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Avisto tierras en mi soledad

La travesía hasta Hawai fue demasiado fácil. El Pacífico suele ser así: días de navegación sin más que olas de un metro y vientos de quince nudos. Dove resultó magnífico y las gatitas se portaron muy bien en cuanto supieron andar como marinos.

Era un alivio ver cómo la veleta de dirección funcionaba bien, de modo que yo podía moverme por la cubierta y la cabina confiado en que llevaba buen rumbo.

Al ponerse el sol empecé a marearme, nueva y sorprendente experiencia, ya que yo era buen marinero. Pensé que los síntomas eran sólo una reacción a la tensión de la salida, y la primera punzada de la soledad.

La soledad había de ser mi única compañera durante mil días, y en las más largas de las noches. A veces, era algo que yo podía tocar. La soledad subió subrepticiamente a bordo apenas empezaban a difuminarse las luces de la isla Catalina, y yo me dije que el tiempo y la distancia la destruirían. ¡Qué equivocado estaba! No había modo de acabar con este enemigo, y mi única defensa eran las tareas que toda embarcación exige cuando navega, la actividad requerida por un repentino vendaval o la concentración de fijar el rumbo de acuerdo con el sol o las estrellas.

A las nueve de la noche me obligué a abrir una lata de carne estofada y a comer, y luego sintonicé en la radio mi emisora favorita con su programa de música rock. Era interesante oír decir al locutor del boletín de noticias que yo proseguía felizmente mi navegación. «El primer muchacho solitario que intenta circunnavegar el mundo». El locutor se atrevía a decir muchas cosas más, y a veces se equivocaba, como cuando añadió: «Lo más importante en el equipaje de Robin es un estante lleno de libros».

—¡Y un rábano! —dije yo a los gatos.

Al anochecer el mar se vio iluminado por fosforescencia, pequeños destellos en los pliegues de las aguas que se alejaban del timón. La fosforescencia me recordó el aspecto de Los Ángeles visto de noche desde un avión. Cuando uno está solo las cosas se ven diferentes. Me parecía como si el mar estuviera ofreciendo un espectáculo especial para un solo espectador. Incluso las estrellas parecían ahora hechas para mi propio entretenimiento.

Pero ante mi grabadora yo hablé de cosas más sencillas: Joliette tenía diarrea. A las gatitas no les entusiasmaba mucho la espuma, que les caía por sorpresa al saltar por encima de la proa. Acabo de secarlas con una toalla y ellas se han apoderado de mi saco de dormir. La isla Catalina está casi fuera de la vista. El viento es firme y sopla a quince nudos.

Si había alguna pieza de equipo adicional a bordo del Dove más importante que las otras, era mi grabadora portátil de baterías. Con ella no sólo completaba los escuetos detalles anotados en mi cuaderno de bitácora, sino que registraba, a veces demasiado íntimamente, mis temores y esperanzas, los pensamientos que se me ocurrían y mis sentimientos más profundos. Durante todo el viaje en los puertos de arribada yo mandaba las cintas grabadas por correo a mi familia. En total componían más de doscientas horas de escucha, en su mayoría sin importancia, charla ociosa, nombres de personas y lugares; peces, buques y aviones avistados. Pero la cinta magnética tomaba también los ratos de peligro y excitación, y sobre el sonido de mi voz podía oírse, a veces, el rugir y el tronar de una tormenta o los chillidos de los delfines que hociqueaban el casco del Dove.

Al segundo día de mi partida de San Pedro yo grabé: He hecho 103 millas en veinticuatro horas, casi siempre con un foque rizado. No me quedé dormido hasta el amanecer, y luego dormí hasta las diez. Las gatitas están ahora comiendo, jugueteando y arañando a todo lo que se mueve. Desayuné huevos y patatas y un bocadillo de atún. Cuando iba a llevarme el bocadillo a la boca le chorreó la espuma, así que no tuve necesidad de echarle sal. Estoy preocupado por la estufa de alcohol, porque la noche última se encendió sin razón aparente. También estoy preocupado por la cantidad de keroseno que gasta mi lámpara Colemán.

Al caer la noche colgué la Colemán a popa, de modo que quinientas bujías iluminaran la recámara y las velas, siendo de esperar que fueran una advertencia más para los buques que se cruzaran en mi camino. La lámpara tiene que ser bombeada cada dos horas, una tarea que pronto me cansó.

En la tarde de mi tercer día en el mar, el cielo se nubló. Con las tinieblas me sentí desanimado. Durante el viaje habría de descubrir que el tiempo afectaba mi estado de ánimo. Con un cielo claro mi moral era buena, a menos que estuviera en una zona de calmas ecuatoriales. Pero cuando el cielo tenía cerrazón, a menudo me sentía también sombrío y me preocupaba por los más ínfimos problemas.

Aquella tercera noche yo grabé: Acabo de cenar pavo en conserva y batatas, que se me pegaron al cielo de la boca. ¡Tendré que guisar yo! Tomé mi primera luna LDP (línea de posición) con un sextante.

Siguieron varios días con una clase de navegación que habría hecho las delicias de un tío anciano una tarde de domingo en el puerto de San Pedro; vientos lo suficientemente fuertes para hinchar la vela mayor y el foque; pero no lo suficientemente fuertes para meter debajo las bordas. Desde el principio yo había considerado esta primera etapa hasta Hawai como un crucero de ensayo, una prueba de la respuesta del Dove al viento y al agua, y de mi destreza como capitán, navegante, compañero y cocinero. Se me iba mucho tiempo con la lectura del sextante y la comprobación de la LDP con mi anticuado cómputo de corredera.

Al décimo día alcancé los vientos alisios, que impulsaron al Dove a lo largo de 120 millas en veinticuatro horas, y el claro cielo nocturno me permitió fijar por primera vez mi posición por las estrellas. Esto me emocionó bastante y grabé: Son las dos de la madrugada y sé exactamente dónde estoy. Es muy divertido.

Cuando ya llevaba navegando dieciséis días, sintonicé una emisora de radio hawaiana y de ese modo pude presentar a las gatitas la música de Hawai. Me quejé ante la cinta de grabación: No parecen apreciar la música tanto como yo. La emisora de Honolulú acaba de hablar de mí. El locutor acaba de leer una carta de mi padre, que ha pedido a todos los buques que cuiden de mí. ¡Es de mí de quien están hablando! Hablaron durante cinco minutos, ¡cosa extraña! Pero no he visto ningún buque. La única cosa que me recuerda que hay gente en otras partes es la estela de los reactores. Trato de imaginarme a un tipo navegando en un pequeño bote por el centro del Pacífico. ¡Y ese tipo soy yo!

Durante toda mi travesía habría de descubrir que la primera o segunda pregunta que me hacía todo periodista era qué hacía durante tanto tiempo en el mar. Parece extraño; pero casi siempre tenía algo que hacer, generalmente pequeñas tareas como limpiar el bote, o reparar algo, o guisar. Si no tenía nada que hacer, leía o hacía algún trabajito como pintar el interior de la cabina o limpiar la estufa.

Me gustaba mucho escribir notas y meterlas en una botella. La primera vez que lo hice fue cuando me dirigía hacia Hawai. La nota decía:

«Me llamo Robin Lee Graham. Tengo dieciséis años y voy navegando en un bote de vela de ocho metros hacia Honolulú. Mi posición es 127° O; 22° N. Si encuentra esta nota, por favor escríbame y dígame dónde la encontró. Muchas gracias». Añadí mi dirección en California. Nunca recibí respuesta a mis notas embotelladas. Quizás estén todavía meneándose en el Pacífico o amarilleándose al sol en alguna costa lejana.

En mi biblioteca figuraban el Hawai, de Michener (que a mí me gustaba mucho), Beyond the West Horizon, de Hiscock; Al este del Edén, de Steinbeck; Two Years Before the Mast, de Dana; la historia del viaje en la Kon-Tiki de Heyerdahl, y El motín de la Bounty, de Nordhoff y Hall. Mis libros escolares permanecían bajo la ropa usada en la cabina, aunque yo estaba lleno de buenas intenciones.

Así que estos primeros días los pasé escribiendo en el cuaderno de bitácora, tomando posiciones con el sextante, dando de comer a los gatos, lavando mis ropas, siempre limpiando y ordenando el bote. Generalmente permanecía despierto de noche y dormía desde el amanecer hasta quizá media mañana. Hubo algunos momentos de alarma.

Dije a la grabadora: ¡Dios mío! ¡Qué susto! Con toda ese agua penetrando alrededor. Creí que el Dove se estaba hundiendo. Y ¿qué fue? Estaba a punto ya de soplar la balsa hinchable cuando me di cuenta de que me equivocaba. Una de las juntas de plástico se había fundido, supongo que por el escape del motor cuando estaba cargando las baterías. Era fantástico el modo tan rápido como había penetrado el agua. Como pude bombeé el pantoque e hice otro taco con un pedazo de madera. ¡Mi madre! Menos mal que al fin quedó todo arreglado y ahora se desliza a cuatro nudos.

Otra pregunta que me hacían a menudo, al menos en mi primer año de navegación, era qué pensaban mis padres acerca de mi viaje. Mi madre jamás ocultó su oposición y creo que incluso habló con abogados tratando de impedirlo. Pero mi padre siempre estuvo a favor del mismo. Poco después de verme zarpar de San Pedro, escribió una carta a mi madre tratando de evitar que se preocupara, y él luego publicó la carta en varios periódicos, quizá para responder a las críticas que se hacían a mis padres por permitir que un muchacho en edad escolar se enfrentara «no sólo a los peligros de las profundidades», como el corresponsal de un diario declaraba, «sino a los peligros de los salvajes». La carta de mi padre decía:

Queridísima Norma:

Terminado nuestro trabajo. Lee se hizo a la mar. Contemplé la salida del bote hasta que se perdió de vista en la niebla matinal. Volví al embarcadero a retirar algunas cosas. Todos los que fueron a desearle buen viaje se habían ido ya y el embarcadero estaba vacío.

Mientras conducía hacia casa sin tenerlo a mi lado, como habíamos hecho durante tantos días, sentí un gran vacío. Hemos estado tan próximos y atareados, y ahora no hay nada. Siento como si Lee hubiera zarpado de mi vida. He perdido su compañerismo juvenil. Cuando lo vea de nuevo será un hombre, en busca de una vida propia con otros amigos y otros intereses en donde ni tú ni yo estaremos incluidos.

Eso les ocurre a todos los padres; pero es tan difícil aceptarlo cuando sucede tan de repente como me sucedió a mí, cuando él se alejó del desembarcadero y luego fue canal abajo. No creo que nunca lo hubiera dejado ir si no lo quisiera tanto. Habría sido más fácil para mí mantenerlo en casa.

En el fondo de mi corazón sé que lo más justo es haberle dejado marchar. Él se sentía hoy más feliz que nunca, o que probablemente lo será. Y más feliz a los dieciséis años que mucha gente lo será después de llevar una vida cómoda, alargándola hasta un final seguro.

Lee conoce los riesgos que va a correr, como sabe que hay riesgos en casa. Nadie puede ser enteramente protegido de los percances de la vida.

Si le ocurre algo a Lee —y si eso ocurriera sería mi fin—, aún seguiría creyendo que hice por él lo que era debido.

Tenga éxito o fracaso, está cumpliendo con su destino. Todos tenemos una sola vida; algunas son cortas y otras largas. Él ama la vida y quiere obtener de ella algo más que lo que obtendría sometiéndose a los convencionalismos por temor al qué dirán, o ser un rostro más en el rebaño multitudinario.

Por favor, no te preocupes por Lee. El bote es todo lo seguro que puede ser. Él sabe que ésta es la cosa más grande que le pueda suceder y aprecia lo que hemos hecho por él para que haya sido posible.

Con todo mi cariño,

LYLE

Estoy seguro de que mi padre escribió esa carta con toda sinceridad. Sé que estaba muy preocupado al verme ir. Pero después, cuando quiso seguir dirigiéndome desde lejos, tuve que recordarle que él me había dado libertad. Aprendí que mis ideas sobre la libertad eran diferentes, porque luego los dos habríamos de sentirnos dolidos.

El Dove prosiguió hacia Hawai con una marcha regular, y yo continué grabando en cinta los pequeños sucesos de mi viaje: las gatas atraparon a un pez volador y lo miraron tan contentas como si hubieran atrapado un bote de crema… Hoy es viernes trece (de agosto), arrié la vela mayor, no debido a la fecha sino porque cayó un chubasco. Disfruté de un baño de agua de mar, y me eché por la cabeza varios cubos de ese líquido salobre. ¡Vaya! ¡Qué bien se siente uno cuando está limpio!… El olor en la cabina ha desaparecido, así que debía de ser yo quien lo causaba y no los gatos

Quince de agosto a las cinco de la mañana. ¡Caramba! ¡Acabo de ver al primer barco!… Se ve que informó que me había visto, pues luego oí por radio Honolulú que había sido avistado. La radio dijo que había habido «cierta ansiedad por mi seguridad». Eso es demasiado. ¿Quién va a verse en dificultades con un tiempo como éste?

De todos modos, iba más adelante de lo que creía, ya que el barco ha informado de que mi posición era de sólo 270 millas al este nordeste de Oahu.

Los periódicos de California y Hawai tuvieron un gran día, y lo que no sabían lo inventaban. Un diario, que yo leía más tarde, decía que yo estaba «trabajando industriosamente con mis libros escolares». El periódico añadía: «la hospitalidad de los hawaianos es famosa; pero Robin Lee no podrá asistir a todas las fiestas a las que ha sido invitado porque está deseando obtener su segundo diploma en el bachillerato y cree que la mejor manera de aprender es marcharse a un lugar tranquilo… como el océano».

Así que muchos periódicos escribieron de mí como si yo fuera el Pequeño Lord Fauntleroy. La verdad es que no había abierto ni un libro de texto. Prefería pescar. Mi equipo de pesca estaba en Honolulú; pero yo me ingenié mi propio método para cambiar de dieta. Un día metí un pedazo de atún en conserva dentro de una bolsa de plástico y la arrastré con una cuerda. Agarré el otro extremo de la cuerda con mis dientes para tener las manos libres a fin de sujetar mi arco y flecha. Un gran mahimahi se aproximó a lo largo del costado, hociqueó la bolsa de plástico y luego tiró de ella. Tuve suerte de no perder mis dientes y el pez se me escapó. En aquel momento un avión planeó muy bajo haciendo círculos sobre mí. Una hora después la radio informó de que mi madre iba en dicho avión. Habían estado buscándome durante una hora.

Es fácil de comprender que los mejores momentos de la navegación son aquellos en que es avistada tierra por primera vez. Vi la isla de Oahu al amanecer en mi vigésimo segundo día en el océano y grité tan fuerte que los gatos arquearon sus lomos. A la entrada del puerto de Ala Wai una lancha a motor de la Guardia Costera se me acercó y se ofrecieron a remolcarme. Con tantos botes pequeños alrededor me pareció una buena idea aceptar.

La prensa y la televisión debían de estar escasos de noticias, ya que acudieron al puerto en una pequeña armada. Uno de los reporteros me gritó desde su embarcación:

—¿Qué vas a hacer cuando desembarques?

—Buscar un baño de caballeros y ducharme —contesté.

En realidad me encontraba tan cansado que amarré el Dove en un desembarcadero cercano al lugar donde Jim, Arthur y yo habíamos zarpado en el malaventurado Hic. Me había visto obligado a permanecer despierto las tres noches anteriores, pues se me había acabado el keroseno para mi lámpara de Colemán. No había dormido más que a ratos durante el día, y quizás habría dormido un total de catorce horas en las últimas sesenta.

Fue maravilloso volver a ver a mi madre y a mi hermano Michael, y no me importó que las chicas guapas me colgaran al cuello collares de flores. Hawai es siempre divertido. Pero estaba ansioso por alejarme otra vez y estar fuera del alcance de gentes que extremaban sus efusiones a mi alrededor por haber sido el más joven marino solitario que hubiera hecho el viaje California-Hawai. Unos pocos días después mi padre vino en avión desde California y me ayudó a preparar el Dove para la travesía hacia el sur.

Ahora era como entrar a formar parte de la big league o la primera división. El Dove y yo teníamos que estar preparados para cualquier cosa que el mar pudiera deparamos.

La única razón por la que pasé hasta tres semanas en Hawai fue que el interior del bote era causa de dificultades. Empecemos diciendo que era un mal motor, viejo y mal usado, y las piezas de repuesto hicieron poco para mejorar su eficiencia. Mi padre y yo instalamos un fueraborda adicional con un mango de prolongación. El fueraborda era lo bastante ligero como para ser izado y asegurado a la popa.

Zarpé de Ala Wai al mediodía del 14 de septiembre, rumbo a la isla Fanning, un pedacito de coral (en realidad no llega a los 20 kilómetros cuadrados), casi a 1050 millas al sur. Con buenos vientos yo esperaba llegar a Fanning en diez días; pero por si acaso mi navegación se prolongaba cargué provisiones para sesenta. En mi cartera llevaba setenta dólares, no mucho para uno que iba a dar la vuelta al globo.

Esta vez resultó mucho más duro decir adiós. Lo que lo hizo especialmente penoso fue que yo sabía lo mucho que mi madre odiaba que me fuera y cuántos temores sentía por mí. Fue difícil mirar cara a cara sus ojos, ocultos tras un par de gafas negras.

Una extraña mujer, sobre un muumuu cercano al desembarcadero, empezó a tocar una campana. No estaba seguro de si era un saludo o una señal de alarma. De todos modos, esta vez no había izadas señales de advertencia en el rompeolas del puerto.

Mi madre me siguió en la lancha de unos amigos. Nos dijimos los últimos adioses, los gritos finales de «¡Buena suerte!», «¡Felices desembarcos!», y «¡Te veré cuando llegues!». Luego, siguiendo la costumbre hawaiana, arrojé mi leis o collar de flores en el agua. Los hawaianos dicen que el viajero que hace esto regresa de nuevo a las islas. A los gatos los habían adornado con leis también. Olvidé arrojar sus collares en el mar, y por eso los gatos no volvieron a las islas.

Luego el Dove se alejó con su vela mayor y su foque blanquiazules. A dos horas de Hawai me di cuenta de que no era tan valiente como había pretendido. Tenía tan agarrotada la garganta que me costaba esfuerzo tragar. Dije a mi magnetófono:

Odio las despedidas. Me pregunto si volveré a ver a mis padres. Supongo que decir adiós es siempre doloroso. No puede doler más que esto. Parece que voy a sólo un nudo. Pero al menos voy rumbo a la buena dirección. ¿Cuánto tardaré en dar la vuelta al mundo a esta velocidad? Los gatos también parecen tristes. ¡Oh, Dios mío! ¡Añoro tanto mi hogar!

No tenía nada de apetito; pero tuve que hacer algo para aliviar mi pena, para contener el llanto. Me preparé una cena de spaghetti y por encima del hombro contemplé el resplandor de las luces de Honolulú que empezaba a desaparecer. Por suerte, en el momento en que yo iba a desfallecer completamente, las rachas de viento y un aguacero azotaron desde el nordeste y el Dove alcanzó la velocidad de cuatro nudos. Las últimas luces de Oahu desaparecieron rápidamente sobre el horizonte.

El Dove necesitó cuatro días para alcanzar los vientos alisios y luego el agua se volvió de un glorioso color azul turquesa, la clase de agua que tienta a uno a saltar por la borda para nadar un poco.

Aun llevando un cinturón de seguridad —y había pocos momentos en que yo me lo quitara, estando en el mar—, saltar por la borda habría sido una locura, porque si el viento soplara repentinamente, yo quizá no podría regresar e izarme a bordo.

A los cuatro días de mi partida de Hawai vi la más bella puesta de sol de los cinco años de mi viaje. Al menos es la que yo recuerdo mejor. Saqué una foto de ella; pero no salió muy bien. No había nadie más que la viera, excepto los gatos; pero ellos no estaban interesados, así que dije a la grabadora: Los rojos y los rosas parece como si vinieran hacia mí desde el horizonte, y luego los verdes se mueven de acá para allá como si fueran siendo entretejidos.

Necesitaba algo de esto para animarme porque añoraba todavía mucho mi casa. La soledad, me volvía tardo. Cuando mi moral estaba baja, yo pasaba mucho más tiempo calculando mi posición y haciendo anotaciones en mi cuaderno de bitácora.

En los días en que los gatos me irritaban, me quejaba ante el magnetófono: Suzette y Joliette son muy torpes. ¿Por qué no pueden hablarme? No saben hacer más que perseguirse sus rabos e irse a dormir… No sé qué es lo que va mal. No tengo ganas de comer. Hasta la tarta de fruta que me diste me sabe a agua caliente. ¿Sabes lo que quiero decir?

Era extraño; pero cada vez que estaba a punto de sentir compasión de mí, sucedía algo que me distraía. La puesta del sol era una de esas cosas, y otra fue cuando yo estaba en la zona de calmas ecuatoriales, con las velas colgando flojas, a los doce días de haber salido de Hawai: vi mi primera escuela de marsopas.

Y grabé lo siguiente: Las marsopas están ahora alrededor del Dove. Puedo oír sus chillidos. Es asombroso lo alto que pueden gritar. Creo que las oigo tan bien porque el casco de mi bote es muy delgado. Me pregunto si es que quieren hablarme. Tal vez una marsopa chocó contra la quilla porque oí un golpe y luego un chillido muy fuerte. Era algo que ponía los nervios de punta; pero emocionante. Hacía tanto tiempo que no oía ninguna voz, que esto era casi como si alguien tratara de responderme.

Para celebrar la visita de las marsopas di a los gatos una cena de sardinas.

A veces deseaba con desesperación oír una voz humana. En ocasiones hablaba ante la grabadora durante un rato y luego hacía girar la cinta y me oía a mí mismo decir: Por aquí todo va bien; pero ¿qué está sucediendo en casa? ¿Qué? No puedo oírte. ¿Por qué no me contestas? ¿Estás enfurruñado o qué te pasa? ¡Ah, bueno! Si no quieres hablarme, seguiré yo hablando para mí mismo. Bien, mi rutina es la siguiente: Me levanto y retiro mi saco de dormir. Luego me peino como si fuera a venir a desayunar alguna chica. ¡Ojalá viniera! Un alga marina pasa junto al bote. Es la primera que he visto. Estoy cociendo demasiado esos huevos duros. Quizá con seis minutos de cocción bastaría. He recorrido setenta y seis millas en las últimas veinticuatro horas. Eso está un poco mejor. Me desperté la pasada noche y descubrí que me dirigía hacia el norte. ¿Por cuánto tiempo he ido en dirección equivocada? Probablemente algunas ráfagas me hicieron cambiar de rumbo. Tengo que despertarme regularmente por la noche para comprobar mi rumbo, colocar las velas y encender la lámpara. Estoy leyendo un cuento titulado: «Viento fuerte en Jamaica». A lo largo del bote han aparecido más marsopas. No les presté atención y ellas parecieron molestarse por ello. Empezaron a gritarme estentóreamente, como diciendo: «Mírame. Te desafiamos a una carrera hasta la próxima alga marina». Pero ellas ganarían siempre. Voy a cenar atún y batatas.

Estaba empezando a dominar la sapiencia del mar, a aprender a leer las nubes, a observar el rumbo de las algas marinas, que señalaban la dirección del viento. Incluso mi arte culinario mejoró. Me enteré de los minutos necesarios para hervir bien un huevo, y cuánta agua hay que añadir a los cereales calientes. Desarrollé el sentido del oído. Hasta dormido podía percibir un cambio en el viento o en las condiciones marinas.

Mi madre me dijo una vez que ella podía oír el llanto de bebé en medio de una tormenta. El modo extraño como yo podía oír los sonidos del mar, del viento y del bote, incluso estando dormido, me ahorró mucho tiempo y centenares de millas, y más de una vez salvó mi vida. Alertado por un cambio en la forma de las olas, me despertaba inmediatamente, a veces para hallar al Dove apartado de su rumbo por el viento.

Casi siempre Joliette y Suzette me hacían buena compañía y yo di de ellas un buen informe ante la grabadora: Es muy divertido observarlas cómo se acostumbran a tener patas de marino. Han aprendido a arquear sus patas y a inclinarse para conservar el equilibrio. No les gusta el tiempo caluroso, y cuando hace de veras calor las envuelvo en toallas húmedas. Parece que les gusta. Luego, cuando el sol desciende y refresca, salen de su envoltorio y empiezan a juguetear. A ambas gatitas les gusta observar el agua que pasa junto a las bordas. Se sientan absolutamente quietas como si esperaran a saltar sobre un ratón o algo así.

Cuando yo me imaginaba que estaba a unas sesenta millas de la isla Fanning, empecé a sentirme preocupado. Y grabé: Estoy cerca de la isla, estoy seguro de eso; pero ¿dónde está? Lástima que no haya piedras miliarias en el mar. Mis ojos otean el horizonte. Empiezo a preguntarme si habré perdido esta primera tierra que tenía que avistar. Cada pocos minutos me subo al techo de la cabina; pero no se ve ningún bulto en el horizonte. ¡Dios mío! ¿Y si estoy al sur de Fanning? Parece una locura, pero estoy empezando a mirar por la popa. Eso demuestra que no confío demasiado en mí mismo.

De repente la vi. ¡Tierra! ¡Tierra!, grité al magnetófono. Entonces, volviéndome a Joliette le dije:

—¿No la ves, tonta? Allá, cinco puntos a estribor, por la proa.

Había estado solo dos semanas sin la menor señal de vida humana, ni buque, ni avión, ni estela de reactor, ni siquiera un bote de cerveza flotante. La vista de Fanning, que era todavía una pequeña motita, me volvió medio loco de emoción.

Conforme la isla se iba agrandando y yo empezaba a ver las sombras oscuras de la vegetación, dije muy presumido a la grabadora: Robin Lee Graham, eres muy buen navegante.

Llegué a aquel puerto inglés a las cinco de la tarde del 29 de septiembre. Un hombre blanco en una motora salió y me arrojó un cable. Cuando el Dove fue amarrado a un pequeño desembarcadero de piedra sobre unos dos metros de agua, subí los escalones. El piloto alargó su mano y se presentó diciendo que se llamaba Philip Palmer.

—Bienvenido —me dijo—. Aquí no recibimos muchos visitantes.

Oír de nuevo una voz humana sonaba a extraño. Claro que las había oído por radio. Pero una voz por la radio es siempre neutral e insensible. La voz del señor Palmer era cálida y amistosa. Lo que me azoró más es lo inarticulado que me había vuelto. Mi lengua parecía incapaz de expresar mis pensamientos; pero si el señor Palmer me creyó un retrasado mental se guardó mucho de mostrarlo.

Este único europeo de la isla era un hombre canoso que supervisaba a trescientos nativos, traídos de las islas Gilbert para recoger las excelentes cosechas de copra por cuenta de la compañía Burns Philip. El señor Palmer era no sólo el comandante del puerto y el capataz de las plantaciones, sino que ostentaba una docena de cargos más. Zanjaba disputas, proporcionaba suministros, operaba las comunicaciones y, si era necesario, arreglaba un miembro partido. Era también un anfitrión muy amable.

Acepté su invitación para que durmiera en su casita, y cenar y desayunar con él. La comida fue preparada por su ama de casa indígena, Marybell. Sus menús me hicieron recordar lo mal cocinero que era yo. En su zarandeado Volkswagen, el señor Palmer me llevó a dar una vuelta por la isla para contemplar las danzas de los nativos. Fanning es un paraíso pura el pescador de caña; una enorme variedad de peces, tanto en el puerto como en las charcas de la isla, parece que quieren suicidarse. Casi podía engancharlos con las uñas del dedo gordo del pie. El puerto era como un enorme acuario.

El nombre indígena de Fanning significa «La huella del pie del Cielo». La isla es hermosa y creo que desde arriba se parece a un pie humano. Los visitantes eran tan raros como los tíos ricos, así que a mí me dieron un trato de PMI (Persona Muy Importante). Los niños de la escuela bailaron especialmente para mí. Los danzantes me invitaron luego a unirme a ellos en una especie de salvaje fandango y luego, el domingo, me invitaron a acudir a su pequeña iglesia. Para un incrédulo de California era extraño oír que rezaban por él en lenguaje gilbertino. Mas para mí significó mucho que estas gentes infantiles pidieran a Dios que me permitiera navegar sano y salvo hasta donde yo quisiera ir.

Pasé seis días en Fanning, rellené mis tanques con agua primaveral, cargué huevos frescos, un pan terrible hecho con leche de coco y algunos recuerdos, entre ellos un modelo de canoa tallado a mano. Mi visita a la isla me costó exactamente veinte centavos, un dime y dos níqueles que se me cayeron del bolsillo cuando me uní al baile de los niños. Cuando me marché regalé un suéter a la amable Marybell y una camisa de manga corta Mickey Mouse a su hijito que estaba enfermo.

El señor Palmer se negó a aceptar ningún dinero de mí, cuando le entregué un radiograma para que lo enviara a mis padres en Hawai. Hacía ya dos días que había salido de Fanning cuando recordé que había olvidado dar al señor Palmer mi verdadera dirección. Esto significaba que mis padres no sabrían dónde me encontraba, y me enfurecí tanto que yo mismo me pegué tirándome sobre la cubierta del Dove. Nunca me di cuenta de que mi largo silencio provocaría la aparición de grandes titulares en la prensa de Hawai y en la de California.

Unas semanas más tarde recibí un montón de periódicos norteamericanos. Con tipos de imprenta grandes el Los Angeles Herald-Examiner había dicho a sus lectores: «SE HA PERDIDO EL MUCHACHO NAVEGANTE», y el Honolulu Star-Bulletin llevaba una información a tres columnas con el siguiente encabezamiento: «LA MADRE DEL MUCHACHO NAVEGANTE NO SE INQUIETA POR LA FALTA DE NOTICIAS».

Durante dos semanas los miembros de más edad del Ala Wai Yacht Club menearon sus cabezas, recordando el episodio del Hic mientras leían los informes diarios, cada vez más pesimistas que el anterior, que decían que «el joven marino solitario ya hacía tiempo que debía de haber llegado a puerto».

Mientras tanto yo iba navegando bajo un foque y una vela mayor bien impelidos, hacia Pago Pago, y como llevaba una saca de correo del señor Palmer, el Dove podía haber izado en su mástil un gallardete del Correo Real.

Creo que fue una conciencia aguijoneada por mi descuido lo que me hizo abrir los libros de texto por primera vez. Con el mecanismo automático funcionando, acabé parte de uno de mis cursos de literatura norteamericana, leyendo las vidas del capitán John Smith y de Benjamin Franklin. (Muy interesante, de veras, dije a la grabadora).

El tiempo para estudiar no era problema cuando el Dove cabeceaba en una zona de calmas chichas, y al sur de Fanning yo navegué casi siempre con vientos ligeros. Cuando de vez en cuando algún viento hinchaba las velas, generalmente soplaba en la dirección que no me convenía. Yo protesté ante el magnetófono: El viento sopla de todos lados; pero nunca consigo que sople en la dirección que llevo. Está revuelto, y eso no era cosa prevista. No figura en los libros.

El 7 de octubre el Dove cruzó suavemente el Ecuador y yo escribí en mi cuaderno de bitácora: Los gatos son ya oficialmente lobos de mar. Hacía demasiado calor para celebraciones, aunque un periodista hawaiano dijo más tarde que yo, «sin duda, había untado las patas de los gatos con mantequilla de cacahuete».

Hubo un momento en que creí que me había vuelto loco y que había perdido la memoria. Alguien en Honolulú me había regalado un juego de boliche, y al ordenar la cabina me lo encontré bajo un almohadón sobre la tarima de mi camastro. Estaba completamente seguro de que lo había metido en un estante de la cabina. Volví a colocarlo en su lugar. Diez minutos más tarde tuve que volver a bajar y me encontré con el juego bajo el mismo almohadón. Me asusté de veras. Era extraño, ya que evidentemente no había nadie más a bordo. Por segunda vez coloqué el juego en el estante y volví a la recámara. Entonces un golpe sordo en la cabina me llamó la atención. Era Suzette. La sorprendí con las manos en la masa. Estaba sacando el juego y escondiéndolo bajo el almohadón. Me dio tanta alegría comprobar que no estaba chiflado que no la castigué, al menos hasta que ella descubrió los huevos que yo me había traído de Fanning.

Me encontraba deprimido, no sólo por la lentitud de mi progreso por culpa de aquella calma, sino porque sabía que mi familia empezaría pronto a pensar que una tragedia era la única explicación de mi largo silencio.

Un medidor que me hubieran colocado en la cabeza habría señalado los síntomas. Al sexto día de mi partida de Fanning, empecé a llorar porque no logré hacer un pudding de leche que tuviera un sabor ni remotamente parecido a los que hacía mi madre.

Cosa curiosa, no me sentí más preocupado por contrariedades mucho peores, como cuando un tiburón se engulló la corredera de la regala, que arrastró hasta siete metros por la popa.

Casualmente yo odio a los tiburones. Cuando aquel monstruo de metro y medio aleteó junto a mi popa yo le disparé con mi pistola del 22. El bicho abrió su boca, sorprendido, mostrando unos dientes que parecían capaces de cortar de un mordisco un poste de teléfono. Agitó violentamente la cola y luego, lentamente, se zambulló desapareciendo. Luego me pregunté cómo es que mi corredera iba flotando. El tiburón había cortado la regala de un mordisco. No tenía otra corredera, así que, a partir de entonces, tuve que adivinar cuánto había viajado cada día.

Menos mal que el mar parecía saludable, y yo observé ante mi grabadora: El Dove se desliza ahora a través de capas de plancton azul y bandadas de pececillos. Algunos de los peces no tienen más que de dos a cinco centímetros de tamaño. Es extraño cómo mantienen la velocidad con el Dove durante horas, aun cuando yo aproveche una brisa y nos deslicemos a tres o cuatro nudos. Pero me pregunto cómo es que las cubiertas están tan sucias. Siempre tengo que estar limpiándolas y no es culpa de los gatos, pues son muy buenos y siempre usan su cajita. Puede que esas sucias ciudades nos envíen su contaminación hasta aquí tan lejos.

A los quince días de haber dejado Fanning, avisté tierra y mi moral aumentó inmediatamente. Mi voz, un octavo más alta en el magnetófono, informó: ¡La veo! ¡La veo! Está allí. Tiene forma de cúpula; pero es tierra. Parece que está lloviendo en ella. Había llegado a Tutuila, la isla principal de la Samoa norteamericana.

Para quien no sea marino, la navegación puede parecer brujería; pero en realidad no es tan difícil. El sextante es la clave de todo. Con este instrumento yo mido la altura del sol, la luna o las estrellas sobre el horizonte, y luego marco el tiempo hasta el segundo en mi cronómetro. Después se trata de echar una simple mirada a las tablas náuticas, hacer sumas o restas que no serían un esfuerzo muy grande para un chico de diez años y señalar mi posición exacta en los mapas.

Eso en teoría. En la práctica se pueden cometer errores. Un sextante o un cronómetro defectuoso puede dar un resultado equivocado en muchas millas. La diminuta isla de Fanning, por ejemplo, rodeada por centenares de millas de agua, es fácil que se le pierda a uno si hace descuidadamente los cálculos o tiene un sextante defectuoso. Y perder una isla en tan vasto espacio de agua puede significar la muerte.

No había ninguna razón especial por la que yo temiera perder Samoa, porque estaba tan acostumbrado al sextante como un doctor a su estetoscopio. Además, tenía una ventaja sobre los marinos de antes de la invención de la radio, ya que podía comprobar mi cronómetro por las señales de radio. Pero nunca confiaba en mi navegación, y siempre sentía una gran satisfacción cuando arribaba a puerto.

Quizá debido a que estaba tan satisfecho de mí mismo en esta ocasión, o porque había dado demasiada velocidad al Dove, es por lo que ocurrió el accidente. El Dove se estaba aproximando a Samoa cuando cayó un chubasco; las ráfagas de viento no eran muy fuertes; pero sí lo suficiente como para tomadas en serio. El resultado fue que el obenque inferior de popa se partió. En un abrir y cerrar de ojos el mástil se pandeó y cayó por la borda, arrastrando consigo la vela mayor y el foque. Aunque el viento sería quizá de veinte nudos, el Dove se detuvo como un pato lleno de perdigones.

Dije a la grabadora: Estoy a quince millas de Tutuila tras quinientas horas de recorrido y no voy a poder llegar.

Necesité veinte minutos para izar a bordo las empapadas velas y el mástil partido, y dos horas para levantar el botalón y colocar un aparejo provisional con la mitad de la vela mayor. Yo no corría gran peligro; pero me pareció una buena idea sacar la señal naranja indicativa de que uno estaba en apuros. Cuando un avión se me acercó, encendí una bengala; pero la apunté hacia mi desnudo pie derecho. Me salió humo de entre los dedos del pie y el avión se dirigió mar adentro.

Ahora, con el aparejo provisional, yo podía sólo navegar a favor del viento. Miré el mapa y vi que mi única esperanza de llegar pronto a tierra era dirigirme a Apia, en la isla Upolu, a cincuenta y dos millas de distancia.

Un piloto de reactores me dijo una vez que él estaba entrenado para casos de emergencia. Decía que un niño podía manejar a un reactor, pero lo que diferenciaba a los hombres de los niños era el momento, que quizá no sucediera nunca en años de profesión, en que todas las luces rojas empezaran a guiñar. Lo mismo ocurre con la navegación. Cualquiera puede aprender en media hora cómo navegar alrededor de un puerto; pero un caso de pérdida del palo mayor requiere veteranía marinera. Me estaba preguntando cuán buen veterano era mientras el viento impulsaba al lisiado Dove, con su torpe y acortada vela, hacia la accidentada costa a sotavento de Upolu.

Debido más al viento, que felizmente se levantó, que a mi destreza marinera, el Dove dobló cabeceando la Punta del Peligro. Al amanecer de la mañana siguiente, distinguía playas arenosas sobre un fondo de verdes colinas. Lo celebré con un desayuno de espárragos en lata. Al mediodía ya había anclado en el encantador puerto de Apia, frente al hotel Aggie.

Tras pasar por la aduana, mi primer deber en tierra fue entregar la saca de correo del señor Palmer y luego enviar un cable a mis padres, poniendo esta vez bien la dirección. Mi siguiente preocupación fue hallar a alguien que me hiciera las reparaciones y un mástil de aluminio.

Pasarían cinco meses antes de que pudiera hacerme a la vela.

Este atraso en Apia no me preocupó, porque se acercaba la estación de los huracanes y yo no tenía prisa por zarpar. En el puerto estaba hundido el herrumbroso casco de un buque de guerra alemán, el Adler, que naufragó a causa de un huracán, diario recordatorio de lo que los huracanes pueden hacer a navíos mucho más grandes que el Dove. Además, Upolu, la isla principal de Samoa Occidental, es realmente encantadora y yo no pensaba ser un turista típico y «ver». Upolu en cinco días.

Para mí era importante, desde el momento en que partí de California, llegar a conocer gente de lugares lejanos, comprender sus costumbres y sus estilos de vida, comer sus comidas, regatear en sus mercados, escuchar su música y aprender su folklore.

Las primeras impresiones de Apia eran como para animar a cualquiera. Las guapas chicas polinesias con vestidos de colores parecían mariposas mientras andaban por las calles. En el famoso hotel Aggie, a la hora de comer, dos de estas chicas golpeaban un gong de madera para llamar a los huéspedes al comedor. La fundadora-propietaria del hotel, Aggie Grey, que era medio neozelandesa y medio polinesia, había leído algo de mí en algún periódico, y me invitó a ser su huésped gratuito mientras yo quisiera residir allí.

Joshua Slocum, el primer norteamericano que navegó solo alrededor del mundo fue recibido mucho peor en Apia en 1896. Los isleños se negaron a creer que Slocum había cruzado el Pacífico sin ayuda de nadie, e, indignados, lo acusaron de haberse comido a su tripulación.

Alan, hijo de Aggie, se hizo mi amigo, y me presentó a Sam Heywood, director de la escuela técnica local, quien me dijo que podría reparar el palo mayor del Dove. El señor Heywood trabajó mucho soldando los mellados extremos del mástil, y luego puso un núcleo de madera dura en el hueco de la soldadura. El error lo cometimos al plantarlo. Olvidé la regla marinera de que hay que poner una moneda en la base del mástil, error que más tarde habría de recordar y lamentar.

Otra estupidez que cometí en Apia fue pretender que había matado el tiburón con mi arco y mis flechas. Mentí porque pensé que la posesión de un arma de fuego me causaría dificultades con los funcionarios del puerto. Por supuesto que la historia del arco y la flecha la conté en los bares y me hice sentir como un tonto.

La cocina polinesia es la mejor del mundo. Y a cualquiera que se atreva a contradecirme le desafío a verse conmigo ante una mesa regodeándonos de satisfacción por el cerdo asado rociado con agua de coco, taro, fruto del pan y papayas.

Como pasa con todas las islas, Upolu está llena de leyendas. La que me gustó más es la que refiere el origen del cocotero. Los isleños cuentan que había una joven llamada Sina, tan hermosa que la fama de su belleza llegó a un rey de las islas Fiji. Tan fascinado quedó el rey que decidió casarse con Sina. Para conseguirla se transformó en anguila y fue nadando hasta la isla de Upolu. La anguila llegó a ser el animal favorito de Sina; pero cuando empezó a hacerle insinuaciones, ella, como es comprensible, se asustó y huyó. La fábula tiene sus variaciones; pero en todas ellas se dice que la anguila persiguió a Sina de isla en isla hasta quedar agotada. Con su último aliento la anguila confesó su amor a Sina, diciéndole que era realmente un rey. La anguila prometió que si Sina la enterraba frente a su casa de Upolu, siempre le proporcionaría sombra, alimento y bebida. Así que Sina observó cómo una planta serpenteante nacía en el huerto, y crecía con hojas frondosas y frutos extraños. Era, por supuesto, el cocotero, y cada vez que Sina bebía el agua de su fruto, sabía que estaba besando a su amante real.

Una de las primeras excursiones que hice a Apia fue para visitar la tumba de Robert Louis Stevenson, quien, como Gauguin en Tahití, había llegado a ser un personaje legendario de su tiempo. La tumba está a bastante altura en el monte Vaea, dominando la ciudad. Pude haber ido hasta allí por una carretera bordeada de árboles, la «Carretera de los Corazones Amantes», construida por las gentes de Samoa para su amado Tusitala («Narrador de Historias»), pero preferí escalar los ciento cincuenta metros del sendero que trepa por la colina. A la primera luz de la mañana leí el epitafio grabado en la piedra de la tumba:

En su hogar está el marino,

en su hogar procedente del mar,

y en su hogar el cazador,

procedente de la colina.

Mi guía me explicó que este autor escocés había llegado a Upolu en 1890 por encontrarse mal de salud, y que los isleños llegaron a tomarle cariño. La gran casa de Stevenson, de estilo victoriano, que se halla muy cerca, es ahora un museo.

Me prestaron una canoa de balancín y pude ir hasta el Dove y volver, remando, noche y día. Una vez, a medianoche, fui despertado por uno de los gatos que maullaba, y vi a Joliette asomada por la borda del Dove. Suzette se había caído por allí y estaba manoteando en el agua. La saqué y la sequé. Seguramente se habría ahogado si Joliette no hubiera dado la alarma.

En otra ocasión al regresar al Dove en la canoa, hallé a Suzette agarrada a la cadena del ancla. Estaba esperándome porque al llegar yo la rescataría.

No sé si fue por algo que comí, o por lo que fuera empezaron a salirme diviesos, que luego habrían de continuar fastidiándome durante un año. Fui en busca de un médico y me enteré de que los doctores de Samoa Occidental, algunos sin título, tienen fama en las islas de curar a la gente. Uno de esos médicos sin título descubrió, por ejemplo, que el agua del coco es completamente estéril, y que las fibras del coco son tan buenas como la cuerda de tripa para coser heridas. Me contaron que durante la segunda guerra mundial, cuando se les acababa la cuerda de tripa, cosían a veces las heridas a los soldados y marinos con fibras de cocotero. Parece ser que el rey anguila de Fiji regaló a Sina más dones de los que ésta reconoció.

Mis primeras Navidades lejos de casa fueron realmente muy alegres. Intercambié regalos con Aggie y Alan, y recibí de casa paquetes conteniendo un sextante de plástico, de repuesto, más cintas de grabación, una nueva corredera, obenques más recios y una radio Gibson Girl, un transmisor que me permitiría enviar señales de peligro.

Unos días antes del que había fijado para dejar Upolu, un joven abogado de Pago Pago, llamado George Wray, me invitó a subir al monte Matavanu, en la cercana isla de Savaii. La montaña se eleva sobre una gran meseta hasta su cono volcánico, que de vez en cuando hace ruidos. George creía que allí nunca había subido nadie. Partimos al amanecer, con redes mosquiteras y colchonetas enrollables a la espalda, y ascendimos durante doce horas. Nuestro progreso era muy lento debido a la espesura de los helechos y altos árboles. De vez en cuando salíamos a un claro del bosque y nos encontrábamos en bellísimos prados llenos de flores silvestres, lugares perfectos para construir una casa de campo o para hacer de Robinson Crusoe. Cuando se puso el sol, George y yo dormimos sobre los helechos y el silencio fue muy extraño.

En el pueblecito de pescadores de allá abajo nos habían contado historias de mujeres hermosas que vagaban de noche por las montañas; pero cuyos besos eran tan fríos como la niebla. No vimos mujeres, ni de carne ni fantasmales; pero la imaginación puede a veces influir en semejantes parajes. Tuvimos que regresar a la mañana siguiente sin subir a la cima porque George tenía que defender a un hombre ante un tribunal de Pago Pago.

Descender por esta tranquila y extraña montaña era más difícil que escalarla. Encontramos un riachuelo que, a casi cada kilómetro, formaba una cascada. Cuando tratábamos de rodear una de estas cascadas. George resbaló. Menos mal que yo pude agarrarle; porque probablemente se habría partido una pierna en aquellas puntiagudas rocas volcánicas.

George conocía muy bien todos los árboles y demás plantas. Me mostró una hiedra selvática que proporcionaba una bebida que apagaba la sed. Si se cortaba la hiedra cerca de su base, siseaba y silbaba durante unos segundos como una cafetera hirviente y luego, como si fuera un grifo, de ella salía un líquido. Era un líquido que tenía un ligero sabor a serrín; pero era muy refrescante.

Como ésta era la primera vez que me había puesto zapatos desde que salí de California, se me llagaron los pies. Estaba a punto de descalzarme cuando oí voces. El misionero de la costa había enviado en nuestra busca a un grupo de muchachos. Me alegró ver a estos simpáticos chiquillos polinesios, que nos llevaron a su misión. Les regalé mis zapatos de tenis, mi cuchillo de monte, el mosquitero y algunas cosas más.

El 3 de enero de 1966 zarpé de Apia hacia Pago Pago, y apenas había salido del puerto cuando una tormenta tropical puso a prueba el mástil y los aparejos reparados del Dove. El chaparrón no duró mucho y yo dije a la grabadora: Ahora voy a tener muy buena navegación. El viento sopla del sudoeste. Me siento mucho mejor equipado para la mar. Estoy probando mi nuevo sextante de plástico. Fue muy penoso decir adiós a Aggie y a Alan. ¡Han sido tan buenos conmigo! Voy rumbo a Pago Pago. Han aparecido algunas marsopas que me saludan. Parece que me dan la bienvenida en mi vuelta al mar.