Batallas y cartas de amor
Apenas había salido del puerto de Lautoka, el sol no llevaba ni una hora sobre el horizonte cuando empezó a soplar un fuerte viento salido de no sé dónde. Azotó el mar levantando olas de siete metros. El Dove empezó a cargar mucha agua y ahora se estaba estremeciendo. Empezaba a sentirme mareado por primera vez desde que salí de California.
Ahora tenía un nuevo compañero de navegación. Dos días antes de zarpar de Lautoka, Patti vino al Dove con un gatito malhumorado, que me arañó el brazo tan pronto lo tomé en mis manos.
—Lo llamaremos Avanga —dijo ella—. Esa palabra en tongano quiere decir «embrujado».
Más tarde habría de comprobar que ese nombre estaba muy bien puesto. Avanga estaba andando a saltos en la cabina, y cuando yo le abrí la puerta de la escalera de la recámara, me miró con odio.
Cualquiera hubiera creído que el viento y el mar querían volverme a las Fiji. Estaba haciendo avanzar al bote con demasiada dureza, y empecé a esperar que el mástil se rompiera, para tener una excusa para dar media vuelta al bote y regresar a Lautoka o al arrecife. Cuando ya me parecía que no podría capear más el temporal, el viento amainó y sopló hacia el nordeste. Yo icé dos velas gemelas, y el Dove recorrió 120 millas en las primeras veinticuatro horas.
Pero la mejoría del tiempo hizo que mi pensamiento volviera a mis meditaciones y luego a Patti. Me sentí abrumado por la soledad. Hice tostadas de canela suficientes para dos personas, y pretendí que Patti estaba allí para compartirlas conmigo. Iba a enloquecer por el dolor de haberla perdido, así que empecé a escribirle una carta. Eso fue buen remedio. Patti me había dado un pequeño retrato de ella, y yo lo puse delante de mí mientra escribía:
Es difícil expresar con palabras cuánto significas para mí; hasta qué punto formas parte de mi vida. Esperaba, cuando dejé Lautoka, que soplara un viento muy fuerte que me empujara contra el arrecife de modo que mi viaje terminara… Quiero hablar a mi padre sobre un cambio en la ruta, de modo que pueda hacer escala en Australia. ¿Habría la posibilidad de que fueras a Darwin para que nos viéramos de nuevo? Tal vez yo encuentre trabajo allí, en alguna mina de oro o de uranio o algo parecido, y podríamos vivir juntos, con la misma confianza y felicidad con que vivimos en las Yasawas… Ahora tengo velas gemelas y el Dove va estupendamente; pero el viento me aleja de ti. Cuando pienso en esto me moriría por el dolor de ser separado de ti de este modo… Logro contenerme para no llorar; pero en mi interior sí que lloro; especialmente cuando miro algunas de las cosas que tú dejaste en el bote… Sólo tú comprenderás lo que significa no tenerte aquí conmigo, no tener a nadie con quien reír, hablar, susurrar…
Al día siguiente continué la carta:
Ayer me fui a dormir a las seis de la tarde; pero no dormí bien. Estoy leyendo un libro sobre dos jóvenes amantes, y mientras leo te veo con la imaginación, y pienso en lo hermosa que eres… Es de noche otra vez, la mejor hora, porque tú, por lo que fuera, te sentías más próxima a mí durante la noche. Mientras escribo me parece como si te estuviera hablando… casi. Ya sé que es mucho pedir, pero ¿te sería posible ir a Honiara, en Guadalcanal? Tengo que volver a verte. Sigo llevando tu retrato y buscando tu rostro. Me gustaría no llorar tanto. Soy como un niño; pero te echo de menos más de lo que con palabras se puede decir…
Mi padre no estaba en Vila cuando yo llegué; pero se presentó dos días después con noticias de mi casa y de los amigos. Hacía más de un año que no lo veía, y me di cuenta de lo mucho que yo había cambiado. No sabía que hubiera cambiado tanto físicamente; pero es que también había cambiado en otros sentidos. Mi padre me habló entusiásticamente de Mike, Jim y Arthur, de David y Steve, de Judy y los otros amigos y parientes de California y Hawai. Ahora me parecieron como encerrados en un departamento de la parte más apartada de mi memoria. Traté de recordar sus rostros, sus voces y las fiestas a las que habíamos ido juntos. Pero era como recordar un libro que había leído de niño. Los recuerdos eran agradables; pero tan lejanos… Separados del presente por ocho mil millas marinas y un año de nuevas experiencias.
Entre el «ahora» y el «entonces» había un profundo abismo, y en el otro lado había bicicletas, conos de helado de la tienda de la esquina, juegos de pelota en el patio, una ronda de cumpleaños; en fin, las cosas de mi mocedad.
Me alegré al oír las noticias que me traía mi padre, y me interesé al saber que mi hermano Michael era ahora un oficial que servía en Vietnam. Fue especialmente agradable oír algo de mi madre.
Después de contarme las noticias de casa, mi padre empezó a hablar de sus planes para mi viaje. Estaba entusiasmado por el contrato con el National Geographic. Su maleta estaba cargada de rollos de película, y traía varias cámaras. Me dijo que lo que necesitaban eran más fotografías de mí hablando con los indígenas, imágenes del Dove doblando promontorios o recalando en ensenadas selváticas.
El tema que más me preocupaba jamás salió en conversación. Me habría gustado hablar de Patti a mi padre; pero temía que él no comprendiera. Estaba ansioso porque yo completara el viaje de vuelta alrededor del mundo, y estaba preocupado por la lentitud de mi progreso. Puede que yo indujera a error a mi padre. Quizá si le hubiera hablado honestamente, él habría rememorado su propia juventud y comprendido mi soledad. Estoy seguro de que nos habríamos sentido más próximos el uno al otro, de haber sido las cosas diferentes en nuestro primer encuentro en trece meses. Yo debí de haber comprendido su profunda implicación personal en mi viaje. Debí de haberle dicho que, si fracasaba, la culpa habría que achacármela sólo a mí. Debí de haberle pedido que confiara en mí y que me libertara de su vigilancia.
Pero ambos guardamos nuestros secretos. Por lo menos yo guardé los míos. Mi padre sacó mapas y cartas marinas de su maleta. Cada una de ellas estaba marcada con líneas y fechas. Como el Canal de Suez estaba entonces cerrado, convinimos en trazar una ruta diferente alrededor del cabo de Buena Esperanza. Mientras hablábamos ante tazas de café en la cabina del Dove y mirábamos a los mapas extendidos sobre la tarima, yo palpé la cadena de oro que rodeaba mi cuello.
La estación de los huracanes se presentaba de nuevo. No tenía prisa por alejarme de tierra demasiado pronto. Mi padre estudió los mapas meteorológicos y luego anunció que «los riesgos eran mínimos». Subió a bordo de un carguero que se dirigía a Honiara, en las Salomón. Yo zarpé antes que él, el 8 de noviembre, esperando volver a unirme con él al cabo de diez días.
La navegación no fue difícil entre las islas de Malekula y Ambrim; pero sí lo era mantenerse despierto. Yo grabé en mi magnetófono: Estoy muy nervioso y asustado porque los vientos soplan en todas direcciones. Los vientos parecen concentrarse a lo largo de las islas y las corrientes son fuertes y siempre cambiantes. No he podido dormir desde hace treinta y seis horas. ¡Estoy tan cansado! No recuerdo haberme sentido nunca tan cansado. Me cuesta mucho escribir en el cuaderno de bitácora. Aquí todas las islas tienen dos o tres nombres. No he comido mucho…, seguramente por la tensión. El volcán de Ambrim tenía un extraño resplandor. Pensaba hacer escala en la isla de Pentecostés, para ver a sus famosos zambullidores. Dicen que esos hombres saltan desde 24 metros de altura, subiéndose a las copas de unos árboles, y que detienen su caída suicida a unos metros del suelo con cuerdas de enredadera atadas a sus tobillos. Pero la costa parece muy peligrosa para un desembarco.
La radio advirtió que se estaba formando un huracán y yo decidí dirigirme a la isla de Maewo. Ahora tenía que dormir, así que solté anclas al socaire de la isla y dormí desde las tres de la tarde hasta las cinco de la mañana siguiente. Me sentía mucho mejor entonces y navegué con muy buen tiempo hasta Santa María.
Dije al magnetófono: Todo parece bueno. Estas islas son de las más hermosas que he visto. El mar es de un azul maravilloso, así como el cielo. Las islas son fantásticamente verdes, con plantas tropicales y cocoteros. Hay una terrible sensación de paz aquí. Algunos irlandeses me saludaron con la mano. Ahora voy a lavar mis camisas y toallas.
Apenas arribé a Santa María, el viento amainó. Era extraño porque la radio hablaba de condiciones ciclónicas y el barómetro empezó a descender.
Mientras que el mar en calma parecía una balsa, puse en marcha el motor del Dove, llevando a éste hacia las islas Torres. La noche del 12 de noviembre fue la más encalmada que yo he conocido en el mar, con aguas que reflejaban las estrellas tan claramente, que era difícil decir dónde se unían el cielo y la tierra. Tuve la extraña sensación de ir a la deriva por el espacio, con las estrellas por encima, debajo y alrededor de mí. Era como ser un astronauta sin el gasto de cohetes o los problemas de la falta de peso.
Al día siguiente la radio informó de que el huracán estaba a 120 millas hacia el este y que se alejaba de esa zona. El viento aumentó su velocidad, así que yo navegué con más confianza hacia San Cristóbal. Según me enteré después, el carguero en el que iba mi padre había sido alcanzado por la cola del huracán. El buque había cabeceado muchísimo, y las fuertes barandillas de acero de su cubierta de popa se habían curvado bajo los embates del mar.
Si tal tormenta hubiera sorprendido al Dove —como habría ocurrido de haber zarpado yo tres días antes—, la fecha del 18 de noviembre de 1966 habría sido la última registrada en mi cuaderno de bitácora.
El viento amainó completamente de nuevo y yo hice sólo treinta y dos millas en un día, entre mediodía y mediodía. El capitán Bligh había ido mucho más rápido a remo cuando navegó por estas aguas en un bote abierto en 1789.
Avanga no estaba más complacido que yo con el progreso del Dove, y sin provocación arqueaba su lomo, atiesaba su cola y se arrojaba contra mí desde el techo de la cabina. Yo pensé que era una especie de juego hasta que vi la fría mirada venenosa de sus ojos y me limpié la sangre de mis brazos. La tercera vez que me atacó estuve a punto de proclamar que había un motín y de tirarlo al mar.
Finalmente llegué a Honiara (Guadalcanal), el 20 de noviembre, y rompí mi lápiz por la frustración al escribir sarcásticamente: «No está mal, ¡un promedio de cuarenta y tres millas desde que salí de las Nuevas Hébridas!». Mi padre no estaba allí; pero había dejado una nota diciéndome que estaba explorando la isla de Malaita por si había posibilidad de hacer fotos.
En Correos había una carta de Patti. Parecía que me quemaba en el bolsillo mientras la llevé sin abrirla hasta el Dove. Quería leerla completamente a solas. Había sido escrita el día en que yo salí de Lautoka y decía en parte:
… Ha sido el día más triste de mi vida y me es imposible pensar en vivir sin ti. ¡Qué maravillosa compenetración hubo entre los dos!… Estuve ordenando mis cosas esta mañana y me encontré entre ellas la nota que me dejaste y los veinte dólares, ¿por qué has tenido que hacer eso? No te puedes permitir el lujo de dar dinero. Inmediatamente pensé en devolvértelo; pero luego reflexioné y me dije que sería mejor que guardara ese dinero para comprar un pasaje para donde quiera que tú vayas, de modo que podamos volver a vernos. Te prometo que no lo gastaré hasta entonces…
Me acaban de dar un remedio tongano para los diviesos. Quizá té sirva: Se saca la savia blanca y pegajosa de un árbol del pan, se aplica a una gasa y luego se pone sobre el divieso. La savia actúa como un agente secante, según me han dicho. Espero que ya no te haga falta este remedio y que tus diviesos se hayan curado…
Has de tener valor, Robin, y mucho cuidado, porque estoy segura de una cosa: de que nos volveremos a ver…
Unos días después recibí otra carta de Patti. Era en contestación a la mía y rechazaba mi proposición de que nos reuniéramos en Honiara.
No, aún no es tiempo, Robin. Cuando lo sea, ambos sabremos cuándo y dónde reunirnos…
Ella me decía que había conocido a mi padre en Lautoka. Mi padre se había detenido allí, camino de las Nuevas Hébridas.
Fue de lo más extraño: alguien me presentó a un hombre que acababa de llegar en avión de California. Se llama Lyle Graham. Claro que supe inmediatamente de quién se trataba; pero él no sabía quién era yo. Hablamos un rato y saqué la conclusión de que tiene muchas ganas de verte. Estoy segura de que se alegrará de estar contigo, porque te quiere mucho. Está sufriendo por no poder navegar contigo…
Espero que tu padre no se haya enterado de quién soy yo, porque me temo que hemos causado un buen escándalo en las Fiji. La gente de aquí me ha calificado de mala chica, de corruptora. ¡Oh, cariño! Me gustaría que pudiéramos hablar al mundo de nuestro amor, para que el mundo pueda comprender. Odio el pensamiento de que haya podido dañar tu reputación. Por mí no me importa. Pero si ellos supieran la verdad…
La pasada noche fui a una fiesta de Halloween. Mis amigos tonganos me hicieron una preciosa falda floreada. Pero la fiesta fue muy aburrida para mí porque tú no estabas en ella. Si pudiéramos escapar del mundo y vivir juntos en paz y lejos de la gente… Quizás un días nos compremos una isla en Tonga.
Escríbeme al Royal Yacht Club, de Auckland (Nueva Zelanda). Me buscaré en este país algún trabajo, y ahorraré hasta el último penique, de modo que podamos estar otra vez juntos cuando sepamos que el tiempo ha llegado…
Cuando mi padre se presentó en Honiara me habló de las grandes batallas que se habían desarrollado en la isla de Guadalcanal durante la segunda guerra mundial. Era difícil de creer porque estas islas son tan bellas y son ahora tan pacíficas. Mi imaginación no podía verlas arrasadas por bombas y obuses.
Hice amistad con un joven australiano de mi edad. Él había vivido en Guadalcanal casi toda su vida, y había reunido su propio museo de reliquias de la guerra: pedazos de ametralladora, radios portátiles, botas putrefactas, hasta pedacitos de huesos humanos. Había encontrado muchas chapas de identificación, algunas en las alambradas oxidadas o en las trincheras ahora invadidas por la vegetación, y las había enviado por correo al Pentágono, desde donde, supongo, las habrían enviado al pariente más próximo de los hombres que habían muerto entre palmeras y demás vegetación tropical, y a lo largo de las playas.
El australiano me enseñó un sitio donde el bosque había sido quemado. Todavía se podían encontrar allí granadas. Era un lugar solitario y triste, impregnado de muerte. De repente me acordé de mi hermano Michael, que estaba en Vietnam, y me sentí más próximo a él que cuando había paseado con su calesa por los arenales de Morro Bay.
Traté de imaginarme a Mike agazapado en una trinchera en la selva, luchando en una guerra que mi generación apenas comprendía. Quizás hubiera sido más fácil para los jóvenes que participaron en la segunda guerra mundial. Ellos comprendieron mejor los motivos de aquella guerra.
Nos encontramos con algunos nativos que todavía llevaban uniformes militares remendados y manchados, y cuando yo les dije que era norteamericano, los más ancianos nos vendieron recuerdos. Uno sacó un reloj de oro, que estaba parado. Dijo que era un regalo de un soldado al que le salvó la vida. Habló con tal sencillez que estoy seguro de que dijo la verdad.
Esta gente, cuyo aspecto no es diferente al que tenían hace mil años, fue testigo de una de las batallas más sangrientas de la historia. Habían visto a las armas modernas desgarrar carnes y acero, oyeron los gritos de hombres moribundos, contemplaron a los aviones luchar entre sí sobre sus cabezas. En los tranquilos estrechos, vieron a los buques de guerra escupir con gran estruendo el fuego y la muerte.
En la isla de Florida, a una mañana de navegación a vela, casi tropecé sobre una tubería que descendía desde una fuente de agua dulce. Esta tubería fue construida por ingenieros del Ejército de los Estados Unidos. Aún salía agua de ella, así que llené los tanques del Dove de aquel acueducto que en otro tiempo había llenado los tanques de la flota norteamericana del Pacífico.
Los isleños de las Salomón son tímidos y corteses. Se ponen un poco nerviosos cuando se les acerca uno. Pero una vez que te pones en contacto con ellos, se alegran de tener visitantes. Un anciano me dijo que nunca comprendió por qué los yanquis habían luchado tan furiosamente por esta tierra y luego se habían marchado dejándolos solos.
—¿Por qué no se quedaron? —me preguntó el anciano—. La tierra es buena, da mucha fruta y mucho pescado. Los soldados serán bien recibidos si vuelven.
En la isla de Florida mi padre compró un cerdo a un comerciante local y luego invitó a los isleños a asado a la manera tradicional. Fue toda una fiesta. Se presentaron ochenta personas, cada una trayendo algo para el banquete. Trayeron papayas rosadas, bele —que es una especie de espinaca—, raíces de kava, cocos, y cosas por el estilo.
Primero el cerdo fue ceremoniosamente estrangulado. Tardó bastante en morir y lo sentí por él. Luego le quemaron las cerdas, poniéndolo entre hojas de cocotero a las que prendieron fuego. Ataron luego sus patas sobre palos y lo fueron enterneciendo con piedras calientes. Finalmente se preparó un horno subterráneo con piedras calentadas y el cerdo se estuvo asando durante tres horas. Esta preparación era un asunto bastante sangriento; pero la carne de cerdo tenía un aroma maravilloso, y como la comimos sobre hojas de banana, no hubo luego que lavar una vajilla grasienta.
Me libré de beber kava en esta fiesta, porque es tradicionalmente preparado por mujeres, que primero mastican las raíces y luego escupen el jugo por un cuenco de hierro. Se dice que la saliva de las mujeres —sólo se elige para esta tarea a las más hermosas— añade un sabor especial a la bebida. Les creí bajo palabra.
La isla de Savo es la única que está a tres horas de navegación desde Honiara, y yo fui allí varias veces, sobre todo para estudiar un ave rara: el megápodo. Es un ave de cola corta, negra y marrón, que se parece a una gallina; y pone huevos en la arena haciendo agujeros de unos tres decímetros. Cada mañana los isleños recolectan estos huevos del tamaño de los de ganso de unos terrenos señalados con estacas. Si los huevos son dejados en la arena durante cuarenta días, empollan y los pollitos son lo bastante fuertes al nacer para emprender el vuelo.
Mi padre y yo vimos a una cría salir del huevo; pero apenas había echado a volar, cuando se lanzó sobre él un halcón reclamándolo como desayuno. No creo que los megápodos puedan sobrevivir a los predadores humanos o alados. Aunque uno de los isleños me regaló media cesta de huevos de megápodo, no sé qué sabor tienen porque los perdí en el rompiente cuando mi dinga dio un vuelco.
Los isleños de Savo se mostraron muy interesados cuando yo fui nadando desde la playa al Dove, anclado a unos doscientos metros frente a la costa. Me quedé perplejo hasta que uno de los ancianos me explicó que éste era el lugar donde ellos arrojaban a sus muertos al mar, y donde los tiburones se los comían. La razón por la cual los isleños corrieron a la playa para verme nadar hasta el Dove y desde éste a la playa, es porque esperaban verme luchar con uno de aquellos empleados de pompas fúnebres de tres metros de largo que patrullaban por aquel sector de costa.
En los seis meses anteriores no menos de trece aldeanos que se bañaban en la playa habían sido apresados por los tiburones. Me contaron una historia —no sé lo que habrá de cierto en ella—, de que uno de aquellos hambrientos comedores de hombres persiguió a un isleño casi hasta la misma playa.
Cuando regresé vi a un bergantín de tres mástiles, The Californian, fletado por algunos científicos, que había anclado en Honiara. Los científicos habían venido a averiguar el porqué de la extraña conducta de la brújula en algunas de estas aguas. La aguja del compás gira por todo el cuadrante.
Cuando el The Californian zarpó para la isla de Malaita me remolcó. La tripulación del yate estaba formada por tres viejos amigos, Chat Bannister, Larry Briggs y Mike Bennet. Los científicos permanecieron una quincena en aquella zona, y de noche algunos bebían tanto que yo me pregunté cómo podían llevar a cabo sus experimentos.
Hay maneras muy raras de ganar dinero en las islas. Descubrí una tripulación muy mezclada de isleños a bordo de un buque de guerra japonés semihundido. Se zambullían para extraer metales no ferrosos de los restos y los enviaban al Japón, donde pagaban un precio que permitía a una docena de familias de las Salomón vivir holgadamente.
Mi padre se marchó para casa unos días antes de Navidad. Iba muy contento con las fotos que me había tomado en el banquete del cerdo asado, y bailando con los nativos. Me quedé en las Salomón esperando a que pasara la estación de los huracanes, porque aquí los fondeaderos son muy seguros, especialmente en el canal de agua salada que pasa a través de la isla de Florida.
Ningún huracán nos salió al encuentro, y cuando me pareció que el peligro había pasado, zarpé para Nueva Guinea. Mi situación económica había mejorado; ya que había encontrado un comprador para el motor del Dove, quien me pagó cuarenta dólares, y alquilé la vela que me sobraba a otro yate que zarpaba para Nueva Guinea. Los billetes australianos llenaron mi bolsillo.
Zarpé de Honiara el 1 de marzo, sin sospechar que tras nueve días sin viento yo seguiría todavía a la vista de Guadalcanal. El Dove parecía posado en el agua. Yo estaba asustado. Estos aires tan ligeros me hicieron pensar en mí mismo y en mis problemas. El 5 de marzo celebré mi decimoctavo cumpleaños. No se pareció mucho a una fiesta de cumpleaños y no me confortó saber que ahora podía ya ser llamado a filas. Antes de dejar Honiara escribí a mi oficina de reclutamiento, de donde me contestaron que «comprendían mi situación». Me dijeron que me presentara en cuanto regresara a mi domicilio. Imagino que se creían que iba a volver a la semana siguiente.
El día de mi cumpleaños tuve algunos pensamientos agradables también. Recordé a Patti corriendo por una playa, recostada a la sombra de una palmera, nadando como un delfín en el rompiente. Recordé su aroma y su tacto, y la vi soltando de pronto una carcajada. Recordé la expresión de dolor en sus ojos cuando le dije adiós. Pero la distancia que nos separaba iba aumentando.
Al anochecer de mi noveno día en el mar, un grupo de marsopas se me acercó para tener un poco de cháchara. Como anoté en mi cuaderno de bitácora, esto es siempre un buen presagio. Y lo fue. La vela del Dove, que había pendido como una camisa puesta a secar, se hinchó de repente, y la corredera registró noventa y ocho millas. Eso estaba mejor. Pero al duodécimo día en el mar el viento dio la vuelta a la brújula y levantó olas de hasta siete metros. De nuevo había sido alcanzado en mi carrera por la cola de un huracán.
La furia de esta tormenta me mantuvo despierto por casi cuarenta y ocho horas de un tirón, y hace borrosos mis recuerdos de este período de agua precipitándose por la recámara o entrando por todas partes hasta dejar todo empapado. Mi preciosa lámpara Colemán fue arrancada de sus amarras. Era como perder una reliquia de familia, porque ésta era la lámpara que había iluminado al Dove cada noche de navegación desde que yo dejé Hawai.
Una quincena en el mar, y el viento cambiaba hacia el sudeste, justo en el sentido que yo deseaba, y al final me vi encaminado hacia Port Moresby, en Nueva Guinea. Pero ¡estaba tan cansado! La fatiga tuvo un extraño efecto sobre mí. Tenía arranques repentinos de energía y un momento después me costaba un gran esfuerzo hasta mover una mano.
En ningún momento había tenido alucinaciones de la clase que otros marinos solitarios han sufrido. Cuando Robert Manry pasó sin dormir cuarenta y ocho horas al atravesar el Atlántico en su diminuto Tinkerbelle declaró que algunas personas extrañas habían subido a bordo. Yo estaba especialmente interesado en las alucinaciones del tenaz anciano Joshua Slocum, cuya historia estaba leyendo ahora.
En su vuelta alrededor del mundo, Slocum acababa de salir de España cuando se sintió enfermo tras comer queso blanco y ciruelas. Se fue abajo y se tiró en el suelo de la cabina entre grandes dolores, empezando a delirar. No tenía idea de cuánto rato había permanecido echado allí antes de darse cuenta de que su embarcación, el Spray, navegaba entre muy mala mar. Mirando a través de la escalera de su recámara, vio, para asombro suyo, a un hombre alto al timón. Este desconocido parecía un marino extranjero y llevaba un gran gorro rojo. Slocum pensó que algún pirata había abordado al Spray. Según el relato de Slocum, el marino dijo que no pensaba hacerle ningún daño y con «una débil sonrisa» reprochó a Slocum haber cometido la locura de haber mezclado queso y ciruelas. Con el oleaje todavía chocando contra la cabina del Spray, el achacoso Slocum se durmió de nuevo. Al despertarse por segunda vez y subir a la cubierta vio que aquel extraño había desaparecido; pero el Spray llevaba todavía el rumbo perfecto.
Francamente, había momentos en el Dove en que me gustaría que subiera a bordo un timonel. No me habría importado que fuera tan fantasmal como el de Slocum. Pero la verdad es que navegué hacia el oeste cruzando los océanos completamente solo.
Esta etapa de mi viaje hasta Port Moresby me pareció como si fuera a eternizarse. Otra vez me sorprendieron las calmas y dije a mi grabadora: El Dove ha hecho hoy dieciocho millas según la corredera; pero sólo diez millas según mi carta marina, y como la corredera permanece casi siempre colgando recto por la parte de popa, probablemente he recorrido dieciocho millas arriba y abajo.
Mi pequeña biblioteca de a bordo contenía un ejemplar de «El marino antiguo», de Samuel Taylor Coleridge, y yo sabía exactamente qué es lo que el poema quería decir con aquello de:
Día tras día, día tras día,
permanecimos quietos,
sin soplo ni movimiento;
tan parados como un buque pintado
sobre un pintado océano.
Hasta el Dove empezó a crujir y a gemir en señal de protesta; pero estos sonidos me eran agradables en el silencio de un mar interminable. Sin viento, la temperatura empezó a elevarse y yo registré:
El sudor me cae por la nariz mientras escribo en el cuaderno de bitácora, y tengo que quitarme las gotas, y luego las observo aplastarse contra el mamparo, mientras se deslizan hacia la cubierta como gotas de lluvia en una ventana. Mi camisa y mis pantalones están tan empapados de sudor que lo mejor que podría hacer sería tomarme un baño. Pero ¡qué modo más miserable de tomarme un baño!
Acontecimientos inesperados me ayudaron a no volverme loco. El 19 de marzo yo grabé:
Me desperté y oí ruidos extraños. Miré por encima del hombro y vi a una tortuga. La agarré por las patas traseras; pero pataleó un poco y se escapó de mi mano. Era un ejemplar muy fuerte. Luego volvió. Podría ser un manjar excelente. La agarré por el medio con ambas manos y durante treinta segundos la mantuve fuera del agua. Luego, de repente, se me volvió a escapar.
¡Qué mala suerte!, podía haber tenido sopa y filetes de tortuga para un par de semanas.
Estuve casi tentado de saltar por la borda y tirar del Dove con una amarra. Luego el viento se levantó al final y el Dove mostró de lo que era capaz.
En mi vigésimo segundo día en el mar escribí en mi cuaderno de bitácora que la travesía de las Salomón a Nueva Guinea me había llevado más tiempo que mi travesía de San Pedro a las Hawai, que es el doble de distancia.
Hacia el final de esta etapa de mi viaje, empecé a hablar solo. Creo que esto habría interesado a los psiquiatras. Estaba murmurando algo cuando un repentino cambio en la velocidad del viento me hizo recobrar el sentido. Buscando la causa de tan repentino soplo, vi en el horizonte algo que me dejó helado. Era una tromba marina a unas tres millas, negra y serpenteante. Durante medio minuto me la quedé mirando fijamente, aturdido. Ahora puedo comprender por qué las serpientes hipnotizan a sus presas, por qué un animal queda pegado al suelo, como clavado, cuando podría fácilmente echar a correr y salvarse.
Di media vuelta a la barra del timón y dije a la grabadora:
¡Muchacho! Ésta es la cosa más fea que he visto desde que estoy en el mar. Es realmente horrible. Se está acercando y es cada vez mayor. Ahora puedo ver el agua de lluvia que cae por el canalón precipitándose en el mar. No sé qué va a suceder. Acabo de guardar todo el equipo bajo cubierta; pero creo que si esa tromba me alcanza, el Dove desaparecerá. La tromba sube hacia una enorme nube negra que parece una sombrilla. De todos modos, he asegurado las escotillas. Se retuerce de un modo muy feo…, pero creo que me voy alejando de ella. Es la ocasión en que he estado más cerca del desastre… Es algo que mete miedo… Sí, me alejo de ella… ¿Qué habría sucedido si llega a ser de noche?
En la noche del 24 de marzo entré en Port Moresby mientras caía un fuerte chaparrón y la visibilidad era tan mala que por poco no choco con un buque naufragado. Pero a las diez de aquella noche amarré a una boya, y con los últimos doce litros de agua dulce que me quedaban me duché. Avanga estaba también muy sucio, así que lo zambullí en un cubo. En venganza él me rompió el único mapa que tenía del puerto de Darwin. Si lo llego a pillar le hago recorrer la plancha.
A la mañana siguiente, tras arreglar mi documentación con los aduaneros, me encaminé hacia Correos. Patti sabía que yo estaría en Port Moresby y esperaba que las cartas que no había recibido en las islas Salomón me estarían esperando aquí. Pero todo estaba cerrado. Cuando yo le pregunté a un policía la razón, se me quedó mirando como si estuviera loco.
—Es Viernes Santo —me dijo, montando en su bicicleta—. Correos no abrirá hasta el martes.
Harto y cansado, regresé al Dove y di un puñetazo al saco. Quizá me despertara antes; pero la siguiente cosa que recuerdo es el repicar de las campanas en la mañana de Pascua de Resurrección.
Por suerte aquella mañana me encontré con una señora australiana muy amable —siento no recordar su nombre—, quien llevaba establecida en Port Moresby hacía ya unos años. Me llevó a su casa, donde me di un buen baño caliente. Una humilde hamburguesa, pan tierno y lechuga fresca me supieron mejor que una cena de Día de Acción de Gracias.
Mi anfitriona me contó la historia del puerto y cómo un aventurero inglés que exploraba la costa de Papua en 1873 encontró un paso entre el arrecife de coral y dio a este puerto el nombre de su padre.
Los atascos de la circulación al mediodía y los puestos de helados me ayudaron a comprender el enorme salto que ha dado Nueva Guinea desde la Edad de Piedra al siglo XX.
En el Consejo Legislativo había dos hombres que hablaban inglés mucho mejor que yo, y que llevaban trajes a medida, quienes, treinta años antes, se habían adornado con plumas y grasa de cerdo. En el aeropuerto vi tribeños que por toda ropa llevaban unas faldillas, subiendo como si tal cosa a un avión que había de llevarles a lejanas plantaciones de copra.
Traté sin éxito de que me dejaran ir en uno de aquellos vuelos y volar hasta el monte Lamington, un volcán del norte que era famoso por su erupción de 1951, que mató a tres mil personas. Uno de los pilotos de Port Moresby dijo que «cuando uno ve una nube sobre Nueva Guinea puede estar seguro de que hay una montaña dentro de ella».
Nueva Guinea es una frontera fascinante entre el hombre antiguo y el moderno. De los modernos autobuses se apean mujeres que probablemente llevan cangrejos envueltos en hojas de banano, mujeres tatuadas del cuello al tobillo. Esta cirugía cosmética se hace todavía con una espina y un mazo. En «los antiguos buenos tiempos», según explicaron ellos, no era una operación dolorosa. Pero un día una joven que estaba siendo tatuada se rió cuando no debía y el hechizo se rompió. Ahora, según dicen, la cirugía es tan dolorosa como parece.
El martes después de Pascua, yo fui el primero en llegar a Correos. Había cartas para mí, de casa, llenas de noticias y ánimos; una carta del National Geographic, formal, pero amistosa, y otra carta que tenía un sello neozelandés. El corazón me dio un vuelco.
Patti me contaba que había llegado sin novedad a Christchurch y que había encontrado a los neozelandeses simpáticos y hospitalarios: «Son una gente estupenda». En Christchurch consiguió un empleo casi inmediatamente en un hospital; pero como ella deseaba trabajar al aire libre, encontró otro empleo en una estación de investigación científica de Nelson, lo cual quería decir que se pasaba el día en el campo: «El sol es aquí maravilloso y me he puesto otra vez morena».
Yo le había escrito a Patti desde las Salomón para decirle que mi nueva ruta hacia el oeste la haría por el cabo de Buena Esperanza, y que definitivamente pensaba hacer escala en Darwin (Australia septentrional). Le preguntaba si había la posibilidad de que nos viéramos allí.
Patti me contestaba: «Sí, Robin, creo que podremos vemos en Darwin. He estado ahorrando hasta el último centavo y tengo dinero bastante para el viaje y aún me sobra. Así que no seré una pobre chica sin dinero cuando nos volvamos a ver. Después ¿quién sabe?».
Nos cablegrafiamos el uno al otro, y cuando yo zarpé de Port Moresby el 18 de abril, tenía la mejor de las razones para continuar hacia el oeste.
En el Mar del Coral navegué muy próximo a tierra, manteniéndome despierto de noche y durmiendo a ratos durante el día. Había luna llena y el parpadeo de las luces de las islas hizo la navegación relativamente fácil. Cuando necesitaba descansar, anclaba frente a una de las muchas islas. En la isla Dalrymple bajé a tierra, llevando a Avanga conmigo, con la esperanza de que un hechizo en la playa mejorara su carácter. La conducta de Avanga en la playa habría intrigado a un zoólogo. Se comportó como un perro, persiguiendo a los lagartos y sacando la lengua, y yo habría jurado que hasta levantaba una pata trasera al descubrir un árbol. Fue fácil la escalada hasta el faro automático; pero al llegar a la cima me sentí alarmado por la panorámica. El Dove, allá abajo, parecía muy alto y seco. En realidad no era así; pero el agua era tan clara que daba esa ilusión.
En Dalrymple me ocurrió una cosa extraña. En el mar me había acostumbrado a estar solo, a veces odiando la soledad; pero aprendiendo a vivir con ella. Pero cuando llegaba a tierra esperaba ver gente, oír voces, o por lo menos oler los olores del hombre: sudor, fábricas, o al menos el de la fritura de salchichas, algo que me dijera que yo no era el último hombre que quedaba en la Tierra. En la isla de Dalrymple yo fui un Robinson Crusoe sin ver siquiera la huella de Viernes en la arena. La sensación de estar solo casi me hizo sentir pánico.
Un día después, sin embargo, pasando junto a la isla Roberts, conseguí la prueba de que una guerra nuclear no había borrado el género humano. Alguien trató de hacerme una señal con espejo desde una oscura fronda de cocoteros. Yo devolví el saludo gesticulando con la mano y me sentí mejor.
Ahora una corriente este-oeste de seis nudos empezó a darme la travesía más rápida de mi viaje, con el Dove encabritándose a unos ocho nudos.
La noche del 28 de abril fue oscura, y mi nueva lámpara a presión, de tipo barato, que había comprado en Port Moresby, se me rompió. Cerca de la medianoche yo estaba en la cabina leyendo Moonraker, de Ian Fleming, cuando oí un estrépito retumbante y zumbido de agua como el de un maremoto. En un instante el Dove fue arrojado en un ángulo de noventa grados, mientras el agua penetraba a chorros por la escalerilla. Agarrándome fui hasta la recámara para ver una enorme ola, y tras ella, una negra muralla que parecía elevarse hasta el cielo. El Dove estaba siendo atropellado por un carguero.
De no haber llevado mi arnés de seguridad, creo que habría saltado al agua. Todo lo que pude hacer fue esperar a que el casco de fibra de vidrio fuera aplastado como un cascarón de huevo.
Milagrosamente la proa del carguero apartó al Dove de un empujón y sólo la punta de su mástil arañó el flanco del carguero. El Dove se balanceó y cabeceó y en cosa de segundos la larga silueta negra pasó deslizándose y desapareció en la oscuridad. Me quedé allí en la recámara, aturdido, chapoteando todavía en el agua, y luego empecé a gritarles todo lo que me dio la gana en la oscuridad. Aquel buque no llevaba luces, y desde su puente no me gritaron nada; ni siquiera se excusaron. Creo que el hombre que estaba de guardia se había dormido.
Tenía la garganta tan seca como el desierto de Mojave, y mi corazón me latía impetuosamente. Decidí que hasta que llegara a Darwin y hubiera comprado otra Colemán, permanecería despierto por las noches.
El del 4 de mayo fue un amanecer bellísimo, mientras yo entraba en el puerto de Darwin y amarraba en el muelle de yates. Los funcionarios fueron muy amables, pero uno exigía el pago de cien dólares por mi gato Avanga. Yo contesté que regalaría el gato a cualquiera que lo quisiera. El funcionario se quedó mirando a Avanga, y Avanga le devolvió la mirada. No hubo nadie que lo quisiera.
Lo primero que hice fue ir a Correos, donde envié dos cables, uno al norte y otro al sur; el primero a Hawai para felicitar a mi madre en su cumpleaños, el segundo a Patti diciéndole: «¡He llegado! ¿Dónde estás?».