4

Amor y lagunas azules

Era una noche sin luna. La entrada del puerto de Suva tiene casi cinco millas de longitud, flanqueada por arrecifes de coral lo suficientemente agudos como para desgarrar el fondo de un carguero. La navegación, de día, requiere mucha atención. De noche, y especialmente para el marino solitario, exige completa concentración.

El problema era enfilar bien las luces piloto, que yo sabía que estaban bien señaladas; pero sentía una sensación extraña, ya que podía oír el ruido del rompiente en los arrecifes; Patti se sentó a mi lado en la recámara, frotándose las rodillas. Guardaba silencio y estaba asustada. Yo me sentía muy nervioso mientras el Dove cabeceaba y se balanceaba sobre las olas. Pasé mi brazo alrededor de Patti y ella descansó su cabeza sobre mi hombro. Nos besamos por primera vez, muy suavemente.

Entonces Patti se fue a la cabina para dormir. Estaba un poco mareada y se sentía mal. El bote tomaba bien el rumbo por sí solo; pero me quedé sobre cubierta para vigilar.

Más tarde bromeamos sobre ello; pero habíamos corrido un riesgo. Cuando amaneció alcanzamos aguas encalmadas al socaire de la islita de Savala. Cuando el sol estaba ya muy alto Patti subió a cubierta. Seguía pálida, pero logró sonreír. Empezó a peinarse el cabello y luego se lo trenzó.

Luego habló de modo muy calmoso. Me contó su vida, su infancia. Me dijo que había nacido cerca de Los Ángeles, a menos de treinta kilómetros de donde yo había nacido. Sus padres se divorciaron cuando ella era niña. Siguió queriéndolos, pero el efecto en su vida de un hogar dividido, aunque opulento, acabó por hacerle sentir gran confianza en sí misma. Trató de aguantar un poco el colegio; pero encontró la vida escolar demasiado superficial y poco interesante. Así que vendió su coche deportivo, se compró una mochila, y, con una amiga, recorrió México, deteniendo automóviles al paso. Allí, por primera vez, encontró gente con valores tan simples como sus necesidades. Estaba convencida de que las fronteras excitantes estaban más allá de Los Ángeles, más allá de los Estados Unidos.

A veces dejaba de hablar y veía que su mente estaba muy lejos. Luego alzaba la mirada, me sonreía y proseguía. Con cierto azoramiento me habló de que en México descubrió que tenía cierta intuición extraña, que probablemente le había salvado la vida.

—No sé cómo explicarlo —me dijo—; pero a veces tengo la sensación de presentir las cosas, como si el tiempo fuera una especie de sendero, y yo pudiera elegir mis huellas antes de dejarlas.

Yo no hice ni una mueca, y ella continuó más confiada:

—No es que sea una bruja ni nada de eso; pero a veces me parece saber qué he de hacer, como si intuyera dónde están las espinas. Como si alguien me ayudara.

—En México mi amiga y yo esperábamos hacer autostop en una carretera apartada. Hacía un calor horrible y hacía más de una hora que no habíamos visto un automóvil. Entonces se acercó un camión traqueteando por la carretera y mi amiga sacó el pulgar. El camión se detuvo. El chófer mexicano nos invitó a subir. Mi amiga había tirado ya su mochila en la trasera cuando yo la agarré por el hombro y le dije:

—No, aquí no. Esperemos.

Patti hizo una breve pausa.

—Mi amiga se puso furiosa —prosiguió—. Estábamos hambrientas y sedientas. Nos pusimos a discutir hasta que el conductor mexicano se encogió de hombros y se alejó. Mi amiga refunfuñó mientras seguíamos andando. Nos admitieron en un automóvil poco después. Apenas habíamos recorrido seis kilómetros cuando vimos a un grupo de personas parado al lado de la carretera. Miraban hacia el fondo de un precipicio. El camión se había despeñado por allí.

Patti calló por un momento y luego añadió:

—Otras veces me ocurrieron cosas parecidas. Ya te las iré contando. Es algo extraño que me produce miedo.

Este relato me fascinó tanto que no me di cuenta de que el Dove se dirigía hacia unos escollos. Tuve que girar el timón y volver a montar la veleta. Yo le pregunté:

—Y ¿qué presentimiento te decidió a venir conmigo la pasada noche?

Ahora ella sonrió, sus dientes blancos como el rompiente, y contestó:

—Eso… es cosa diferente.

Pero había de recordar la intuición de Patti en los meses por venir.

Ella siguió contándome la historia de su vida, de cómo había regresado a Los Ángeles sintiendo la pasión de viajar, y que había trabajado durante cierto tiempo como ayudante de un dentista para ahorrar el suficiente dinero para volver a viajar de nuevo. Con una amiga fue haciendo autostop hasta Panamá, pernoctando en hoteles baratos, buscando cafés en callejuelas secundarias, estirando el dinero todo lo posible. En Panamá se enteró de que un viejo pero cómodo yate iba a Tahití, y fue invitada a unirse a la tripulación, compuesta de un rudo patrón sueco, un cocinero germano-canadiense, dos jamaicanos y una mujer ya mayor. La travesía duró cuatro meses, e hicieron una escala de seis meses en las islas Galápagos. No fue un viaje feliz. El patrón era otro capitán Bligh, según dijo ella, un bestia que guardaba su propia reserva de alimentos y trataba a todos sin consideración.

En Tahití, Patti descubrió, como yo había descubierto a los trece años, que los polinesios son gente que ha descubierto su propia fuente de la felicidad.

Pero la meta de Patti era Australia. Había conocido a numerosas personas entusiasmadas por la nueva vida que Australia ofrecía. Desde Tahití fue de isla en isla a través del Pacífico hasta las Fiji, buscando trabajo donde podía, para ahorrar un poco de dinero, Estaba muy escasa de fondos cuando llegó a Suva y se sintió muy contenta cuando encontró un empleo como azafata de un barquito turístico que iba de isla en isla. Su tarea era indicar los puntos importantes, las panorámicas, explicar algo de la historia de las islas y entregar pastillas contra el mareo cuando el agua saltaba por la proa. Al volver a Lautoka tras su primer viaje, el lujurioso y veterano patrón le dijo que ya era hora de que ella se acostara en su cama con él. Sin esperar a que le diera su salario, ella se marchó del barco.

Unas horas después, cuando iba sola por una calle, Patti oyó una voz familiar que la llamaba desde la ventanilla de un autobús.

—¡Era increíble! ¡Dick Johnston! Lo había conocido en California —explicó—. Bueno, ya te he contado todo hasta la fecha.

—Y ¿ahora qué te dice tu intuición sobre lo que sucederá? —le pregunté yo.

—Felicidad —contestó riendo.

Tenía razón.

Éramos chiquillos mientras navegábamos por las islas Yasawa, chicos regocijándose al sol y los rompientes, conociendo una sensación maravillosa de libertad sin límites de tiempo. Cuando el sol se había elevado lo suficiente para calentar nuestros cuerpos e iluminar las cavernas y rocallas de los arrecifes, nos zambullíamos en busca de conchas y caracolas y luego soltábamos nuestro tesoro en la recámara del Dove. Encontramos caracolas violeta, cauris de zigzag y de motitas, malea, fantásticos caracoles delphinia, murex, caracolillos-luna, que parecían obra de un joyero, delicados sombreretes a rayas, tritones, barrenas y olivas.

Los que más apreciábamos eran los cauris, algunos tan grandes como un puño, de un plateado suave, moteados de marrón. Nadábamos juntos, Patti con la gracia de un delfín.

Buscar conchas y caracolas entre los arrecifes de coral no es un juego de niños. Algunos moluscos son tan peligrosos como las serpientes de cascabel. Bajo una roca encontré —y afortunadamente reconocí— a un paño de oro (Conus textile). Lo arranqué y, sujetándolo con las puntas de mis dedos, nadé hacia el Dove y lo coloqué sobre mi pantalón puesto a secar. Observamos su pequeña probóscide de aspecto maligno que salía de la boca de la concha, mientras que el molusco buscaba a su enemigo. Luego se oyó un débil sonido silbante mientras la probóscide clavaba su diminuto arpón en el tejido de mis pantalones.

Si hubiera clavado el arpón en mi dedo, su veneno quizá no me habría causado la muerte; pero sólo porque yo gozaba de buena salud. Unos días antes oí referir el caso de un turista que había agarrado una de estas conchas raras. El arpón le había picado en la palma de su mano y él había muerto sufriendo grandes dolores tres días después.

Mientras que permanecimos en las Yasawas, yo escapé a la muerte por un pelo. Retiré la piedra de un arrecife durante la marea baja y pensé haber descubierto una concha rara. Pero era un pez piedra, que tiene un terrible aguijón en su espina dorsal. Empecé a sentir en el dedo picado el dolor más terrible que había conocido, y que me subió por el brazo.

La herida empezó a sangrar mucho. Se han contado muchas historias de gente que murió por la picadura de un pez piedra, y yo estaba realmente asustado. Estábamos solos en las rocas. Patti se quitó la anilla de goma de su pelo e hizo con ella un torniquete alrededor de mi dedo, que ya se me estaba empezando a hinchar. El dolor me hizo enloquecer. Patti insistió en que yo me chupara la herida y escupiera la sangre, y echó a correr playa abajo en busca de ayuda. Regresó con un grupo de mujeres nativas y con el lenguaje de los signos y dibujos en la arena les explicó lo que me había ocurrido. Una mujer que sabía hablar un poco el inglés dijo a Patti que mi dedo debía de ser hervido en gasolina.

No me sentí muy feliz cuando Patti regresó con esta prescripción. Convinimos en que sería mejor confiar en que lograría con suerte sobrevivir al veneno que enfrentarse con la perspectiva de morir volado por la gasolina hirviente trasegada del hornillo.

El dedo me dolió durante tres días y luego tuve cicatriz durante tres meses.

Aparte de mi encuentro con el pez piedra y los mortíferos moluscos, la supervivencia en las Yasawas nos dio pocos problemas. Cuando estábamos hambrientos nos zambullíamos por almejas o pescábamos mahimahis. A veces un calamar volador saltaba a bordo del Dove. Los calamares son deliciosos. Cuando no había mosquitos alrededor, íbamos a la costa y encendíamos un fuego para hervirlos o asábamos a la barbacoa nuestro pescado. Bebíamos agua de coco o hacíamos bebida con jugo de papaya o limas frescas.

Cuando el Dove estaba anclado en una laguna coralina, generalmente no teníamos que esperar mucho tiempo para que nos saludaran desde la costa. A menudo se trataba de muchachas que estaban allí con sus cestas de fruta: papayas, bananas, frutos del pan y limas. A veces conseguíamos un pollo por intercambio.

Uno de aquellos pollos, casi desplumado, se parecía tanto a un pollo que yo tuve de niño, llamado Henrietta, y que fue mi animal favorito, que no pude decidirme a matarlo. Durante varios días Henrietta II vivió enjaulado en una cesta de plátanos encima de la cabina, y Patti lo alimentaba con arroz. Cuando yo decidí que ya era hora de que cenáramos pollo, fue Patti la que pidió clemencia para Henrietta. Pero una noche, después de una tarde muy pobre en pesca, llegué a la conclusión de que a Henrietta le había llegado su hora. Patti estaba en la cabina, y con la excusa de enarenar la cubierta yo cerré las escotillas. Para asegurarme de que Patti no oiría los últimos estertores de Henrietta, empecé a cantar. Por lo menos hice ruidos que con buena voluntad podrían ser tomados como una canción.

El fricasé de pollo que Patti hizo con Henrietta fue soberbio.

En el mar aprende uno qué pocas cosas realmente necesita. Éstas eran ahora nuestras islas, islas apartadas del mundo de cemento y asfalto, de las autopistas y la televisión.

En la isla de Naviti escalamos la costa a través de un cocotal, y llegamos a una pradera que dominaba el mar. Allí estuvimos un rato embebiéndonos de la belleza matinal.

Patti dijo impulsivamente:

—¡Construyámonos una cabaña!

Arrancamos hojas de palmera y cortamos algunos palos. En breve tiempo teníamos nuestra cabaña, hasta con puerta a la entrada, que se cerraba con bisagras de hoja. Susurrantes y reservados como niños, penetramos en su interior y nos arrodillamos juntos en el suelo de hierba. El sol se filtraba entre el entretejido de hojas, que parecían ventanas diminutas. El único sonido procedía del rompiente, más abajo del acantilado.

Un instante después habíamos dejado de ser niños. Se acabó el juego. Habíamos reído y bromeado mientras nos ocupamos de la construcción de la cabaña, como los niños se ríen cuando construyen una casa de madera en la copa de un árbol en el patio trasero. Pero ahora nuestra casa de juegos era repentinamente más importante; nada de una casa sobre un árbol. Yo pensé: ¡ojalá que este momento pudiera prolongarse para siempre! Que pudiéramos dormir, comer y amar y volver a dormir otra vez.

En la fría luz yo alargué mi mano en busca de Patti, palpando su cabello sedoso, la calidez de su cuerpo.

En el mismo instante se oyó un violento aporreamiento en la puerta. Alguien estaba golpeando nuestra cabaña de hojas de palmera con un palo, tan violentamente que amenazaba con venirse abajo sobre nuestras cabezas. Alguien preguntó con rudeza:

—¡Eh, vosotros dos! ¿Qué estáis haciendo ahí?

Era un isleño y al parecer habíamos penetrado sin permiso en una finca suya. Después de un buen susto, prorrumpimos en carcajadas y gateando salimos a la luz del sol, dando explicaciones y pidiendo excusas.

Yo no soy escritor y prefiero enfrentarme con una tormenta que escribir una carta. Para señalar el progreso del Dove yo siempre utilizaba el magnetófono. Pero con la mejor de las intenciones había comprado una máquina de escribir en Pago Pago. Patti descubrió la máquina y empezó a mecanografiar breves impresiones de estos días pasados en Yasawa. A menudo, mientras estaba zambulléndome en busca de conchas, la oía escribir a máquina en la cabina del Dove. Su manuscrito, manchado por el mar, sobrevivió al viaje. Capta algo del color y la felicidad del tiempo que pasamos en las Yasawas. He aquí algunas citas de su diario:

AGOSTO 25: Llegamos a Waia Lailai tras buena travesía desde Vomo. Es una isla a mitad de camino entre tierra firme y el grupo Yasawa. Anclamos a eso de las 2,30 e inmediatamente nos dispusimos a zambullirnos. Nadamos hasta la playa y encontramos algunas conchas muy bonitas. Hicimos un recorrido por la costa y conocimos a la única familia que vive en la isla. Les agradó recibir visitantes y nos regalaron papayas. Como hacía todavía mucho calor volvimos nadando al bote, sobre magníficos arrecifes de coral, peces de bellos colores y cuevas submarinas gigantes. Nuestro mejor hallazgo fue un bellísimo tritón, en forma de espiral y sin ningún defecto. Robin llevaba buscando esa concha siete meses. La vio incrustada en una formación coralina a seis pies de profundidad, decidió investigar y ¡vaya!, allá estaba la joya. Hemos tenido que pulimentarla un poco y pelarle el coral. También encontramos grandes trochus y pequeños moluscos comestibles. Los herví todos, incluyendo el tritón, que no sabía tan bueno como era de esperar. Las conchas araña son las de mejor sabor, como cangrejillos. La isla está cubierta de alta hierba amarilla, y me recuerda California. Bueno… un poco.

AGOSTO 26: Fuimos nadando con la dinga hasta una lengua arenosa que une Waia a Waia Lailai durante la marea baja. Las conchas eran abundantes y encontramos muchas de los tipos auger y oliva. Nos zambullimos durante una hora y luego volvimos nadando al bote. Siempre nadamos con la dinga para mayor seguridad. No es que seamos cobardes, es que es más prudente… creo yo. Vimos el yate Apogee, que se dirigía a Yalobi. Lo habíamos visto ya en Suva, y es de la costa este de Norteamérica. Creo que Al y Stella estarán a bordo. Están buscando conchas para la Institución Smithsoniana. Robin encontró bastantes almejas comestibles para la cena.

AGOSTO 27: Vinieron unas muchachas a la playa y nos dieron algunos plátanos. Les dijimos que nos gustan las papayas, y prometieron traernos algunas a la mañana siguiente. Les dimos algunos bolígrafos y raíces de kava. A las 2,30 volvieron las muchachas con papayas maduras y semimaduras en una cesta de hojas de cocotero. Encantador. Fuimos navegando hasta el Apogee. Al y Stella nos ofrecieron una cena maravillosa.

AGOSTO 28: Me han salido diviesos, lo mismo que a Robin. Me pregunto qué es lo que los causará. Hay fuerte oleaje y el Dove está cabeceando. Robin decidió hacer spaghetti (¡uf!). Mientras estaba limpiando la cacerola él tiró la mitad de los spaghetti al océano y se derramó la otra mitad sobre sus pantalones. De no haberme sentido tan enferma, me habría muerto de risa. A Robin no le hizo tanta gracia. El bote se movía tanto por el oleaje que decidimos dormir en la playa. Nos llevamos mantas y el botiquín (que contiene penicilina, pastillas antidolor, vendas y cinta adhesiva) y un bote de mermelada de manzana. Ya nos disponíamos a dormir cuando se nos acercó un muchacho y nos invitó a dormir en su cabaña. Estábamos horrorizados por las ratas que corrían por todas partes.

AGOSTO 30: Nos despertamos temprano y encontramos el desayuno que nos preparó aquella familia: té y plátanos fritos. Las esterillas y las servilletas de tela azul y confección casera, muy limpios. El hijo de aquel matrimonio nos cargó con verduras frescas que nos llevamos al Dove. También nos dimos una ducha con deliciosa agua dulce. El Dove fue a motor hasta Nalawauki. Pensamos que lo pasaríamos bien zambulléndonos; pero no nos dimos cuenta de que aquí hay una corriente de agua dulce que impide que se forme coral y se críen moluscos.

AGOSTO 31: Me levanté a las 6,30. Mañana hermosa y clara. Navegamos un poco y Robin quiso zambullirse; pero yo no tenía ganas, ya que el viento era frío. El agua estaba estupenda, aunque el primer chapuzón era desagradable. Es emocionante zambullirse en estos arrecifes de coral. Cuando menos se piensa aparecen cavernas o picachos de roca, de entre los que salen enormes peces de la estimada clase «gamefish» nadando perezosamente. Cuando un «gamefish» nos ve, se precipita inmediatamente en un agujero. Espero tropezarme cualquier día con un tiburón. Supongo que eso sería el fin de Robin Graham y de Patricia Ratterree; pero ¡qué sitio más bello para morir! Sopló viento por la tarde y tuvimos una travesía estupenda hasta Naviti. Al pasar junto a un grupo de islitas decidimos anclar y zambullirnos… No tuvimos mucha suerte; pero las conchas araña fueron buenas para comer. Tuve el presentimiento de que pescaríamos un pez y luego, ¡claro!, justo cuando zarpábamos de Nanuyu Balava, ¡bang! ¡Un buen disparo! Con nuestros esfuerzos combinados tiramos de una hermosa barracuda, la izamos, y allí estaba, saltando y boqueando a nuestros pies. Nos moríamos de ganas de comer carne fresca y aquí la teníamos. Nos detuvimos en una pequeña bahía a las 3, y Robin, inmediatamente, quiso ir a zambullirse. Yo ya me había metido en el agua dos veces y no me hacía gracia la idea de meterme otra vez; mas para no desilusionarle me tiré por la borda. Volví al bote e hice algo de comida. Corté el pescado en largos filetes e hice arroz y salsa. Comimos hasta casi reventar. Teníamos que hacer algo con lo que nos quedaba de barracuda, así que se lo entregamos a dos fijianos que pasaron en una canoa, y ellos en cambio nos dieron papayas. Leímos en voz alta durante un rato, por turnos, fragmentos de «Cuentos del Pacífico». Luego nos fuimos a dormir.

SEPTIEMBRE 1: Mañana de pereza. Me desperté cuando el sol estaba muy alto. Mordisqueé de lo que había quedado de pescado y un poco de pudding de arroz, que estaba horrible. Nadé y me zambullí un poco en una poza de bellísimo color verde marino. Encontré mi primer murex, y una langosta recién nacida, del tamaño de una cucharilla; pero de gusto riquísimo. Zarpamos hacia Tavewa. Laguna magnífica. Aquí es donde fue filmada la película «La laguna azul». Fondeadero muy malo sobre duro coral. Robin tuvo que colocar las anclas a mano, sobre parches arenosos. Hice sopa de guisantes para el almuerzo, y freí el último ticno entreverado que nos quedaba. Los nativos se acercaron remando en una canoa, y nos contaron algo de la historia de la isla. Ahora sólo hay veinte habitantes. Parece que un escocés vino aquí a principios del pasado siglo y se casó con una joven fijiana. Casi todos los habitantes son descendientes suyos, aunque por su aspecto son de pura raza indígena.

SEPTIEMBRE 2: Hice arroz a la española como desayuno. Vinieron unos nativos en canoa y se ofrecieron a llenar nuestros depósitos de agua. Pregunté si había por allí cerca un arroyo donde yo pudiera lavar mis ropas. El anciano me quitó de las manos la ropa sucia y dijo que su hija lo haría. Aquel hombre se sentó y empezó a contarnos cosas de la historia de la isla. Recordaba que el capitán Bligh había pasado por aquí con algunos de sus hombres, después de haber sido abandonado en una lancha por la tripulación amotinada de la Bounty. Parece que Bligh fue perseguido por los caníbales. Robin escribió en su cuaderno de bitácora: «éstas son aguas de Bligh». La isla está dividida en cuatro sectores y las principales familias están muy enemistadas entre sí. La hija del anciano vino a vernos. Gruesa, vestida de colorines, se parece a Mammy Yokun con trenzas cortas. Nos llevaron al almacén. Daba pena la pobreza de esta gente. ¡Había tan poco que comprar! En los estantes algunos botes de conserva de caballa, una cebolla (que yo compré por ocho centavos), fósforos, chupones de caramelo, chicle, azúcar, arroz y una bolsita de té (que compré yo). Ellos están muy orgullosos de su almacén; pero a mí me entristeció. Una de las mujeres nos llevó a su cabaña y abrió un viejo baúl. Por el chirrido de sus oxidadas bisagras deduje que hacía años que no lo abrían. Contenía viejas fotografías familiares. Señaló con orgullo a las fotos de sus dos hijos que habían emigrado a Nueva Zelanda. Nos sentimos envueltos nuevamente en las preocupaciones de la gente.

Uno de los ancianos, llamado De Bruce, nos contó más historias de piratas y guerras triviales. Uno de los relatos era acerca de un jefe y sus veinte esposas, que ante la invasión enemiga se vieron obligados a refugiarse en un extremo de la isla de altos acantilados. Cuando los invasores iban ya a caer sobre ellos, el jefe ordenó a sus esposas que se arrojaran desde lo alto del acantilado al mar. Este lugar produce todavía una sensación de muerte.

SEPTIEMBRE 3: El viejo Charlie me trajo mi colada hasta el bote y cuatro botellas llenas de agua potable. Mi colada reluce de limpia y fresca. Robin regaló al anciano la segunda de sus lámparas Colemán. Sopló un fuerte viento y tuvimos una navegación difícil con mala visibilidad en una zona muy abundante en arrecifes. Anclamos en la bahía de Nalova, en donde hay un mercado de conchas, que traen los nativos de todas las islas. Algunas son ejemplares muy bonitos. Los turistas vienen una vez a la semana a comprarlas, en un crucero organizado por el archipiélago. El barco llegó estando nosotros allí, subimos a bordo de él y pudimos comprar mantequilla y helado. ¡Qué lujo! Nos invitaron a asistir a un baile; pero tuve uno de esos presentimientos, una sensación de peligro. Pedí a Robin que no fuéramos, pero fuimos de todos modos y las cosas salieron mal. Primero la dinga se soltó y fue arrastrada hacia el arrecife. Fuimos detrás de ella con el Dove; pero chocamos con un arrecife. Mientras Robin hacía retroceder al Dove yo recuperé la dinga. Luego, cuando estábamos buscando un buen fondeadero, hubo una sacudida y se oyó un fuerte ruido. El Dove había chocado otra vez. De haber sido un bote de madera creo que se habría agujereado. Pero la fibra de vidrio es muy dura, y con ayuda de los nativos pusimos al Dove a flote de nuevo. ¡Qué suerte tuvimos!

SEPTIEMBRE 4: Día de pereza, mucha pereza. Robin navegó de regreso a la bahía de Nalova, mientras yo dormía sobre cubierta tomando el sol.

SEPTIEMBRE 5: La radio advirtió que se acercaban fuertes vientos. Trasladamos el Dove a un fondeadero mejor que nos recomendaron los nativos. La bahía es aquí tan hermosa, tan azul, tan tranquila; pero sabemos que esta costa puede ser peligrosa porque a todo lo largo de ella se ven troncos de cocotero derribados, evidencia de la ferocidad de un reciente huracán. Esperamos al anunciado viento de cuarenta nudos; pero no se presentó. El Dove estaba tan firme como una cama sobre sus cuatro patas.

SEPTIEMBRE 6: Acercamos el Dove a la playa aprovechando la marea alta y luego lo encallamos para inspeccionar si había sufrido daños. Ninguno, gracias a Dios. Un muchacho fijiano que había sobre una roca cercana pescó un pez y nos lo dio. Fue el único pez que pescó, un gesto típico de la hospitalidad isleña.

Hay lagunas en el diario de Patti, que escribió sólo para recordar unos días que significaron tanto para ella. Sabía, tanto como sabía yo, que habíamos llegado demasiado cerca del cielo demasiado pronto; que nuestra estancia en las islas debería llegar a su final, y que pronto tendríamos que regresar al mundo de la realidad.

Un día me fijé en que ella había dejado de mecanografiar. Había vuelto a guardar la máquina en el cajón donde la encontró. Yo le pregunté por qué y ella me contestó sonriendo:

—No quiero escribir el último capítulo.

—¿Por qué eres tan morbosa? —le pregunté. Ella no replicó.

Patti no anotó que habíamos navegado hasta la isla más septentrional del archipiélago, aquella de la que toman sus nombres las Yasawas. Es una isla caliza, muy diferente de las otras, que son todas volcánicas. Los acantilados de la isla Yasawa están llenos de cuevas, muchas de ellas con su propia leyenda. Encontramos una gruta que, según dicen, fue una vez refugio de jóvenes amantes. Nos zambullimos y nadamos por debajo de un arco sumergido, y luego nadamos bajo el agua varios metros antes de salir a la superficie. Al principio estaba muy oscuro; pero luego nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, que vimos bañada por una luz azul procedente del agua por la cual acabábamos de nadar. Era un lugar muy extraño, estremecedor.

Patti dijo:

—Seguro que por aquí hay cuerpos flotando.

A mí no me lo parecía; pero el pensamiento nos hizo volver a la luz del sol.

En una de las bahías tuvimos una experiencia bastante alarmante con un tiburón. Estaba colocando el áncora a mano y Patti estaba sobre el Dove. Una sombra se movió a través del arrecife de coral y cuando yo alcé la mirada me vi cara a cara con un largo tiburón gris, que me hizo una falsa parada. Los tiburones hacen eso a menudo antes de atacar. Imagino que estaba tratando de ver si yo era una comida que valía la pena. De todos modos, yo no le di tiempo para saber la respuesta. Salí a la superficie y salté a la dinga mientras oía a Patti que me gritaba advirtiéndome.

—Lo he tenido muy cerca —contesté a Patti.

—Yo diría que sí —dijo Patti—. Fue horrible. Lo pude ver desde aquí. Recé para que lo vieras a tiempo.

—Marchémonos de aquí —dije yo al saltar en la cubierta del Dove.

Nos marchamos. Di media vuelta al Dove y fuimos serpenteando a través de estas islas maravillosas hasta Lautoka. Ninguno de los dos habló del futuro, aunque ambos pensamos mucho en él.

En Lautoka me esperaba una carta de mi padre. Me decía que venía en avión para reunirse conmigo en las Nuevas Hébridas. Unos meses antes había llegado a un acuerdo con la revista National Geographic para que yo escribiera mi historia. Quería sacar fotos para la narración. Yo tenía que zarpar en seguida.

Mientras yo estaba preparando al Dove para la siguiente etapa de mi viaje, Patti encontró algunos amigos tonganos que la invitaron a quedarse con ellos, y luego hizo planes para ir en un yate que fuera a Nueva Zelanda.

Yo pensaba zarpar hacia las Nuevas Hébridas al amanecer del 22 de octubre. En la noche del 21 me afectó una oleada de depresión. Puede que en parte se debiera a que había pasado la mañana en el sillón de un dentista.

El Dove estaba listo para zarpar con las primeras luces. Sentía malestar sólo de pensar en la marcha. Me parecía increíble que pudiera ser alguna vez tan feliz como lo había sido en las Yasawas.

Patti vino a decirme adiós y luego, al anochecer, la llevé remando hasta la costa. Ella llevaba el vestido isleño de color azul que traía puesto cuando la vi por primera vez en Suva. Era como si las pasadas semanas no hubiesen sucedido jamás; que el tiempo pasado en las islas hubiera sido un sueño.

Ya en tierra, ambos nos sentimos azorados. Los dos tratamos de dominar el dolor de la separación. Hablamos del tiempo y de tonterías como «no olvides enviarme tu dirección». Luego hizo una cosa muy sencilla: se quitó la cadena de oro alrededor de su cuello y la puso en el mío.

Me besó y me dijo:

—Es sólo un préstamo. Me lo devolverás cuando nos veamos de nuevo.

Ninguno de los dos se atrevió a pensar que quizá no nos volveríamos a ver más. Ella se quedó allí de pie en la playa, completamente sola, y en la luz decreciente se quedó mirando cómo regresaba remando al Dove.