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La vuelta al mundo

La Dove cabeceaba suavemente anclada junto al muelle de Long Beach, con sus velas plegadas como un pájaro que descansara sus alas después de una tormenta. Yo no pensaba en absoluto en la travesía. Mi mente sólo tenía pensamientos para Patti. Ansiaba volver a estrecharla en mis brazos. Ella estaba allí entre los periodistas y las cámaras de televisión, riéndose, mientras que sus largos cabellos color de trigo se ondulaban ante su rostro de aquel modo familiar; su cuerpo estaba hinchado por mi hijo.

Mientras sujetaban las amarras de Dove, descendieron tantos periodistas al embarcadero flotante, que pareció que éste iba a hundirse y que todos iban a caer en aquellas aguas frías de abril. Yo me senté sobre el techo de la cabina esperando al funcionario de aduanas, y me pusieron ante la cara una docena de micrófonos. Entonces cayeron sobre mí las preguntas como una lluvia de piedras.

—¿Cómo se siente usted por haber sido el marinero solitario más joven que haya dado la vuelta al mundo?

—No he pensado mucho en ello —contesté, y era cierto.

—¿Lo haría otra vez?

—¡Santo Dios, no! Ya lo he hecho una vez. ¿Por qué hacerlo de nuevo?

—¿Cómo es que Patti ha quedado embarazada? —esto lo preguntó una periodista que parpadeaba con sus pestañas artificiales.

Yo le dije que leyera un libro sobre pájaros y abejas. Ella había estado más cerca de una historia de amor de lo que se imaginaba; pero era una historia que yo no deseaba contar todavía.

—¿En qué pensaba usted cuando estaba solo y a miles de kilómetros de la tierra más próxima?

—Pues en las cosas en que uno piensa cuando está solo —repliqué—; pero casi siempre en el próximo puerto.

—¿Cuánto ha viajado usted desde que dejó California hace cinco años?

—Unas treinta mil seiscientas millas marinas —contesté.

—¿Qué va a hacer ahora?

—Tomar un baño caliente.

—¿Lo hizo con fines publicitarios?

—¡Por favor, no!

Patti me estaba haciendo señas, tratando de decirme que me mantuviera en calma. Ella sabía lo pronto que me enfadaba cuando la gente me hacía preguntas idiotas. Pero ¿cómo iba a explicar a estas gentes, que no pensaban más que en los titulares de sus periódicos, por qué hice yo este viaje?

¿Es que no iban a dejarme en paz? ¿No se daban cuenta de que lo único que yo quería era estar con Patti, alejarme de este maldito bote, verme otra vez rodeado de árboles, frente a una chimenea encendida y dentro de una cama que no cabeceara por las olas y los vientos?

La verdad era que yo había visto a Patti media hora antes. Ella, con su padre y mis padres, habían zarpado al amanecer en una lancha para salir al encuentro del Dove en el rompeolas. Patti se había inclinado peligrosamente sobre la borda de la lancha para entregarme un desayuno de melón fresco, panecillos calientes y una botella de champaña. Me había bebido toda la botella antes de alcanzar el muelle y mi humor era razonablemente bueno. Los periodistas estaban a salvo. Incluso les hice una mueca. Las cámaras de la televisión se elevaron ante mí.

Han habido muchos que hicieron largas travesías o navegaron peligrosamente por la gloria personal. Otros lo hicieron por afán de aventuras. Yo no pertenecía ni a uno ni a otro grupo. He tratado de responder honestamente cuando la gente me ha preguntado qué es lo que me impulsó, a la edad de dieciséis años, a salir con un bote de vela de ocho metros de eslora del puerto de San Pedro (que está al lado de Long Beach) y a decir a mi familia y amigos: «Me voy a dar la vuelta al mundo».

Shakespeare, quien al parecer tenía respuesta para casi todas las preguntas, hizo decir a Hamlet: «Hay una divinidad que da forma a nuestros fines, por toscamente desbastados que los queramos». Ésa era una respuesta que venía como anillo al dedo.

Yo jamás había oído hablar de Shakespeare, ni sabía nada del destino, cuando fui a la escuela por primera vez, a la edad de cinco años, en California. El aula estaba próxima a un bosque de mástiles de yates, y mientras los otros chicos gastaban lápices dibujando automóviles, aviones, flores o a su tío Harry con grandes gafas, yo sólo dibujaba buques llenos de portillas, veleros de altos palos, botes, velas mayores hinchadas por el viento, mesanas, estays, foques y cangrejas. Luego, cuando cumplí los diez años, y harto ya de hacer deberes en casa, insistí a mi padre para que me diera una dinga de ocho pies, muy zarandeada, pero bonita. Vivíamos entonces en Morro Bay, una de las ciudades costeras más atractivas de California. El día en que fue botada al agua mi padre me dijo que me iba a enseñar a navegar. Él estaba muy enterado, porque la noche antes se había leído un manual titulado «Cómo manejar un pequeño bote». Nos alejamos hasta casi dos kilómetros de la costa y él me instruyó sobre los peligros de cambiar la escota de una vela de cuchillo cuando se navega en popa y de un falso viraje (página 16 del manual). Pero apenas si había bajado su dedo cuando el bote viró y los dos nos caímos al agua.

Pero ¡cuánto amaba yo aquel pequeño bote! Cada día, al salir de la escuela, mi hermano Michael salía apresuradamente hacia el patio trasero de mi casa, en busca de su calesín; pero yo iba corriendo hasta el pequeño desembarcadero de madera que había más allá del cañaveral cercano a nuestra casa. Navegar significaba ya para mí mucho más que «perder el tiempo con el bote» como decían los vecinos. Era una oportunidad de escapar a las pizarras y al olor a desinfectante de los lavabos del colegio, de las sumas y restas que nunca coincidían con los resultados que tenía el maestro, de pronunciar palabras como seize y fulfill y de la pequeña liga de béisbol. Era la oportunidad de estar a solas y de ser tan libre por un rato como las gaviotas que planeaban alrededor de Morro Rock.

Una noche, cuando yo debía de haber estado dormido, pude oír a mis padres que hablaban de mí, pues su voz me llegaba a lo largo del pasillo desde la sala.

—Me preocupa que a nuestro hijo le guste tanto estar a solas —dijo mi madre—. Necesita tener compañía, algunos amigos. ¿Y si pidiéramos a Stephen o David que se vinieran con nosotros para las vacaciones?

¿Yo un solitario? ¿Era en realidad diferente? Tenía amigos; pero me gustaba estar a solas, y un bote me daba la oportunidad de alejarme de la gente.

¿Era yo diferente sólo porque la Historia no me gustase y en cambio me gustaran los botes? Quizá la afición a navegar viene en los genes. Diez años antes de que yo naciera, mi padre y su hermano empezaron a construir un bote de nueve metros, con el que pensaban dar la vuelta al mundo. Ya tenían el casco terminado y estaban empezando a estudiar los mapas de Polinesia, cuando los periódicos, con grandes titulares, dieron cuenta del ataque japonés a Pearl Harbour. Cuando yo tenía trece años mi padre aún seguía con la idea de realizar el sueño de su juventud; o al menos parte del mismo. Le había ido muy bien con su negocio de construcción de casas y compraventa de fincas. Un día, él me llevó a la marina de Long Beach, y al pasar junto a un queche de doce metros, que tenía clavado un letrero de «se vende» en la popa, yo me arrastré bajo la verde lona. Cuando mi padre me llamó yo le invité a que trepara a bordo. No sé si fue en aquel momento cuando mi padre decidió comprar el Golden Hind; pero unos días más tarde dijo a la familia que había vendido su negocio y que todos íbamos a navegar por los Mares del Sur.

Mi padre es un hombre reposado, firme, y por su aspecto no tiene nada del tipo del aventurero, así que su decisión, considerada superficialmente, no pareció propia de su carácter. De todos modos, a la edad de trece años yo no iba a analizar sus motivos o su personalidad (aunque creo que mi madre sí lo hizo). Para mí la perspectiva de perder de vista la escuela durante un año y de navegar más allá de aquel horizonte me pareció estupenda.

Pasamos tres meses equipando el Golden Hind, aprovisionándolo con seiscientas latas de conservas, y luego, sin fanfarria, pero con muchos de nuestros parientes meneando la cabeza, zarpamos hacia el sur, con rumbo a Nuku Hiva, puesto de acceso a las islas Marquesas. Por suerte los malos recuerdos se olvidaron pronto y nuestra memoria recordó sólo los felices. Por ejemplo, apenas puedo acordarme de los dieciocho días que pasamos en la zona de las calmas ecuatoriales, estando yo para colmo sufriendo de una apendicitis, y a 120 millas marinas de Papeete, donde estaba el cirujano más cercano. La herida de la apendicectomía se negó a curar, y tuve que pasar tres semanas en un hospital primitivo, por cuyas paredes trepaban enormes cucarachas.

Pero siempre recordé, y recordaré, el azul profundo de las lagunas coralíferas, las jóvenes de Tahití vestidas con pereus de colores dignos de Gauguin. Recuerdo a las chicas corriendo por las playas doradas, con sus brazos llenos de flores exóticas y frutos frescos envueltos en hojas de palmera.

En una de las islas, Rangiroa, una familia tahitiana vino a visitar a mis padres, y, muy serios, ofrecieron cambiarme por dos de sus hijas, Joliette y Suzette. Esta propuesta de trueque halagó mi orgullo, e hice todo lo posible para convencer a mis padres de que aceptaran, imaginándome que zambullirse en el archipiélago de las Tuamotu y vivir de leche de coco y de raíces de mandioca sería una clase de vida mucho mejor que aprender geometría y comer hamburguesas.

Pero mis padres movieron negativamente sus cabezas y zarpamos con el Golden Hind hacia Huahine, Tahaa, Bora Bora, las islas Cook y Pago Pago, antes de tomar rumbo nordeste en dirección a Hawai. A los quince años estaba yo de vuelta en mi aula del colegio de California, con una pronunciación fatal; pero era casi tan útil con un sextante como un marino veterano. En nuestra travesía de once mil millas había visto tierras de un encanto increíble.

Es difícil de creer que mis padres, habiéndome permitido navegar por los Mares del Sur a la edad más impresionable, hubieran esperado nunca que yo fuera un escolar típico norteamericano, que fuera al bachillerato, me graduara, me sentara en un despacho de madera de nogal, fundara un hogar en Acacia Avenue y fuera miembro del club de golf local.

No me cabe duda de que la escuela de Corona del Mar es muy buena; mas, para mí, fue como regresar a la prisión. Más allá de su terreno de juego asfaltado y su cerca de alambre, había costas bañadas por el sol y bordeadas de palmeras que esperaban darme sombra.

Tuve otra oportunidad de volver al mar cuando con dos compañeros del colegio —Jud Croft y Pete Tupas— presionamos a un constructor de yates de Costa Mesa para que nos permitiera que fuéramos a llevar un bote nuevo a un comprador de Hawai. Pero tres días antes de la fecha fijada para zarpar en aquella travesía de 2200 millas, el constructor de yates canceló el trato. Creo que temía la publicidad negativa en caso de que nuestra travesía fuera un fracaso.

Conociendo la amargura que sentía, mi padre me invitó a ser su compañero de navegación en una travesía que iba a hacer a Hawai en su nuevo bote, Valerie, un queche de treinta pies. Manteniendo un turno de guardia, alternándonos en el manejo del bote y aguantando media docena de chubascos, hicimos la travesía en veintisiete días. Recuerdo un incidente de esta travesía. Una vela mal atada rompió las ligaduras, y se precipitó por la cubierta delantera hasta el océano. Hicimos virar a la Valerie y cuando ya lo teníamos al alcance, el bulto de lona empezó a hundirse. A unos decímetros bajo las claras aguas, el bulto parecía tener la forma de un cuerpo humano. Un trozo de lona se apartó y tomó la forma de una cara, pálida y horrible.

Jamás había visto a una persona ahogada (y pido al cielo que no la vea); pero al contemplar cómo aquel bulto de lona se hundía, empecé a sentir un gran respeto por el mar. Comprendí por primera vez que el agua azul no es un campo de juegos inocente y centelleante, sino que puede destruir sin piedad.

Llegamos a Hawai sin más incidente, y me metieron en la Escuela Superior McKinley. Mi madre había de venir a unirse con nosotros al cabo de un par de meses. Ésta era la sexta escuela en la que había estado y tuve que hacerme de nuevos amigos. En la McKinley encontré a dos hermanos, Jim y Arthur, a quienes gustaba navegar tanto como a mí. Jim y yo teníamos quince años y Arthur era un año menor. Juntos gastamos nuestros ahorros de cien dólares en un viejo bote salvavidas de aluminio que medía cinco metros. Durante el descanso para el almuerzo en la escuela, los tres nos reuníamos secretamente a la sombra de una palmera y hablábamos de nuestro bote, al que llamamos Hic, por razones que no son del caso. Un día, a la hora del almuerzo, surgió la idea de ir con Hic hasta la isla hawaiana de Lanai. Jim había estado leyendo «Las aventuras de Tom Sawyer» como deber escolar y yo contribuí con relatos de las chicas de los Mares del Sur, que se adornaban la cabellera con hibiscos. El plan, guardado con el máximo secreto, era el de navegar hasta alguna guarida distante. Para aprovisionar el Hic tuve que ganarme algunos dólares zambulléndome en el puerto de Ala Wai, rescatando material de un yate hundido.

Mientras nuestro plan se iba desarrollando, la escuela se hizo casi intolerable. No es que a mí me disgustara aprender, ya que me daba cuenta de la necesidad de ser una persona, al menos en parte, civilizada, y mis notas no eran malas; pero es que detestaba la rutina de los días escolares, el horario invariable desde el momento en que me cepillaba los dientes hasta la clase de gramática inglesa. Llegué a odiar el sonido de la campana que me convocaba a clase, el olor de los zapatos de tenis y del sudor en el gimnasio, la explicación monótona de las lecciones de Historia, la amenaza de pruebas y exámenes.

Allá en el puerto de Ala Wai todo era diferente. Me gustaba el olor a maromas y resina, incluso el del gasoil. Me gustaba el ruido del agua azotando los cascos, y el latigazo de las drizas contra los altos mástiles. Éstos eran los aromas y los sonidos de la libertad y la vida.

En la misma semana en que murió Winston Churchill, Jim, Arthur y yo decidimos que ya era hora de hacerse a la vela. Puede que aquel viejo estadista guerrero tuviera algo que ver con nuestra decisión. La radio y los periódicos contaron tantas cosas del «hombre del siglo», el osudo político con mandíbula de buldog que desafió peligros, tiranos y convencionalismos… Mis propios tiranos eran los bocadillos de mantequilla de cacahuete y la gente de los despachos sombríos que insistía en que llevara zapatos; gente decidida a disponer mi vida según patrones cómodos, empujándome de aquí para allá hasta que pudiera ingresar a salvo en su sociedad, llevando cuellos blancos y trajes grises, tarjetas de crédito en mi billetero, guardando bastones de golf en el gabinete bajo la escalera y un automóvil pagado a medias en el garaje.

Sí, creo que Winston Churchill tuvo algo de culpa por lo que sucedió luego.

El casco del Hic tenía tantos parches como el pantalón de un marino, y donde faltaban algunos remaches, rellenamos los agujeros con chicle, que era mucho más barato que el material de relleno en venta en las tiendas de náutica. Para convertir aquel viejo bote en un barco de vela, le atornillamos una quilla de madera contrachapada, le colocamos una botavara rescatada como mástil y lo sostuvimos con trozos de aparejos que encontramos tirados alrededor del Yacht Club. Las velas eran viejas, cortadas de los desechos de un queche.

En la tarde del jueves 28 de enero de 1965, Jim Arthur y yo arrancamos hojas de nuestros cuadernos escolares y en ellos escribimos cartas a nuestros padres. Nos aseguramos de que no recibirían esas cartas antes de que estuviéramos en alta mar. A mi padre (mi madre estaba de viaje visitando a la familia en California) le escribí:

Querido papá:

Siento marcharme sin decirte adiós; pero si te lo hubiera dicho no me habrías dejado partir. Quiero darte las gracias por haberme criado como lo has hecho. Creo que ningún padre lo habría hecho mejor. También siento haberte quitado algunas de tus pertenencias. He escrito a mamá pidiéndole que me envíe el dinero que tengo en la caja de ahorros de Newport. No os preocupéis por mí, pues todo saldrá bien. Os echo de menos y os quiero mucho.

Besos y abrazos,

LEE

(Mis padres solían llamarme Lee).

Y, como mi padre estaba resfriado, añadí:

Espero que te mejores pronto.

Un marino veterano habría hecho algo mejor que zarpar en viernes. Nosotros no éramos veteranos, e, inmediatamente después de salir de la escuela, nos reunimos en el puerto de yates. Una hora después, muy animados, pusimos el Hic con la proa dirigida al rompeolas. De vez en cuando mirábamos por la popa para aseguramos de que nadie nos seguía. Entonces Arthur dio la voz de alarma al divisar a un fuera borda que corría hacia nosotros. Pero no habíamos sido traicionados. Era un amigo del puerto llamado Chuck, la única persona que estaba enterada de nuestros planes. Había venido a desearnos buen viaje y a tomar un par de fotos. Chuck era lo bastante listo como para saber que las fotos que nos sacara podrían tener un valor comercial. Poco antes de que él nos dejara, Chuck indicó con su pulgar hacia la pequeña señal de advertencia izada en el rompeolas.

—¿No deberíamos regresar? —preguntó Arthur, nervioso.

—A mí me parece que hace buen día —dijo Jim—, y de todos modos nada sucede cuando esa pequeña señal de advertencia está izada.

—¿Cómo explicaríamos lo de las cartas a nuestros padres? —pregunté yo, y ése fue el argumento decisivo.

Dirigí el Hic hacia la boya de Diamond Head. El viento en el cuadrante era a la vez fresco y cálido, invitador; pero sobre el horizonte aparecía una nube negra como la tinta, siniestra como el humo salido del brebaje de una bruja. Ahora estábamos demasiado lejos del puerto para ver cómo izaban un segundo gallardete rojo, ni tampoco sabíamos que la radio estaba advirtiendo a las islas próximas que se acercaba una galerna.

Con la sensación que teníamos de estar corriendo una gran aventura, pusimos al Hic rumbo al canal de Molokai. Aquí el mar tranquilo estaba cabrilleando. Arthur llevaba ahora la barra del timón; pero su rostro pareció pronto tan verde como el agua. Era lo suficientemente reflexivo como para inclinarse sobre el lado de sotavento. En diez minutos el viento se elevó de quince a veinticinco nudos y el foque se rasgó a lo largo de su costura principal. Jim arrancó las tiras e izó una segunda vela. Por un rato el Hic botó con gallardía sobre las cabrillas; pero cuando el viento siguió aumentando de velocidad, ordené a Jim que aferrara la vela mayor.

Yo tenía mucha más experiencia en navegación que mis compañeros de a bordo y me pareció lo más natural que tomara el mando. Hasta ahora era el viento lo que me había preocupado; pero ahora empecé a tener en cuenta la altura de las olas. Empezaban a ser demasiado altas, de siete a ocho metros del abismo a la cresta. El segundo foque quedó de repente hecho jirones, y pedacitos de lona se alejaron volando con el viento como si fueran una docena de cometas. La andrajosa vela de estay era la única que nos quedaba, y yo tenía que mantener la popa del Hic contra el mar, manejando el gobernalle. Manteniendo este rumbo esperaba que por lo menos seríamos arrastrados por la corriente hacia Maui, donde probaríamos suerte con el oleaje.

A última hora de la tarde la situación era grave. El viento soplaba a velocidades entre veinticinco y cuarenta nudos y la altura promedio de las olas era de nueve metros. Jim estaba ahora echado en el fondo del bote, envuelto en el húmedo tercer enfoque. Estaba vomitando y llorando. El Hic era más fuerte de lo que parecía y se deslizaba y se deslizaba sobre las crestas de las olas. De vez en cuando una gran cresta chocaba contra su popa y setenta y cinco litros de agua golpeaban sordamente contra mi espalda y se vertían sobre el fondo de la embarcación.

Atando la caña del timón, ayudé a Arthur a achicar con cubos de plástico. Sabíamos muy bien que otra de aquellas grandes crestas podía hacer descender peligrosamente la línea de flotación del bote. Aunque el Hic había sido construido como bote salvavidas, hacía tiempo que le habían quitado los botes de flotación y no nos había alcanzado el dinero para comprar una balsa.

La situación no tenía ahora nada de emocionante. La sensación de aventura que nos había hecho salir por la bocana del puerto había ya desaparecido. Nubes grises, azotadas por el viento, pasaban rápidamente a pocos metros sobre nuestras cabezas, y nuestros aparejos de fabricación casera crujían como disparos de pistola mientras azotaban el mástil. Obscureció rápidamente y, al perder la visión, se incrementó nuestro sentido del oído. El mar empezó a sonar como una flota de locomotoras y el frío penetró nuestras carnes como mil agujas. Yo no dejaba de pensar en nuestra quilla de madera contrachapada. Si se partía, no habría salvación para nosotros, porque el Hic volcaría a la primera andanada.

Creo que no fue el valor, ni tampoco la estupidez lo que impidió que pensara que podríamos ahogarnos. Era simplemente que todas mis energías y pensamientos estaban concentradas en mantener al Hic a flote. Arthur, aunque estaba mareado, se ofreció voluntario a hacerse cargo del timón; pero en el momento de entregárselo, una enorme cresta golpeó nuestra popa con una sacudida que nos tiró a los tres al suelo. Nos levantamos de un salto farfullando y achicamos con todas nuestras fuerzas.

Calculé que el viento sería entonces de cincuenta nudos. Fue idea de Arthur aparejar la vela mayor a lo largo del bote como prevención contra salpicaduras. Así que nos acurrucamos en la oscuridad debajo de nuestro toldo hasta que otra enorme cresta chocó contra la lona aplastándola hasta el fondo. Achicamos hasta que los cuerpos nos dolieron.

Quizá fueran el intenso frío y el cansancio los que embotaron mi mente, porque, cosa rara, el temor nunca se apoderó de mí. Desde la caña del timón podía ver las caras pálidas de mis amigos, mientras esperábamos la ola final que nos llevara al fondo. En una ocasión, entre la medianoche y el amanecer, oímos un avión, uno de los varios que habían salido a buscarnos. Mas para cuando habíamos encontrado y encendido una bengala, el avión estaba ya muy lejos.

Una hora después del amanecer el viento amainó lo suficiente como para que pudiéramos izar la vela mayor que nos quedaba, y nuestro ánimo mejoró lo suficiente como para darnos cuenta de que habíamos sobrevivido a la noche. Arthur se acordó de su pequeño transistor y lo puso en funcionamiento. Por un rato oímos algo de música y luego el locutor empezó a dar noticias. La primera se refería a nosotros. El locutor dijo:

«La guardia costera está llevando a cabo una intensa búsqueda por aire y por mar de tres muchachos a los que se cree perdidos en el mar. El portavoz de la guardia costera informa de que, debido a las malas condiciones del tiempo durante la pasada noche, hay pocas posibilidades de que lograran sobrevivir en un bote de cinco metros de eslora».

El informe proseguía dando detalles de nuestras familias y del colegio, y prometía seguir informando del desarrollo de los acontecimientos.

Escuchamos asombrados, en silencio, incapaces al principio de darnos cuenta de que nosotros éramos noticia. Luego, quizás en descargo nuestro, nos sentimos preocupados por la ansiedad que estarían sintiendo nuestras familias. Me pregunté si mi madre, que estaba en California, se habría enterado de la noticia. Me dolió pensar lo que ella estaría sufriendo. Entonces no sabíamos que nuestra aventura era la historia principal en los periódicos de Hawai. Incluso había barrido a Churchill de los titulares de la primera página.

Nuestra situación era ahora mucho mejor. Teníamos comida y agua para varios días. Entonces Arthur indicó hacia el costado con una exclamación. Nuestra quilla se había roto finalmente y se deslizaba más allá de la popa.

Si la quilla hubiera saltado la noche anterior en lo más fuerte de la tormenta, con toda seguridad que no seguiríamos aún a flote en esta cálida mañana. Pero ahora sabíamos que lo habíamos logrado.

A media mañana, el Hic fue arrastrado por la corriente hacia la costa, a sotavento de Lanai. Con un foque rizado logramos gobernar la embarcación a través de los estrechos arrecifes de coral, y, antes de que el sol se pusiera, la proa crujió en una playa de fina arena. Arrojamos nuestra única ancla y tambaleándonos saltamos a la arena.

Al oír el ruido de una comida campestre que estaban celebrando junto a la costa, fuimos trepando entre rocas y espinas hasta alcanzar el círculo de luz del fuego de su campamento. Los del grupo adivinaron en seguida quiénes éramos, porque la radio, que emitía boletines cada hora, había estado dando informes cada vez más sombríos de los muchachos perdidos. Un miembro del grupo se ofreció a llevarnos a Lanai City, a unos doce kilómetros tierra adentro. Como era lógico, insistió en que avisáramos a la policía.

En la comisaría de policía el recibimiento tuvo de todo; el oficial de guardia se sintió evidentemente complacido de vernos y nos puso tazas de café caliente en nuestras manos mientras nos decía que estábamos locos. Telefoneó a la guardia costera e informó que estábamos salvos. Pasamos aquella noche en el calabozo. Ningún borracho había dormido nunca mejor en mi tarima.

A la mañana siguiente un avión fletado por los padres de Jim y Arthur nos devolvió a Honolulú, y fue en su aeropuerto donde experimenté por primera vez el bombardeo de las preguntas de los periodistas y aprendí qué es lo que se siente al mirar a las cámaras de televisión.

Mi padre estaba también allí. Tenía su propia opinión de nuestra aventura; pero me recordó la superstición marinera de no iniciar nunca una travesía en viernes.

Durante varias semanas la historia del Hic fue seguida por un aluvión de correspondencia en los periódicos hawaianos; cartas que rezumaban enojo firmadas por «el contribuyente enfadado» y coroneles retirados que bufaban por nuestra irresponsabilidad. Pero el Star-Bulletin publicaba una carta que yo recorté y pegué en mi álbum de recuerdos. Decía en parte:

No paso por alto el hecho de que haya habido que emplear tanto tiempo, esfuerzo y dinero de los contribuyentes, por culpa de esta escapatoria de tres mozalbetes que navegaron hasta Lanai en un viejo bote salvavidas. Han sido unos mentecatos, y dudo que se conviertan en héroes de leyenda ante sus compañeros. Estoy seguro de que ahora, cuando recapaciten sobre lo que han hecho, se sentirán estúpidos. Pero lo que realmente me ha llamado la atención es su actitud de «queríamos saber si podíamos hacerlo», que contrasta tanto con la creencia actual de «esa podredumbre que afecta a la juventud de nuestra nación».

Piensen lo que habría significado para el mundo la eliminación de la actitud de esos muchachos. ¿Habría Colón descubierto América? ¿Habrían logrado los hermanos Wright volar en Kitty Hawk? ¿Se habría escalado el monte Everest? ¿Es que nuestros antepasados hawaianos habrían descubierto estas islas encantadoras?

Un poco de sangre caliente con su impulso de hacer cosas que otros ni intentaron, de ver qué es lo que hay más allá de la próxima colina y de no poner atención a las consecuencias, son cosas tan norteamericanas como la tarta de manzana. Es evidente que los que critican con tanta dureza a estos muchachos jamás saltaron el vallado del vecino o nadaron en un charca prohibida, o cometieron una trastada en la fiesta del Halloween. ¿Irresponsables? Sí. ¿Irreflexivos? Sí. ¿Pero que la juventud de este país está podrida? ¡Tonterías!

La carta iba firmada por Gene Weston.

Otro corresponsal, que nos fustigó por nuestra «loca escapatoria», expresó su alegría «porque hubiera algunos jóvenes del país que no se dedicaran a violar, emborracharse o asesinar…, y cuya iniciativa, aunque mal guiada, les servirá para evitar convertirse en vegetales adolescentes». El autor de la carta concluía: «Son un trío de muchachos chiflados que siguen vivos por milagro, cosa que les servirá de lección. Pero no nos apresuremos a criticar esa cualidad, que es la que más necesitamos en estos tiempos: tener agallas».

Quizá fuera este punto de vista más tolerante sobre nuestra aventura, que había costado 25 000 dólares en operaciones de rescate, lo que nos sirvió cuando se nos citó a juicio ante la guardia costera local. Fuimos declarados culpables según la ley federal que prohíbe operar de modo atolondrado o negligente con un buque, poniendo en peligro la vida, miembros o propiedades de cualquier persona, y se nos impuso a cada uno una multa de cien dólares. Pero se nos perdonó el pago.

Este perdón se nos había otorgado, según indicó el capitán Herbert J. Kelly, quien actuaba como jefe de la División de Seguridad de la Marina Mercante de la 14 Guardia Costera, porque, según recalcó, los padres habrían tenido que pagar por las culpas de los hijos. De haber sido declarados culpables por un tribunal federal habríamos sido sentenciados a un año en un reformatorio o a dos mil dólares de multa o a ambas cosas. El capitán Kelly nos dedicó lo que podría tomarse por una mueca y nos mandó irnos de la sala del tribunal.

Así que en vez de darnos la gran vida en las islas —ése había sido nuestro plan al zarpar con el Hic hacia los Mares del Sur—, volvimos a la Escuela Superior McKinley, yo para hacer el segundo año.

Mi padre sabía muy bien que aunque mi primera tentativa de escapar de la sociedad establecida había fallado, volvería a hacer otra intentona. Aún no podía expresar cuáles eran mis motivaciones; pero mi padre escribió a mi madre desde Hawai: «Lee está más interesado en vivir que en la longevidad».

Yo sabía qué es lo que no me gustaba, qué es lo que quería dejar atrás. Pero también sabía que había algo «allá lejos» que yo deseaba desesperadamente. Era una posibilidad de ser el hombre que quería ser, una convicción de que había nacido libre, de que tenía unos derechos por nacimiento que no me podían ser negados.

Comprendiendo que yo «cometería otra tontería con una bañera como el Hic», mi padre declaró que sería mejor que yo encontrara una embarcación que fuera razonablemente segura para navegar por el océano. Mi madre nunca aceptó este razonamiento; pero mi padre volvió a California y compró una balandra Lapworth de fibra de vidrio, que medía ocho metros de eslora, en un establecimiento náutico de San Pedro. Se llamaba Dove y tenía un mástil de aluminio de diez metros. Aunque ya tenía cinco años de antigüedad, Dove estaba en buen estado, con escotillones y portillas lo suficientemente recias como para resistir un choque fuerte.

El primer día de mis vacaciones escolares de verano, volé desde Hawai para unirme a mi padre en California. Ahora tenía dieciséis años de edad y por primera vez consideré seriamente circunnavegar el mundo en una embarcación de vela. Era una de esas cosas que se piensan y luego no se les presta más atención; pero que no se borran del fondo del pensamiento. Y en lugar de abrir mi atlas escolar por las islas de Polinesia, hojeé las páginas de los mapas de Australia y el Océano Índico. El Canal de Suez acababa de ser cerrado por la guerra de los Seis Días entre Israel y Egipto, y ya me imaginaba en los puertos árabes del Mar Rojo. Si pudiera llegar hasta allí, pensé, sería natural que luego atravesara el Mediterráneo, «tocara Europa» y luego regresara a Long Beach vía Atlántico Norte y Canal de Panamá.

En mi pequeño atlas parecía todo tan fácil que pensé que con dos años tendría tiempo de sobra para la travesía. No me preocupaba por el coste, ya que, con el optimismo de un escolar, esperaba que ese problema se resolviera de algún modo.

Cosa sorprendente, mi padre apenas reaccionó cuando le conté esa idea. Ahora estábamos trabajando diez horas diarias a fin de preparar al Dove para el océano. Por entonces yo no me di cuenta de que, en el fondo de su corazón, mi padre había estado esperando que yo le expusiera esa idea, y que desde el principio él viviría mi travesía y hasta mi vida como si fueran suyas propias.

Mi padre y yo pasamos casi todo el mes de julio en amigable compañía equipando al Dove, instalando un tanque capaz para 113 litros de agua potable, construyendo una barandilla en la popa, instalando pesados aparejos. Luego colocamos un cronómetro, un barómetro, unos balancines para una estufa de keroseno, mecanismo de aferrar, y rodillo de arrizar para la vela mayor. Este equipo de aferramiento me permitiría izar y bajar las velas desde la recámara bajo el puente en unos segundos, si yo era azotado por unas ráfagas repentinas. Otro equipo especial eran una cuerda salvavidas asegurada al botalón y a los aparejos, una pequeña balsa hinchable conteniendo una brújula, agua y raciones duras, una carta de marear y armarios, un sextante de Marina tipo David White, un receptor de radio de la Marina y los volúmenes uno al cuatro de las Tablas de Latitud y Longitud de la Oficina Hidrográfica. Colocamos dos brújulas a bordo, instalando una en la recámara del Dove (que era de achique automático) y la otra, un axiómetro, sobre la tarima de la portilla.

El equipo extra más importante y complejo era una veleta de diseño original nuestro. Su funcionamiento era muy sencillo: la veleta de un metro cuadrado de lona movía, gracias a un mecanismo, un pequeño timón de orientación que mantendría el rumbo del Dove mientras yo estuviera durmiendo. En efecto, era un piloto automático, y aunque la veleta no funcionaría demasiado bien cuando el viento fuera de través, mis mapas mostraron que viajaría a favor del viento o barloventeando la mayor parte del tiempo en un viaje global de este a oeste.

De los amigos y las iglesias locales reuní unas quinientas piezas de ropa usada, con la idea de cambiarlas —así como cien bolígrafos— por comida y otros artículos de primera necesidad cuando alcanzara las islas.

Compramos muchos alimentos en conserva y encontré un sitio (de mala gana) para mis libros escolares, y un pequeño arco de acero y un carcaj de flechas (no para luchar contra caníbales, sino con ánimo de pescar).

El coste original del Dove fue de 5500 dólares; pero cuando estuvo equipado con el equipo adicional y aprovisionado, la inversión total fue de unos 8000 dólares, suma que yo aseguré a mi padre que habría de ser considerada como un préstamo.

Por las noches, rendido de cansancio, estudiaba las corrientes y los vientos dominantes, así como las condiciones meteorológicas prevalecientes según las estaciones, que determinarían mi rumbo.

Jamás se me ocurrió dar publicidad a mi viaje, y pedí a mi padre que mantuviera mis planes secretos. Pero, como fuera, algo trascendió, quizá de algún establecimiento de náutica o de un amigo, y corrió la voz de que un muchacho de dieciséis años pensaba hacer él solo la vuelta al mundo. Una mañana, mientras estaba trabajando en el Dove, oí una voz que no me era familiar en el embarcadero. Era un periodista del diario local, el San Pedro Piloto. Alcé la mirada y lo vi allí, con el bolígrafo alzado y el cuaderno de notas en la mano, la cámara fotográfica colgándole del hombro. Con mi mente ocupada en ajustar la veleta, pensé que sus preguntas eran bastante inocentes; pero el periodista, señor Lyle Le Faver, no era más que el explorador en avanzadilla de un ejército de informadores que habrían de asediarme a partir de aquel momento.

Yo no tenía nada contra los periodistas. Muchos de ellos son encantadores; pero me parecía tonto que antes de que yo hubiera dejado atrás la isla Catalina, que no está más que a veinte millas marinas de Long Beach, yo me mereciera más de un párrafo en una página interior y, sin embargo, la información de que un muchacho en edad escolar estaba pensando circunnavegar el globo pareció fascinar a la prensa, la radio y los estudios de televisión.

Cuando ya estuve listo para zarpar en la mañana del 27 de julio, me habían hecho casi tanta publicidad como un candidato presidencial o un gángster célebre. La verdad es que honestamente me azoré cuando, el día de mi partida de San Pedro, se presentaron en el muelle más periodistas y cámaras de la televisión que amigos y parientes. Aquéllos superaban a éstos casi por diez a uno.

Entre los regalos de despedida había un par de gatitas traídas en una cesta por mi tío, Dick Fisher, en cuya casa habíamos estado mi padre y yo. Inmediatamente las nombré Joliette y Suzette, por las dos chicas tahitianas que habían ofrecido a mi padre a cambio de mí, tres años antes. Las gatitas, nacidas en un retrete, se hicieron famosas de la noche a la mañana, desde México a Londres.

La mañana del 27 de julio de 1965 fue maravillosa, con el sol brillando sobre el puerto. Estaba tan emocionado que perdí el apetito; pero me senté junto a Jud Croft y me comí un plato de cereales como desayuno. Jill Gibson, una chica amiga mía que había venido desde Newport, encantó a las cámaras cuando me dio un beso.

Luego mi padre subió a bordo. Parecía encontrarse incómodo y rígido, y cuando alargó su mano noté que estaba temblando. Dijo algo acerca de que me vería en Hawai. Luego, exactamente a las diez, puse en marcha el motor de a bordo del Dove.

Eso fue el principio de todo.

Ahora me pregunto si me hubiera hecho a la vela en caso de ver el futuro en aquel momento. Suponiendo que en aquel momento hubiera podido sentir la soledad que luego me llevó casi al borde de la locura, suponiendo que hubiera podido ver mis tribulaciones o aquella terrible tormenta en el Océano Índico, ¿habría dejado el dique de San Pedro? Y si hubiera podido ver las cosas horribles y las dificultades de tan larga navegación, habría visto también los días de tremendo gozo, días que ningún hombre se merece a este lado del cielo. Habría visto a Patti allá en las islas, a Patti riendo, con el sol en sus hombros, Patti en mis brazos en noches aterciopeladas. Sí, estoy seguro de que habría zarpado…, navegado a través de huracanes, los dolores más profundos y el propio infierno, de haber conocido de antemano cómo iba a ser mi vida.

Y ahora, en aquella reluciente mañana en la marina de San Pedro, partiendo para la primera etapa de aquel viaje de 2225 millas alrededor del mundo, mi corazón me latía con una violencia, con una excitación que yo no había conocido antes; porque el espíritu de la libertad parecía que estaba tocándome con sus alas.