A trechos he contado que, catorce años atrás, yo era uno de los sesenta tripulantes del barco que Gonzalo Pizarro envió a buscar provisiones, al mando de Francisco de Orellana, cuando su expedición desfallecía de hambre en las selvas al este de Quito. El río nos arrastró, nunca supimos cómo maniobrar corriente arriba para volver donde ciento ochenta hombres nos esperaban, y navegamos meses por un río que crecía y crecía, hasta que la providencia nos arrojó enloquecidos y enfermos a la espuma del mar. Jamás tuvimos la intención de abandonar a Pizarro y al resto de los hombres, pero ellos no tenían por qué saberlo: pensaron que había sido una traición despreciable. Y la dura verdad es que ese accidente nos salvó la vida, pues muy pocos de los que quedaron en la selva sobrevivieron.
Una noche, cumplidas tres semanas de nuestra llegada a Nombre de Dios, mientras caminaba solo entre las palmeras, después de comer en una de las fondas del puerto, vi venir una sombra de la que no desconfié. Sólo al verla muy cerca advertí que yo estaba en peligro. Algo me golpeó de pronto: el hombre en la oscuridad tenía una daga, y ya me había lanzado una estocada que no logré esquivar, cuando otra sombra cayó sobre él y rodaron luchando confusamente por el suelo arenoso. Tres cosas pasaron al tiempo: sentí el calor de la sangre sobre mi vientre, vi huir a una de las sombras, que debía ser el hombre de la daga, acaso herido también, y sentí que el hombre que me había defendido venía a mi lado y me llevaba casi a rastras hasta el rancho del cirujano. Allí vi su rostro por primera vez, y no conseguí agradecerle antes de perder el sentido, más por la pérdida de sangre que por la gravedad de la herida.
Ursúa apareció en mi vida así, como brotado de las sombras, y me salvó de aquel asalto antes de que yo hubiera visto su rostro. A veces me pregunto si fue por gratitud que ese desconocido se convirtió en adelante en el viento de mis aventuras, el compañero de mis largas vigilias, causa de muchas alegrías y angustias, y huésped duradero de mis pensamientos, hasta el punto de que hoy, quince años después de aquel encuentro, sigo hablando de él como si fuera el único ser que he conocido en mi vida.
Se las había ingeniado para descubrir quiénes venían con el virrey, y, sin que esto me envanezca, nada le causó más alegría que la noticia de que uno de los secretarios era un veterano del viaje de Orellana. Para mi desgracia, hombres salvados de esa expedición vagaban por los muelles de Nombre de Dios, y alguno debió reconocerme entre los corrillos del puerto. Anónimo entre ellos, Ursúa los oyó hablar de aquella supuesta traición, oyó que me acusaban, con un rencor que resistía los años, de haber secundado a Orellana en el robo del barco, dejando a los hombres hambrientos abandonados en la selva. Estos veteranos de Gonzalo Pizarro, habían sobrevivido también a la derrota de su jefe a manos de La Gasca, y uno de ellos: Cristóbal de Ovalle, vio con resentimiento que en vez de ser castigado por mi traición, yo fuera ahora un funcionario bien situado en el poder virreinal. Supongo que quiso vengar en mí las ofensas de quienes bajamos por el río. Ursúa sintió que algo ocurriría, aunque después me dijo que no sospechó un asalto como ése, y llegó tarde para advertirme el peligro. Pero andaba buscándome precisamente a mí, porque en aquel momento, más que su campaña al país de las amazonas, le importaba entrar en contacto con el virrey.
Dio aviso de mi estado a algún miembro de la corte virreinal, sin insinuar siquiera que era él quien me había salvado. Sé que pasó a preguntar por mí en la cabaña del cirujano mientras duró mi recuperación, y un día se me presentó por las calles cuando ya había salido yo de mis cuatro semanas de cuidados. Reconocí ese rostro que había visto a la luz de las velas la noche del asalto. Me invitó a navegar en una chalupa por las aguas tranquilas del golfo, y sin prestar atención a mis expresiones de gratitud, empezó a hablar de esa travesía nuestra de años atrás como si él mismo la hubiera vivido. La relataba con exaltación, parecía ver de nuevo los hechos, pero también se notaba que quería impresionarme.
Yo sé que muchos saben de ese viaje, no sólo en el Perú, en Santafé y en Popayán, sino en Margarita, en La Habana, y en lugares más lejanos aún como Sevilla o Toledo. Pero pocos saben que el primer lugar de Europa donde se supo de las amazonas fue en las salas de mármol del Vaticano, pues yo mismo puse en las manos del Cardenal Bembo una carta de treinta y cuatro pliegos de su amigo Gonzalo Fernández de Oviedo contándole el hallazgo del río. Rumores intranquilos de ciudades en la selva llenaron muchos días los pasillos lujosos de los palacios romanos. Una noche, años después, en una posada de Italia, confundido entre soldados borrachos, oí a un hombre presumir de haber estado en nuestro barco, lo oí inventando cosas increíbles, describiendo ciudades de bronce, hablando de las amazonas. Y yo, que estuve en esa expedición, yo que sentí sobre mi carne el poder de la selva, y sobre mi mente la voluntad del río, me di el lujo extraño y un poco triste de no desenmascarar al impostor. En las brumas del vino, me descubrí diciéndole al río en mí mismo: «Tú y yo sabemos lo que sabemos; y nadie más merece esa verdad».
No habían pasado tres meses desde que salimos, todos enfermos pero todos vivos, al mar del norte, y nuestros barcos tocaron las costas frente a Cumaná, cuando ya Gonzalo Fernández de Oviedo había escrito en Santo Domingo la crónica del viaje y sus hallazgos. Pero Ursúa, el hombre de la chalupa, conocía detalles que sólo podíamos recordar quienes estuvimos allí, y mencionaba cosas que yo mismo había olvidado. «El segundo barco», me dijo «lo construyeron con los restos de las dieciséis piraguas que se habían llevado de una aldea de indios. Convirtieron en clavos un montón de herraduras oxidadas, y carenaron el casco con aceite fétido de animales del río». «Me impresiona», le dije, «oír a alguien que no estuvo presente, recordando detalles tan nítidos». «Parecía más bien un pedazo de selva flotante», continuó como sin oírme, «y formaba un contraste demasiado vistoso con el bergantín en que iban la mayor parte le los marinos».
Yo estaba confundido. «¿Qué quieres demostrarme?», le dije. «¿Cómo lo supiste? Eso no lo cuentan siquiera las memorias del capitán Orellana». «Es que podían advertirlo mejor los hombres que los vieron llegar a las islas», dijo sonriendo, y se inclinó hacia mí para precisar: «un barco dos días después del otro». «Ya veo» le grité «viviste en la isla de las perlas y ahí te contaron todo eso». «Nunca estuve allí», dijo mirándome fijamente, «pero conocí a alguien que sí estuvo, que habló con Orellana y con fray Gaspar de Carvajal y a lo mejor contigo. Debía tener tu misma edad por el tiempo en que se encontraron».
«Cuando uno viene de Europa», le dije con sorpresa sincera, «tiene la convicción de que la memoria está allá. Aquí todo surge y se disuelve como una niebla. Las ciudades desaparecen, la gente muere totalmente, las tempestades pasan y se borran, y donde se pudren los hombres no quedan inscripciones ni piedras. Me impresiona que alguien recuerde detalles que yo mismo me esfuerzo por olvidar».
«Ya hablaremos del río» dijo, cambiando bruscamente de tema. «¿Es verdad que eres escribano del nuevo virrey?».
Así que era eso. Comprendí que la historia de mi viaje por el río no le interesaba, que era sólo un pretexto para buscar otra cosa. Yo le debía la vida, me agradaban su rostro y su lenguaje, pero sentí una especie de desilusión. Si me hubiera buscado por el viaje, al menos le importaba mi experiencia, pero si me buscaba para acercarse a la corte, yo no era más que un recurso.
«Debo conseguir una audiencia con el marqués» dijo con brusquedad. «Lo cierto es que yo lo necesito: pero él ahora necesita de mí». «¿Puedo saber por qué?», le dije. «Pregúntale a cualquiera en la ciudad y sabrás que sólo yo puedo someter a los cimarrones rebeldes. He librado cuatro guerras contra los indios de la Nueva Granada y de Santa Marta, y los he vencido a todos». «No quiero dudarlo», le dije, «y puedo hablar con el virrey. Pero debes conocer a gente mucho más influyente: soy apenas un subalterno sin poder en la corte virreinal». «No quiero que sientas que me debes nada» me dijo, «pero si me ayudas a llegar al marqués, me habré abierto camino por mí mismo, y tú habrás ganado un amigo».
«Te portaste como amigo desde antes de conocerme» le dije con sinceridad: «soy yo quien tengo que merecer tu amistad». «Necesito de ti mucho más de lo que imaginas», añadió alegremente. «Eres uno de los hombres del río. Pero ni siquiera podremos hablar de eso si yo no ayudo ahora al virrey».
La conversación me dejó confuso. Sus argumentos eran extraños, su urgencia sospechosa, pero creo que habría despertado mi confianza aunque no le debiera gratitud. Parecía saber que el marqués me haría caso. Y la verdad es que, desde el día en que el cardenal Bembo le dijo en Roma, exagerando con toda intención, que yo conocía los secretos de las Indias, el virrey, no sé si por ingenuo o por piadoso, se lo había creído, y siempre prestó atención a mis sugerencias. Le era muy útil contar con un veterano de los descubrimientos, y tenerme como asistente le ayudaba a puntuar con detalles dramáticos sus conversaciones con el joven rey y con los secretarios.
Don Andrés Hurtado ya sabía de Ursúa: de su leyenda de capitán joven que había librado en los años anteriores las guerras del Nuevo Reino de Granada. Como miembro de la nobleza castellana, sabía de los obispos de Pamplona y de Tudela, conocía historias de la casa de Ursúa, y había sido bien informado por Pedro La Gasca, su antecesor en las tierras del Inca, de la lealtad de Miguel Díaz de Armendáriz y del valor inverosímil de su sobrino. Sólo ignoraba, pero yo también, que Ursúa había caído en desgracia y que ahora en el nuevo reino se lo buscaba como a un malhechor. Ursúa parecía ser un hombre en dificultades, pero el virrey me quedó agradecido por haber encontrado a alguien que parecía capaz de ayudarle a pacificar el istmo antes de tomar posesión del virreinato, y yo empecé a entender que la estrella de Ursúa sólo se apagaba para brillar enseguida más poderosa.
Le bastó una conversación con el virrey para salir nombrado jefe de la expedición contra los cimarrones; le bastó una semana de consultas, corrillos y tumultos, para hacerse a un ejército poderoso, excesivo y brutal. Armó doscientos hombres entre lo más peligroso e indeseable que se hallaba en los antros del istmo. Parece imposible, pero cinco años después de la campaña de La Gasca, otra vez las Indias de occidente estaban llenas de bandidos, prófugos de prisiones, sicarios y contrabandistas, escoria de los reinos que se daba cita en las encrucijadas: y muchos que no tenían rumbo fijo terminaban buscando los puertos, o aquel brazo de selvas de donde salen sin fin los barcos hacia el norte y el sur.
Ursúa ya conocía la táctica de los cimarrones, su hábito de asaltar las caravanas y después replegarse hacia la selva espesa. Se embarcó con parte de las tropas en Nombre de Dios y llegó hasta las costas vecinas del primer palenque, pero éste estaba a quince leguas del mar. Libró muchos combates, en los que lo asombró la temeridad de los negros, su decisión de morir antes que volver a los rigores de la esclavitud. Un año entero gastó sus fuerzas enfrentando en todos los escenarios del litoral y de las sierras a esos rebeldes fuertes e irreductibles; y enfrentando también los calores malsanos que un cimarrón resiste mucho mejor que un español calcinado en su coraza, las lluvias largas que entristecen el monte y el mar, las plagas que dan fiebre y dan vómito, y la ponzoña voladora y rastrera de infinitos insectos.
Comprobó que de verdad en las costas ardientes los traficantes escogen a los mejores, los más vigorosos, los más ágiles, los más ariscos hijos de las razas de África. Acostumbrado a aprovecharse de la fragilidad de los indios y de la desventaja de sus armas y costumbres, no hallaba cómo vencer a los negros, que habían vivido entre españoles, que manejaban sus mismas astucias, que sabían usar espadas y lanzas de acero, y que una vez incluso destrozaron la cabeza de un caballo mal acorazado con un disparo de arcabuz. Ésta no era una de las habituales guerras con ventaja sobre enemigos ingenuos y mal armados, y Ursúa descubrió por fin qué se siente cuando las armas poderosas están también en el bando contrario. Entonces, cansado de escaramuzas sin futuro, diseñó una estrategia maligna y suicida: entrar con pocos hombres, lleno de regalos y baratijas, y prácticamente entregarse a los cimarrones, declarando que iba autorizado para hacerles una propuesta que pondría fin para siempre a la guerra.
«Los esclavos fugados hace tiempo», les dijo, «serán en adelante libres con cédula real; pero los que escapen a partir del momento de los acuerdos serán devueltos a sus amos, quienes se comprometen a mandarlos con humanidad y no someterlos a maltrato alguno. Traigo autorización del virrey y del rey Felipe para que todo esclavo maltratado pueda liberarse a sí mismo, pagando el valor del rescate».
Bayano, el rey de los cimarrones, y Juan de Mozambique, su primer obispo, y Pedro Caranga, y Juan Angola, y Antón Sosa, y Lorenzo Biáfara, y Jacinto Paila, y Cabrero y Barquillo y Ambrosio Guineo, y Eufrasio Morado, y Lanzarote Telembí, y Juan Viejo y Juan Rizo y Juan Campanero, y Petronila Barca, y Amílcar Barbasco, y Cachamo, y Tomasa Carabalí, y Dominga Senegal, y Alférez Tambo, y Damiana Cervantes, y Roque Mandinga, todos los cimarrones empezaron a debatir si aceptaban las condiciones del capitán Valiente, como lo llamaban, al que sólo le había faltado desnudarse para hacerles sentir cuán plenamente se les entregaba, sin doble intención, sin dobleces ni engaños, sólo para lograr que por fin hubiera paz en ciudades y caminos.
Llegaron por fin a un acuerdo. Y Ursúa fue con los jefes, con Felipillo y Bayano y Angola, y otros más, hasta una villa cercana de Nombre de Dios, donde los recibieron con fiestas y regalos, y brindaron a Bayano honores de príncipe. Lo único que no hicieron fue dar trato de prelado a Juan de Mozambique, porque el obispo y los clérigos de Nombre de Dios se habían encerrado en su convento, no sé si para expresar su repudio a las negociaciones, o porque ya sabían cuál iba a ser el desenlace de los acuerdos. Más de dos semanas duraron las fiestas y los regocijos. Emisarios de los negociadores iban a los palenques, les contaban a los cimarrones cómo avanzaban los tratos, y les llevaban provisiones y ofrendas enviadas por los hombres de las ciudades.
Entonces se celebró el banquete de la alianza, en el que Ursúa dispuso que se trajeran grandes cantidades de vino, nuevos regalos para obsequiar a los jefes, y un licor especial para el brindis de la reconciliación. Se bebió vino en abundancia, mientras las tropas de Ursúa emprendían un viaje inesperado por los litorales. Y terminado el banquete, uno a uno desfilaron los jefes por la residencia de Ursúa, donde recibían no sólo los abrazos del general y valiosas mercaderías de España, sino la copa especial que los nuevos amigos les habían preparado.
Y uno tras otro salieron borrachos, padeciendo la acción lenta del licor último, que al comienzo parecía una mera embriaguez, pero cuyo efecto final sólo fue revelándose cuando ya iban de regreso a los palenques. Y al mismo tiempo que entraban en la casa de Ursúa los grandes jefes, que habían quedado para el final, Bayano el rey, Felipillo el gran capitán, y Mozambique y Angola y Caranga, y eran hechos prisioneros; al mismo tiempo que los otros jefes y negociadores se desplomaban por los caminos bajo el efecto del veneno, tropas del virreinato cayeron sobre los palenques rebeldes, y todos los cimarrones fueron cargados de cadenas y llevados de nuevo a Nombre de Dios, donde los embarcaron para venderlos de nuevo por todos los rumbos de las islas, para que no quedaran ni rastros de su imperdonable aventura.
Estas cosas malvadas sólo se revelaron después, pero no puedo decir que yo ignorara lo que ocurría. Supe que Ursúa había derrotado a los cimarrones, pues era su misión y su propósito, aunque sólo tiempo después me enteré de cuál había sido el método que utilizaron él y sus tropas para someter a los esclavos rebeldes. Yo estaba satisfecho por la satisfacción del virrey: vi que recibió a Bayano con honores y cortesía, aunque no le permitieron saber qué estaba ocurriendo con sus huestes en los palenques lejanos. Bayano y Felipillo fueron llevados como prisioneros de honor hasta la corte de Lima, y luego el jefe fue enviado rumbo a España, donde dicen que la Corona lo hospedó con respeto. Eso bastó para que muchos en la corte virreinal creyéramos que el desenlace de aquella historia había sido menos infame de lo que fue realmente.
Como todo el que tiene un propósito ciego, Ursúa no vacilaba ante nada con tal de conseguirlo, y eso, unido a la violencia de su sangre, lo llevó a los peores extremos. No habían transcurrido tres meses desde nuestra llegada, y ya se había convertido en el hombre de confianza del virrey y en la espada de su majestad en estas tierras que nunca han visto los señores del trono. Sólo después de haberse convertido por su propio impulso en un personaje indispensable en la nueva corte virreinal, nos llegaron noticias de su pasado, y empezamos a comprender lentamente quién era.
Pero fue así como Pedro de Ursúa, desde las sombras de su caída, volvió a ser príncipe y caudillo guerrero, y se dispuso a viajar a la ciudad de los Reyes de Lima convertido en el capitán favorito de don Andrés Hurtado de Mendoza y Bovadilla, marqués de Cañete, y nuevo virrey del Perú. Los vecinos, los mercaderes, los propietarios y los funcionarios de Nombre de Dios, de Portobelo y de Panamá tuvieron torneos en las arenas ardientes del litoral, juegos de cañas, oficios de victoria, rosarios solemnes y misas doradas, exposiciones del Santísimo y nubes de incienso, y nombraron a Ursúa «Salvador del país».
Yo imaginé que aquel hombre estaba librando una guerra salvaje, pero jugué al mismo tiempo a no enterarme de sus métodos. Aunque no podía impedir nada de lo que hizo, no dejé de sentir que en cierto modo yo era el responsable: era yo quien lo había llevado ante el virrey y lo había ayudado a convertirse en su jefe de tropas. He tenido después muchos años para arrepentirme. No sólo por los indómitos negros sacrificados, por las mujeres y los niños encadenados y otra vez diseminados por las islas, sino por mí mismo y por el propio Ursúa.
Muchos pueden dudar de que haya justicia en el mundo, pero sé que Ursúa y yo recibimos nuestro castigo. Si yo no lo hubiera ayudado tal vez el marqués y la corte habrían partido hacia el Perú sin llevarlo consigo, y Ursúa se habría salvado del tremendo destino que lo esperaba, y yo me habría salvado de bajar por segunda vez al infierno.