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Mayores alas y un bebé

En Barbados tuvimos la suerte de encontrar un apartamento precioso dominando una playa dorada y una ensenada protegida, donde anclé al Dove.

Mi madre vino en avión desde California y se quedó con nosotros durante tres semanas. Ella y Patti se miraron al principio con cierta prevención; pero luego se hicieron amigas y disfrutaron cocinando y yendo de compras. Entonces Ken MacLeish, hijo del poeta Archibald MacLeish, vino desde Washington en avión y me ayudó a escribir la segunda parte de mis tres relatos para la National Geographic. Al igual que el primer artículo, ocupó la primera página de la revista, y, según me dijeron, produjo más respuestas entre los lectores que cualquier otro artículo principal en la larga historia de la misma. La verdad es que podía haber pasado sin la publicidad, porque la gente que había en los rompeolas o en los clubs de yates me reconocía o leía el nombre del bote, y yo me veía siempre arrinconado por gente que me quería hacer preguntas, y eso a todo lo largo del viaje.

Había muchas personas encantadoras; pero no faltaban los tipos de los que mejor sería no hablar. Éstos no me dejaban ni a sol ni a sombra porque yo era noticia. Uno de ésos nos invitó a cenar y cuando ya estábamos sentados, nos dijo, haciendo una mueca de presunción, que había apostado con un amigo a que iríamos a su casa. Ganó la apuesta, pero no nuestra amistad. Pronto aprendimos a conocer a estos tipos.

Pasamos un mes de ensueño en Barbados, esquiando en el agua, zambulléndonos, cabalgando por la playa. Lo que yo gocé más fueron las duchas de agua caliente y el dormir en un sitio que no se moviera. Después de los inquietos ratos de sueño en el mar, volví a saber lo que era dormir de verdad. Mi mente se desarrolló, porque ahora no estaba siempre escuchando para percibir un cambio en el viento o en la forma de las olas. Recorrimos la isla en una motocicleta. Había un lugar lleno de hierba sobre una colina que nos gustó especialmente. Allí hicimos muchas comidas campestres, recostados bajo los árboles inclinados por los vientos alisios. Era algo que relajaba y sentaba a maravilla.

Cuando mis nervios ya no estuvieron más en tensión, fuimos en avión hasta Fort Lauderdale en busca de un bote en el que pudiera completar la última parte de mi viaje alrededor del mundo. Tenía algunas ideas fijas en mi mente acerca de este nuevo bote. No había de tener menos de diez metros de largo, de modo que pudiera soportar cualquier tormenta, y había de tener la suficiente altura bajo cubierta para que yo pudiera incorporarme sin aplastarme el cráneo. Tendría que ser de fibra de vidrio porque un bote de madera requeriría demasiado mantenimiento, y debería poseer un motor diesel. La ventaja del diesel es que es menos caro y menos explosivo que la gasolina.

Finalmente hallé el bote que justamente estaba buscando en los astilleros Catskills, de la Allied Boat Company, en Nueva York. Me hicieron un buen descuento, y pude permitirme el comprarlo gracias a los adelantos que me habían hecho de mis artículos para la revista. Tiritando por el frío invernal, Patti y yo contemplamos cómo era completado el nuevo bote en el astillero. Era una balandra de fibra de vidrio, bellamente diseñada, que medía unos diez metros. Le añadí equipo extra, para que me ayudara a navegar solitario; y, lo más importante, una veleta de autogobernación.

El ingenio de autogobernación que mi padre y yo habíamos diseñado para el pequeño Dove había funcionado bien; pero el equipo Hassler escogido para el nuevo bote era más refinado; el mismo tipo de aparejo que sir Francis Chichester había utilizado para hacer a solas su circunnavegación. Llamamos a la veleta de gobernación Gandalf, por el brujo de los libros de Tolkien.

A la disposición básica del nuevo bote, añadí capacidad de almacenaje extra, un blindaje de cadena, un aparejo para estay, y un mecanismo para enrollar y aferrar dos velas delanteras.

El río Hudson estaba todavía helado, así que enviamos por camión el nuevo bote hasta Fort Lauderdale, donde instalamos una sonda, cargamos a bordo piezas de repuesto para la mayoría de las posibles emergencias y almacenamos provisiones. Entonces invitamos al padre de Patti, Allen Ratterree, y a su madrastra, Anna, a unirse a nosotros en un breve crucero hasta las Bahamas.

En la botadura del nuevo bote, Patti hizo de madrina arrojando una botella de champaña de California, y bautizándolo con el nombre de Retum of Dove («Regreso del Dove»); pero siempre que nos referíamos a los dos botes siempre hablábamos del Pequeño Dove o el Gran Dove.

Siguieron días maravillosos, luego semanas, luego meses, mientras Patti y yo hacíamos un crucero por las Bahamas y luego por las Islas Vírgenes. En las Fiji, donde Patti y yo nos conocimos, habíamos creído que nunca más descubriríamos tal felicidad. Pero en África del Sur habíamos sido más felices todavía, y ahora en el Caribe habíamos de descubrir que la felicidad no tiene fronteras, que es un estado de ánimo y no una posesión, no una ruta marcada a través de la vida, no una meta que puede ser ganada, sino algo que se goza sutilmente como una niebla vespertina o el sol matinal; algo que escapa a nuestro dominio.

Nuestro estado de ánimo podría ser comprendido citando directamente de las grabaciones que hicimos mientras descubríamos nuevas islas y playas solitarias, o cuando simplemente descansábamos para tomar el sol o contemplar las noches estrelladas. Nuestro diario electrónico es un comentario al paso sobre dos jóvenes enamorados. Aquí van, pues, algunos extractos de nuestras grabaciones:

MARZO 21 (1968): Anclamos el Gran Dove junto al pequeño faro frente al puerto de Cat Cay, en las Bahamas, e inmediatamente nos zambullimos en busca de cámbaros. Ensartamos cinco en nada de tiempo. El «trimarna». Tahata se acercó y la pareja que iba a bordo, Leo y Joy, no sabía cómo ensartar peces. Yo enseñé a Leo; pero no se puede aprender a ensartar peces de la noche a la mañana, así que nosotros les dimos de nuestros cangrejos.

MARZO 24: Esta mañana pesqué muchas langostas y Patti preparó una buena cena con ellas. Yo le dije que me había casado con ella sólo por lo bien que guisaba, así que ella amenazó con declararse en huelga. Compartimos nuestra cena con dos nuevos amigos del yate Kaelu. Por la tarde ensarté una gran morena, que logró escabullirse de mi arpón y me persiguió. Mi pulso se me aceleró hasta unas 200 pulsaciones. Pero aprendí a no atacar monstruos en su propio medio.

MARZO 25: Llegamos a Bimini e inmediatamente nos zambullimos. Bajo la superficie hay todo un nuevo mundo. Fue como una especie de crucero mirando los fantásticos colores, cuando me encontré de repente frente a muchos dientes. Era uno de esos tiburones ordinarios que uno ve en los acuarios. Mientras el tiburón decidía cuál de mis piernas le iba a servir de desayuno, yo salté hacia una roca saliente y grité a Patti que viniera a rescatarme con la dinga. ¡Cómo nos reímos! ¡Muchacho! Aún me pongo nervioso cuando hay tiburones alrededor.

ABRIL 13: Navegación estupenda hasta Nassau. El Gran Dove es un sueño. Le gustan los aires ligeros y cuando el viento aumenta de velocidad; se mueve de seis a siete nudos, cuando el Pequeño Dove lo habría hecho sólo a cuatro o cinco. Vi dos ballenas apareándose justamente enfrente de nuestra proa. Patti las vio primero. Yo solté la veleta y cambiamos el rumbo. No hay que discutir nunca con las ballenas. Sé de cuatro casos en que ballenas cargaron contra botes. Patti estaba tan fascinada que no comprendió el peligro. Yo le conté que Alan Eddy, marino que daba la vuelta al mundo, pasó un mal rato en el Océano Índico cuando su yate Apogee tropezó contra una ballena que dormía. Alan me contó que su bote fue inmediatamente atacado por veinte ballenas que le embistieron del modo que habrían embestido a un tiburón en el hígado. El hecho de que el Apogee no sufriera más que daños pequeños me dio confianza en el Dove, ya que había sido construido por la misma Compañía. Por si acaso Patti y yo dejamos de lado a los colosales amantes, que seguían allí lanzando chorros y pasándolo bien.

ABRIL 20: Me alegro de haber salido de Nassau. Es un lugar horrible, donde todo es muy caro y no piensan más que en atraer a los turistas. Hasta el pez loro lo venden en Nassau a dos dólares y más la libra, y las almejas, que nosotros comemos cuando no tenemos nada más, las venden a veinticinco centavos cada una. Las almejas son tan comunes como los cocos, y duele pagar por los cocos.

ABRIL 22: La pasada noche era tan agradable que decidimos dormir en la recámara. Hacia las dos de la madrugada fuimos despertados por un extraño sonido. Habíamos anclado en un cayo muy estrecho. Deslizándose a nuestro lado iba un yate de 45 metros sin luces. De repente, el haz de luz de un foco barrió las aguas. El yate se paró allí durante quince minutos. Luego, dando media vuelta, salió del cayo y desapareció. Parecía una escena de una novela de misterio. Todo el mundo sabe que aquí hay contrabandistas y apuesto a que este yate era uno de los dedicados al contrabando. Me pregunto si podríamos haber nos considerado seguros de haber sabido ellos que éramos testigos de la operación. Uno de nuestros amigos nos advirtió que era mejor no saber demasiado. Aquí siempre pasan cosas extrañas. Un individuo encontró una caja de botellas de cerveza. Abrió una botella y se encontró con que estaba llena de billetes de cien dólares. Se dice que a la Mafia le gusta esta isla paradisíaca. Muy bien, pues que se la quede. Nosotros encontraremos la nuestra.

ABRIL 23: Navegamos hasta una isla desierta y encontramos un naranjal donde las naranjas se pudrían en el suelo. Tomamos todas las que quisimos. Eran amargas; pero su zumo es bueno.

ABRIL 26: Llegamos a Spanish Wells. Muchos de los isleños se llaman igual y son fanáticos en religión. Traté de comprar un poco de cerveza y me miraron como si fuera el mismísimo diablo. Mientras Patti y yo íbamos por una calle de tiendecitas observamos las miradas que se fijaban en nosotros. Nos parecía que nos iban a lapidar en cualquier momento, al estilo medieval. Yo bromeé con Patti diciéndole que la iban a quemar por bruja y me ofrecí a comprarle una escoba. Nos alegró estar de vuelta en el Dove. Probamos nuestro Gandalf (la veleta) y vimos que funcionaba bien. El Dove corre ahora a seis nudos bajo un viento de dieciocho nudos, y arrastramos una dinga. Patti está en la dinga, no por castigo, sino porque quiere tomar unas fotos. Es muy divertido ver cómo se agarra cuando la dinga planea sobre el agua. En cualquier momento voy a tener que rescatarla.

ABRIL 29: Llegamos a la isla Rose. Fuimos a zambullirnos y ensartamos un mero, que nos sirvió de desayuno. Mientras trataba de subir el pez a bordo, se acercó un tiburón, que nos dio la vuelta y nos echó un vistazo.

Patti hizo un poco de pan con agua salada. Es muy bueno. He aquí su receta:

Una cucharada de levadura seca, una cucharada de azúcar, cuatro tazas de harina, taza y media de agua de mar. Disuélvase la levadura y el azúcar en el agua de mar, y luego mézclese con la harina. Póngase la mezcla en una cazuela bien engrasada. Déjese reposar durante dos horas para que fermente. Se cuece en la cazuela tapada a fuego lento durante media hora por cada lado. Se come caliente.

Ahora tendremos pan toda la ruta hasta Saint Thomas en las Islas Vírgenes.

Estoy enseñando a navegar a otros patrones de yate de por aquí. No deja de asombrarme lo poco que saben de navegación algunas personas. Mucha gente inexperta se va de crucero sin saber siquiera en lo que se meten.

ABRIL 30: Patti ha tenido un fuerte dolor en el estómago. Yo me acordé de cuando sufrí un ataque de apendicitis en Polinesia, y corrí en busca de un doctor. Finalmente encontré a una enfermera, quien dijo que Patti se encontraba bien. He estado enseñando a Leo, Joy y Bill y a los otros a navegar, y también a Patti, que ha aprendido mucho. Acabo de recoger otro gato y lo he llamado Gollum (otro de los personajes de Hobbit). Es una extraña criatura, y muy comodón.

A veces era Patti la que proseguía nuestro diario grabado en cinta magnetofónica. El 20 de mayo Patti grabó:

Soy yo, Patri, al habla. Robin se ha subido al mástil tratando de reparar una driza partida. En los últimos diez días hemos navegado con mal tiempo rumbo a las Vírgenes. El Tahata, que zarpó con nosotros de Spanish Wells, perdió su mástil y el Dove ha sido muy zarandeado. Nos azotó un temporal y Robin pensó que el viento había alcanzado los sesenta nudos. Yo me asusté mucho, especialmente cuando se partió la driza de la vela mayor. Acabo de izar a Robin mástil arriba en la silla del contramaestre. La primera vez subió por el mástil sin mi ayuda. Yo estaba en la cabina, lo llamé, y, como no me contestó, subí a cubierta. Ni señal de Robin. La verdad es que creí que me iba a morir del susto, Temí que hubiera caído por la borda mientras yo seguía navegando en el Dove. Me preguntaba si podría hacer que el bote diera media vuelta, cuando oí a Robin que me gritaba desde los separadores, y preguntándome qué pasaba. Le dije que si me volvía a dar otro susto como éste, lo arrojaría a los tiburones.

Ahora empiezo a comprender lo que Robin ha pasado navegando solo. Hemos embarcado toneladas de alimentos en conserva; pero todos parecen insípidos. Uno mira a una lata y parece eso…, una lata. ¡Cómo ansiamos comer de nuevo alimentos frescos! Robin demuestra cierto entusiasmo cuando abre una lata de ostras. Yo no. ¡Ostras en conserva con mala mar!… ¡Aag!

Para nosotros es bueno conocer al mal tiempo y una navegación difícil. Ello nos hace apreciar los buenos días cuando el mar parece tan maravilloso que a uno le gustaría bebérselo. La vida sería muy monótona si el cielo fuera siempre azul. Eso suena a frase hecha, pero ¿de qué otro modo iba a decirlo? Creo que a los dos nos causa sospecha que la vida nos haya sido tan fácil. ¡Todo ha sido tan bonito! A veces hemos hablado de nuestro futuro, y es bastante confuso; pero ninguno de los dos queremos pasar el resto de nuestras vidas a la manera polinesia: días interminables de comer y nadar, de fiestas y risas. Los dos queremos conocer las estaciones, los inviernos así como las primaveras y los veranos. Comprendo que Robin disfrute con una tormenta. Le gusta el riesgo y el peligro.

Ahora azota la lluvia. Las gotas caen como agujas inclinadas. Hemos recogido mucha agua fresca en las velas y en la dinga, que pusimos boca arriba. Uno tiene que bañarse de vez en cuando, y me parece que a mí me ha tocado pronto.

Mi siguiente grabación en la cinta fue la del 16 de mayo de 1969. Grabé:

Acabamos de divisar Saint Thomas en las Vírgenes. Éste es nuestro decimosexto día en el mar. Un largo y fatigoso tirón, uno de los peores que hemos tenido. Patti se mareó un poco, pero ahora está mejor. Los gatos lo están pasando en grande, aunque Kili se asusta generalmente del mal tiempo, mientras que a Fili no parece importarle que sea bueno o malo. A Gollum le encantan las tormentas. En cuanto llueve sale a cubierta, arruga la nariz y olfatea el viento. Espero que nos divirtamos en las Islas Vírgenes. Patti se merece un poco de diversión después de cómo se ha portado en esta travesía tormentosa. Hasta luego

No grabamos nada más durante varias semanas, porque cuando llegamos a las Vírgenes tomé en seguida un avión para Barbados, a fin de llevar el Pequeño Dove a Saint Thomas. Era extraño volver a navegar en aquel pequeño bote. Ahora parecía un juguete en comparación con el Gran Dove, y me costaba trabajo imaginar cómo había podido dar con él casi toda la vuelta al mundo. La distancia de Barbados a las Vírgenes es de unas quinientas millas marinas, y como no había traído mi sextante, tuve que confiar en cálculos anticuados para navegar. El peligro era acercarse demasiado a la costa. Cuando estaba frente a Montserrat el viento cesó totalmente, y me dormí al timón. Cuando me desperté, el viento se había avivado y descubrí que iba navegando directamente hacia un arrecife que estaba enfrente a cosa de media milla. Unos minutos más de sueño y el Pequeño Dove habría chocado contra él.

En la tarde del 11 de junio entré con el Pequeño Dove en el puerto de Saint Thomas, dos días antes de lo que yo había esperado. Patti estaba cosiendo en la cabina cuando salté a bordo. Abrí de golpe la puerta de la recámara y me encontré con una pistola que me apuntaba. Había un dedo en el gatillo.

—No vuelvas a asustarme de ese modo —dijo Patti mientras bajaba el arma.

Patti se había asustado con razón. En los meses anteriores, y en esta zona, se habían dado muchos casos de hombres que molestaron a mujeres y de violaciones. Como ella no me esperaba hasta por lo menos el día siguiente, cuando oyó que alguien saltaba a bordo, creyó que era alguno de los abusones. Me fijé en que Patti apuntaba muy bien, así que me alegré de que no hubiera disparado instantáneamente.

Pasamos un mes limpiando el Pequeño Dove, quitándole todos los percebes del Atlántico y luego repintándolo. Con todas sus partes brillantes pulidas y su casco y sus cubiertas relucientes una vez más, parecía más bonito de lo que jamás había sido. En la barandilla de la cubierta de popa colgamos un cartel rojo de «se vende». Me sentía como Judas. Aquí estaba este pequeño bote que me había hecho atravesar un infierno, temporales, y a veces me había acercado al cielo, y que ahora vendía por unas piezas de plata, o, mejor dicho, por unos billetes verdes. Al menos eso esperaba.

Dejamos al Pequeño Dove en Saint Thomas y zarpamos con el Gran Dove para explorar las Islas Vírgenes. A continuación van más citas de nuestras grabaciones:

AGOSTO 6: Hemos decidido quedarnos en las Vírgenes hasta que pase la estación de los huracanes. En Puerto Rico tienen la creencia supersticiosa de que el año que hay mala cosecha de aguacates es año de muchos huracanes. Habían tenido una cosecha muy mala de aguacates. Yo no hago mucho caso de las supersticiones; pero por si acaso tenían razón, pensamos en refugiarnos aquí. Ciertamente, hacía una semana ya había habido una advertencia, así que nos dirigimos a Hurricane Hole, frente a Saint John, con el Gran Dove remolcando al Pequeño Dove hacia aquel mejor fondeadero. Amarré a los dos lo mejor que pude, pero afortunadamente el huracán Anna dejó de lado las Islas Vírgenes, lo cual nos alegró mucho.

Logramos vender el Pequeño Dove por 4725 dólares. Me pregunto si al bote le gustará su nuevo dueño, que espero se porte bien con él. Patti y yo, en el Gran Dove, dimos la vuelta alrededor del Pequeño Dove como último saludo. Nos sentimos tristes de veras, así que nos fuimos a un pequeño hotel a oír un cantante de calypsos.

AGOSTO 20: Hemos llegado a Leinster Bay y nos zambullimos entre los arrecifes. Patti pescó su primera langosta y un pez con su nuevo fusil para pesca submarina, que yo le había comprado porque no sabe usar la eslinga, que le resulta demasiado pesada para tirar de ella. Patti se puso absurdamente contenta con lo que había pescado, por supuesto, y afirmó que lo suyo tenía mejor sabor que todo lo que yo había pescado. Ahora hay dos tiburones merodeando alrededor del bote; pero no nos preocupan mucho. Por las noches nos leemos en voz alta el uno al otro. Somos muy felices.

AGOSTO 22: La radio ha advertido que el huracán Donna viene hacia aquí, así que hemos decidido trasladarnos a Hurricane Hole, que está muy bien protegido. Finalmente fuimos entrando en la bahía de Dead Man, llegando justo al anochecer. Toda la bahía está llena de embarcaciones que se han refugiado en espera de la tormenta. Con el motor en marcha di vueltas por allí, buscando un sitio donde anclar. Casi todos los sitios tenían doce metros de profundidad y eso habría supuesto soltar demasiada cadena. No hay muchos botes que lleven cadenas pesadas; pero yo siempre he creído que es mejor gastar dinero en equipo de anclaje que en seguros. Creo que es casi imposible sin un torno que tire de una cadena de tres octavos de pulgada cuando está a doce metros de profundidad, así que anclamos al abrigo de la punta y todo salió bien. Como la tormenta no se aproximó, a la mañana siguiente fuimos a zambullirnos.

Se me acercó un enorme tiburón, mostrándome todos sus dientes. No iba tras de mí sino tras un pez plateado de unos tres decímetros de largo, en un frenesí alimenticio. De todos modos, yo no quise esperar a ver si aquel bruto quería cambiar de dieta.

AGOSTO 24: En el lugar llamado The Bitter End («El Amargo Final»), en Gorda Sound, están construyendo un complejo turístico. El sitio es maravilloso y han subido hasta allí todos los materiales que necesitan. Basil Symonette, uno de los propietarios, me pidió que le ayudara en las obras de construcción, le contesté que sí, pues ganaré algún dinero mientras espero a que pase la estación de los huracanes…

Nuestras grabaciones terminaron aquí durante cierto tiempo, ya que en los meses siguientes me convertí en un marinero en tierra, ayudando a construir el complejo turístico de The Bitter End. Y al igual que Darwin, vi que podía ser útil para trabajos manuales como levantar paredes, hacer ventanas, embaldosar cuartos de baño y cosas por el estilo. El Dove estaba anclado en la bahía, y cuando Patti terminaba sus labores caseras, se unía a mí. Era muy útil con la brocha de pintar, y plantó un jardín. No había reglas laborales, así que nos tomábamos un rato libre cuando nos parecía e íbamos a pescar o a hacer un crucero. Me tomé mi trabajo muy en serio no sólo porque estaba bien pagado sino porque lo consideraba una experiencia para cuando construyéramos nuestra propia casa. Cuando llegara el día, sabríamos cómo construirla.

Al terminar la estación de los huracanes, hice planes para navegar las mil millas hasta Panamá. Encontramos un barco, el Lurline, que salía para el canal el 20 de noviembre, y tras dejar a Patti a bordo de él, y puestos de acuerdo para encontrarnos en Porvenir, una de las islas San Blas, me hice a la mar de nuevo.

Fili y Kili eran mis únicos pasajeros porque Gollum había encontrado otro dueño. Cuando encontramos a faltar a Gollum unos días antes de que yo me hiciera a la vela, hicimos averiguaciones y nos enteramos de que había sido visto en casa de un millonario, una de esas hermosas mansiones blancas frente al acantilado, con sirvientes silenciosos y piscinas con fuentes. Gollum probablemente estaba acurrucado en un cojín con borlas, y no tenía la más mínima intención de volver a las incomodidades de la vida en el mar.

Estando en las Islas Vírgenes yo había instalado un refrigerador que tomaba su corriente del motor y, mientras contemplaba al Lurline navegar hacia el oeste, me tomé mi primera bebida con hielo, y luego dije al magnetófono:

Veo ahora la isla de Sainte Croix, y hago unos seis nudos. A esta velocidad las bordas del Pequeño Dove estarían a flor de agua. Me siento confiado en esta etapa del viaje. El Gran Dove es una buena embarcación y es emocionante navegar otra vez.

A última hora de la tarde una avioneta sobrevoló el Dove y el empleado de la National Geographic que iba a bordo seguramente tomó fotografías. Luego se desató un fuerte aguacero y me quedé desnudo en cubierta para tomar una ducha. Todo parecía bien, hasta que encendí la estufa para prepararme una cena a base de enchilada. Debía de haber un escape de keroseno, porque la llamarada chamuscó mis pestañas. Toda la cabina se llenó de hollín y allí no estaba Patti para limpiarlo. Desde luego, la vida de soltero no era para mí.

Abrí las portillas para que entrara aire fresco y fui inmediatamente azotado por otro chaparrón. El foque se había enredado y, mientras lo desenredaba, la cabina se empapó. Se notaba que había pasado mucho tiempo en tierra.

Fuego y agua, y ahora ¿qué?, pregunté al magnetófono, y apenas había hecho la pregunta, cuando vi a un buque que iba a chocar contra mí. Di vuelta al timón, dije algunas palabras de cuatro letras y me consolé pensando en que los percances vienen de tres en tres. Pero eso no rezaba conmigo. Al día siguiente se partió el Gandalf, la hoja de madera parecida a un remo que penetraba en el agua. Eso significaría un retraso en el Canal, porque aborrezco conducirme yo mismo y no tenía intención de hacerlo en el largo tirón por el Pacífico hasta California.

El Gran Dove tenía un motor muy útil, así que cuando el viento se reducía, yo podía impulsarlo a cuatro o cinco nudos. Gasté todo mi carburante en llegar a las islas San Blas. Anclé el Dove frente a una playa de Porvenir, justo a los ocho días de haber zarpado de Saint Thomas. Mi corredera registraba 1099 millas. La distancia en línea recta desde Saint Thomas es 139 millas más corta; pero no siempre se puede navegar en línea recta. Fuí remando hasta la orilla y busqué a Patti. Parecía lo más lógico encontrarla en el único hotel, y ya iba a subir por la escalera del pórtico, cuando ella vino corriendo hacia mí.

Patti acababa de llegar unas horas antes, porque el Lurline había tocado en otros puertos de la línea de Panamá. Había venido desde Panamá en un avión particular. Había tenido una travesía marítima muy mala y se mareó cada mañana. Había consultado al médico del barco y estábamos todavía abrazados cuando Patti me dijo el diagnóstico:

—¿Sabes, Robín? Me parece que vas a ser padre.

Lo lógico es que hubiera dado gritos de alegría, que empezara a regalar puros y que corriera a comprar un broche de diamantes o algo por el estilo. La verdad es que la noticia me sentó como una patada en la barriga. Claro que yo había asistido a clases de higiene y biología en la escuela; pero es que estaba pensando en mi madre cuando me dio a luz: le tuvieron que hacer la cesárea, y era todavía muy niño cuando mi madre me contó que por darme la vida ella estuvo a punto de morir. Apenas pudo imaginar el efecto que esta revelación iba a tener en su hijito, pues siempre me quedó el horror a los nacimientos.

Patti interpretó mal mi alarma. Me apartó y se quedó mirándome, con mirada perpleja.

—¡Oh, Robin! Pensé que te emocionaría saber la noticia. Parecías tan excitado cuando hablábamos de tener hijos. Cariño, no te comprendo.

—No es lo que tú crees —le contesté—. Es difícil de explicar. Es sólo…

—No quieres tener un bebé, ¿verdad? —insistió Patti—. Al menos hablemos con franqueza —las lágrimas aparecieron en sus ojos—. Además todavía no lo sé seguro.

Sobre nuestras cabezas el viento estaba balanceando un anuncio en tres idiomas de un bar. El anuncio resollaba como un viejo con asma. No sabía qué decir, ya que los pensamientos se atropellaban en mi mente. Por una parte estaba sobresaltado por la idea de que yo podía crear vida, idea nada desagradable. Pero también pensaba que Patti iba a pagar un precio horrible en dolores y molestias. Hasta podía morirse, pensé.

¡Qué equivocado estaba! Durante toda su preñez Patti gozó de muy buena salud. Su piel adquirió una fresca tersura infantil y de ella emanaba una especie de paz que yo no había visto antes. Los temores que sentía por ella se disiparon. Ella no tuvo que sermonearme ni decirme que me estaba portando como un tonto. Empecé a ver que el bebé era parte de nuestras vidas, parte de nuestro amor.

Pasamos dos meses explorando las islas de Panamá, a veces permaneciendo en el Dove, pero con más frecuencia en las casas de nuevos amigos. Los pocos indios cuna que no habían entrado en contacto con los turistas se mostraban serviciales, artísticos y amistosos. Sin embargo, en las rutas turísticas, los encontramos infestados por la descortesía y la codicia del mundo occidental.

Patti había aprendido bastante español y podía regatear con éxito al comprar provisiones y recuerdos. En la isla Tigre, frente a tierra firme, encontramos familias de albinos, descendientes de aquellos que los españoles encontraron siglos atrás, los cuales dieron nacimiento a la leyenda de que una tribu blanca perdida se había establecido en las islas San Blas.

Entre nuestros nuevos amigos estaban Tom y Joan Moody, quienes habían vendido sus negocios en los Estados Unidos y habían construido un precioso complejo turístico en Pidertupo. Muy juiciosamente habían construido casitas en el estilo de la arquitectura típica local. También habían construido una pequeña pista de aterrizaje en una isla próxima, de modo que los turistas pudieran venir en avión y vivir el ambiente de los nativos pocas horas después de haber dejado las selvas de cemento del norte.

Navegué con el Dove hasta Cristóbal, en la Zona del Canal, y allí pasamos la Navidad en casa de unos norteamericanos. Un árbol iluminado, los villancicos que cantamos alrededor de un piano y el intercambio de regalos me recordaron los momentos más felices de mi niñez.

El día de Año Nuevo, Patti y yo decidimos devolver parte de la hospitalidad que habíamos recibido e invitamos a unas treinta personas a un luau hawaiano con ambiente polinesio. Nuestra fiesta acabó siendo una fiesta del cerdo en la playa. Pero primero teníamos que encontrar el cerdo. Fuimos a una pequeña granja, llamamos a la puerta, y apareció un negrazo. Iba vestido con una armadura como la de un conquistador; claro que la armadura había sido hecha a base de latas de conservas; pero la espada era de verdad y cuando la sacó de su vaina nosotros emprendimos una rápida retirada. Finalmente encontramos un cerdo del tamaño adecuado y construimos un umu (horno subterráneo) en la arena, y luego metimos el cerdo entre piedras calientes para que se asara. Como no teníamos un libro de recetas de luau, tuvimos que adivinar la duración del período de asado. Calculamos que sería cosa de una hora; y el cerdo estuvo tan bien asado que se le desprendió la cabeza.

También aprendimos que no se debe asar un cerdo en la arena. El ruido de seiscientas muelas y dientes, naturales y postizos, masticando cerdo arenoso fue como si un camión pesado pasara sobre un sendero al que se le hubiera puesto recientemente grava. Los huéspedes fueron muy amables y nos aseguraron que no había ninguna arena… en la cerveza.

Tuve que pasar una larga sesión en el consultorio de un dentista local (esto no tuvo nada que ver con lo anterior). Por ochenta dólares el dentista me extrajo dos muelas que me dolían y me empastó diez cavidades. El trabajo fue bueno, aunque una de las encías no paraba de sangrar. De vuelta al club de yates me ofrecieron kleenex y consuelo; de repente me caí y me desmayé. Al recobrar el conocimiento vi que había media docena de bomberos uniformados haciendo gran alharaca sobre mí.

Cuando me desmayé, un bombero que estaba en la mesa de al lado me tomó en sus brazos, y en lugar de llamar a un médico, llamó a la brigada de bomberos de la localidad. Quizá porque no estuvieran bien instruidos sobre prestación de primeros auxilios, me pusieron una máscara de oxígeno sobre mi cara. Fuera el oxígeno o el par de tragos de coñac que me tomé lo que me pusieron de nuevo en pie, es cosa que fue ruidosamente discutida por la brigada de bomberos al retirarse. El resultado fue que al cabo de una hora pude llevar a Patti a ver una película de James Bond, que nos gustó bastante.

Antes de salir para el cine vino un médico a reconocerme. Por extraña coincidencia éste era el doctor que había traído en avión a Patti desde Panamá a las islas San Blas. Había hecho a Patti un análisis para ver si estaba embarazada; pero resultó negativo. Patti volvió a hacerse un análisis dos semanas más tarde y se había apostado con el doctor un dólar a que no iba a tener un bebé. Cuando el doctor vio a Patti en el club de yates escribió una nota, la dobló y se la entregó a ella con una mueca. La leímos mientras íbamos en taxi al cine. La nota decía: «¡Me debe un dólar!».

A mediados de enero vinieron de Inglaterra piezas de repuesto para la veleta rota del Dove, y yo estuve listo para navegar a través del canal de Panamá.

Una cuestión a decidir era adónde ir cuando el Dove hubiera alcanzado el Pacífico. Yo ya consideraba el fin de mi viaje, porque había estado en el mar (más o menos) casi una cuarta parte de mi vida. Pero ahora había otro factor que decidía nuestro futuro inmediato.

—Y ¿qué me dices del bebé? —pregunté a Patti mientras firmaba los documentos que nos permitirían pasar por el canal—. ¿No debería nacer en California? Tú necesitarás las mejores atenciones médicas, un hospital y todo eso.

—Ha habido mujeres que tuvieron hijos en la copa de los árboles y probablemente hasta en el Polo Norte —contestó ella—. Apuesto a que él sabrá silbar cantos marineros antes de que sepa hablar.

—¿Él? —pregunté yo.

—Hay una posibilidad del cincuenta por ciento —repuso ella riendo—. Seguro que si es niña, será muy traviesa.

Tenía la mirada ausente cuando añadió:

—Me pregunto si será verdad eso de que los niños son influenciados antes de su nacimiento por el medio en que vive la madre. Recuerdo que leí una vez algo sobre una mujer embarazada que pasaba todo su tiempo en galerías de arte y oyendo música de Beethoven. El niño hizo luego obras maestras y tocaba el piano antes de cumplir diez años.

—¿Crees tú eso? —le pregunté.

—Me gustaría creerlo. Y si es cierto, ¿qué te gustaría que fuera nuestro hijo? ¿Disc jockey, presidente o fabricante de velas? Probablemente yo podría arreglarlo. Suponiendo que me quedara mirando a las estrellas toda al noche, ¿crees que él sería el primer hombre que caminara sobre Júpiter?

Me incliné sobre el borde de la silla y la besé en la frente. Ella parecía una madonna rubia.

—Quiero que él ame a la naturaleza. Quiero que ame a los animales, las montañas, el agua clara, la vida marina. Quiero que comprenda todas esas cosas —dije yo.

—Eso es fácil. Vayamos a las islas Galápagos —repuso Patti con ligereza.

Ésta no fue la única razón por la que nos decidimos por las Galápagos, antes de torcer con rumbo norte hacia California. Patti había estado allí cinco años antes y quedó encantada de las islas. Sabía que a mí me encantarían también.

No es nada fácil cruzar el canal de Panamá con un pequeño bote. Cuando el nivel del agua cambia en las esclusas, aquélla se vuelve muy turbulenta y hay un verdadero riesgo de aplastar un casco o de perder un mástil. La ley prohíbe que uno dirija su propio bote a través del canal, así que me vi obligado a entregar el Dove a un piloto y a cuatro técnicos. Mientras yo no interfiriera la navegación, la Compañía del Canal sería responsable de cualquier daño sufrido; pero no era fácil1 mantener mis manos alejadas del timón mientras el Dove cabeceaba en el remolino de agua de las esclusas de Gatún y era amenazado por otros buques.

Con apenas algún arañazo en el casco llegamos a Balboa, en la costa del Pacífico, el 17 de enero. Antes de zarpar para las Galápagos, Patti y yo pasamos diez días estupendos anclados frente a la isla Taboga, a dos horas de navegación del canal. En Taboga no hicimos casi nada más que tomar el sol y leer. Una cosa que la larga travesía me había dado era una gran afición por la literatura. Me había leído una biblioteca en cinco años y me había familiarizado con autores que iban desde Robert Louis Stevenson a Ruark, de Hemingway a Agatha Christie. Si alguna vez volvía a la escuela tendría que estudiar muchas matemáticas para ponerme al corriente; pero al menos sería uno de los primeros en literatura inglesa y geografía.

Regresamos a Balboa para dejar allí a Patti y disponer su viaje a las islas Galápagos por vapor y avión.

—Y no olvides —le dije, mientras subía a bordo del Dove el 30 de enero— de traerme a mi hijo.

—No es ningún problema —contestó Patti riendo—. Está muy unido a mí.