Donde empieza el día terrestre
Necesité dos días de navegación para llegar a Pago Pago, principal ciudad y puerto de la Samoa norteamericana. Volvía a la civilización y no me gustó demasiado. Las islas se jactan de seis canales de televisión, hoteles de lujo, un aeropuerto para reactores y un servicio de autobuses que casi cumple el horario.
En el puerto se veían varios yates para cruceros oceánicos. Hay mucha camaradería entre los yatistas en puerto extraño, camaradería creada por la común experiencia. Navegar por los Mares del Sur estimula las mejores cualidades de la gente, que se vuelve generosa, espontánea y amistosa. Las fiestas a bordo son muy divertidas, las charlas sinceras, y no se oyen esas conversaciones presumidas de los clubs elegantes.
Más tarde había de conocer en su atmósfera hogareña a cierto número de yatistas que yo había conocido en el mar. Cosa extraña, se habían transformado como si tuvieran una doble personalidad a lo doctor Jekyll y el señor Hyde. El individuo que había reído de buena gana en Polinesia y que se mostraba dispuesto a prestarte un foque o un bote de variantes en vinagre, se convertía en un ser frío, altivo, sospechoso de la auténtica amistad tan pronto como pisaba las blandas alfombras de su domicilio, y cuando su esposa se cambiaba los pantalones manchados de sal por su vestido de cóctel, muy a menudo mostraba una personalidad muy distinta, de la clase que a mí no me gustaba.
No todos los patrones de yate vuelven a ser lo que eran antes de hacerse a la vela. Algunos llevan con ellos a su casa y a la Calle Mayor de su ciudad el hechizo de las islas, la honestidad y la sana alegría de los isleños.
Era todavía la época de los huracanes, y parecía buena idea quedarse en Pago Pago; pero luego resultó que, estando el Dove anclado en el puerto, tuvo que soportar el peor huracán que había azotado a Samoa en setenta años.
El 29 de enero, a primeras horas de la tarde, un funcionario del puerto se acercó remando al Dove y gritó:
—¡Asegure las escotillas! ¡El huracán se acerca!
El barómetro estaba descendiendo rápidamente, así que bajé la veleta, aseguré las velas, quité el toldo y amarré el bote con más maromas. Mi amigo californiano, que acababa de venir en avión a Samoa unas semanas antes, se unió a mí a bordo del Dove.
La puesta del sol fue rojiza, fea, ominosa, y un viento racheado empezó a azotar las aguas del puerto. El barómetro continuó bajando, cayendo de 29.70 a 29.20 en pocas horas. Los yates oceánicos se apresuraron a arribar al puerto como si el diablo los persiguiera. Allá abajo, en la cómoda y abrigada cabina, Jud y yo observábamos el creciente drama a través de las portillas. Estábamos excitados, tal como uno se siente cuando sabe que va a suceder algo. Puse en funcionamiento mi magnetófono para hacer un comentario de pasada:
Las nueve de la noche. Rachas de viento lanzan salpicaduras de espuma hacia el aire como una ventisca de nieve… El Dove se balancea y cabecea de borda a borda… Las diez. ¡Dios mío! Nunca imaginé que pudiera haber un viento así… Por las portillas puedo ver cómo se apagan las luces de la ciudad, calles enteras de repente oscurecidas por los cortes de energía eléctrica o la caída de postes de teléfonos… La radio dice que el huracán alcanzará su máxima fuerza a medianoche… ¡Allá vamos! ¡Sujetarse! ¡Vaya! Esa ráfaga metió la portilla de babor bajo el agua… Medianoche… El ruido es ahora increíble. La radio dice que los vientos están alcanzando velocidades de 160 kilómetros por hora… El bote. ¡No! ¡No puedo creerlo! El viento lo levanta y lo arroja de lado hasta que las portillas son cubiertas. Nada de velas, sólo palos desnudos… El mar se vuelca sobre la brazola de la cabina. ¡Esto sí que es balanceo! Las portillas han desaparecido bajo… ¡Muchacho! ¡Parece como si los oídos me fueran a reventar!… Suzette y Joliette, tan frescas. Parece que saben que tienen siete vidas… En la costa puedo ver a las palmeras besando el suelo… se parecen a los erizos de mar cuando baja la marea… ¡Atiza! ¡Pensé que…! Nos inclinamos ochenta y cinco grados.
En la audición de la cinta se nos podía oír a Jud y a mí gritar, chillidos mezclados con risas y carcajadas. La naturaleza no proporciona nada que iguale a un huracán —aunque sea siempre devastador—, por su tremenda emotividad que pone los nervios tensos como cuerdas de violín. Fue una noche fantástica.
Los vientos empezaron a aminorar antes del amanecer; se informó de que todavía se producían fuertes ráfagas. El yate Marinero, con una tripulación de tres hombres, a los que recientemente había conocido, se daba por perdido. Unos días después se encontraron algunos restos del Marinero; pero no los cuerpos de mis amigos.
A la mañana siguiente examiné al Dove, por si había sufrido daños. Casi ninguno. Un pequeño trozo del foque que se soltó de sus ataduras y se desgarró.
En la isla era cosa diferente. Armados con cámaras fotográficas, Jud y yo recorrimos calles y carreteras cubiertas de restos hasta la aldea de Tula, que había sufrido los efectos peores de la tormenta. La mitad de la aldea había desaparecido.
Casi todas las viviendas indígenas de Samoa son de construcción muy ligera, siendo por tanto barato y fácil reemplazadas. En Tula vimos a los vecinos ayudándose unos a otros a retirar escombros y a construir nuevas viviendas. Jud y yo nos unimos a los equipos de limpiadores y los isleños al parecer nos lo agradecieron. Una señora polinesia, Fa’aava Pritchard, nos invitó a cenar y pasamos la noche en su casa, que había resistido el huracán por ser una de las pocas construidas de bloques de cemento. Hablamos mucho del huracán y nos contamos historias, y luego la señora Pritchard me preguntó a qué me dedicaba, y yo le hablé del Dove.
Cuando terminé de hablar ella asintió con la cabeza y se quedó en silencio por un momento. Luego me dijo:
—Te daré un nuevo nombre. Tú eres Lupe Lele. En nuestro idioma significa «Paloma Voladora»[1].
Me sentía conmovido, Después de cenar encendieron la radio y sintonizaron una estación local de música ligera, y aquella anciana abuela me pidió que bailara con ella. Su cara estaba tan arrugada como la corteza de un nogal; pero sabía bailar mejor que yo.
A la mañana siguiente la señora Pritchard me enseñó a freír hojuelas de plátano. No sé cuánta harina ponía; pero recuerdo el resto de la receta. Se aplastan diez bananas en una pasta cremosa, se le añaden tres cucharillas de azúcar, tres tazas de leche agria, una taza de agua y se agita bien. La mezcla es luego frita en aceite muy caliente hasta que se vuelve tostada. Finalmente cada hojuela es cubierta de azúcar como si fuera un buñuelo y servida con fruta fresca. Sirve como desayuno para una familia samoana de cinco personas. Lo recomiendo.
Pago Pago es uno de los puertos más activos de los Mares del Sur y es visitado por una gran variedad de barcos de muchas nacionalidades. Un carguero soviético que estaba anclado me intrigó especialmente porque la guardia costera patrullaba a su alrededor las veinticuatro horas del día, y la gente del puerto trataba a la tripulación con poca amabilidad. Hablé con un par de miembros de la tripulación y éstos me invitaron a subir a bordo. Cuando yo les entregué un saco de cocos, ellos pusieron en mi mano unos cigarrillos de no muy buen aspecto. Un tercer tripulante, que hablaba muy mal el inglés, me entregó un folleto, asegurándome varias veces que no decía «nada de política». No puedo asegurarlo porque lo perdí antes de poderlo leer. Lo sentí por la tripulación, porque parecía estar muy vigilada, y que se divertía poco, y las islas Samoa están hechas para divertirse.
Una noche, al regresar al Dove, encontré a faltar a Suzette. Antes yo había amarrado el bote a un muelle y las gatas se volvieron locas al redescubrir el olor y el sabor de la tierra y la hierba. Un gatazo con aspecto de rufián se abría camino entre cubos de basura, y yo sospeché que la linda Suzette había sido rápidamente seducida. No la volví a ver y la eché de menos más de lo que me atrevo a admitir. Una vez ida su hermana, Joliette no se despegó de mis talones; pero ella también debió de haber pasado una noche de juerga, ya que unas semanas más tarde fue evidente que iba a tener gatitos.
El primero de mayo, tras de haber permanecido demasiado tiempo en tierra, zarpé para el archipiélago de las Vavau, un grupo de doscientas islas, algunas de pocos kilómetros de extensión, y de gran variedad. Fue una buena travesía, aunque con vientos borrascosos y mar encrespada, la clase de tiempo para poner a prueba mi capacidad marinera una vez más. Al cabo de cuatro días anclé el Dove en el puerto de Neiafu, que estaba atestado de embarcaciones de cabotaje de las islas, un cuadro de mástiles, lonas plegadas y marineros balanceándose. Podía creer que estaba en el viejo Boston, en los tiempos de la Partida del Té.
Al poner pie en tierra se acercó a mí un anciano, quien, quitándose el sombrero, me invitó a ir a ver a su amigo el jefe Kaho. Yo le repliqué que lo que quería hacer inmediatamente era cargar las baterías del Dove, así que él se ofreció a ayudarme a hacer esto.
Me pregunté por qué estos isleños eran tan amistosos, y al principio pensé que porque yo era joven; pero pronto me enteré de que los tonganos extienden la hospitalidad polinesia a todos los palalangi (nombre que dan a los extranjeros, porque así llamaron a los primeros colonos blancos). El explorador James Cook hizo bien en llamar a este archipiélago «las Islas de los Amigos».
En la noche de mi llegada yo grabé: Éste debe de ser uno de los lugares más encantadores de la tierra. Es fácil comprender por qué el jefe Kaho me dijo: «Serás feliz aquí hasta el fin del mundo.». Mi única queja es que comí demasiado de la langosta que me ofreció.
Tras explorar algunas de las islas en los días siguientes, yo dije a mi magnetófono: ¡Qué diferentes son estas islas! ¡Diferentes como unas flores de otras! ¡Como unos árboles de otros! También la gente es diferente. ¿Por qué pensamos que toda la gente ha de ser igual?
El tiempo fue maravilloso y yo hice cruceros por las islitas y los arrecifes de coral de la parte meridional de las Vavau. Cuando el viento amainó completamente, utilicé mi fueraborda, y en aguas tan lisas y claras como el cristal, me zambullí y exploré la vida submarina. Los colores de algunos peces eran increíbles mientras nadaban entre frondas de coral. A menudo hallaba conchas y empecé una colección que con el tiempo llegaría a ser muy grande. Herví la carne de estas conchas y pronto descubrí que era el mejor de los manjares.
En estas islas, así como en otras que visité, los nativos al parecer tenían un medio de comunicarse con tiburones y tortugas. Me hablaron de una ceremonia en la cual las mujeres llamaban a la «madre de las tortugas», una enorme criatura a la que se atribuía una edad de varios centenares de años.
En los mercados de las islas mayores cambié algunas piezas de ropa usada por conchas moteadas, collares hechos a mano y fascinante tejido de tapa. Este tejido se hace machacando corteza de árbol, poniéndola a secar y pintándola con dibujos geométricos.
En el archipiélago de las Vavau asistí a la primera de mis varias ceremonias rituales de kava. El kava, una bebida ligeramente narcótica, es el «café» de los isleños. Está hecho de la raíz de un arbusto de la pimienta y tiene un ligero aroma terroso que nunca me acabó de gustar. Si me bebía una o dos tazas, se me quedaban la lengua y los labios abotagados, como si me hubieran puesto una ligera inyección de novocaína. Si me bebía de tres a cuatro litros, me parecía que mis piernas ya no eran mías. En muchas tiendas y oficinas hay cuencos permanentemente llenos de kava, que es bebido por los clientes o el personal, del mismo modo que en un despacho norteamericano hay fuentes de chorro.
Me invitaron a una fiesta de cumpleaños y comí pulpo, una delicia de la gastronomía tongana. Mi anfitrión me dijo que los pescadores van a pescar pulpos con cebos con forma de rata.
Hace mucho tiempo, según cuenta la leyenda, algunos pájaros, un cangrejo ermitaño y una rata iban en canoa; pero un celoso martín pescador que no fue admitido en el grupo picó un agujero en el bote. Cuando la canoa empezó a hundirse, los pájaros echaron a volar, el cangrejo llegó nadando a la costa; pero la rata, que se estaba ahogando, fue salvada por un pulpo. Al llegar a la playa, la rata, intencionadamente, se orinó en el pulpo, quien naturalmente se contrarió mucho. Desde el día de este insulto los pulpos consideran a las ratas enemigos mortales. Así que los pescadores tonganos se aprovechan con ventaja suya de esta antigua enemistad.
La amabilidad de estas gentes se refleja en su idioma, y a mí me gustaba permanecer sentado durante horas en un embarcadero o en una ceremonia kava escuchando sus conversaciones. Casi todo diálogo, incluso con un policía, termina con el saludo: Mal e lelei, mal e folau. (Buenos días, y gracias por venir).
En estas islas es corriente poner sobrenombres a los visitantes, y en una fiesta en Tongatabu, el jefe Kalaniuvalu me tituló Kai Vai.
—Eso significa «Come Agua» —me explicó; y, cuando yo enarqué las cejas se echó a reír y añadió—: Por favor, no se ofenda. Es el nombre que dábamos al guerrero que iba en la proa de una canoa, el guerrero que protegía al jefe de la rociada de espuma. Es un nombre honorífico.
En Nukualofa fui invitado a la ceremonia especial del kili-kili, que señalaba el fin de los seis meses de luto por la amada reina Salote, quien había gobernado Tonga durante casi un siglo. Los ritos funerales duraron tres días, durante los cuales los jefes y ancianos cubrieron la tumba de la reina con millares de relucientes piedras volcánicas traídas casi todas de la isla Tofua, a unas cien millas al norte.
Mi anfitriona tongana me prestó un traje negro y un taovala, una esterilla de hierba trenzada que se lleva alrededor de la cintura. En la ceremonia celebrada en la «Morada del Amor», vi al nuevo rey, Taufaahau Tupou IV, pero no hablé con él. Aunque pesa 158 kilos, es uno de los mejores surfers y zambullidores de Tonga.
Los tonganos son un pueblo muy religioso, y como sus islas están muy cerca de la linea internacional de cambio de fecha, afirman muy orgullosos que «aquí es donde empieza el nuevo día de la Tierra, así que nosotros somos el primer pueblo del mundo que reza cada mañana».
Para mí fue duro tener que dejar las islas Tongatabu, tal como lo fue para el capitán Cook dos siglos antes. Y escribí en mi cuaderno de bitácora las mismas palabras que empleó el capitán Cook dos siglos antes:
«Así nos despedimos de las Islas de los Amigos y de sus habitantes, tras una estancia de entre dos a tres meses, tiempo durante el cual convivimos en la más cordial amistad».
El 21 de junio zarpé para Fulanga, en las islas Lau, a 210 millas de distancia, en compañía de los yates Corsair II, de África del Sur, y Morea, de California. Fulanga es un atolón aislado con soleadas playas blancas y una aldea de chozas de ramas, viejas como Matusalén. Yo hice un cambalache de bolígrafos y ropas por cuencos esculpidos de kava y esterillas de tapa. Dos días después el Dove y los otros dos yates zarparon para Suva, el importante puerto de la isla principal del grupo Viti Levu, y capital de las Fiji.
Apenas habíamos pasado el cabo más septentrional de Fulanga, cuando nos vimos sorprendidos por una mar gruesa y tuvimos que luchar con el viento. Como en el Dove estaba entrando mucha agua, parecía razonable resguardarse al socaire de la isla Kambara, y esperar a que mejorara el tiempo. Traté de avisar con señales de mi intención a los otros yates; pero el Morea, una lisa y brillante embarcación de quince metros, ya se había adelantado. Hice señales con mis brazos vigorosamente al patrón del Corsair, Stanley «Jeff». Jeffrey; pero él interpretó erróneamente mis señales por un amistoso saludo. Respondió a mis salutaciones amistosamente y prosiguió su rumbo.
Los otros yates llegaron a Suva, dando por supuesto que yo iba en pos de ellos; pero como al cabo de un par de días yo no había llegado aún, temieron que me hubiera hundido. Jeff Jeffrey dispuso que se diera una alerta por radio.
Yo me tomé mi tiempo, entreteniéndome dos días en la isla de Kambara, donde me pidieron que llevara una mujer enferma a Suva. En el último momento los familiares de la mujer, al ver el Dove, movieron la cabeza. Creo que decidieron que la enferma tendría más probabilidades de sobrevivir si se quedaba en casa. Así que yo zarpé con Joliette, ahora completamente recuperada del parto de unos gatitos que nacieron muertos.
Bajo una luna llena el 2 de julio yo anclé al Dove cerca del Corsair y del Morea, en el puerto de Suva, que es el rey de los puertos de los Mares del Sur, y a la mañana siguiente bajé a tierra. Éste era un puerto avanzado del Imperio Británico, y yo esperaba encontrar la típica hospitalidad británica; pero un fijiano, recién nombrado funcionario del puerto, me pidió pomposamente un depósito de cien dólares. Saqué todo el dinero que tenía en los bolsillos, que ascendía exactamente a 23,43 dólares. Por suerte el cónsul norteamericano, que al parecer tenía noticias de mí, vino en mi ayuda garantizando que el gobierno de los Estados Unidos pagaría los gastos si yo encallaba.
El Yacht Club local era un centro turístico, y el Dove se convirtió en una atracción. No tenía escapatoria, ni siquiera metiéndome en mi cabina, porque los turistas atisbaban por las portillas como si yo fuera una nueva criatura marítima enviada para el acuario de Harbor Light. La situación no mejoró cuando el periódico local habló del «muchacho que ha cruzado el Pacífico en una taza de té».
Los fijianos son una raza apuesta; los hombres son, generalmente, muy musculosos y sobresalen sobre metro setenta de estatura. Son verdaderos melanesios, de piel muy oscura, y de pelo alto, recio y muy crespo que les complace tanto que era una ofensa mortal tocar la cabeza a un fijiano. Los fijianos son ahora superados en número por los hindúes, que primeramente vinieron como mano de obra contratada en el pasado siglo, y ahora administran casi todo el comercio. Aquí, como en casi todas las islas que se extienden desde el Pacífico a la costa africana hay mucha hostilidad y tensión entre los bonachones y cachazudos nativos y los astutos y trabajadores inmigrantes de la India.
A cambio de unas pocas monedas los ancianos se muestran propicios a hablar a los turistas de los tiempos en que sus antepasados cocinaban la mbokola (carne humana), hirviéndola o asándola en hornos subterráneos. Pero a los fijianos que viven apartados de las rutas turísticas no les gusta que les hablen del sabor de los misioneros. Una broma que puede provocar a un fijiano a luchar es decirle «Kana nai vava Baker». («Cómete las botas del señor Baker»), refiriéndose al reverendo Thomas Baker, quien fue hervido en el último festín caníbal (año 1867).
Mientras yo estaba en la isla principal de las Fiji, tuve la oportunidad de explorar el interior con una señora de Hawai amiga de mi familia, Louise Meyer, patrona de otro yate oceánico. La señora Meyer alquiló tres caballos y, como íbamos cinco, nos turnábamos para cabalgar. Las monturas eran tan huesudas que yo prefería ir andando. En el corazón de la isla asistimos a una ceremonia kava fijiana, que se diferenciaba de las otras a las que yo había asistido en Tongatabu.
Aquí el kava (llamado yaqona) era preparado por mujeres, una de las cuales colocaba la raíz en un cuenco y, siguiendo un rito, iba añadiendo agua con un pedazo de caña de bambú. El jefe licorero machacó la raíz hasta convertirla en una fina pasta del color del barro, y luego la exprimió a través de las fibras de unas hojas de hibiscus. Mientras tanto los hombres cantaban y palmeaban rítmicamente, mientras golpeaban un lali, un tambor hueco de madera. El copero recogió la bebida en una cáscara de coco, que luego nos fue pasando uno a uno, por turno. Hay que beberse el contenido de un trago y luego gritar: «¡Maca!». («¡Terminado!»).
Cuando el kava terminó, la gente de aquel pueblo empezó una danza nativa, animada por cuatro hombres de torsos desnudos que marcaban un ritmo en sus lalis, y a cantar una balada diciendo que el demonio daba la vuelta al mundo con más rapidez que un astronauta, con paradas en Nueva York, Ciudad del Cabo y otras partes. Aunque cristianizados, a los fijianos les gustan todavía sus antiguas supersticiones, en las cuales el demonio desempeña un papel principal, junto con adivinos, brujos y demás.
En lo que llevaba de viaje, cuando me había visto escaso de fondos, había recurrido con éxito al intercambio de las ropas usadas y los bolígrafos que yo llevaba por comida. En Samoa y en las Tonga esto había sido como un juego, sin reglas escritas, pero jugado con buen humor. En Fiji la reacción fue muy diferente. Cada vez que intentaba hacer un cambalache la gente se mostraba codiciosa y astuta, con una sequedad que insinuaba que yo trataba de aprovecharme de los vendedores.
Hablé de este problema con un yatista amigo, Dick Johnston, quien había pasado mucho tiempo entre los fijianos y conocía su idioma. Me aconsejó que no intentara hacer trueques ni regateara, y que me apresurara a regalar las prendas viejas de ropa y los bolígrafos. Me advirtió que no devolviera regalo por regalo, sino sólo que diera las gracias.
Esto parecía un poco extraño; pero salió bien. Cambié mi actitud hacia los fijianos, y a partir de entonces fue raro que yo estuviera escaso de alimentos, y me llevé mucho mejor con los isleños.
Dick Johnston, quien había reñido con el patrón de su yate, navegó conmigo desde una de las islas Fiji hasta el puerto de Suva. En el club de yates de Suva, Dick oyó que alguien nombraba a una chica que él había conocido una vez en California. Esta chica estaba al parecer en el otro lado de la isla principal, en Lautoka. Dick decidió tomar un autobús a ver si podía encontrarla.
Así que me quedé otra vez solo en el Dove, atracado en el club de yates. Entonces un camarero vino a decirme que Joliette acababa de ser atropellada por un camión.
El camarero me lo contó con la misma indiferencia que si me hubiera hablado del tiempo. No podría haber comprendido que Joliette había sido mi compañera de a bordo durante un año, que no era como los otros gatos que merodeaban por el puerto, ahora tirada en el arroyo, sino un probado camarada de alta mar.
En aquel momento habría dado la mitad del equipo que llevaba en el Dove por volver a tenerla, por sentir que me hociqueaba los tobillos, u oír sus maullidos pidiendo la cena. Me encerré en la cabina del Dove y lloré como un niño. No me habría sentido más solo de haber estado a quinientas millas de tierra. No tenía a nadie con quien hablar, y menos a algunas de aquellas personas del club de yates, quienes no disimulaban su disgusto por mí, «ese muchacho descalzo con los pantalones rotos».
Al anochecer, y sintiéndome profundamente triste, me dirigí al bar del club de yates y compré una botella de vodka. Regresé al Dove y me emborraché totalmente.
Dos días después fui despertado por alguien que golpeaba el techo de la cabina. El ruido retumbaba en mis oídos como si fuera de cañonazos. En mi boca había un sabor a zapatos de tenis quemados, y la luz que entraba por la escalerilla de la cámara parecía los fuegos del infierno. Sufría los efectos de una resaca que habría sido considerada de antología en la literatura de los Alcohólicos Anónimos.
Dick me estaba diciendo algo de una chica que necesitaba un sitio para dormir, porque su jefe no le había pagado los salarios y estaba escasa de dinero.
Me incorporé y cubrí mis ojos con las palmas de las manos.
—¿De qué estás hablando? —refunfuñé.
Dick comprendió la situación: la botella de vodka vacía, el caos que reinaba en la cabina.
—Es sólo por esta noche —me dijo—. Ya le buscaremos luego otro sitio. ¿Quieres salir y conocerla?
—¿No puedes quitarte de ahí? —le dije, y eché un vistazo a mi reloj—. Pero ¿qué hora es?
Cosa increíble, era media tarde. No había comido en cuarenta y ocho horas y me estremecía por las náuseas. Dick bajó por la escalerilla y me metió los brazos por las mangas de una sudada camisa y mis piernas en unos pantalones manchados de grasa. Penosamente subí a cubierta y bajé al muelle. Me dirigí tropezando hacia el césped que había frente al club de yates y alcé la cabeza.
Fue la primera vez que vi a Patti Ratterree.
Era preciosa. La cabeza echada hacia atrás por la risa, llevaba un vestido isleño de azul brillante. Muy femenina. Su pelo tenía el color del trigo y le caía sobre los hombros. Miré con envidia hacia Dick.
—Encantado —farfullé, y luego, dirigiéndome hacia Dick—: Ahora comprendo por qué fuiste hasta el otro lado de la isla.
La chica dejó de reírse, y con una pierna ligera color miel me dio un puntapié en el trasero.
—¡Eh! ¿Qué es eso? —protesté.
Ella se me quedó mirando durante unos segundos con burlona gravedad.
—Ése es uno de mis puntapiés amistosos —repuso—; lo justo para recordar que sé cuidar de mí misma.
Ella volvió a reírse, enseñando unos dientes maravillosamente blancos, y sus ojos muy azules. Había un reflejo de ámbar en su ojo izquierdo, como si hubiese prendido y retenido un poco de la luz del sol. Yo hice una mueca.
Dick nos miraba a los dos, primero con ansiedad y luego con alivio, y dijo:
—Está visto que llegaréis a ser buenos amigos.
Los tres nos dirigimos al Dove, y Patti retiró la botella de vodka vacía. No dijo nada, se limitó a dirigirse al hornillo e hizo café.
Patti durmió en el Dove; pero si alguien del club de yates hizo el mirón por alguna apuesta, perdió el dinero. Yo ni siquiera le toqué la mano. Y no era por inexperiencia. Los muchachos crecen muy de prisa en California, aún más rápidamente en los Mares del Sur, y yo tenía ya dieciocho años.
Pero estábamos en territorio desconocido, extraño y lleno de tensiones. No es que la religión ni nada nos contuviera, ya que ambos éramos tan paganos como los pigmeos del Congo, y a mí me importaba un comino lo que pensaran aquellos tipos del club de yates. Si algunos imaginaron algo sucio, se equivocaban.
Patti y yo pretendimos que no había nada entre nosotros, fingiendo indiferencia, hablando de cosas triviales, tomándolo todo a risa. Pero era como colocar una valla para impedir la marea.
Unos pocos días después yo le pregunté si quería venir conmigo a las Yaswas, un grupo de las Fiji alejado de las rutas turísticas.
—Podríamos alejarnos de esta gente de aquí —le dije rápidamente—, internarnos por aguas claras, zambullirnos juntos, ir en busca de almejas.
Ella estaba sentada en el techo de la cabina, con sus piernas morenas colgándole sobre la escalerilla. Se me quedó mirando muy seriamente por un buen rato, y luego asintió con la cabeza.
Empecé a preparar al Dove para el viaje, y ya estaba listo para poner en marcha el fueraborda cuando recordé que era viernes.
—No podemos salir hoy —le dije.
—¿Por qué no?
—Una vez cometí el error de zarpar en viernes.
Ella se echó a reír.
—Pues no pareces un tipo supersticioso.
No zarpamos hasta dos minutos después de medianoche.