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El tercer cuadrante

Cruzar el Atlántico desde Ciudad del Cabo puede ser todo lo «cuesta abajo» que yo había dicho al magnetófono; pero es un descenso muy largo. Calculaba que estaba a cinco mil millas de la costa norte de América del Sur.

Preocupado por mi seguridad, la National Geographic me había dado un costoso equipo adicional: un emisor-receptor de radio. Cuando estuvo instalado, Patti me ayudó a aprovisionar al Dove con alimentos en conserva por valor de 120 dólares. Ella tuvo especial cuidado de incluir cosas que nos habían gustado a los dos: corazones de alcachofas, un surtido de yogur, ostras en conserva y pescado en escabeche…, sobre todo pescado en escabeche.

En Gordon’s Bay, el comandante del puerto, Van Riet, al que le gustaban los animales tanto como el mar, nos regaló dos gatitos, uno color naranja y otro color tortuga. Los llamamos Kili y Fili, por los enanitos de Hobbit, el libro de J. R. R. Tolkien, que nos habíamos leído en voz alta el uno al otro en la cabina del Dove. Los gatitos habían nacido con los ojos enfermos y por eso creo que nadie más los quiso. Los llevamos a un hospital de animales, donde a pesar de que los operaron Fili perdió la vista completamente.

No había sitio en el Dove para la motocicleta, Elsa, que nos había servido tan fielmente, así que se la regalamos al hijo de Thelma. Los ancianos de la pensión vinieron al puerto a decirnos adiós. Traían los brazos llenos de fruta fresca, dulces y prendas de punto. Patti y yo nos sentimos verdaderamente conmovidos por su amabilidad y por su despedida. No sé cómo explicarlo; pero sentimos simpatía por los ancianos.

Cuando la radio estuvo instalada, ya sólo fue cuestión de esperar en Ciudad del Cabo a que hiciera un viento favorable, un viento procedente del sur. Contamos cada uno de estos últimos días que pasamos juntos y jamás hablamos del momento en que cada uno tendría que emprender su camino por separado.

En Darwin, Patti había comprado un pasaje para las islas Canarias, a tarifa reducida de inmigrante. Patti se llevó un gran desengaño cuando le dijeron en las oficinas de la compañía naviera en Ciudad del Cabo que el pasaje estaba ya caducado. Rompió a llorar, cosa rara en Patti. Uno de los empleados de la compañía naviera le prestó su pañuelo y le prometió que haría todo lo posible para ayudarla. Al final pudieron arreglarlo y la colocaron en un camarote con tres literas en el transatlántico italiano Europa.

El Europa iba a Barcelona, y Patti tenía ahora suficiente dinero para hacer un viaje por Europa antes de embarcarse para unirse a mí en Surinam (la Guayana holandesa). Al menos ése era nuestro plan. Era cuestión de quién se embarcaría primero.

La mañana del sábado 13 de julio, íbamos paseando por una playa con la maciza montaña de la Tabla al fondo, cuando la mano de Patti se apretó de pronto sobre la mía. Seguí con la mirada hacia donde ella me indicaba.

—Mira a los árboles —me dijo tranquilamente.

Los árboles que bordeaban la playa se inclinaban ante el viento. Por primera vez en dos semanas se inclinaban hacia el norte.

Dos horas después yo salía en el Dove del puerto de Ciudad del Cabo. Me marché con tanta prisa que Patti no tuvo tiempo de llevarse todas sus cosas. Ella en cambio se llevó mi único peine y pluma. Mientras cruzaba el Atlántico traté de peinar mi pelo con un primitivo peine de madera fijiano, y tuve que escribir con lápiz en mi cuaderno de bitácora. En cambio no me sirvieron de nada su cepillo de dientes, los pantalones de su bikini o su barra de labios.

Patti me siguió unas cuantas millas en la lancha motora de un amigo. Cuando su bote dio media vuelta me mandó besos. Gracias a Dios que ella no pudo verme llorar.

La primera anotación que hice en el cuaderno de bitácora decía: ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Cómo odio tener que partir!

El Europa tenía que zarpar de El Cabo dentro de tres días. Yo me había puesto de acuerdo con el radiotelegrafista del transatlántico para fijar las horas en que Patti y yo nos podríamos hablar por mi nuevo radioteléfono. Habíamos calculado dónde el Dove y el Europa estarían más cerca para una buena recepción. Estas conversaciones por radio programadas eran algo esperado con interés.

Los primeros días transcurridos después de mi salida de Ciudad del Cabo estuve muy ocupado. Tenía que vigilar a la navegación que iba con rumbo norte o sur en una de las vías marítimas más concurridas del mundo. Eso significaba permanecer despierto todas las noches desde la primera semana. Con la luz del día, cuando yo dormía, esperaba que el Dove fuera visto por los transatlánticos y que éstos me dejarían el paso libre. Un reflector de radar sobre el mástil del Dove se vería en la pantalla del buque. En los primeros días yo conté cincuenta y cuatro barcos, algunos tan próximos que el Dove cabeceó en su estela.

Para pasar el tiempo, empecé a hacerme un gorro Balaklava de ganchillo, a fin de proteger mi rostro contra el frío. El viento parecía proceder del Polo Sur, y cuando la espuma saltaba sobre la proa y barría la cubierta, me cortaba el aliento.

Mi primera llamada a Patti estaba fijada para las siete de la mañana del 17 de julio, y yo me imaginaba que si el Europa había zarpado a su hora sólo estaría a unas doscientas millas de distancia. La noche anterior escribí en un papel todas las cosas que le quería decir. Conforme la hora se acercaba, yo sentí tal tensión que no pude obligarme a comer y exactamente a las siete horas puse en funcionamiento mi transmisor y hablé al micrófono:

—Yate Dove llamando al Europa. Dove llamando a Europa.

Silencio.

Dove llamando a Europa.

De repente la radio chisporroteó.

—Motonave Europa llamando al yate Dove.

Entonces se oyó la voz de Patti, clara y alta. Mas por la forma que hablaba era evidente que no me estaba oyendo. Me dijo:

—Robin, ¿dónde estás, cariño?

Yo le contesté desesperadamente:

—Te oigo, Patti, ¿qué es lo que pasa? ¿No captáis mi llamada?

Silencio de nuevo, luego el radiotelegrafista del Europa cortó y me dijo que llamara en otra frecuencia. Frenéticamente yo di vueltas al disco selector; pero mi radio no tenía la frecuencia que él me solicitaba. Pasé una hora tratando de establecer contacto. Finalmente el Europa dijo que me volvería a llamar dentro de dos horas.

A las 9 horas el Europa recibió mi llamada. Fue fantástico oír a Patti. Yo había perdido el pedazo de papel en el que había escrito los mensajes tan cuidadosamente pensados, así que hablamos del tiempo y los gatos. Luego Patti dijo:

—Me dicen que sólo nos separan 140 millas.

—Podríamos salimos al encuentro nadando —le dije yo.

—Muy bien —respondió Patti—. Empezaré a nadar. Sólo nos tocan setenta millas a cada uno. Por si no me reconoces te diré que llevaré mi bikini rojo.

—Sin pantalones —le dije yo—. Te los has dejado en el armario de la tarima.

—Bueno, pues sin pantalones.

El radiotelegrafista nos interrumpió para advertirnos que estábamos hablando por una frecuencia de emergencia y que podríamos tener un disgusto si hablábamos más rato. Prometió ponernos de nuevo en contacto aquella noche.

Yo dije a mi cinta grabadora: Acabo de tener una conversación muy agradable con Patti. ¡Fue estupendo! Ahora me siento mejor. Estoy tan feliz que hasta he cantado un poco. Esta llamada ha hecho que valga la pena todo el trabajo y el gasto invertido en esta radio… Yo la quiero mucho.

Sostuvimos otra conversación aquella noche; pero a la mañana siguiente, cuando de nuevo establecimos el contacto de barco a barco, la voz de Patti fue ininteligible. Fue la última vez que la oí en esta etapa del viaje.

Los gatos eran una buena compañía. Durante horas yo los observaba jugando uno con otro, arañando todo lo que se movía, lanzándose sobre su comida. Yo grabé: Fili, la ciega, salta contra Kili; pero falla su salto por la longitud de un gato. Siempre está saltando por la mampara; pero aunque no ve, nunca revuelve fuera del cajón de los trastos. Kili también tiene molestias en los ojos. La he estado curando y con unas pinzas le he arrancado las pestañas que le estaban naciendo en el interior de los párpados.

¡Qué frío hacía! Yo había instalado una tarima muy cómoda bajo la cubierta de popa, en el lugar donde había estado la recámara. Patti llamaba a este sitio «la cueva», y aunque yo no podía incorporarme en aquella cueva, era un sitio cálido y me daba una sensación de seguridad. Pasaba mucho tiempo leyendo en la cueva, o simplemente pensando en el futuro.

Después de una semana en el mar, a ochocientas millas de Ciudad del Cabo, disminuyó la intensidad del tránsito marítimo, y luego desapareció. En mi noveno día en el mar, las velas del Dove se hincharon por los alisios del sudeste cuando saqué el foque y la vela mayor.

El 27 de julio grabé: Han pasado tres años desde esta fecha, pero parece como si fuera la mitad de mi vida… La pasada noche encendí la luz de hombre al agua, que inundó de luz las velas y la cubierta. Me sentí lo bastante seguro como para echar un sueño de siete horas. El timón automático funciona perfectamente. El tiempo ha empezado a ser más caluroso y he podido quitarme el jersey y volver a leer en cubierta… Las gatas están siempre hambrientas, mas para mí comer es un fastidio, incluso esos alimentos especiales que Patti me compró. La pasada noche traté de tomar un poco de pescado en escabeche; pero eso me recordó tanto cuando estaba con Patti en África del Sur que lloré como un niño. No pude comer aquello y lo tiré por la borda… Siento de nuevo el dolor de la soledad.

Al día siguiente grabé: Esta mañana vi una cosa color naranja brillante flotando en el agua. Me dirigí allá con el Dove y la subí a bordo: era un flotador japonés, al que se habían agarrado dos cangrejos. No podía volver a tirar éstos al agua ya que como el mar tiene aquí casi dos mil metros de profundidad, la presión los mataría pronto. Dejé que los cangrejos descansaran un poco en la popa del Dove y luego les hice una balsa miniatura con la tapa de styroespuma de mi pequeño, frigorífico. Ahuequé un poco la diminuta balsa y la aprovisioné con percebes que evitarán que los cangrejos se mueran de hambre, hasta que lleguen a alguna costa.

La radio era ahora muy importante para mí. Aunque no podía hablar con nadie, podía escuchar a los otros buques hablando entre sí. Un amigo de África del Sur me había dado una colección de canciones populares grabadas; pero yo no quería escuchar más que voces humanas vivas. Capté el programa ultramarino de la BBC, y más raramente la Voz de América. Hasta me gustó oír los anuncios, porque me hacían sentirme más próximo a la gente. Cuando no podía captar un programa en inglés, escuchaba gente que hablaba en idiomas que yo no comprendía. Yo grabé: Al menos sé que hay otras personas alrededor.

En la monotonía de estos días las cosas pequeñas parecían grandes. Con el cuidado de un relojero, dispuse una instalación sanitaria especial para las gatitas, disponiendo dos cazuelas y perforando la menor, que recogía la basura. Todo lo que yo tenía que hacer para mantener razonablemente limpia la cubierta era vaciar la cazuela de abajo y lavarla con agua de mar.

Conforme pasaban los días, mis reflejos se fueron haciendo más lentos. Ahora me costaba el doble de tiempo tomar la posición por el sol. Mi cinta grabadora da una idea de mi estado de ánimo: Hoy perdí mi cronómetro y sentí pánico al no poder encontrarlo. No puedo navegar sin él. Luego lo encontré entre los víveres. No sé por qué lo puse allí

Una tarde, cuando estaba llenando el cubo de lona con agua de mar, antes de tomar un baño, se rompió el asa y el cubo cayó por la popa, quedando a flote. Necesitaba aquel cubo; pero necesité varios minutos para tomar la iniciativa de dar la vuelta al Dove y barloventear para recogerlo. La maniobra me costó perder mi cena de pescado seco. Había colocado tiras de pescado en cubierta para que se fueran secando; pero cuando yo barloventeaba, al escorar bruscamente, el pescado resbaló hacia el agua. Menos mal que pude recuperar el cubo.

El 31 de julio apareció en el horizonte la isla de Santa Elena, donde murió Napoleón. Estuve tentado de explorar la isla; pero como hacer eso me costaría perder un par de días, proseguí la ruta hacia Ascensión, a 635 millas al norte noroeste. Yo grabé: No tengo mucha prisa por llegar a Ascensión. Sólo voy allí a tomar provisiones. Cada día que pasa me siento un poco más deprimido y solitario.

Hacia mitad de camino entre las dos islas, me caí por la borda. Mi cuerda de pescar se había enredado con el mango del fueraborda y, al tratar de soltarlo, perdí el equilibrio. El Dove se movía a unos cinco nudos; pero pude agarrarme al púlpito de la popa. Aunque llevaba un salvavidas, corrí el riesgo de no poder alzarme de nuevo a bordo a aquella velocidad.

En esta travesía del Atlántico leí mucho. El libro que más me complació de una biblioteca que incluía novelas detectivescas, libros de viaje y novelas históricas, fue The Robe, de Lloyd Douglas. Me hizo pensar si mi vida tenía algún propósito. Como muchos jóvenes de mi edad, había desdeñado a Dios, a la religión y «a todo aquello», como algo empaquetado en ventanas de cristales emplomados, triste música de órgano y un anciano con una barba. The Robe me hizo sentir una sacudida. Es la historia del centurión que vio morir a Jesús y que ganó su túnica en el sorteo de sus vestiduras.

Tras veintitrés días, en el mar, solté anclas en Clarence Bay, isla de Ascensión. Con su paisaje lunar punteado de antenas electrónicas y los «grandes discos» de la estación de seguimiento de naves espaciales, la isla parecía sacada de un relato de ciencia ficción.

Como ya se había hecho de noche, y era demasiado tarde para desembarcar, empecé a pescar e inmediatamente picó el anzuelo un bonito de gran tamaño. Mientras que el pez colgaba todavía del costado del Dove, apareció un tiburón martillo, que de un bocado se comió la mitad. Cuando el martillo volvió a tragarse lo que quedaba, yo le disparé en la cabeza; pero por si acaso tenía más hermanos, decidí no bañarme.

A la mañana siguiente fui a la orilla en la dinga y me llevaron en un vehículo hasta la base de las Fuerzas Aéreas. La gente de allí había oído hablar de mí y me hizo un recibimiento regio. Esto fue un poco embarazoso para mí, que ni siquiera poseía un par de zapatos (había tirado aquellos de los lazos de hilo de cobre) y, tras llevar tanto tiempo en el mar, ni siquiera sabía llevar una conversación. Creo que el personal de las Fuerzas Aéreas pensó que yo estaba drogado. Fue bueno, sin embargo, volver a comer un filete bien grueso.

Tuve la alegría de recibir noticias de Patti y de saber que ella había llegado sana y salva a Europa. Su cable decía: «Espero verte en Surinam a su tiempo. Te quiero».

Uno de los técnicos me llevó a dar una vuelta por la isla. Me emocionó más ver un montón de antiguas botellas vacías de ron —reliquia de una fiesta marinera de hacía mucho tiempo— que todos los aparatos científicos que seguían el rastro de los cacharros que había en el espacio. Yo tenía muchas ganas de proseguir mi camino porque Patti cruzaría el Atlántico mucho más rápidamente que el Dove. Almacené leche fresca, verdura e hielo y me hice a la vela el 16 de agosto.

Estos días de navegación tenían su rutina básica. Generalmente me iba a dormir a medianoche y me despertaba cuando el sol estaba a quince grados sobre el horizonte, buena hora para fijar la posición, broncearme la piel, y soñar o leer. Al mediodía echaba un vistazo a la posición y, si tenía apetito, volvía a comer y alimentaba a los gatos. Prefería marcar mi posición en las grandes cartas marinas, porque los trazos de mi lápiz la mostraban como un gran movimiento a través del océano. Por la tarde leía de nuevo y con el cubo me tomaba un baño de agua de mar. No tenía jabón para agua salada, así que no me enjabonaba. Pero el baño era uno de los actos culminantes del día, ya que era tan refrescante, y porque disponía de toda el agua que quisiera.

La hora del atardecer era la que más me gustaba. Entonces escuchaba a la BBC o a la Voz de América, y miraba la puesta del sol. Me sentía especialmente cercano a Patti en los atardeceres. Si me llevaba un desengaño por la distancia que había navegado, me iba a la cama pronto. Dependía de los movimientos del bote que yo durmiera acurrucado en el suelo de la cabina o en la «cueva».

Lo mejor de la cueva era su contraste con la vastedad del cielo. Un psiquiatra probablemente me habría dicho que es que yo quería regresar al seno materno o algo por el estilo.

Expliqué esta rutina a mi grabadora y dije: No tienes más que mirar el progreso que haces cada día, esperando estar un poco más allá, que es lo que haces casi siempre… No he empleado mucho las cosas que hay a bordo para ser guisadas. Es perder el tiempo guisar, no puedes disfrutar lo guisado. Es preferible calentar un bote de conserva.

Debido a los constantes vientos alisios y a la corriente este-oeste, generalmente hice buenas distancias en esta etapa del viaje. El 23 de agosto —el undécimo día desde que había salido de Ascensión—, la corredera contó 129 millas, pero mi mirada a la posición mostró que el Dove había cubierto 177 millas. El 30 de agosto fue batida esa marca con una distancia real de 185 millas. Raramente tenía que cambiar las velas, que llevaban al Dove a la mayor velocidad de que era capaz.

En mi decimoquinto día en el mar grabé: Acabo de capturar una barracuda de unos nueve kilos de peso… A los gatos les gustó también… He estado escuchando un programa en español y no entendí ni palabra. El locutor parecía excitado por algo. Estoy ahora en el Ecuador y hace mucho calor. Es más calurosa la mañana que la tarde. El Dove está todo revuelto. Sorprende el revoltijo en que puede convertirse un pequeño bote. Las tareas de limpieza me mantienen muy ocupado. Cada día tengo que luchar contra la soledad de este viaje. Es una tortura lenta, no como el repentino temor que uno siente cuando hay tormenta, sino más bien parecido a un fuerte dolor de muelas. Nunca me libro totalmente de ella.

El valor de la ciega Fili me asombraba. Sabía ir perfectamente por el bote, aunque si yo cambiaba cualquier pieza del equipo de su sitio habitual, ella tropezaba; pero sólo una vez. A la siguiente la rodeaba.

A diferencia de su hermana vidente, la gatita ciega iba de acá para allá por el Dove, con sus bigotes hacia adelante como antenas de radio. Sabía hasta dónde se podía acercar al borde de la cubierta, percibiendo el peligro incluso cuando perseguía a Kili. La invidente Fili era más independiente que Kili, quien se subía a mi regazo y ronroneaba, pidiendo afecto y aprobación. Pero Fili se alejaba cuando yo le acariciaba el lomo.

Quizá —reflexioné yo ante el magnetófono— las criaturas ciegas, humanas o animales, tienen su orgullo, y prefieren las magulladuras a depender de otra criatura. Estas gatitas me dan muy buena compañía.

El 30 de agosto vi la primera señal de vida humana en dieciocho días. A través de mi portilla divisé una goleta brasileña. Navegaba con dos velas y parecía una enorme mariposa blanca sobre el agua. Cuando se acercó vi que se llamaba, muy apropiadamente, Gracia.

A medianoche del día trigésimo primero divisé al buque faro en la desembocadura del río Surinam, y al amanecer el Dove navegaba río arriba hacia Paramaribo. Al atardecer anclé ante lo que parecía ser la plaza principal de la ciudad, suponiendo que éste sería el sitio donde más verosímilmente Patti me buscaría. A la mañana siguiente despaché en la Aduana y me dirigí a Correos, donde el empleado me dijo que no había ningún correo para mí.

De vuelta en el Dove grabé: Tiene que haber correo. Le habría pegado un puñetazo en la nariz a aquel tipo. Aunque ¿de qué me habría servido eso? Me siento tan deprimido

Un funcionario de aduanas muy antipático vino a bordo y metió las narices en todas partes por si había contrabando, y luego me dijo que el comisario del distrito quería verme. Yo no creía haber cometido ningún delito en alta mar en los cuarenta y cuatro días que había necesitado para venir desde Ciudad del Cabo. Menos mal que no era por nada malo: el comisario, señor Frits Barend, me había guardado todo el correo que llegó para mí, incluyendo diez cartas de Patti, y quería entregármelo.

Patti había pasado seis semanas en Europa, visitando a amigos en Suiza e Inglaterra. En una de sus cartas me decía:

Europa es tan encantadora, tan diferente. Pero tú no estabas conmigo, Robin, y viajar sin tu compañía es tan soso, tan carente de sentido, tan aburrido. A veces, al contemplar una alta montaña en Suiza, cubierta por la nieve y resaltando de modo encantador contra un cielo azul, me hubiera gustado señalar a aquel pico y encontrarte junto a mi hombro y hablar contigo de ello.

Lo mismo me ocurrió en la encantadora Inglaterra. ¡Oh! ¡Aquellos colores tan suaves! ¡Las aldeas de casitas techadas de bálago, los puentes curvados, el verdor de los pueblos y las viejas ciudades grises cargadas de historia, con tiendecitas y todo el mundo circulando por la izquierda!

Desde la ventanilla de un tren vi los campos tan verdes rodeados de setos y a una muchachita montada en bicicleta por una carretera comarcal. Y yo pensé: Eso es, ¡esto es Inglaterra! Era tal como me la había imaginado, incluso mejor.

Pero tú no estabas conmigo, Robin. No ibas sentado enfrente de mí en el compartimiento. Y cuando volvía a mirar, me parecía todo tan corriente, tan triste sin ti. Un día tú y yo tendremos que volver y visitar Inglaterra de nuevo. Lo haremos en motocicleta como hicimos en África del Sur y todo será diferente, tan perfecto. Ahora sé lo que quieres decir cuando afirmas que viajar sola es cosa de pájaros. Tiene gracia que cuando yo era soltera me parecía estupendo viajar sola. Pero cuando estás casada, ir sola no tiene ninguna gracia.

Leí las cartas en secuencia, poniéndolas cuidadosamente en orden según fechas, y traté de imaginármela a ella paseando por las cálidas avenidas de Barcelona, tomando café en una terraza sobre el lago Leman, recogiendo fresas en un jardín campesino de Inglaterra, o contemplando el monumento a Eros en Piccadilly. Traté de ver a Patti balanceando sus delgadas piernas morenas por una calle empedrada o arrojando los dados en una taberna inglesa de techo bajo. Traté de imaginármela riendo o sentada sola y triste en el banco de un parque con niños balanceándose en los columpios.

En su última carta me informaba que había vuelto a Barcelona, tratando de encontrar un buque que se dirigiera directamente a Surinam; pero lo mejor que pudo encontrar fue un buque que iba al Caribe. Me dio una dirección en Trinidad, la casa de unos amigos. Yo le envié un cable para esperar su llegada. El cable decía: «Toma avión supersónico o satélite para Paramaribo».

El comisario del distrito se ofreció a enseñarme algo del país; pero yo estaba con la preocupación de que Patti llegara para encontrarse con que yo me había ido. Sólo cuando el señor Barend me prometió que él arreglaría que Patti hiciera el vuelo directamente hasta el interior para unirse a mí, accedí a ir con él.

Junto con un fotógrafo contratado, el señor Barend me llevó a pescar a un enorme embalse construido en el curso superior del río Surinam. Pescamos tantas pirañas que llenamos con ellas un saco. La piraña es un pez tan voraz que en cuestión de minutos puede dejar pelada en los huesos la pierna de un ser humano. Cosa sorprendente, tenían muy buen sabor. Luego tomamos una avioneta hasta Paloemeu y navegamos en una piragua de motor río Tapanahoni arriba hasta una misión para los indios en la aldea de Tepoe. Los indios eran muy hospitalarios. Me permitieron dormir en una choza con techo de paja que pertenecía a una familia ausente de la aldea. Los muchachos del lugar me demostraron la magnífica puntería que tenían con sus arcos. A diferencia de lo que ocurría en otros sitios, los misioneros no habían obligado a ponerse los vestidos o a adoptar las costumbres occidentales a los nativos. Incluso cuando iban a la Iglesia llevaban poca cobertura por delante y por detrás. Aún cazaban con arcos y flechas. Yo fui a nadar a unos rápidos, después de que me aseguraran por tres veces que las pirañas no viven en aguas en rápido movimiento.

Uno de los sacerdotes me regaló un loro verde. Como el pájaro había crecido entre ellos, no sabía decir ni una palabrota. Yo estaba de pie en una pequeña pista de aterrizaje en medio de la selva, con el loro sobre mi hombro, cuando aterrizó la avioneta que traía a Patti. La puerta del aeroplano se abrió y Patti bajó de un salto, con un aspecto encantador.

Mientras corríamos el uno hacia el otro, el loro chilló alarmado y echó a volar hacia la misión. De todos modos, no necesitábamos ninguna compañía, bien llevara plumas o sotana, cuando nos encontramos por primera vez al cabo de dos meses.

Patti había vuelto a escribir un diario, y la anotación del día en que nos encontramos dice: «Robin parece tener los nervios destrozados. La travesía del Atlántico le ha sentado mal. Quiere terminar el viaje aquí; ha escrito a su padre y a la National Geographic diciendo que no quiere seguir navegando solo».

Estas cartas produjeron rápidos resultados. Gil Grosvenor vino en avión desde Washington para convencerme de que terminara el viaje solo. Tanto a Patti como a mí nos caía simpático Gil, y espero que él me haya perdonado por el modo como lo traté. No estaba dispuesto a escuchar razonamientos; pero realmente quería decirle: «Mire, Gil, no me gusta esto en absoluto. Ya estoy harto. Ya sé que usted ha hecho un viaje muy largo y también sé que usted es una persona comprensiva. Pero ¿no ve que estoy acabado, que no puedo soportar más seguir yendo solo? Déme tiempo y yo volveré a ser yo. La próxima vez que nos veamos será todo diferente, ya verá. Le daré una palmadita en la espalda y conservaré mi calma. Pero ahora no; por favor, ahora no».

No dije nada de eso. Después de cenar en el mejor hotel de Paramaribo le dije a Gil que antes me enfrentaría a un estanque lleno de pirañas hambrientas que a hacerme a la vela solo.

Le dije:

—Odio a ese bote. Conozco cada crujido, cada burbuja de su ampollada pintura. Sé exactamente cómo se comporta con cada viento y con cada ola.

»Además —añadí— el Dove ya no es seguro. He perdido la confianza en él.

Gil, muy tranquilo, sugirió que la National Geographic podría ayudarme a comprar un bote mayor con un adelanto de mis derechos. La oferta penetró en mi cerebro poco antes de que yo me sumiera en el sueño. Al día siguiente Gil se marchó en avión, convencido de que su misión había fracasado.

Por supuesto, el tiempo es un gran curativo, aun cuando uno se halle sentado dentro de un pequeño bote en un sucio río. Patti me cuidó hasta que yo recuperé la salud mental. Éstos debieron de ser malos días para ella, ya que vivimos juntos en el Dove. Navegamos hasta Paranam, la enorme planta industrial de bauxita situada río arriba. Por todas partes había polvo rojo, empolvando las casas de los mineros, la vegetación y el agua; un verdadero escenario a lo James Bond en la selva.

Cuando amarramos el Dove nos fuimos a dormir. Nadie nos había dicho que la marea subía tres metros. A medianoche fuimos arrojados súbitamente de nuestras tarimas cuando el Dove cayó de lado. La marea que subía había dejado al Dove en un precario estado de equilibrio sobre su quilla, y quizás uno de nosotros tosió o se agitó en su sueño y alteró el equilibrio. De todos modos, después del primer susto al creer que habíamos sido sacudidos por un terremoto, quedamos tumbados junto a las portillas y carcajeando. A partir de entonces mi estado mental mejoró.

Ahora los días fueron más felices. Generalmente íbamos al mercado de Paramaribo a comprar alimentos, y regateábamos con indios, negros fornidos, mestizos, blancos, chinos; jamás había encontrado yo tal mezcla de razas. Se reían de mí porque iba descalzo. Los negros habían sido traídos al país para que trabajaran en las plantaciones de caña; pero Surinam fue uno de los primeros países en libertar a los esclavos. Casi todos los negros se habían quedado. La bandera de Surinam tiene cinco colores, representando los cinco colores diferentes de la piel de sus habitantes.

El Dove era demasiado pequeño para nosotros dos. Ni siquiera podíamos permanecer de pie en la cabina. Era como vivir en una bañera sin tener un sitio donde poner las cosas de afeitar. La sugerencia de Gil Grosvenor de un bote mayor para terminar el viaje empezó a parecerme más atractiva. Llamé por teléfono a Washington y hablé con Charles Allmon, del personal de la National Geographic, al que le agradó mi idea de que navegara con el Dove hasta Barbados, y que allí negociara la adquisición de un bote mayor.

Yo abrí mi atlas.

—Supongo que California no estará muy lejos —dije a Patti. Había navegado 22 000 millas y, tres cuartas partes de la vuelta alrededor del mundo. El último cuarto no parecía tan malo.

Patti me dijo con calma:

—Creo que piensas terminar lo que empezaste.

—¿Y demostrar que el mundo es redondo? —repliqué yo.

—Y probar algo importante para ti —contestó ella.

Hicimos planes para partir. Yo navegaría hasta Barbados y Patti iría en barco hasta Trinidad y luego tomaría un avión para unirse conmigo.

El 12 de octubre fui a fuerza de motor hasta el buque faro en la desembocadura del río Surinam y esperé al buque de Patti, un carguero que llevaba bauxita. Cuando el buque pasó por mi lado, dirigiéndose hacia alta mar, fui víctima de otro ataque de rabia y frustración. Odiaba el tener que hacerme a la vela solo. Mientras Patti me decía adiós con la mano desde popa, me enrabié tanto que estrellé uno de los arbotantes contra el mástil.

Luego se me acercó el bote del práctico y un hombre con una gorra picuda me dijo que enchufara la radio. Bajé y la conecté en la frecuencia que el práctico me había dicho. Patti estaba en las ondas.

Ella había adivinado lo que me pasaba y me dijo:

—Recuerda, Robin, que ésta es la última vez que vas en ese pequeño bote, y realmente es una travesía muy corta.

—Me voy a sentir muy desgraciado —dije yo.

—No, no —repuso Patti—. No digas eso. Pensaré en ti en todo instante, y todos los días, a las seis de la mañana, pensaré mucho en ti. Tú haz lo mismo a las seis de la mañana y será como si habláramos el uno con el otro.

—Está bien, lo haré —respondí yo.

—Estoy segura de que saldrá bien. Ya verás. Recuerda a aquel anciano que cruzó el Pacífico en una almadía y cómo hablaba con su esposa a miles de millas de distancia.

—Sí, lo recordaré.

—Robin.

—¿Sí?

—Te quiero mucho.

Luego hubo de nuevo silencio.