciudades y que la gente vive en hueveras de cemento!

Patti y yo estamos ahora solos en esta tierra maravillosa que es imposible de describir. Esta mañana arrojé restos de pescado por la borda y algunos pelícanos vinieron volando para comérselos. Una de las aves tenía una gran rasgadura en su bolsa y lo observamos mientras trataba de acucharar alimento; pero todo lo que tragaba con el pico le volvía a salir por aquel agujero. Comprendimos que pronto se moriría de hambre. Salté por el costado del Dove y lo agarré, mientras Patti tomaba algunas fotos. Subimos a bordo al pelícano, que estaba cubierto de insectos negros. Patti abrió el estuche del equipo de primeros auxilios. La herida necesitó unos veinte puntos de hilo de nilón. Luego perforé dos agujeros y cosí el rasguño con alambre de acero inoxidable. Luego tiré al pelícano por la borda.

MARZO 16: El pelícano que curé ayer ha vuelto otra vez. Le hemos observado y recoge todo el pescado que le tiramos. Ahora incluso supera a los otros pelícanos en habilidad en recoger los restos. ¡Estupendo! La isla Fernandina es la más excitante de todas ellas. La vida submarina y los colores son fantásticos. Son las zambullidas más maravillosas que haya hecho en ninguna parte. Cuando estamos cansados de nadar nos vamos a la orilla y nos echamos desnudos sobre las rocas calientes, junto con una manada de iguanas, que se han acostumbrado a nuestra vecindad. Nos sentimos como formando parte de donde empezó todo, quiero decir, como formando parte de la creación y la vida

Hay algo que no registré en ninguna grabación; algo muy raro que sucedió aquí. Cuando estuve en Nueva Guinea compré allí una Biblia. No sé qué es lo que me impulsó a hacerlo, excepto que tenía la vaga idea de que tendría que leer la Biblia alguna vez. También compré un Corán. Para que nadie pensara que yo era religioso o algo por el estilo, envolví la Biblia en la sensacionalista cubierta de una novela de detectives. Nunca me dio por leer la Biblia, al menos hasta aquella noche cuando estábamos anclados frente a Fernandina.

Estaba esperando que la cena estuviera lista —Patti estaba cocinando unas langostas y yo me estaba preguntando qué hacer para pasar el rato—, cuando sentí un impulso repentino; tomé la Biblia de su estante y subí a cubierta. Me pareció que el mejor sitio para empezar era por la página uno. Cuando uno lee el primer capítulo del Génesis a la luz de una ventana emplomada puede significar una cosa. Cuando se la lee a la luz del crepúsculo en las islas Galápagos significa otra cosa. Las tortugas prehistóricas nadaban alrededor del bote y los pelícanos volaban por encima cuando yo leí:

Dijo luego Dios: «Hiervan de animales las aguas y vuelen sobre la tierra aves bajo el firmamento de los cielos».

Y creó Dios las grandes ballenas, y todos los animales que bullen en las aguas, según su especie, y todas las aves aladas, según su especie. Y Dios vio que era bueno.

Y los bendijo, diciendo: «Procread y multiplicaos y henchid las aguas del mar, y multiplíquense sobre la tierra las aves…».

Patti me llamó justamente cuando yo había alcanzado el versículo 26:

Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre todos cuantos animales se mueven sobre ella.

Y creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra.

Y los bendijo Dios, diciéndoles: «Procread y multiplicaos…».

Bajé a la cabina, acaricié el hinchado vientre de Patti y le dije:

—Y Dios vio que era bueno.

Patti se me quedó mirando aturdida. Pensó que estaba hablando de las langostas y me preguntó:

—¿Qué te pasa?

Yo le enseñé la Biblia que había tenido escondida en mi espalda y le dije:

—El Génesis es más bonito que todo lo que escribió el viejo Darwin.

Patti pareció ahora de veras sorprendida.

—Bueno, pues cuando volvamos a California puedes empezar tu revolución antidarwiniana —sacó con una cuchara un poco de carne del caparazón de una langosta—. No sabía que leías la Biblia —añadió muy seria.

—Hay muchas cosas que no sabes acerca de mí —repuse haciendo una mueca.

El café empezó a hervir en la cafetera y nosotros no continuamos el diálogo…, de momento.

Llevamos el Dove de refugio en refugio, y siempre sucedía algo inesperado. Por ejemplo, me estaba zambullendo en un claro de aguas azuladas cuando apareció una raya leopardo al alcance de mi fusil submarino. No sé lo que el pez pensaría de mí; pero era demasiado bello para herirlo mientras me daba la vuelta varias veces.

En aguas poco profundas nuestros movimientos agitaban la fina arena gris de lava, y se levantaban espesas nubecillas que me tragaban. Tenía la sensación de flotar en el espacio, ingrávido como un astronauta y percibiendo el infinito. En otro sitio pasamos horas nadando entre raíces de mangles, que penetraban profundamente en las aguas como los dedos de un anciano. Patti decía que parecían pinturas impresionistas.

Comíamos cuando teníamos apetito y nuestras comidas parecían salidas de las recetas del libro de cocina de un gourmet: langosta, carne de cabra salvaje, almejas, púlpitos. Nos sentábamos cruzados de piernas en la recámara y comíamos ante una mesita que yo tenía colgada en la botavara.

A veces, regresábamos con el Dove por la misma ruta de ida; pero cuando hacíamos una nueva visita a un refugio o playa, jamás parecía tan bonita la segunda vez. Encontramos una laguna realmente hermosa, y regresamos a ella unos dos días después; pero el agua era más fría, los colores más apagados, la fauna y flora menos interesantes. Después de que esto nos sucediera varias veces, aprendimos a no mirar por encima de nuestros hombros. Lo que importaba era el siguiente lugar, la próxima panorámica, nadar en otra laguna.

Finalmente llegó la hora en que tuvimos que dar media vuelta. Navegamos directamente de regreso a James Bay, donde hallamos anclado frente a la costa al Lina-A, el buque que hacía el servicio regular entre las islas, y que tenía capacidad para 50 pasajeros. El Lina-A iba lleno de turistas, quienes se acercaron al Dove y nos hicieron un montón de preguntas. Fue terrible. Me costó trabajo tener paciencia con esa gente, especialmente con las mujeres de voces chillonas y los hombres con barrigas que les sobresalían sobre sus calzones cortos. Algunos de estos turistas piensan que han explorado las Galápagos cuando han hurgado con un palito a una tortuga o han perseguido a una iguana por una peña.

En el Lina-A quedaba una cabina vacía y la reservé para Patti, a fin de que fuera hasta Baltra, desde donde tomaría un avión para Ecuador y luego un barco hasta California. Estuvimos tan atareados aprovisionando al Dove el último día que pasamos juntos que apenas si hubo tiempo para pensar en esta otra separación, que yo esperaba fuera la última.

El Lina-A tenía que zarpar a medianoche, y a las once llevé a Patti remando en la dinga. Ella llevaba todo su equipaje. Habíamos pasado siete semanas en las islas Galápagos, dos semanas más que las que Darwin pasó hacía cosa de poco más de un siglo. No es probable que formuláramos nuevas teorías de cómo fue la creación del mundo; pero nos sentíamos más próximos a aquel «misterio de los misterios, la primera aparición de nuevos seres en la tierra».

Patti se veía cada día más mujer embarazada; pero su aspecto era muy saludable, y cuando subimos a la cubierta del Lina-A imité su torpe andar, apoyándome en mis talones. Nos reímos mucho.

—Los dos tenéis muy buen aspecto —le dije, al poner pie.

—Claro —repuso Patti—. El hijo pasa el tiempo nadando igual que su padre. Espero que nazca con membranas entre los dedos de los pies.

La tripulación del Lina-A se preparaba para elevar el ancla. Patti cubrió mis manos con las suyas.

—Cariño, ¿ya no sientes más miedo… por el bebé y por mí?

—No, eso ya pasó —contesté.

Bob Madden, el empleado de la National Geographic que había pasado cierto tiempo con nosotros en las Galápagos, nos explicó de qué modo su esposa había dado a luz a un niño por el método natural. Su relato nos emocionó. Nos contó que su esposa no había sufrido nada, y que él había estado presente en el parto y la había ayudado con técnicas de respiración y masaje, en fin, todo eso. Después de escuchar a Bob contarnos la historia del nacimiento de su hijo, Patti y yo decidimos que ése era el modo como queríamos que naciera el nuestro. Creo que fue entonces cuando realmente perdí el miedo a lo que Patti tendría que pasar.

Aún tenía la pierna colgando sobre la borda del Lina-A cuando Patti me dijo:

—Y ahora recuerda, Robin, que hemos hecho un pacto. Me has prometido que estarás conmigo. Nada de perder el tiempo.

—Te lo prometo —le dije.

—Nuestro bebé empezará su vida como las tortuguitas —dijo Patti.

—Y las iguanas.

—Sí, y como las iguanitas.

Durante un rato permanecimos en silencio, y luego Patti dijo:

—¡Oh! ¡Es tan emocionante, Robin! ¡Pensar que tú estarás a mi lado, y que no tomaré drogas ni nada!

Me acarició por última vez las manos sobre la barandilla y entonces pasó un miembro de la tripulación que me dijo:

—Ya es hora de que se marche, señor.

Bajé a la dinga y luego remé alrededor del Lina-A. Lo más estúpido fue que no podía recordar en qué lado estaba la cabina de Patti. Miré a todas las portillas, pero no la volví a ver… en otros treinta y ocho días.