7

Tambores y boda

¿Qué se puede esperar de África? Hollywood había fijado imágenes en mi mente de selvas impenetrables y de leones bajo la cama, de indígenas bailando alrededor de grandes ollas de hierro, de ríos infestados de cocodrilos, y de puestos avanzados con misiones dirigidas por hombres con cascos contra el sol.

La primera sorpresa la tuve el 21 de octubre cuando llegué a Durban. No había esperado que la ciudad tuviera una silueta como la de San Francisco; y además todo aquel que no haya estado en África no puede comprender que África tiene su propio latido, una especie de ritmo que no se oye; pero que se percibe.

Más allá de las ciudades de altos edificios, donde las carreteras pavimentadas terminan en sendas de tierra rojiza y las enormes panorámicas del veld, el latir parece venir de muy profundo de la tierra. En África uno tiene la sensación de que está viendo el planeta Tierra antes de que el hombre empezara a arrasar la naturaleza.

Había de pasar nueve meses en África del Sur y estuve tentado de quedarme allí hasta que el sol blanqueara mis huesos. Fue una temporada fantástica.

Penetré en el gran puerto de Durban y al aproximarme al muelle del Royal Natal Yacht Club una figura que había en él me saludó agitando los brazos y gritando. Yo no le presté mucha atención hasta que oí mi nombre. Era Mac McLaren, que había trabajado conmigo en la central térmica de Darwin. Mac se arrojó al agua y fue nadando hasta el Dove. Cuando lo subí a bordo me dijo que había estado vigilante, esperando la llegada del Dove junto con Patti. Jadeante me explicó que Patti, poco después de llegar, leyó en el periódico que el Dove se había hundido, a pesar de lo cual me esperaba en uno de los yates oceánicos que había en el puerto.

Después de pasar la Aduana, Mac me llevó al yate donde estaba Patti y allí, en la cabina, pude estrecharla en mis brazos de nuevo.

Ninguno de los dos habíamos hablado nunca de matrimonio. La vida nos había parecido demasiado insegura para ligarnos con lazos legales. Los dos éramos muy precavidos ante el matrimonio, además, porque conocíamos a muchos parientes y amigos de nuestros padres que estaban casados y cuyos matrimonios se habían deshecho. Conocíamos parejas de casados que se llevaban como el perro y el gato. Además, según el calendario, que no por la experiencia, éramos muy jóvenes.

Para ambos era maravilloso poder estar juntos siempre que podíamos. Esto era todo lo que pedíamos. Una boda y una fiesta de esponsales en un club de campo, un automóvil de luna de miel cubierto de serpentinas y arrastrando latas vacías no nos iba a unir más de lo que estábamos.

Pero al reunimos en Durban, una nueva idea me pasó por el pensamiento. Yo ansiaba dar a Patti una prueba de que ella significaba para mí mucho más que la compañera de un marino. Quería mostrarle que yo creía que llegaría un día en que no podríamos ser separados por un viento favorable y la necesidad de arribar a otro puerto.

Sólo llevábamos juntos diez minutos en la cabina cuando alguien llamó a la puerta. Entró un escritor enviado por el National Geographic, que se presentó a sí mismo. Durante toda la semana siguiente el escritor y yo nos encerramos juntos para preparar el manuscrito y los subtítulos del primer reportaje que sobre mí aparecería en la revista.

Patti había encontrado una habitación en un pequeño hotel a dos bloques de distancia de los más caros del paseo marítimo. Desde allí descubrimos una café apartado con una atmósfera fantástica, donde una buena comida con vino costaba sólo un par de dólares. ¿Por qué pagar por orquestas y camareros que no se merecen sus propinas?

En el día en que el empleado de la revista regresó a América, Patti y yo fuimos paseando por una de las anchas avenidas de Durban. Al pasar ante el escaparate de un joyero, vimos un anillo de oro con un extraño dibujo oriental que me llamó la atención. Di un suave codazo a Patti.

Era digno de contemplar su cara cuando yo pedí al joyero que pusiera el anillo en el dedo medio de la mano izquierda de ella. Le encajaba perfectamente.

—Ahí tienes —dije yo—. En cuanto lo vi supe que estaba hecho para ti.

Ella alargó su mano y se la quedó mirando un momento, luego declaró:

—Es fantástico, Robin, pero ¿a qué viene esto?

—¡Pues porque estamos comprometidos, por supuesto! ¿Cuándo nos casamos?

Ella dejó caer su mano a un lado y se me quedó mirando.

—Bueno, Robin, no seas apresurado.

Se estaba riendo.

Pero yo lo decía en serio. El joyero dejó de apoyarse en un pie para apoyarse en el otro.

—Te quiero —dijo ella gravemente—, y desde luego es un anillo encantador.

Cuando volvimos al hotel la propietaria vio en seguida el anillo en la mano de Patti.

—¡Oh, qué anillo más bonito, señora Graham! —dijo alegremente—. Estaba diciendo a mi esposo que usted debía de haberlo perdido.

—No he poseído un anillo hasta hace media hora —contestó Patti sonriendo a su vez.

La propietaria arrugó la nariz, y no sabiendo adónde podía llevarle la conversación, se retiró tras su bufete. Pero aunque hubiera hablado con el inglés gutural de los afrikanders, me gustó oírla llamar a Patti señora Graham. Aquella noche, cuando estábamos uno en brazos del otro, yo le susurré:

—Y ahora, señora Graham, ¿cuándo vamos a legalizar nuestra situación?

Ella inclinó su cabeza y besó mi barbilla.

—Siempre me he preguntado si tus intenciones eran serias.

—Muy serias —le dije—. Del todo honorables.

—¿De veras? ¿O es que no te gusta que la propietaria del hotel piense lo que está pensando, y el modo como me miran en el club de yates?

—Olvídate de ellos —le contesté—. Están celosos del tipo que tiene una hermosa chica de bikini rojo.

Patti se quedó en silencio por un momento, y luego preguntó:

—¿Qué decía aquella canción? ¿Me seguirás amando cuando yo tenga sesenta y cuatro años?

—Y hasta cuando tengas ciento cuatro años, si sigues igual de bien formada.

—¿Y si no lo estoy?

—Te perseguiré alrededor de la isla antes del desayuno.

De nuevo se quedó en silencio y luego susurró:

—¿Cómo de grande es esa isla?

—Parece que has aceptado mi proposición —repliqué yo.

Ella no se rió esta vez, y me dijo:

—Ya sabes que no has de casarte conmigo si no quieres, Robin. No quisiera nunca que pensaras que no puedes librarte de mí. Ni que pienses que me debes algo. Yo te quiero. Por eso estoy aquí. Somos felices. Somos jóvenes. La vida es larga. Al menos espero que sea muy larga y que esté contigo lo más que pueda. Por favor, no creas que por darme un pedazo de papel vas a cambiar lo que yo siento por ti. No puedo amarte más de lo que te amo ahora. Ni creo que pueda.

A la mañana siguiente fuimos al tribunal de la magistratura de Durban, para casamos. El funcionario que nos recibió me preguntó inmediatamente cuál era mi edad. Cuando yo le dije que tenía dieciocho años me contestó que necesitaba el consentimiento de mis padres o tutor legalizado por un notario, porque yo era todavía menor de edad. Fue un duro golpe. No podía comprender por qué habría de haber todavía alguien que pudiera dirigirme cuando yo estaba a medio mundo de distancia de casa. Patti regresó al club de yates y yo fui a Correos, desde donde escribí a mis padres una carta que mandé por avión y en la que les decía que necesitaba su consentimiento para casarme con Patti.

Era un día magnífico y mientras yo regresaba a pie al club de yates, pensé que no había ninguna razón para que yo esperara el consentimiento de mis padres y todo ese papeleo legal. Hallé a Patti en el club y tomándola por la mano, me la llevé aparte.

—¿Adónde vamos? —me preguntó.

—Ya lo descubrirás —le contesté.

Ella puso cara de aturdimiento; pero no me hizo más preguntas mientras yo caminé junto a ella por la playa. Encontramos un lugar solitario y nos sentamos en la arena, bajo el sol.

Yo le dije:

—He estado pensando mucho y no veo por qué hemos de esperar al consentimiento de nadie para casarnos. Nos amamos el uno al otro. Con eso basta. Además, odio todo eso que la gente está pensando de nosotros.

—¿Hemos de preocupamos por lo que otros piensen? —me preguntó Patti.

—Sí, hemos de preocupamos —le repliqué—, porque esa idea me enloquece.

Le saqué el anillo de su dedo y al volvérselo a poner, le dije:

—Patti, no sé cuáles son las palabras de una ceremonia matrimonial. Sólo sé que quiero pasar el resto de mi vida contigo. Así que desde ahora somos marido y mujer.

Fue así de sencillo.

Cuando mis padres contestaron a mi carta fue para negarnos el permiso para contraer matrimonio. Me decían que tenía que terminar el viaje, y que había mucho tiempo por delante… En fin, lo de siempre. Creían saber mejor que yo lo que me convenía. Yo les contesté diciéndoles que Patti y yo nos considerábamos casados de todos modos.

Cuando regresamos caminando por la arena de la playa de Durban, nos sentimos maravillosamente felices. ¡Había sido todo tan puro! Los dos sabíamos que nuestro matrimonio duraría mientras viviéramos. Yo le dije:

—Y bien, ¿adónde vamos a pasar la luna de miel?

Aquella noche en el club de yates tuvimos una especie de fiesta de casamiento. Todos los demás pensaron que era una fiesta de compromiso; pero eso no importó. Mac estuvo allí, así como algunas otras personas de los yates, y fue muy divertido. Al día siguiente compramos una motocicleta japonesa muy usada, dos mochilas y una tienda azul pequeña, y partimos en seguida a explorar África, o al menos su parte meridional.

Viajamos siguiendo la costa hasta Saint Lucia, y giramos al norte hacia la Reserva de Caza Umfolosi en Zululandia, donde viven los escasos rinocerontes blancos. En la oficina del ranger, dentro de la reserva, pedimos un mapa de la región. El ranger fue muy amable y nos indicó donde estaban pastando los rinocerontes.

—Pero no salgan de su automóvil —nos advirtió—. Si se creen amenazados los rinocerontes pueden atacar.

—No se preocupe —le contesté—, tenemos una moto muy buena.

El ranger se paró en seco.

—¿Una moto? No se permite entrar en la reserva con motocicleta. ¿Cómo pudieron pasar por la puerta? Bueno, no importa, salgan del parque lo antes que puedan, y buena suerte.

Como ya habíamos recorrido medio mundo, decidimos que antes de dejar el parque exploraríamos un poco por nuestra cuenta. Patti había bautizado a la moto con el nombre de Elsa, que era como se llamaba la leona de la película Nacida libre. Con nosotros dos encima, Elsa tenía dificultades en subir colinas de pendiente superior a doce grados. El truco, como luego descubrimos era aproximarnos a una colina a toda marcha y, si no era demasiado larga la cuesta, generalmente llegábamos a la cima con el motor recalentado.

Frente a nosotros había una colina con bastante pendiente como para poner a prueba el único y pequeño cilindro de Elsa; pero había la posibilidad de llegar a la cumbre si podía convencer a la máquina de alcanzar los 70 kilómetros por hora en la bajada. Gritando a Patti por encima del hombro que se sujetara a mi cinturón, apreté el acelerador al máximo. Elsa pataleó una nubecilla de polvo rojo y rugimos por el poco profundo valle. Al empezar el ascenso una enorme forma de barro grisáceo, tan sólida como una locomotora, salió corriendo de las altas hierbas para cruzarse en nuestro camino.

Yo ya había corrido muchos riesgos en el mar; pero la perspectiva de chocar de lado contra un rinoceronte blanco a casi kilómetro y medio por minuto me pareció la cosa más emocionante que luego podría contar en mi libro.

Patti me dijo después que ella se había limitado a cerrar los ojos. Yo juraría que la manecilla derecha de la moto dejó una marca en el blindado trasero de la enorme bestia.

Viajamos un par de kilómetros más en temeroso silencio y luego saqué a Elsa del sendero polvoriento para meterla en otro sendero de hierbas. Montamos nuestra pequeña tienda bajo un árbol y tras almorzar boerewors fritas (se trata de una salchicha sudafricana muy especiada), escuchamos los sonidos nocturnos de los leopardos y otras fieras salvajes.

Luego dormimos, pero no mucho rato. Patti me empujó para despertarme y supe en seguida por qué ella estaba acurrucada como el muelle de un reloj. Fuera de nuestra tienda algo muy grande estaba arrancando los matorrales. Fingiendo un valor que no tenía, alcé la faldilla de la puerta de la tienda y encendiendo mi linterna la pasé alrededor. A unos diez metros de distancia la luz fue reflejada por un único ojo rojizo, que no parpadeó.

Estoy seguro de que los cazadores de caza mayor, cuando se ven desarmados, emplean técnicas cuando ven un ojo rojizo que les mira fijamente desde metro y medio sobre el suelo y a la distancia de un escupitajo. Pero como yo no había leído libros de viajes, me replegué hacia mi refugio de lona, porque no las tenía todas conmigo.

—¡Chisss! —susurré en la noche.

No ocurrió nada. Inquieto, recordé que los ojos de un rinoceronte están colocados de modo que cuando permanece de lado, sólo se le puede ver un ojo. Como Einstein dijo, algunos segundos duran más que otros. En este momento los segundos latían en nuestros corazones a quince por minuto. Luego, con un retumbo que sentimos a través de nuestros sacos de dormir, el propietario del ojo rojizo desapareció en la noche.

A la hora del desayuno teníamos los párpados cargados; pero pareció como si nos uniera cierto parentesco con aquellos exploradores que habían desafiado los peligros del Continente negro.

Viajamos hacia el norte, evitando Swazilandia (la Suiza de África) y vagamos a través de la verdeante vegetación del veld, descubriendo montañas de fantástica belleza, pequeñas aldeas africanas de chozas redondas techadas de bálago, y lugares con nombres románticos: Risco del Gamo, Descanso de los Peregrinos, Rincón de la Bellota, Ventana de Dios, Phalaborwa, Tzaneen. Cuando el sol se ponía, instalábamos nuestra tienda, encendíamos fuego para guisar, y escuchábamos los sonidos de África: el aullido de los chacales, a veces el resonar de los tambores y luego, estando ya al bordo de la cerca de trescientos kilómetros que rodea el famoso Parque Nacional Kruger, el inolvidable rugir del león.

Durante unos días llevamos con nosotros un interesante compañero de viaje: un camaleón de unos tres centímetros y medio. Le pusimos por nombre Clyde, y durante muchas millas fue agarrado al manillar de Elsa mirando el paisaje a través de sus ojos prehistóricos. Clyde no volvió a recuperar su compostura después de nuestro único percance. Elsa resbaló en una mancha de aceite y Patti y yo fuimos arrojados a un bache, sufriendo poco más que un arañazo en la rodilla y una magulladura en el codo. Después de cepillarnos encontramos a Clyde andando de puntillas entre la hierba. No había sido herida más que su dignidad y lo volvimos a colocar sobre su percha. Pero desde entonces Clyde miró siempre ansiosamente con un ojo hacia la carretera, mientras que fijaba acusadoramente el otro en mi cara. El salto que había dado Clyde desde las nieblas de los tiempos a la edad de la motocicleta había sido demasiado rápido para su gusto.

Muy contentos de nuestra propia compañía, evitábamos los pueblos grandes y nos encontrábamos raramente con gente, blanca o negra. Pero dondequiera que la encontrábamos era amistosa y hospitalaria. Nos parecía raro y triste que, en un país condenado por su política racista, los individuos, fueran negros, afrikanders o colonos de habla inglesa, tuvieran en común una rara y encantadora hospitalidad. Varios tenderos y granjeros afrikanders nos cargaron de frutas y verduras y se negaron a aceptar dinero a cambio. Los negros que veíamos a lo largo de las carreteras nos saludaban con la mano o con sonrisas mostrando dentaduras blanquísimas.

A veces dejábamos a Elsa en la cuneta y recorríamos descalzos el veld para explorar grutas, vastas llanuras, senderos en el bosque, todos de belleza fantasmal. Nos bañábamos bajo cascadas que caían de las montañas o nos tendíamos al sol. A veces éramos expulsados por una colonia de babuinos. Al amanecer mirábamos furtivamente el paso de los impalas que por allí pastaban; eran los más esbeltos de los antílopes. Luego, alertados al olfatearnos o por haber tronchado una ramita, la manada corría a refugiarse entre el arbolado, como un relampagueo de luz de sol abanicada contra el gris de las rocas de las montañas y el verde jugoso de la hierba nueva y las mimosas silvestres.

No teníamos calendario y ninguno de los dos poseía reloj. La hora la calculábamos por la inclinación del sol y por las noches impregnadas del perfume de flores exóticas, y siempre el inexplicable latido marcando el ritmo y la armonía de la naturaleza.

En un lugar donde acampamos cerca de Acornhoek nos agradó tanto la paz y la belleza de la tierra, su calidez, su color y grandes panorámicas, que hicimos averiguaciones para comprar una parcela de veld africano. ¿Qué es lo que nos impulsó a hacerlo?, nos preguntamos. Aquí podíamos construir un rondawel, una choza redonda como las que construían los africanos, y arar una tierra ansiosa de proporcionar todo el alimento que necesitáramos. Aquí podríamos apartarnos del conformismo y la afición a las drogas, de la contaminación urbana, de los malos olores y congestionamiento de la sociedad en la que habíamos nacido.

Pero aun cuando sopesamos nuestras razones y hasta medimos cuatro hectáreas bordeadas por una hondonada, sabíamos que todavía no había llegado la hora de nuestro retiro. Así que volvimos a meter todo en nuestras mochilas, montamos en Elsa y nos dirigimos hacia la costa.

De vuelta en Durban, inspeccioné atentamente el Dove y me di cuenta de que estaba en peor forma de lo que yo había imaginado. La tormenta de Malagasy había hecho más que magullarlo. El agua se había filtrado por los puntos donde su cubierta se unía con el casco. La madera chapada entre los paneles de fibra de vidrio había empezado a pudrirse. En su actual estado, el Dove no resistiría la mar gruesa o las galernas.

Durante dos meses trabajé para reparar el bote, y antes de soldar las cubiertas al casco levanté la recámara y le coloqué una cubierta sobre popa. La recámara me había servido de poco y estaba generalmente llena de equipo que estaría mejor almacenado abajo. Con mar gruesa la recámara había demostrado ser un peligro. Era capaz de tragarse media tonelada de agua.

El trabajo de encajar y de colocar la fibra de vidrio era muy duro y hasta frustrador; pero ahora tenía a alguien que me ayudaba, Patti, la cual iba a buscar madera y me la traía, así como tornillos y resina, y que me calmaba los ánimos con cerveza fría y respuestas tranquilas.

El 8 de marzo el Dove estaba listo para hacerse a la mar otra vez. Patti me vio salir del muelle y luego ella partió montada en Elsa hacia East London, cuatrocientos kilómetros más abajo, por la costa. Si el viento fuera favorable estaríamos otra vez juntos en tres días. Pero apenas si había viajado veinte millas marítimas antes de que el viento amainara del todo, y dije a mi magnetófono:

¡Los partes meteorológicos! Me prometieron un nordeste, pero ¿dónde está? Hay un gran hotel en la costa a un par de millas, y llevo una hora mirando a sus ventanas.

El día de dejar puerto es siempre la parte más larga de una travesía. Los puntos de referencia a lo largo de la costa ridiculizan los pequeños progresos de un bote de vela. En el primer día uno piensa en las millas que tiene por delante y en la soledad.

Hacia el mediodía el viento se levantó, no del nordeste como había prometido la radio, sino del sudoeste. Venía de la dirección hacia donde yo quería ir.

Grabé: Nunca quiero barloventear. Si el viento es contrario y de quince nudos o más, yo digo: olvídalo. Es inútil luchar contra este tiempo. Di media vuelta al Dove y regresé a Durban. El viaje de vuelta lo hice rápidamente, en tres horas.

Por supuesto, Patti se había ido. El soleado y centelleante Durban que me había dado la bienvenida en octubre era ahora gris, frío, inamistoso. Era como volver a una casa en donde una vez se había tenido un amado hogar para encontrarla vacía, cerrada, oliendo a ratones y moho. Qué extraño, pensé, que una jovencita pudiera cambiar el carácter y el clima de una ciudad.

A última hora de aquella tarde di un paseo por la playa y encontré el lugar en la arena donde habíamos celebrado nuestra «boda». La arena que había sido cálida y sedosa en aquel día, era ahora gris y fría al contacto.

Durante la noche el viento refrescó y hubo una galerna que aulló a través del puerto y azotó los aparejos contra el mástil del Dove; un ruido desagradable que duró treinta y seis horas. Cuando volví a zarpar no tuve mejor suerte. Los caminos del mar estaban congestionados de navegación, obligada a dar la vuelta al cabo de Buena Esperanza por el cierre del Canal de Suez, y me vi obligado a permanecer despierto de noche para evitar una colisión. No me gusta tomar pastillas, ni siquiera aspirinas; pero sabía que bastaba con que me durmiera diez minutos para que hubiera un desastre, así que me tomé dos benzedrinas y escudriñé la oscuridad, moviendo el timón cada vez que veía o creía ver una silueta gris delante.

El viento se elevó hasta treinta nudos, procedente de nuevo del sudoeste. Nubes muy cargadas pasaban a toda velocidad a unas decenas de metros sobre el mástil. En mi segundo día en el mar aferré las velas y dormí quizás unas tres horas. Cuando me desperté la tierra estaba fuera de mi vista. Una corriente me había alejado bastante. Dije al magnetófono: Ahora estoy completamente perdido. Debería estar en alguna parte frente a la Costa Salvaje pero, por lo que veo, podría estar en el Polo Sur.

En Durban me habían contado historias extrañas de buques que desaparecieron sin dejar rastro en este trozo de océano entre Durban y East London. El relato más conocido es el del Waratah, buque que zarpó para Australia en el pasado siglo y en el que iban muchas mujeres. Desapareció por las buenas. Se decía que el buque naufragó en la Costa Salvaje, donde los hombres fueron asesinados y las mujeres raptadas, lo que explicaba que los negros pondo, de esta zona, tuvieran la piel más clara.

Al quinto día después de mi salida, sin esperanza de averiguar mi posición por el sol o las estrellas, tuve la suerte de captar un radiofaro con mi receptor. Sintonizando mi radio hacia el punto más fuerte de la señal, me dirigí hacia la costa y crucé frente al rompeolas del puerto de East London el 14 de marzo.

En esta ciudad ni señal de Patti. Ella debía de haber cruzado el Transkei, el territorio más extenso reservado a los nativos. Con la gran tensión racial que allí imperaba, una joven blanca sola en motocicleta podía ser fácilmente atacada. Me dirigí a la estación de policía, donde un sargento de recias mandíbulas, sentado ante un escritorio, fue contestando con negativas refunfuñadas a mis preguntas sobre si había habido un accidente de carretera. Sintiéndome desgraciado regresé al Dove.

Aquella noche tuve una horrible y vívida pesadilla. Vi a Patti tirada en un hoyo, al lado de una Elsa destrozada. Lo vi tan claro, en sueños, que hasta recuerdo su cabello ensangrentado a través de su cara, sus dedos agarrotados y contraídos, el anillo claramente en su dedo. Me desperté tiritando, maldiciendo al sentido del deber que me había obligado a navegar solo.

Menos mal que todo fue un sueño. Cuando salió el sol, di un paseo por la explanada frente al puerto y nos vimos cuando todavía nos separaban unos quinientos metros. Los dos echamos a correr. La gente de mar había dicho a Patti que la tormenta me retrasaría aún un par de días.

Tuvieron que pasar diez días para que yo hiciera acopio del valor necesario para hacerme a la mar otra vez. No es que yo tuviera miedo al mar, sino sólo al momento de la despedida. Yo dije a Patti:

—Si fuera más fuerte no te necesitaría como te necesito.

Ella nunca trató de retenerme. Jamás se aferró a mi cuerpo o a mi espíritu. Ella estaba allí donde yo la necesitaba; pero dispuesta a dejarme en libertad cuando yo estaba listo para zarpar. Esta vez, sin embargo, antes de salir de la ciudad, Patti aguardó en el rompeolas del puerto para asegurarse de que el Dove tomaba rumbo oeste a lo largo de la costa. El Dove apenas se había enfrentado con el oleaje fuera del puerto de East London cuando el viento cambió a sudoeste. Regresé de nuevo al puerto y Patti me ayudó a amarrar al Dove para pasar otra noche en puerto. Al día siguiente dominó el viento nordeste y el Dove necesitó sólo treinta y seis horas para hacer la breve travesía hasta Port Elizabeth.

El saber que Patti estaría esperándome en un muelle, desembarcadero o en los acantilados a lo largo de la costa, me mantenía navegando a través de condiciones metereológicas de lo peor que había encontrado. Ahora mi hogar se hallaba dondequiera que Patti se encontrase, y Patti estaba siempre un puerto delante de mí.

Por dos veces traté de salir de Port Elizabeth y ninguna de las dos lo logré, ya que el viento hacía oscilar mi brújula alrededor de mi proa. La tercera vez que salí, aún tuve que luchar contra el viento del sudoeste. Empecé a pensar si esto no sería un presagio, una especie de advertencia de que no siguiera con mi viaje. De repente se me ocurrió la idea de que una forma de terminar el viaje sería hacer naufragar al bote deliberadamente.

Sería muy sencillo sacar la balsa salvavidas, barrenar el Dove y luego ir remando hasta la costa. Mentalmente ya tenía medio escritas las cartas que mandaría a casa, explicando que el Dove debió de chocar contra alguna roca o algún buque naufragado y que se hundió, y la suerte que había tenido de estar tan cerca de la costa para salvar mi vida. Nunca más tendría que enfrentarme con el cruel mar gris a solas.

En un frenesí de energía tomé mi pasaporte, documentos, cuaderno de bitácora y dinero y los metí en la almadía.

Al confesar el engaño que planeé, podría decir ahora que el sentido del honor triunfó finalmente y me disuadió en el último momento de hacer esta labor de barreno. Pero eso sería decir una mentira a cambio de otra. No fue el honor lo que intervino, sino un repentino cambio de viento. Faltaban unos segundos para que hundiera al Dove y lo abandonara en el fondo del océano, cuando sopló viento del norte y luego del nordeste, un curioso e inesperado cambio que yo no había experimentado antes en esta costa. Las velas se hincharon en seguida y el agua blanca vomitó de la proa del Dove, rumbo al sudoeste.

Hasta ahora no había contado a nadie lo del hundimiento que no llevé a cabo. Es duro confesarlo ahora. Lo hago sólo porque ahora creo que fue un designio esa intervención de la naturaleza, relacionada en cierto modo (aunque algunos lo comprenderán y otros lo rechazarán cínicamente), con el repentino encalmamiento del mar que salvó mi vida en la gran tormenta de Malagasy.

Así que con un viento repentino (o una bendición especial) yo hice mi etapa hasta Plettenbergbaai, y como no había facilidades portuarias, anclé al Dove a unos doscientos metros del espumeante rompiente. Observé la playa con unos prismáticos y por un instante los enfoqué sobre una joven que estaba sola, de pie, una chica con pantalones azules, con las manos sobre los ojos protegiéndose del resplandor, su cabello trigueño ondulado por el viento.

Desde la playa Patti me observó lanzar al agua la pequeña dinga y remar hacia la orilla. Vio a las olas amontonarse y curvarse tras de mí y luego elevar a la dinga en sus crestas. La dinga recibió un brusco empujón y mientras yo era lanzado hacia el rompiente, Patti corrió hasta el borde del agua y me ayudó a subir por la playa, yo un marino empapado, que tiritaba y se sentía muy feliz. También tiramos de la dinga.

—Y ahora —le dije yo jadeando—, ¿qué te parece si hacemos un poco de respiración artificial boca a boca?

Patti había encontrado una pequeña habitación dominando la bahía de este pequeño y hermoso lugar playero. Me desvistió y me secó; pero no recuerdo que fuéramos a la cama. Dormí dieciocho horas de un tirón y fui despertado por un furioso aporreamiento en la puerta del dormitorio.

Algunos pescadores negros de El Cabo habían venido para decirme que el Dove estaba siendo arrastrado y que pronto chocaría contra las rocas. Al llegar a Plet (éste era el nombre del lugar), había esperado que una galerna se desatara en la costa y había sacado la suficiente cadena y maroma para dar a las dos áncoras ciento veinte metros de extensión. Pero contra un mar furioso este anclaje no era suficiente.

Todavía abotonándome mis pantalones, llegué a la playa. El Dove estaba claramente en el mayor de los peligros. Los pescadores se reunieron a mi alrededor y me dieron consejos. Incluso con sus recios botes a motor no podían luchar contra los atronadores rompientes.

El bote que yo había planeado hundir tres días antes, estaba ahora en peligro de destruirse por sí mismo a menos que yo hiciera algo por él inmediatamente.

La única esperanza era ir nadando a través del revuelto rompiente. El mar estaba tan frío que podía haber contenido témpanos, y necesité quince minutos y todas mis fuerzas para llegar a la balanceante borda del Dove. Por un rato permanecí agarrado al costado, incapaz de reunir las energías extraordinarias para izarme a bordo. Dándome cuenta de que de seguir así me iba a quedar helado, recurrí a mis últimas fuerzas para trepar hasta cubierta.

Una de las dos cuerdas de áncora se había partido, y el Dove estaba siendo arrastrado. El otro nilón de tres cuartos de pulgada se estaba alargando como una cinta de goma. Si se partía, cosa que podía suceder en cualquier momento, el trallazo convertiría mis tripas en cebo para los peces. Fui abajo y saqué mi áncora grande, dándole toda la cadena que tenía. El viento estaba aullando como un centenar de chacales. Un zambullidor con traje submarino se acercó nadando a ayudarme. Entre los dos pudimos colocar el más pesado aparejo del Dove.

Ya no se podía hacer nada más. El Dove tendría que luchar solo contra la tormenta. No tenía muchas esperanzas en él, así que llené un saco de plástico con todos mis papeles importantes y mi dinero (unos cien dólares), até un salvavidas alrededor de mi pecho y desde cubierta me tiré de una zambullida. Sin salvavidas no habría llegado a la orilla.

Patti me secó de nuevo y me masajeó la espalda, que yo había forzado al llevar la pesada ancla a través de una cubierta que se balanceaba. Esta vez no pude dormir, porque estaba preocupado por el Dove luchando por su existencia.

La tormenta duró dos días con sus noches, pero las anclas resistieron. Cuando volví nadando al Dove me sentí orgulloso de él. El bote tenía un coraje propio y, aunque estaba herido (la cuerda del áncora se había desgarrado a metro y medio de la barra de puntal), había salido bien de la situación sin mi ayuda. Había de nuevo filtraciones por donde las cubiertas se unían al casco. La cabina estaba hecha un revoltijo. Mi pequeña radio parecía como si hubiera sido el juguete de un mono.

Mientras que el viento seguía siendo del cuadrante inconveniente, tuvimos la oportunidad de ver este sector de costa y hacer amigos entre los pescadores de color. El sábado por la noche bebieron con exceso; pero el domingo, vestidos con camisas almidonadas, y sus esposas con sombreros floridos, nos llevaron a su pequeña iglesia blanqueada. Me sorprendió ver que aquí todas las razas rendían culto a Dios juntas. Parecían olvidar durante cosa de una hora cada semana el apartheid que aquí provoca tantas situaciones amargas.

Por todas partes no encontramos más que amabilidad. Un grupo de mujeres blancas había organizado una cooperativa donde la gente de color más pobre podía comprar alimentos a precios al alcance de sus bolsillos. Pero los afrikanders más pobres eran demasiado orgullosos para comprar allí. Algunos políticos les habían dicho que no debían mezclarse con la gente de piel más oscura. Es ridículo hasta qué punto ha sido utilizado el problema racial por los políticos. A nosotros nos parecía que a menos que todos los sudafricanos, negros, blancos o mestizos no empiecen a verse como prójimos con intereses comunes, siempre habrá el peligro de un estallido sangriento en esta tierra encantadora.

La campana de la pequeña iglesia blanqueada estaba llamando a los fieles para el servicio religioso del domingo de Pascua, el día en que yo zarpé de nuevo, esta vez para recorrer sólo cuarenta millas hasta Knysna. La entrada del puerto de Knysna es una de las más bellas del mundo, y con su estrecha y rocosa boca, y sus enormes olas, una de las más peligrosas. Patti había llegado antes que yo montada en Elsa. Al día siguiente fuimos a Ciudad del Cabo a ver si había llegado algún correo. Lo había, y entre las cartas venía una de mis padres diciendo que habían vuelto a pensar en aquello de que yo me casara con Patti.

Ahora ya no importaba porque, exceptuando «aquel pequeño pedazo de papel», éramos marido y mujer desde hacía varios meses.

Al dejar Knysna el 25 de abril, se me quedó grabado uno de los mejores recuerdos del viaje. Patti había escalado uno de los acantilados que dominan la estrecha entrada del puerto. Me gesticuló desde una altura de ciento veinte metros. Ella se había convertido en un fotógrafo muy bueno y desde su alta posición tomó una de las mejores fotografías del Dove, mostrando la pequeña embarcación contra un gran murallón de roca y dirigiéndose hacia mar abierto.

Siempre duele mucho tener que dejar a Patti detrás. Nosotros no éramos como la clásica pareja suburbana de Norteamérica, que se besa en el umbral antes de que el esposo se incorpore a la serpiente del tránsito camino de su oficina en la ciudad, y la esposa volviera a su cocina para fregar los cacharros del desayuno. Entre nosotros había la posibilidad de que no volviéramos a vernos más. No es que quiera exagerar los peligros; pero navegar a lo largo de la costa sudafricana contra los vientos predominantes y en una estación en que las tormentas se desencadenan en cuestión de minutos, no era, como dicen en África del Sur, «la taza de té de cualquiera». Aquí los promontorios y las rocas ocultas han hundido a toda una flota de buques, desde grandes transatlánticos a botes tan pequeños como el Dove. En efecto, pocas costas en el mundo tienen un historial más largo de desastres, así como de heroísmo. Justo yo acababa de leer el relato del hundimiento del Birkenhead, una de las historias marítimas más emocionantes.

En 1852, no lejos del lugar por donde el Dove navegaba ahora, el Birkenhead, un vapor de hierro impulsado por ruedas, de unas dos mil toneladas, chocó contra la punta de una roca llamada Danger Point (Punta del Peligro). La roca desgarró su casco y en veinte minutos el buque se partió en dos y se hundió. De las 638 personas que iban a bordo, casi todos jóvenes soldados británicos que iban a la guerra de Kaffir, sólo se salvaron 184. El desastre del Birkenhead es recordado porque se salvaron todas las mujeres y niños. Los hombres permanecieron formados en cubierta, sabiendo que la mayoría de ellos iban a ahogarse, mientras que las mujeres y los niños llenaban los botes. El pintor Thomas Hemy pintó un famoso cuadro representando a un muchacho que iba en el Birkenhead, tambor batiendo un último saludo a sus camaradas. Copias de él fueron colgadas en los cuartos de los niños de la Inglaterra victoriana y a los niños se les decía que eran esta disciplina y este valor los que habían creado el Imperio Británico.

Ahora, cada vez que yo me hacía a la mar, no era por mí por quien temía. Me preocupaba lo que haría Patti simplemente si el Dove no apareciera en el siguiente puerto. El Dove ya no estaba muy en condiciones para navegar, y cualquier tormenta podría hallar fácilmente sus puntos débiles, especialmente en los sitios en donde la cubierta se había separado del casco. Una gran ola podía aplastar la cubierta como si fuera de cartón. Si ocurría esto, el bote se hundiría en segundos.

Al zarpar de Knysna iba costeando la punta más meridional de África, el cabo Agulhas (mucha gente piensa erróneamente que es el cabo de Buena Esperanza). Una vez doblado el Agulhas, volver a California sería, como yo dije a mi magnetófono, «todo cuesta abajo».

Dije ante la cinta de grabación: ¡Vaya! ¡Esto es estúpido! ¡He hecho trece millas en las últimas trece horas!

Arribé a Stilbaai, que se halla protegida del oeste, para poder dormir un poco. A la semana siguiente traté de luchar de nuevo contra el viento. Aquella noche pude ver las luces de cabo Agulhas, todavía a cuarenta y cuatro millas de distancia, balanceándose bajo una capa de nubes; luego, al amanecer, la radio advirtió que se acercaba una galerna.

Esto es lo que yo más temía. Me dirigí precipitadamente hacia Struisbaai, muy cerca del cabo Agulhas y eché anclas en el momento crítico. El viento empezó a rugir de modo furioso y gimió sobre mi cabeza durante toda una semana, y aunque el Dove, con su mástil desnudo, estaba protegido por tierra, cabeceó y se balanceó, e incluso el ancla estuvo sometida a un gran esfuerzo. Ahora yo estaba escaso de alimentos y las enormes olas que chocaban contra la costa me hacían imposible llegar a la orilla en mi dinga de metro ochenta. En realidad había un gran peligro de que la cuerda del ancla se partiera y de que el Dove fuera empujado hacia el mar.

Yo protesté ante el magnetófono: No me sorprendería en absoluto que este estúpido bote se hiciera pedazos en cualquier momento. Acabo de perder mi cafetera que cayó por la borda y voy a ver si puedo hervir un poco de café en una sartén. Sabe a arena; pero al menos está caliente… No tengo nada sabroso de comida, y tengo que recurrir a las oxidadas latas de conservas que me quedan de las Salomón… ¡Vaya! ¡Qué fastidio! Patti debe de estar muy preocupada… He tomado un poco de sopa horrible y habré de tomar tomaína o algo. Voy vegetando

Un bote de pesca que también capeaba el temporal se acercó de costado al Dove y el patrón, generosamente, me arrojó un pescado. El cambio de dieta elevó mi moral. Para pasar el tiempo empecé a hacer un par de sandalias de cuero para Patti.

En el undécimo día tras dejar Knysna, una avioneta pintada de rojo me sobrevoló, y hacia el anochecer de aquel día un ruido de voces me hizo subir a cubierta. Otro pesquero estaba a mi costado. Gritando contra el viento el patrón me preguntó:

—¿Dónde está su esposa?

Yo no me encontraba de buen humor y estaba harto de conservas viejas, así que le repliqué gritando:

—¿Y a usted qué le importa? ¡Está en Gordon’s Bay!

El patrón hizo una mueca mientras Patti aparecía en la cubierta del bote de pesca.

—¡Oh, no! ¡No estoy allí! —dijo riéndose.

Patti, al llegar a Gordon’s Bay, supuso que yo me había retrasado por el mal tiempo; pero cuando hubieron transcurrido diez días sin tener noticias de mí, se sintió verdaderamente inquieta. Había pensado regresar a lo largo de la costa con la moto, por si veía alguna vela o naufragio, y ya estaba a punto de partir cuando el editor asociado del National Geographic, Gilbert Grosvenor, se presentó en Gordon’s Bay. Había venido desde Washington para ayudar a revisar mi primer relato para la revista.

Gil había oído decir que estábamos casados. Cuando me estaba buscando, casualmente alguien le habló de la señora Graham. Esto le sorprendió. Patti no quería crear otra escena como la de Darwin, así que pensó que era mejor contarle toda la verdad. Patti pensó que Gil parecía la clase de persona que comprendería, y, además, estaba tan preocupada por mi seguridad que creyó que debía de ayudar a buscarme.

Gil comprendió nuestra situación muy bien y quedó totalmente satisfecho cuando Patti le contó que yo pensaba proseguir mi viaje solitario. De hecho él sugirió que los artículos del National Geographic serían más interesantes si en ellos se hacía referencia a mi enamoramiento de una joven californiana. Pero también se sintió tan preocupado por la falta de noticias sobre mí durante la semana de tormenta, que inmediatamente contrató una avioneta para que explorara la costa. Era la avioneta colorada que yo había visto. El piloto me divisó e informó a Patti y a Gil de que yo estaba metido en Struisbaai. Gil entonces alquiló un auto y se llevó a Patti, a lo largo de la costa, hacia un inesperado y maravilloso encuentro.

Poco después de que Patti se hubiera presentado en el bote de pesca la tormenta amainó y todos fuimos a tierra. Nos alojamos en un pequeño hotel y durante los siguientes cinco días Gil y yo revisamos el manuscrito.

Luego regresé al Dove, y, corriendo ante un fresco viento del este doblé navegando la punta extrema meridional de África y anclé tras el rompeolas de Gordon’s Bay.

Allí pasamos dos meses preparando al Dove para la travesía del Atlántico. Con la cooperación del amistoso capitán del puerto, mayor Douglas van Riet, pusimos en condiciones al Dove. Técnicos de Ciudad del Cabo me ayudaron a forrar de fibra de vidrio desde la cubierta al casco, y a pintar el bote de proa a popa. El Dove volvía a tener un aspecto respetable… y seguro.

Gordon’s Bay es una pequeña población veraniega, con casitas hechas de piedra de la región, rodeadas de césped. Generalmente Patti y yo dormíamos en el Dove; pero nuestro segundo hogar era la pensión de Thelma, a donde íbamos a comer. Casi todos los residentes de Thelma eran jubilados, que por la edad podían ser nuestros abuelos. Llegamos a conocerlos muy bien, y a menudo jugábamos a la canasta con ellos por las noches. Un hombre de ochenta y cinco años me enseñó a hacer ganchillo, y su esposa, que tendría unos diez años menos, me hizo un jersey. Se tomaban las manos el uno al otro, como una pareja joven en luna de miel.

—El amor, ¿no es más que eso? —preguntó Patti, medio en serio, mientras regresábamos al Dove una noche—. Quiero decir que dos ancianos se tomen las manos.

Fue en parte la felicidad matrimonial de esta pareja de ancianos lo que nos hizo pensar de nuevo en nuestro matrimonio, o al menos en legalizarlo.

Cuando regresamos a la cabina, donde Patti se acurrucó en una manta para protegerse del frío, hablamos de nuevo del retrasado consentimiento de mis padres a nuestra boda.

—Tal vez deberíamos hacerlo legal —dije yo—. Al fin y al cabo, yo aún tengo que dar explicaciones acerca de ti a la gente. Y eso me enferma.

—¿Prefieres una esposa a una querida? —preguntó Patti, con los ojos riéndole por encima de la manta.

—Eso de querida es una palabra que siempre me hace pensar en sucios viejos verdes —protesté.

Patti se puso de repente seria.

—Robin, quizá lo importante no sea el certificado de matrimonio. Pero, supón que tenemos hijos. Podría suceder, ya sabes —hizo una pausa—. Es mejor que no causemos daño deliberadamente, ni a tus padres ni a nadie.

Eso fue lo que nos decidió a ir a la oficina del magistrado de Hermanus Bay a la mañana siguiente. Allí entregué el consentimiento escrito de mis padres a una señora de aspecto severo con cabello negro y piel cetrina.

Aquella mujer nos preguntó con brusquedad:

—¿Cuándo quieren casarse?

—Hoy —contesté yo.

La mujer nos miró de arriba abajo con aire crítico, fijándose en mi pelo que me llegaba hasta los hombros, nuestros holgados jerseys, los pantalones manchados por el mar, nuestros pies desnudos. Apretó los labios con gesto de desaprobación.

—Necesitará un sombrero —dijo a Patti—, y además el casamiento se ha de anunciar con veinticuatro horas de antelación. El magistrado tiene otros deberes que cumplir. Necesitan también una licencia especial que vale diez rand (catorce dólares).

Le alargué un billete de diez rand.

—Muy bien, estaremos aquí mañana a las once de la mañana —dije yo.

La mujer sonrió.

Al salir del tribunal del magistrado dije a Patti:

—Busquemos un hotel para pasar la luna de miel.

Fuimos con Elsa un poco costa arriba y encontramos el lugar perfecto, el hotel Birkenhead. Se llamaba así por el buque que se hundió tan heroicamente. Como era fuera de temporada, el propietario del hotel nos invitó a escoger nuestra propia habitación. Como niños corrimos por los pasillos, abriendo puertas, contemplando las vistas y probando las camas. Luego, en un rincón del segundo piso, encontramos una habitación que nos gustó tanto que parecía hecha para nosotros. Un enorme ventanal daba a una hermosa panorámica, y la otra ventana permitía ver las magníficas montañas Hottentots Holland, con una gran extensión de viñedos en el valle.

—Bueno, ¿qué habitación han escogido? —nos preguntó la chica de la recepción. Le dijimos el número y ella sonrió—: ¡Ah! Ésa es nuestra suite especial para recién casados —dijo.

Al día siguiente volvimos a la oficina del magistrado, vestidos con nuestras ropas más formales. Yo llevaba mi única chaqueta y una corbata arrugada que había encontrado bajo las latas de conservas. Descubrí también mis zapatos de Darwin, aquellos a los que puse cordones de alambre de cobre. Patti llevaba un vestido muy atrayente; pero, como no tenía sombrero, yo le tuve que prestar mi gorra de vigía. El magistrado era un simpático afrikander de mejillas coloradotas. Se puso su túnica negra y pidió a dos de sus oficinistas que vinieran a actuar como testigos.

Permanecimos allí de pie con las manos entrelazadas. En el momento culminante de la breve ceremonia el magistrado me pidió el anillo. Ni que decir tiene que me había olvidado de ese detalle; pero entonces Patti se sacó de su dedo el anillo que yo le había comprado en Durban y me lo entregó. Volví a ponérselo en su dedo y entonces nos besamos. Creo que nos besamos demasiado pronto porque el magistrado se aclaró la garganta. Todos firmaron el certificado de matrimonio. Incluso la mujer de pelo negro nos dedicó lo que se podía tomar por una sonrisa.

Ya fuera de la oficina yo me volví hacia Patti y le pregunté:

—¿Te sientes ahora distinta?

Ella se echó a reír.

—No noto ninguna diferencia de cuando nos casamos nosotros mismos.

Entonces el señor y la señora Robin Lee Graham (ya oficialmente) subieron a su vieja motocicleta y se dirigieron a su hotel para pasar la luna de miel.

Estábamos a mitad del invierno en El Cabo y hacía bastante frío; pero en el hotel nos calentamos frente a un buen fuego en la chimenea. Cuando nos dirigimos a la suite de los recién casados encontramos botellas de agua caliente entre las sábanas.

A su manera, nuestra segunda boda estuvo bastante bien.