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El aventurero del mar

Los primeros días que estuve en Darwin los pasé haciendo excursiones por tierra y recorriendo esta ruda y apartada ciudad. Me sorprendió lo mezclado de su población. El descubrimiento de uranio en el cercano Rum Jungle había atraído muchos inmigrantes después de la segunda guerra mundial. En los bares, cafés o en las tiendas de pescado y patatas fritas hablé con polacos, checos, alemanes, letones, húngaros, griegos, franceses y por supuesto muchos colonos británicos. Estos nuevos australianos parece que temen mucho a los chinos. Un tema popular era la escasez de mujeres. Uno de los suburbios de Darwin se llama Bachelor («Soltero»).

Varios yates en crucero hicieron su aparición en el puerto, y en sus tripulaciones venían viejos amigos míos. Una mañana estaba yo enseñando el Dove a dos chicas muy atractivas (siempre hay chicas dispuestas a cocinar para un marino solitario) cuando oí que me llamaban por mi nombre desde el muelle. Subí rápidamente por la escalerilla y miré de soslayo más allá del agua, y allí estaba ella, Patti, quiero decir.

El Dove estaba amarrado a unos pocos centenares de metros del muelle. Fui hasta allí remando y subí al muelle. Nos miramos fijamente el uno al otro. Patti tenía un aspecto magnífico. Tan morena, tan linda. Me costaba trabajo creer que estaba allí realmente conmigo. Entonces corrimos a echarnos en brazos uno del otro. Claro que tuve que explicarle que las dos chicas que estaban en la cabina del Dove eran sólo visitantes. Teníamos tanto de que hablar.

Patti había hecho un viaje lleno de peripecias desde Nueva Zelanda por avión, tren y autobús. Habia venido en avioneta desde Alice Springs, en el corazón del Territorio del Norte, aunque todavía a cientos de kilómetros al sur de Darwin. Había ahorrado todos los dólares ganados, y, cosa típica de ella, se había colgado la mochila a la espalda y había empezado a caminar en dirección norte. Un día se le acercó un autobús en una carretera solitaria. La vista de una joven rubia en aquellas soledades es como un premio de lotería. El conductor del autobús se frotó los ojos, frenó, e invitó a Patti a subir.

Patti explicó entonces al chófer que había decidido hacer autostop porque ya había gastado demasiado de su dinero en pasajes. Al parecer los conductores de la empresa Australian Outback tienen su propio código caballeresco, y éste le prometió a ella que esta última etapa de su viaje sería gratuita.

Cubierta de polvo australiano y con cuatro kilos menos de peso, había llegado al puerto de Darwin dos días antes de lo previsto. Antes de verse conmigo había encontrado unos lavabos públicos de señoras junto al muelle, donde se bañó en una bañera, se arregló el cabello, se quitó los pantalones y se puso su único vestido (muy mini y femenino). Parecía como si acabase de salir de los almacenes Saks de la Quinta Avenida cuando gritó mi nombre en el muelle.

Pasamos juntos unos días maravillosos y soñamos con planes como comprar una motocicleta e ir con ella hasta Queensland. Llegamos a comprar una, en efecto, de un individuo que luego resultó ser un malhechor. A la máquina le faltaban partes necesarias y jamás funcionó. Uno a veces tiene que aprender de la vida de esta manera.

Entonces se presentó Charles Allmon. Venía de Washington y era un editor de ilustraciones del National Geographic. Venía cargado de cámaras. Charles era todo lo que yo no era: cuarentón, muy metódico y arreglado. Se le había encargado que tomara fotos para el primer artículo en el que yo aparecería en la revista.

Lo malo era, creo yo, que Charles tenía su propia idea de a quién se iba a encontrar en Darwin: un estudiante que había sido presidente de su clase y miembro del equipo atlético, un joven tan atrevido que tenía que ser primo del muchacho de aquel poema, que permaneció en cubierta aunque ésta se hallaba ardiendo. Charles hizo todo lo que pudo para disimular su decepción al ver que el patrón del Dove se parecía más a un pirata indonesio y que, después de haber estado tanto tiempo en el mar, sabía hablar poco más que su gato.

Lo sentí por Charles; pero resistí a su demanda de que me cortara el pelo hasta las orejas y me pusiera camisas que apretaban para que él me retratara. Quería mejores escenarios, para sus fotos, que los muelles y las calles principales de Darwin.

—La Tierra de Arnhem —sugirió Charles durante una cena de gruesos filetes de ternera—. Sí, eso es lo que necesitamos: fotos de usted entre los aborígenes.

—¿Cuánto podría durar eso? —pregunté yo lleno de sospechas, calculando el tiempo que tendría que estar lejos de Patti.

—¡Oh! Sólo unos pocos días… —respondió fijándose en mi enmarañada cabellera.

Charles compró dos pasajes de avión y yo me sentí fascinado al volar sobre la costa norte australiana, frente a la que había navegado pocos días antes. En pocos minutos el avión había recorrido tanto océano como el Dove había logrado en horas.

Me volví hacia Charles.

—He decidido terminar mi viaje en avión.

No se dio cuenta de que estaba bromeando y durante el resto de nuestro viaje hasta un centro misional entre los aborígenes, me largó un sermón sobre la perseverancia, ilustrado con historias de todos los aventureros habidos desde Colón a Edmund Hillary.

—Es el siguiente horizonte lo que importa —me dijo Charles—. Piensa de ese modo y estarás de vuelta en casa antes de que te des cuenta.

Charles era una persona tan formal, tan optimista, de la clase de personas que desde sus sillones de Boston y Filadelfia habían animado a mis antepasados a abrirse camino hacia el Oeste.

Era un buen fotógrafo, apasionado por las lentes, exposímetros y campos de visión. La verdad es que lo pasé muy bien en la Tierra de Arnhem y aprendí algo del arte de los aborígenes, quienes tratan de mantener viva su historia con dibujos hechos en cortezas de eucalipto. Tras arrancar la corteza, la entierran en arena para que se seque. Cuando el «lienzo» está listo, fabrican pinturas pulverizando piedras de colores y mezclándolas con jugos de plantas. Los pinceles los hacen con cabellos de mujeres.

Temas populares del arte aborigen son las narraciones folklóricas. Un artista estaba ilustrando la fábula del sol-mujer, que enciende su antorcha cada mañana en el este y viaja a través del cielo. Al mediodía el calor de su olla de cocinar es tan fuerte, que los hombres se ven obligados a buscar la sombra. El sol-mujer apaga su antorcha cada día en el cielo occidental, y de noche viaja a través de un largo túnel subterráneo hasta que puede volver a encender su antorcha.

Yo pregunté a Charles:

—¿Cómo es que los astrónomos han desdeñado tan bonita explicación de la noche y el día?

Charles me dio entonces una larga explicación de las matemáticas planetarias. Estaba ansioso de que yo estuviera debidamente educado.

Cuando regresamos a Darwin, a Charles se le planteó otro problema. Patti no encajaba en la idea que él se había hecho de las cosas, especialmente eso de ver a Patti a bordo del Dove. Así que cada noche yo fingía que iba a llevar a Patti a su pensión cercana al puerto, y luego, tras haber dado las buenas noches a Charles en su hotel, regresaba para llevarme a ella.

Patti era una magnífica cocinera. Cada noche extendía un paño de pareau sobre la anaranjada mesa de tablas que yo había colocado en la recámara del Dove. Encendía velas colocadas en botellas y luego nos servía una comida estupenda. Uno de sus platos favoritos era bistec con setas, ensalada revuelta y champaña del país. La gente de los otros yates nos miraba con envidia. Una noche invitamos a Charles a cenar con nosotros. Patti le ofreció vino del país. Charles enarcó las cejas con gesto de desaprobación. Creo que nos veía como a niños que hubieran saqueado la bodega de sus padres, mientras éstos se hallaban en una cena del Club Rotario de la localidad.

El mejor lugar cercano a Darwin es una laguna alimentada por un manantial, cuyas aguas se precipitan sobre ella formando una cascada. Patti, en bikini, halló algunas cuerdas enrolladas sobre una rama sobresaliente. Jugando a Tarzán y Jane, y chillando como monos nos balanceamos sobre la laguna y nos dejamos caer sobre aquella deliciosa agua clara. Era un poco infantil; pero lo pasamos estupendamente, mientras Charles nos hacía fotos desde la orilla.

El resultado de estos días en Darwin fue que alguien contó a mi padre, allá en California, que mi moral era muy baja y que tenía conmigo a una chica que me estaba proporcionando alcohol y drogas (y todo porque yo había pedido a alguien Benzedrina para mantenerme despierto en el mar). Puede que fuera con el cuento alguien de los que iban en un yate californiano que nos visitó. Había varios que me miraban de soslayo.

Llegaron cartas tremendas de algunos de mis parientes. Creo que de veras deseaban mi bien; pero lo que me dolió más fueron los adjetivos que empleaban refiriéndose a Patti. Pero ¡si ni siquiera la habían visto! ¡Ella era la joven que yo amaba! Hasta mis peticiones de Benzedrina fueron interpretadas como que yo me estaba convirtiendo en un toxicómano. No podía creer que nadie, especialmente algunos de los más próximos a mí, pudiera hacer tales acusaciones sin oír mi versión de lo ocurrido.

Uno de los resultados de estas acusaciones fue que yo traté de independizarme económicamente. Un antiguo amigo de crucero, Stewart («Mac»). McLaren y yo encontramos empleo en la central de energía de Darwin. Estaban escasos de personal y nadie me pidió mis calificaciones. Sin embargo, me dijeron que tenía que llevar zapatos en mi trabajo. Esto constituyó un pequeño problema, ya que yo no tenía ningunos; pero lo resolví cuando encontré un par de mi medida en un montón de trastos. Me los acordoné con alambre de cobre y me presenté a trabajar.

El trabajo estaba bien pagado y se reducía a colocar vigas de acero. Me sorprendí al descubrir que sin ningún entrenamiento podía hacer más en un día que muchos de los obreros locales entrenados. El capataz se llamaba Mac y yo fui descrito como «ayudante de montador». El empleo me dio la confianza de que yo podría ganarme la vida a mi manera.

Tenía dinero otra vez porque antes de que Charles regresara a Washington en avión, el National Geographic me había hecho un adelanto a cuenta de mis derechos.

Una noche, al regresar al Dove, me encontré allí a mi padre. Se había encontrado a Patti por segunda vez y reconoció a la chica que había conocido casualmente en las Fiji.

Estaba seguro de que mi padre reconocería a Patti inmediatamente todas las virtudes. Me llevó a un lado y dejó bien en claro que su principal preocupación era que Patti me hiciera abandonar mi plan de circunnavegar el mundo. Me dijo que se iba a quedar en Darwin hasta que yo zarpara.

Contrariamente a los temores de mi padre, Patti nunca me retuvo. Yo sabía lo mucho que ella temía que le pudieran echar la culpa si yo no continuaba el viaje. Si mi padre hubiera sabido que Patti era en realidad su aliada… Ella me dio fuerza y estuvo siempre dispuesta a dejarme ir.

Mi padre apresuró el aprovisionamiento del Dove, y estaba allá en el muelle cuando yo subí a bordo del bote, desplegué la nueva vela mayor y me alejé aprovechando el viento del este. Había estado en Darwin justamente dos meses. Antes de marchar compartí mis ahorros con Patti. Este dinero, añadido a sus propios ahorros, le permitiría unirse a mí, si ella quería, en Mauricio, una isla del Océano Índico, a ocho semanas de navegación y unas 400 millas de distancia. No podía imaginar las dificultades que me esperaban. Nuestro próximo encuentro no resultaría tal como habíamos planeado.

Mi última y vívida imagen de Darwin el 6 de julio de 1967 fue mi padre y Patti de pie, muy juntos sobre el muelle; mi padre bajito, llevando gafas, delgado, más bien serio; y a su lado Patti, alta, con el viento ondeando su falda y su pelo.

Los tres estábamos ligados por lazos que nadie tenía el poder de romper. Ambos me querían, yo lo sabía bien; pero de manera muy diferente: uno con un amor posesivo y creyendo que sabía lo que más me convenía y lo que estaba mal; la otra libremente y con confianza. Patti estaba segura de que había un orden en nuestra forma de vida, y que en algún sitio que ella todavía no podía imaginar, nos encontraríamos de nuevo. Yo confiaba en la fe de Patti.

Mi padre y Patti estaban todavía juntos en el muelle cuando la niebla matinal y la distancia los mezclaron con la luz y las sombras del puerto. Al tratar de evocar el recuerdo de sus rostros y sus adioses, mi amor por ellos inexplicablemente se mezcló también.

Luego la soledad de nuevo. El viejo enemigo se había deslizado a bordo mientras estaba vuelto de espaldas y con la guardia bajada.

Todos hemos sido creados de modo diferente, por supuesto. Algunos de nosotros conocemos cimas de felicidad más altas y depresiones más profundas que la felicidad o la depresión de otros, que no pueden gritar de alegría ni nunca pierden su frialdad. En cuanto a mí, si yo veo la hierba más verde que otras personas, si oigo sonidos que ellos no oyen, he de pagar el precio en períodos de frustración y soledad. Al zarpar de Darwin, con el Dove navegando a toda vela, mi moral estaba por los suelos.

El compadecerse de uno mismo no sirve de nada, y yo no tuve mucho tiempo para ello, ya que un viento impetuoso y las cabrillas me mantuvieron ocupado con ambas velas y el timón. Había de hacer una buena navegación si quería encontrar las diminutas islas Cocos, a 1900 millas de distancia.

Pronto empezó a cambiar el color del agua del mar, del verde guisante de las aguas poco profundas al azul intenso. El termómetro bajó también, y dos jerseys y un abrigo no lograron impedir que se me pusiera carne de gallina.

Antes de que dejara las aguas poco profundas, las marsopas vinieron a visitarme, haciendo muecas mientras se zambullían alrededor del bote; yo tenía mi propia orquesta a bordo: en la cabina iban de polizontes una familia de grillos. Avanga enderezó sus orejas y trató de averiguar dónde estaban.

Los vientos alisios me hicieron progresar bastante, y recorrí como promedio cien millas al día. El trabajo que había hecho en Darwin me dio nuevas iniciativas y trabajé en proyectos como hacer un par de sandalias de cuero, entretejer cinturones de cuerda formando dibujos, y tomar fotos. Fijaba una cámara a popa o a proa, le ataba una cuerda y disparaba el obturador desde el otro extremo del bote. Después de lo que me había cocinado Patti, mis comidas eran un fastidio; pero pude cambiar mi dieta cuando los peces voladores y los calamares aterrizaban en cubierta. Avanga siempre se me adelantaba a capturarlos, aunque por lo general siempre había bastante para los dos.

Había esperado llegar a las islas Cocos en dos semanas; pero transcurrieron dieciocho días antes de que las viera aparecer en el horizonte, casi setenta años después de que Joshua Slocum divisara sus costas bordeadas de palmeras. Y lo mismo que a Slocum, su vista «me conmovió como si hubiera recibido una descarga eléctrica». El navegante solitario del Spray había anotado en su diario: «Temblaba por las más extrañas sensaciones… Para gentes viviendo cómodamente en tierra esto habría parecido debilidad».

Seis australianos vivían en Direction Isle, una de las seis islas del grupo de Cocos, y formaban un equipo de rescates aéreos, especialmente para las compañías aéreas Qantas y South African Airways, que vuelan dando el salto sobre el Océano Índico. Los australianos me llevaron a pescar y cambiaron mi batería ya gastada por otra cargada de sus almacenes. Eran unos chicos estupendos.

Yo quería visitar la isla habitada por los descendientes de John Clunies Ross, el capitán de la marina mercante, de origen escocés, que se había establecido en el atolón en 1827. En 1814 el capitán Ross llegó a Cocos con su esposa, hijos, suegra y ocho marineros para tomar posesión; pero se encontraron con un hombre llamado Alexander Hare, que se había establecido allí con cuarenta mujeres malayas. Ross y sus marineros decidieron expulsarles. Oponiendo poca resistencia, Hare se retiró con sus mujeres a la isla más pequeña del grupo, aún llamada Isla Prisión. El canal entre las islas era estrecho y los marineros muy vehementes. Las mujeres abandonaron a Hare para irse con los marineros, quienes las recibieron entusiásticamente.

Hacía falta un permiso especial para visitar la isla, y como yo no lo tenía, no pude presentar mis respetos a los 450 descendientes de John Clunies Ross y sus marineros. Hoy esta comunidad lleva un estilo de vida idílico. Las naciones civilizadas deberían tomar nota de que en la isla nadie recuerda cuándo se cometió el último crimen, y que cuando una joven pareja contrae matrimonio le dan una casa, un bote y una máquina de coser, regalo de la comunidad.

El primero de agosto zarpé de Cocos, pero sin mi único pasajero. Tras comerse los grillos, Avanga pareció considerar que yo era la próxima víctima. Había llegado a la conclusión de que aquel gato estaba loco. Mis piernas y mis brazos estaban llenas de sus arañazos. Ya era hora de que rompiéramos, y cuando uno de los australianos se ofreció a amansarlo, yo le entregué a Avanga sin sentirlo lo más mínimo. Sospecho que Avanga intentó dar un golpe de estado entre la comunidad felina de la isla y creo que se llevó el merecido de un dictador. Sin embargo, me entristecí cuando me dijeron, el día que zarpé, que el cuerpo de un gato cuya descripción coincidía con Avanga había sido encontrado flotando en el rompiente.

Cuando hacía dieciocho horas que había dejado Cocos, fui azotado por chubascos. Estaba exponiendo demasiada lona para el viento que hacía. A las dos y media de la madrugada estaba durmiendo en mi cabina cuando fui despertado por un extraño ruido retumbante. Al principio pensé que había chocado con un madero flotante o que había arañado la cima de un arrecife no registrado en las cartas marinas. Dando un salto y corriendo hacia arriba, hallé que no había quedado nada sobre cubierta: el mástil había desaparecido y el Dove había sido barrido hasta dejarlo tan limpio como un bote de remos.

Más tarde yo dije a mi magnetófono: El mástil ha caído al mar. No se partió sino que se dobló casi dos metros sobre la cubierta, unos seis decímetros por debajo de la vieja soldadura. Todo había ido a parar al agua, excepto la parte del mástil que estaba de través sobre cubierta. Yo había tenido puesto, mientras dormía, mi arnés con la cuerda salvavidas. Cuando subí a cubierta me quité el arnés porque estaba aparejado a la botavara, que había caído fuera borda. Me esforcé, cortándome, en aclarar las cuerdas, y en volver a bordo el mástil y los aparejos, para asegurarlos. De repente, el bote dio un tumbo y por primera vez en mi vida yo caí por la borda al mar… y sin mi cuerda salvavidas.

Si el Dove se hubiera alejado, yo habría sido pasto de los tiburones; pero al cabo de unos segundos —que a mí me parecieron una eternidad—, pude agarrarme a la barandilla y saltar a bordo. El agua estaba bastante caliente; pero la lluvia y el viento me hicieron tiritar. Estuve dos horas en la oscuridad para izar a bordo las velas y la botavara. Corté a hachazos el mástil partido por dos lugares y dejé que se hundiera en el Océano Índico.

Regresé a la cabina y me senté allí, tiritando. Poco a poco empecé a darme cuenta de que estaba metido en un buen lío. Hasta entonces nunca había estado muy preocupado, porque estuve siempre muy ocupado. Ahora me dolían los músculos y no podía ni dormir de pensar en la situación en que estaba. El Dove daba grandes sacudidas en una mar picada. Entonces recordé que en Samoa había olvidado la vieja superstición marinera de que hay que poner una moneda debajo de un mástil cuando se coloca éste. Un marino inteligente nunca desafía a las supersticiones.

El amanecer, según me pareció a mí, tardó muchísimo en llegar; pero cuando salió el sol me sentí muchísimo mejor. Al menos tenía la cabeza más fría y empecé seriamente a pensar qué es lo primero que haría.

El viento y la corriente me eran favorables, así que no podía pensar en regresar a las islas Cocos. La isla Mauricio estaba a 2300 millas de distancia, al otro lado de un océano en el que muchos náufragos habían muerto de sed y de hambre. El Dove llevaba provisiones y agua fresca para muchos meses. Llegué a la conclusión de que mi mejor posibilidad consistía en un aparejo provisional y la esperanza de unos buenos vientos alisios. Claro que si los vientos me fallaban yo podría ir a la deriva por este océano hasta que encontraran mis huesos.

Colocar el aparejo provisional, plantando la botavara con dos obenques, un brandal y un estay del trinquete, fue tarea dura. El Dove parecía ahora un bote de corcho de ésos que los niños echan a flotar en un estanque. Pero el viento hinchó la acortada vela mayor y yo cobré ánimos al ver agua blanca en la proa. El mal tiempo continuó; pero el viento de veinticinco nudos se mantuvo en mi cola. Para aumentar la velocidad y equilibrar el bote, yo cosí una pequeña vela cuadrada de una sábana y la uní al estay del trinquete. El viento la hizo pronto jirones, así que tuve que colocar un segundo trinquete con mi toldo amarillo, parcheando un rasguño con una toalla y una camisa.

El aparejo del Dove no se habría ganado entonces un trofeo por su gracia y encanto: pero yo me sentí emocionado cuando la corredera registró cien millas un día. El peligro estaba siempre presente y virar seguía siendo un problema. Varias veces la mar gruesa arrojó media tonelada de agua en la recámara. Achicar el agua de pantoque mantenía mi sangre en circulación en las noches frías.

Pero no todo fueron diversión y juegos. El 7 de agosto grabé: Hace unos minutos una enorme ola chocó contra el costado. Vi agua verdosa a través de la portilla por segunda vez. Me tiemblan las rodillas. Hay mucha agua en la cabina.

Luego, al siguiente día, registré: Estaba tomando la altura del sol a mediodía, cuando oí un golpe resonante. Otra ola se estrelló a bordo, empapándome a mi y al sextante. Este viaje está acabando conmigo. Me entran ganas de tirar el sextante; pero mejor será que no lo haga.

Al cabo de diecinueve días en el mar sabía que tenía que estar cerca de la isla de Rodríguez y estaba preocupado por si chocaba con ella de noche. Menos mal que había luna y yo permanecí sobre la dinga, que había puesto boca abajo, atada al techo de la cabina, mirando al horizonte. Luego, a primera hora de la mañana, la vi y grabé: Ahí está, un largo y sólido pedazo de tierra a unas veinte millas. Me parece.

Estuve tentado de entrar en el puerto de Rodríguez; pero el pensamiento de Patti esperándome en Mauricio me decidió a seguir rumbo oeste. Cinco días después dije a la grabadora: ¡Vaya! ¡Voy con buen rumbo! He esperado tanto a ver Mauricio. Ahora sé que no navego tan mal. ¡Qué panorama tan maravilloso ver la isla surgir de las aguas, tan verde y redonda! He necesitado veinticuatro días para llegar aquí, y en el mismo tiempo que imaginé que lo haría con aparejo completo.

Cuando el Dove estaba ya amarrado en Port Louis, una docena de vagabundos de aguas profundas entraron en el puerto: el Shireen y el Mother of Pearl de Inglaterra, el Edward Bear y el Bona Dea de Nueva Zelanda, el Corsair II de África del Sur, y el Ohra de Australia. El Dove aparecía andrajoso y magullado, un pequeño vagabundo orgulloso entre tan elegantes embarcaciones. Pero ¡qué fiesta más estupenda celebramos entre viejos amigos!

Patti no estaba allí. Desde Melbourne había tratado de encontrar un buque que fuera a Mauricio. No tenía bastante dinero para el pasaje por avión. Finalmente, logró arreglárselas con un buque italiano que repatriaba a Europa emigrantes descontentos vía El Cabo. En una carta me decía que me esperaría en Durban (África del Sur).

Tuve una gran desilusión; pero tenía mucho trabajo que hacer, que me mantenía ocupado. El National Geographic no quería que me quedara aquí a esperar la estación de los huracanes y al cabo de dos semanas recibí por avión un nuevo mástil de aluminio en dos partes.

Mauricio es el escenario de la maravillosa historia de amor de Bernardin de Saint-Pierre sobre Pablo y Virginia, los niños que crecieron «sabiendo las horas del día por las sombras de los árboles, las estaciones por las flores o frutos que se criaban, y los años por el número de sus cosechas».

La historia de Pablo y Virginia me recordó el tiempo que Patti y yo pasamos en las islas Yasawa, y me permití soñar que un día volveríamos a encontrar el sitio y el tiempo para «aprender los nombres de las plantas y los pájaros, y todo lo que tiene la vida en este valle de lágrimas… Aprender cómo hacer que todo sea necesario en la vida del hombre… y realizar todas estas tareas con el buen ánimo que viene de la salud, el aire libre y la ausencia de preocupaciones».

La rica isla azucarera de Mauricio, con su atmósfera francesa, es encantadora con sus lagunas azules y sus colinas verdes. Pero parecía haber perdido el secreto de la buena vida. Estando yo allí los políticos pronunciaban numerosos discursos en vísperas del reconocimiento de su independencia por la Gran Bretaña. La tensión racial entre los diversos grupos de población: blancos, indios, criollos y chinos, anunciaba un futuro intranquilo.

Esta vez tuve mucho cuidado de poner una nueva moneda bajo el mástil en la reunión que celebramos en el Dove al izarlo. La moneda era una pieza mauriciana de cincuenta céntimos. Tantos huéspedes subieron a bordo que el agua empezó a inundar mi recámara de achique automático. Eché de allí a los huéspedes mientras taponaba de nuevo los imbornales, y luego proseguimos la fiesta.

Mientras esperaba a que el mástil llegara de América, tuve la oportunidad de ir marcha atrás con un amigo en una expedición a Rodríguez, una isla que es una joya. Luego el 30 de septiembre zarpé en un Dove con mástil nuevo en dirección a la Isla de la Reunión, a 85 millas de distancia.

Cada una de estas islas del Océano Índico me parecía más encantadora que la anterior. Olí el aroma de las flores de Reunión tan pronto como divisé sus picos, que sobresalen en el cielo. Los perfumes son una de las principales exportaciones de esta diminuta posesión francesa. El geranio, el ilangilang y el vetiver proporcionan aceites especiales. Dicen que cuando los franceses van a Reunión para morir, encuentran la vida tan maravillosa que viven hasta una muy avanzada edad. ¡No me sorprende!

El 4 de octubre, en compañía de los yates Rona Dea y Ohra, zarpé con rumbo sudoeste en dirección a Durban, a 1450 millas de distancia. Sabiendo que Patti estaría allí, desplegué todas mis velas. Durante tres días el mar estuvo en calma, el aire era ligero. Fue la calma antes de la tormenta. Mientras estaba durmiendo a las primeras luces del 8 de octubre, el viento cambió de dirección hacia el oeste y un cambio en el choque del oleaje contra el casco me despertó. ¡Vaya! Mi brújula me mostró que el Dove había girado y se encaminaba hacia el este.

Éste fue un día de extraños sentimientos de inquietud, sin que yo pudiera averiguar la causa. El nuevo mástil parecía lo suficientemente recio y yo hacía buenos progresos, incluso contra una corriente de tres nudos. Pero había algo que iba mal. Poco a poco mi imaginación se fue concentrando en Patti. Me pareció, no sé por qué, que ella estaba en dificultades. No habría de descubrir la causa de mi preocupación en muchos días, algunos de los más largos de mi vida.

La percepción extra sensorial no es uno de mis dones. Pero quizá cuando dos personas se sienten tan unidas pueden transmitir ondas sin ayuda material o científica.

El día en que sentí aquella ansiedad (como habría de descubrir más tarde), Patti estaba con unos amigos en Durban esperando mi llegada. En esos momentos trajeron el diario de la mañana, y su huésped le indicó una noticia que en él aparecía. Era una nota corta. Decía simplemente que el yate Dove se había hundido frente a la isla de Reunión, y que no se sabía nada del hombre que lo tripulaba.

Patti se llevó al principio una impresión terrible. Pero, como me dijo más tarde, nunca acabó de creerse la noticia. Fue en seguida a la redacción del periódico. Los redactores se mostraron muy amables con ella, y trataron de ayudarla, intentando averiguar la veracidad de la noticia. Se enviaron cables a Reunión, que no sirvieron de mucha ayuda. Al parecer nadie sabía nada.

Patti volvió con sus amigos, quienes con mucho tacto la dejaron sola con sus pensamientos. A pesar de la evidencia, Patti puso de nuevo su fe en aquella extraña intuición que le había salvado la vida en México. Sus ojos le decían que yo había muerto. Su corazón le decía que yo seguía viviendo.

Sus amigos pensaron que ella era muy valiente. Durante nueve días ella vivió en un infierno de dudas; pero nunca perdió su profunda convicción de que nos volveríamos a ver.

Yo estaba ahora solo en el mar, separado por los vientos, corrientes y oscuridad de los yates que habían zarpado conmigo de la isla de Reunión.

La noticia del hundimiento del Dove casi decía la verdad. En mi séptimo día en el mar yo pasé a setenta y cinco millas de Malagasy (Madagascar). Estaba leyendo un libro, «El americano feo», cuando divisé en el horizonte una extraña negrura de tormenta y yo, como precaución rizé la vela mayor y el foque. En el extremo meridional de Malagasy yo había esperado mal tiempo por la mar gruesa que baja a través del canal de Mozambique. Estos mares han echado a pique a numerosos buques.

Como ulterior precaución saqué estacha, 150 pies de nilón de tres cuartos de pulgada enlazados en el agua a popa. La estacha mantendría la popa del Dove contra el mar. El oleaje aumentó e, incluso con un foque aferrado hasta el tamaño de una toalla de mano, el Dove se movió sobre el fondo a tres nudos.

Hasta ahora en mi viaje yo había luchado contra el viento. Ahora empecé a preocuparme por el mar. Dije al magnetófono: El oleaje se eleva de nueve a doce metros; pero la estacha me ayuda a mantener el rumbo. El Dove no hace muchas guiñas; pero aún penetra mucha agua a bordo. Cuando llegue a África del Sur, tendré que enmaderar la recámara.

Aquella noche el viento alcanzó fuerza nueva. Enormes olas siguieron estrellándose contra la popa. Yo no había experimentado nada igual antes. Las crestas de las olas se enrollaban y a menudo golpeaban mi espalda.

Mientras el Dove se encabritaba y se hundía empezó a estremecerse y a gemir como si el casco estuviera hecho de madera. Rizé el foque hasta el tamaño de un pañuelo, la lona justa para mantenerlo en su rumbo. No había posibilidad de dormir.

A la mañana siguiente la tormenta había empeorado. El Dove se revolcaba entre montañas de agua. Ahora había un verdadero peligro de que el bote se hundiera de cabeza; desmantelándose. No estaba seguro en cubierta porque la cresta de una ola podía arrojarme por la borda y abajo me sentía desgraciado. Pero bajé y traté de leer. Entonces fue cuando una ola enorme se estrelló contra el Dove.

Un poco después yo grabé: Realmente pensé que iba a volcar. Los objetos salieron volando y me golpearon. Todo lo que estaba suelto fue lanzado por la cabina. Encontré detrás todo lo que estaba delante y delante todo lo que estaba detrás. Algo sólido abolló la caja de mi barómetro, montado cerca del techo de la cabina. El mar irrumpió por una portilla y el agua verdosa se vertió por la cabina.

Si otra gran ola hubiera chocado contra el Dove en aquel momento, creo que éste se habría hundido. Tuve que asegurar aquella portilla apresuradamente. Fue una tarea ardua. Con el bote balanceándose y cabeceando tenía que destornillar, encajar el plexiglás de nuevo en su marco y luego atornillar. No sé cuánto rato necesité para la tarea, quizá no más de diez minutos; pero me pareció una hora. Todo el rato estuve esperando que otra gran ola chocara contra el bote.

Las olas más grandes, de quince metros o más, llegaron al Dove en series de tres o siete y fueron seguidas por olas menores de seis metros. El mar se comportaba como un boxeador entre asaltos, jadeando y descansando, reuniendo fuerzas para el siguiente round. La superficie parecía chupar y arremolinarse y luego azotar de nuevo, con silbantes cabrillas que vertían agua a través de la cubierta y la recámara.

En el crepúsculo del segundo día de tormenta las olas parecieron ser cosas vivientes, envalentonándose, crueles, determinadas a matar. Por encima del ruido de la tormenta yo podía oír el agua chapoteando en el pantoque bajo mis pies. La cabina estaba empapada, la cubierta era un revoltijo. La recámara estaba llena de agua y las botellas de agua potable que yo había almacenado allí estaban en peligro de ser arrastradas. El protector de rociadas estaba desgarrado y las puertas de la escalerilla estaban agrietadas por la fuerza del oleaje.

El Dove pareció cansarse conforme la tormenta progresaba. No cesaba de gemir y protestar. De vez en cuando yo me levantaba y agarraba la botavara para mirar al horizonte por si veía algún claro.

En un mar como éste, el verdadero peligro no era que el bote fuera inundado, a menos que las portillas fueran forzadas de nuevo. Los yates oceánicos son construidos para resistir la mar gruesa. Son lo suficientemente boyantes como para admitir a bordo varias toneladas de agua. El Dove tenía una quilla profunda para su tamaño y con todo asegurado podía surcar estas olas mientras yo tuviera fuerzas para mantener su popa hacia ellas. El verdadero peligro estaba en que tras deslizarse sobre las aguas, su popa se sumergiera en un seno. El bote entonces se sumergiría de cabeza, y se retorcería como un corcho bajo el agua, en espiral.

Aunque es una experiencia terrible, los yates pueden a menudo sobrevivir a una espiral. El yate Ohra, que había salido de Reunión conmigo, logró hacerla, probablemente durante la misma tormenta que ahora sacudía al Dove.

Es difícil recordar qué pensamientos me ocuparon en el clímax de la tormenta. Algo de temor, sí, un temor cercano al pánico. Pero el instinto de supervivencia se impone al final. Ésta dependía de que mantuviera la popa del Dove contra el mar y de que yo siguiera despierto.

Llevaba despierto casi cuarenta y ocho horas, y los truenos y relámpagos aumentaron ahora la tensión y el ruido de la tormenta. Era fantástico. Brillantes destellos iluminaban las olas monstruosas y llenaban la cabina de luz verdosa. Luego rugía el trueno por encima del ruido del mar. Fue aquélla la primera vez en mi viaje que creí que el Dove no volvería a tocar en otro puerto. La mar era demasiado gruesa para él a fin de cuentas, y yo estaba demasiado cansado para ayudarlo.

Mi magnetófono de pilas estaba empapado y los rollos de cinta no giraban, así que los giré a mano para hacer la última grabación. Yo dije: Acabo de rezar a Dios, y recé largamente y con firmeza para que el mar y el viento se calmaran: Oré: «Dios o quien quiera que seas, por favor, ayúdame».

Recuerdo que por entonces pensé en un relato que había oído en mi niñez de Jesús calmando las olas. Y recé con mis brazos apretados a la caña del timón.

Ése fue el momento cuando la tormenta empezó a abatirse. Las enormes olas dejaron de venir hacia mí. Yo me fui a dormir. Cuando el sol me despertó a la mañana siguiente, 14 de octubre, el viento había disminuido a quince nudos. El mar, en calma, relucía.

Desplegué la vela principal y la menor, eché un vistazo a mi posición y restablecí mi rumbo hacia Durban.