Como si todo caminara a su fin, entonces arreciaron los hechos. Muerto Belalcázar, Francisco Briceño asumió la gobernación de Popayán, y por un breve tiempo, suficiente para el alivio y para la venganza, ocurrió lo increíble: la Mariscala María de Carvajal terminó gobernando no sólo las comarcas de Robledo sino los reinos de Belalcázar, el cañón del Cauca, las llanuras de Cali, los abismos misteriosos del Pada y los valles que llevan a Quito. Cada noche a solas hablaba con Robledo y le contaba las cosas que habían ocurrido. Soñaba que volvía a San Sebastián, a la orilla del mar, y que Robledo venía cabalgando hasta ella diciéndole: «Yo tenía un reino para ti pero lo perdí en el camino». Ella le decía: «No, no lo perdiste». Y al volverse a mirar a la tierra desde la playa, veían ante ellos un país inmenso que comenzaba en las ciénagas y se ahondaba por las montañas y terminaba a una distancia infinita, en las primeras ciudades de piedra del Inca. Entonces ella, sola en una cumbre y vestida de luto, veía aparecer el cráneo de Robledo alto en su vara de guadua, y le decía: «Ya puedes descansar en paz, porque el reino que me prometiste ahora está finalmente en mis manos».
Francisco Briceño ordenó a Alonso de Fuenmayor fundar un poblado siete leguas al sur de Popayán y de cara al Pada, y sus hombres fundaron la ciudad de Almaguer, sobre sierras de oro, en la región de las montañas más bellas, llanuras verdes y amarillas que miran a montes de formas caprichosas. Serviría de tránsito entre Pasto y Popayán, en una luz de inmensidades, muy hondo estaba el hilo de música del río, y después una región de bosques felices donde pronto crecieron trigales, legumbres y granadas, y donde el día está tan embrujado como la noche misma.
Todo terminaba para que todo empezara de nuevo. En Panamá se habían agrupado los tropeleros y los vagabundos que expulsó La Gasca del Perú, y algunos de ellos seguían soñando con rebeliones. Una de esas chispas fue Álvaro de Hoyón, quien estuvo primero en la revuelta de Gonzalo Pizarro, después se unió a los nietos salvajes de Pedrarias Dávila en el istmo, y finalmente llegó a Cartagena a seducir a todos los inconformes para que se alzaran contra la Corona. Pero si Pizarro se rebelaba porque le robaban el reino que su familia les había robado a los incas, estos nuevos rebeldes ya eran sólo ladrones de caminos. Del robo recompensado por la ley y bendecido por la Iglesia ahora se pasaba al vulgar robo sin mentira y sin mancha. Por los tiempos en que Ursúa se escondía en los páramos, Hoyón se hizo amigo de muchos renegados, entre ellos dos frailes bandidos que vinieron con él a Cartagena, y un día conspiraron una masacre. Pensaban aprovechar la misa solemne, y ya con los vecinos en la iglesia cerrar las puertas de golpe y matarlos a todos, para ir a saquear después sus casas. Un mozo al que intentaron convencer de que los apoyara terminó delatándolos, los frailes malignos fueron apresados por Heredia y ahorcados a la orilla del mar, pero Álvaro de Hoyón se escapó a Santafé, donde sin dejar traslucir sus planes compró municiones y arcabuces. Asaltó con sus cómplices a San Sebastián del Plata, a Timaná y a Neyva, matando muchos vecinos y robando lo que encontraban a su paso.
Después tomó el camino de Popayán, donde María de Carvajal se refugió en la iglesia con todas las mujeres y los niños, sin saber que ése era el sitio preferido de los amotinados, mientras curas y frailes se apostaban en las puertas con espadas temblorosas para defender a los vivos y a los muertos. Los rebeldes cargaron sobre la ciudad, estorbados apenas por Briceño, con unos cuantos hombres a caballo y una tropa de indios fieles. Y ya de noche hubo combates en las esquinas, sangre en las casas y miedo en los patios, porque las tropas de pillaje se regaron de tal manera por la sombra que nadie sabía quién era quién en las encrucijadas. Los asaltantes habían acordado converger a cierta hora en una casa grande cerca de la iglesia, y en los salones penumbrosos hubo nuevos combates, donde las alabardas cortaron dedos y los arcabuces sacaron ojos, manteniendo a la ciudad espantada la noche entera, hasta que los vecinos, más por terror que por valentía, fueron rodeando a los conjurados, y pusieron a los indios de la región a disparar contra ellos sus flechas desde todos los flancos. Los rebeldes, exhaustos, encendieron un fuego delator en el patio donde se habían refugiado para tratar de atender sus heridas, y fueron capturados al fin.
Entonces la ferocidad cambió de bando: los plácidos vecinos les cortaron a muchos rebeldes los pies y las manos, a otros los condenaron a centenares de azotes y a remar en galeras, pero los principales fueron ahorcados y descuartizados, para repartir sus cuerpos por los caminos como enseñanza y advertencia. Y se dice que mientras todos los otros, cargados de cadenas, lloraban y suplicaban clemencia, Hoyón fue tan indiferente a su propia muerte que, justo antes de ser ahorcado, pidió de comer y de beber como si estuviera de fiesta en una taberna. Sólo cuando estaban haciendo cuartos su cuerpo descubrieron que tenía sexo de animal.
El juez Montaña fue a tomar posesión de la gobernación de Popayán, después de enviar a Armendáriz, innecesariamente cargado de cadenas, a embarcarse en Cartagena rumbo a España. En ese extraño juego de mutaciones, ahora era Heredia lo escoltaba hasta el barco. Armendáriz alcanzó a decir en el último instante la frase que después lo hizo célebre: «Estas tierras reciben a los jueces con arcos y los despiden con flechas», y subió fatigado a la nave para no volver nunca.
Ya había zarpado el juez en el bergantín hacia su destino final de presidiario y de clérigo, cuando Ursúa llegó a Santa Marta. Fue una llegada triste y azarosa, porque allí era conocido de todo el mundo, pero sólo como amo y señor. Llegar vencido y perseguido, a esconderse como un delincuente, sin saber quién lo denunciaría ante sus perseguidores, le oscurecía el rostro y le amargaba las entrañas. No permanecería en la ciudad, aunque había quien lo hospedara con gusto y con verdadero afecto. La condición de prófugo le era aborrecible, se veía de pronto con las manos vacías temiendo un barco pesado de enemigos que bajaba hacia él por las aguas amarillas del río, y procuró embarcarse enseguida hacia Castilla de Oro.
Ahora por lo menos sabía que su destino era repetir el viaje de Orellana. Según su costumbre, había empezado a pensar en la conquista del río y de la selva como el hecho definitivo de su existencia. Esperaba que Castellanos lo acompañaría. Aquel soldado menudo e inteligente, de ojazos brillantes y memoria asombrosa, que parecía saberlo todo de todas las cosas y siempre estaba conversando con todo el mundo, interrogando a jóvenes y a viejos, a los negros que perdieron su tierra y a los indios que perdieron su cielo, aprendiendo los nombres de los árboles y observando a los animales con una avidez que sólo podría compararse a la de mi maestro Oviedo, le profesaba tal afecto y lo acompañaba de una manera tan plena, que en aquel momento era el único consuelo del solitario Ursúa, el cántaro de sus quejas y el paño de sus lágrimas de ira. El destino de Ursúa se había colmado de poder y de esplendor, de sueño y de riquezas, sólo para trocarse de pronto en un castillo de humo que dispersaban los vientos.
Pero una nueva contrariedad lo esperaba: Castellanos encontró en Santa Marta un envío de su madre, Juana, procedente de la pequeña villa de Alanís, en los altos de Sevilla, de donde el muchacho había salido doce años atrás. En él le enviaba testimonios de sus conocidos, certificaciones de su maestro Miguel de Heredia de haber cursado en Sevilla todas las disciplinas del letrado: latín, preceptiva, oratoria, y hasta los rudimentos del derecho canónico, con todos los demás documentos que él le había reclamado para presentar la solicitud de lo que por entonces más deseaba en el mundo: hacerse clérigo. Sabía suficiente gramática latina, conocía los dogmas y los misterios, los ritos y las doctrinas de la Iglesia, podía demostrar que su linaje reciente no estaba manchado de judíos ni de moros, no carecía de voz bien timbrada para los oficios, y no se requería más para ser aceptado en el clero, en una región donde siempre había trabajo para religiosos y misioneros. Castellanos vacilaba en decírselo a Ursúa: para ser clérigo tenía que permanecer en Santa Marta y no podría seguirlo a sus nuevas conquistas.
El letrado era el más extraño de los conquistadores, no pedía más riqueza que darle nombre al mundo nuevo que hormigueaba en sus ojos. No quería errar más: a sus treinta y tres años, la santa edad de Cristo, necesitaba asumir la misión que le habían deparado las Indias. Ya había sido tesorero y marino, comerciante de perlas y buscador de minas, expedicionario y soldado, era un sobreviviente de la mordedura de las flechas y del vuelo de las víboras, se había salvado de la locura que dan las yucas bravas y del naufragio de toda una ciudad, había escapado a caballo del hambre de un tigre y de la creciente de un río, y su exclusivo deseo era contar todo lo que había visto, sentarse a relatar el resto de su vida las historias de las que fue testigo o que oyó de labios de quienes las vivieron, y para ello necesitaba la paz fortificada de un claustro, un escritorio, una pluma, un mar de tinta, y muros firmes que protegieran su vigilia y sus infolios, de modo que vio en la carta de su madre la revelación súbita de su destino, y con dolor inmenso le dijo a su amigo en desgracia que se quedaría en el Nuevo Reino, y ya no iría con él al Perú.
Como un último vestigio de su mundo perdido, antes de que Ursúa se embarcara rumbo a Panamá, apareció un día Oramín ante él en su refugio de Santa Marta. Había viajado con Alonso Téllez, quien iba a embarcarse para España, acompañando a los oidores Góngora y Galarza, porque estaba seguro de que se encontraría con Ursúa, aunque no podía tener idea de dónde se hallaba el fugitivo. Fue Castellanos quien lo encontró en el puerto y lo trajo, creyendo que a Ursúa le agradaría verlo, pero su aparición no le produjo a Ursúa ninguna alegría. Parecía venido para recordarle todos sus sueños frustrados, sus aventuras postergadas, el tesoro que no había podido ser suyo. Sabía que él mismo, y no el indio, era el responsable de su suerte, y si no podía sentir alegría todavía podía sentir afecto. Oramín le traía una pequeña bolsa tejida que tenía dentro semillas y hojas, y le dijo que se la enviaba Z’bali, quien no lamentaba que Ursúa se hubiera ido sin verla de nuevo, porque según decía, le había dejado un consuelo.
Ursúa siempre creyó que ello significaba que Z’bali había tenido también un hijo suyo, pero a lo mejor sólo mezcló en uno el recuerdo de Teresa y el de la muchacha india. Algo que se parecía a la necesidad de que las dos fueran una sola empezó a germinar en su carne, y por eso no me extraña que tiempo después Inés de Atienza, que era una princesa india y una dama española a la vez, llenara por completo su vida. Cuando vine rehaciendo los pasos de Ursúa, busqué mucho a Z’bali y no pude encontrarla, ni a nadie que supiera de ella. Eso no significa que Z’bali no haya existido, ni que haya dejado de existir. Los indios suelen cambiar sus nombres después de los acontecimientos importantes y no entienden que un español pueda tener un mismo nombre de niño, antes de toda experiencia, y de viejo, cuando ya la vida le ha cubierto de rayas el rostro y de brumas el espíritu. Oramín estaba dispuesto a seguir con él al Perú, pero Ursúa no era ya más que un vagabundo, y le pidió al indio volver a la Sabana, y guardar un buen recuerdo de él.
Viajó prácticamente solo, porque los hombres que lo seguían no alcanzaban a llenar el espacio de su alma, y algunos de ellos no eran más que mercenarios. Iba lleno de proyectos deshilvanados y de odios difusos. Los fieles navarros habían ido quedando por el camino. Alguno tenía encomiendas en la Sabana, tres eran vecinos de Pamplona y habían recibido solares del fundador, su amigo Juan Cabañas había muerto en el avance de los muzos. El licenciado Balanza seguía a su lado, y su primo Díaz de Arlés ya estaba en Panamá, buscando fortuna. Dos volvieron a España con el tío Armendáriz, y reclamaron en su nombre y en vano los dos mil ducados que le debía la Corona. Fueron ellos los que contaron su historia en los patios de Arizcún, y arrancaron lágrimas de los ojos envejecidos de Leonor Díaz de Armendáriz, y le hicieron saber a Navarra que había una nueva Pamplona en las Indias. Otros dos formaban parte de la guardia de la Mariscala, y tiempo después le enviaron a Ursúa noticias del nacimiento de la hija de Teresa de Peñalver, que seguía viviendo en la Sabana.
Su corazón fluctuaba entre el abatimiento y la cólera. Por momentos se sentía derrotado, volcado el cántaro de sus ambiciones, desgarrado el tejido de sus sueños, entonces venía en su auxilio el orgullo de ser descendiente de guerreros y reyes, un capitán ambicioso que no se podía dejar abrumar por unas gotas de adversidad. Esta repentina desgracia bien podía ser sólo el último escollo antes de una fortuna deslumbrante. En el viaje, sobre las aguas turbulentas del Caribe, volvió a contarse en la proa del barco las aventuras de Pizarro y Cortés, repasando sobre todo los momentos difíciles, la quema de los barcos, la pérdida de hombres y de sueños, los meses pestilentes en la isla del Gallo, todo lo que había escuchado en las islas y todo lo que le había narrado Castellanos en sus cabalgatas por valles y serranías, hechos que podían haber derrotado a esos titanes de conquista y que no habían vulnerado sin embargo su carácter ni mellado el filo de sus aceros. Entonces fruncía el ceño, apretaba los labios, oprimía el pomo de su espada con la mano colérica, y se proponía mostrar por fin quién era Pedro de Ursúa, qué reinos sacaría a la luz del corazón de las selvas cerradas.
No podía saber lo que estaba ocurriendo mientras él abandonaba los reinos. No sabía que Heredia zarpaba una vez más rumbo a España en la flota de veinte naves que iba a Cádiz; que el hombre de la nariz remendada se estaba embarcando en la misma nave que llevaba a los oidores Góngora y Galarza, deseosos de mejorar su situación visitando personalmente la corte, y que por casualidad Alonso Téllez, el socio de su tío, su valedor en los días de encierro de la Sabana, el astuto funcionario de la Real Audiencia, iba también en el galeón. Así como a su llegada el destino reunió a los viejos gobernadores de la Sabana y los fulminó con un rayo súbito, ahora extrañamente el destino reunía de nuevo a los hombres poderosos del reino y los llevaba en un barco sobre un mar que lentamente se iba embraveciendo. Una tormenta se condensó sobre los barcos y se fue persiguiéndolos entre las aguas oscuras. Días después era tan fuerte la tempestad que antes de llegar al puerto de Matanzas ya varios pasajeros habían sido arrebatados por las olas. Descansaron unos días en el puerto y se embarcaron de nuevo, pero la tormenta volvió a aparecer ante ellos, y el mar entero hirvió de olas violentas y de espuma, y los vientos combatieron en los velámenes de tal manera que la flota se dispersó y algunos barcos terminaron en las costas de la Florida. A lo largo de la tempestad oceánica muchos otros murieron en sucesivos bandazos e inmersiones de los barcos. La nave capitana estaba a punto de zozobrar, y frente a las costas de África toda la gente ilustre que llevaba tuvo que trasbordar a otra nave huyendo del galeón maltratado. Entonces terminó la tempestad que había durado incomprensiblemente un mar entero, y vieron aparecer con gritos de júbilo la costa española. Allí ocurrió lo impensable: después de sobrevivir a todo, el barco encalló de repente y empezó a hundirse en el mar en calma. Góngora y Galarza intentaron nadar hasta la orilla pero rápidamente se hundieron en las olas amargas; Pedro de Heredia, viejo pero todavía vigoroso, nadó y alcanzó las playas, pero en el momento en que se erguía sobre la arena, una última ola del mar increíble cayó sobre él, lo retrajo de nuevo a las aguas hondas y lo ahogó sin misericordia. Alonso Téllez estaba todavía en la cubierta que zozobraba, y le pidió a un marino que se disponía a saltar que lo llevara a su hombro hasta la orilla. Para convencerlo, le ofreció una caja de plata que llevaba llena de piedras preciosas. Ese fue su error, porque obligó al hombre, que estaba dispuesto a llevarlo sin hablar de la recompensa, a tomar en un brazo al náufrago, mientras empuñaba en la otra mano la valiosa caja. Así avanzaron un tiempo y se acercaron a la orilla. Pero llegó el momento en que las aguas estuvieron más difíciles, y el hombre se vio obligado a escoger entre el hombre que llevaba en su brazo derecho y la caja que llevaba en su mano izquierda, y la mano triunfó. El hombre se sacudió de Alonso Téllez, y lo envió a reunirse con sus compañeros en el fondo del mar.
Todo eso ocurría mientras Ursúa iba alejándose de la tierra que había sido suya. Me dijo que vio un fulgor a su izquierda, en el cielo nocturno: era el resplandor del incendio que estaba consumiendo a Cartagena de Indias. El fuego había comenzado por las cabañas con techo de paja de las orillas, y el viento lo fue llevando en un giro caprichoso por los bordes de la ciudad. Después se fue cerrando hacia el centro, y las gentes creyeron que el fuego sacrílego iba buscando cerrarse sobre el altar de la catedral y sobre las reliquias que allí se conservaban. Pero no fue el altar lo último que se quemó, sino extrañamente la casa de Pedro de Heredia, y en ella todas las riquezas que el fundador había guardado. Ursúa pasó así entre el agua enfurecida que devoraba a los oidores y los gobernadores, y el fuego enardecido que devoraba las riquezas robadas a los indios. Cuando me lo contó me pareció demasiado coincidente para ser verdadero, pero después he averiguado que las dos cosas ocurrieron: tanto el naufragio increíble después de sobrevivir a una tormenta de tamaño oceánico, como el incendio que devoró completa a la ciudad y los tesoros del gobernador en ella. Tal vez Ursúa sólo inventó la coincidencia de los dos hechos, porque el incendio fue primero, y muchos días después el naufragio. Pero visto desde lejos importa poco que los dos hechos tremendos estuvieran separados por unas semanas o unos meses, y que él los recordara ocurriendo en el mismo momento. Porque la verdad es que Ursúa sólo supo de las dos cosas tiempo después, en Panamá, y si las guardó en su memoria simultáneamente, como los dos hechos que lo despedían de esta tierra donde gastó su juventud, donde aprendió a amar y a matar, donde surgieron a la luz todas las fuerzas que había en su carne, es tal vez porque en su viaje vio el resplandor de un fuego y la agitación de las aguas, y asoció después esas cosas con los hechos que le contaron. O tal vez recordó juntas esas dos destrucciones porque en su nombre estaban desde siempre unidos, inseparablemente, el agua y el fuego.
En un vaivén de abatimiento y de entusiasmo pasó ante el golfo donde cuarenta años atrás otros viajeros fundaron a Santa María la Antigua, y pensó que esa ciudad, tan joven y ya invadida por la selva, estrangulada de serpientes y sepultada bajo gritos de guacamayas era como su espíritu, donde todo parecía terminado cuando apenas acababa de comenzar. Y así se fue alejando de la tierra donde había sido gobernador en su adolescencia, viendo la confusión en las nubes de su futuro, y dejando atrás para siempre los alcaravanes del Cauca sobre el cráneo de Jorge Robledo, los cormoranes de la Hoya del Gato, los lagartos de la Barranca de Malambo, las iguanas de Tenerife que ven pasar canoas silenciosas, los tigres de Tamalameque, que vuelven feroces a las selvas, los monos diminutos del Carare, las ranas cantoras del Catatumbo, resplandecientes bajo el rayo perenne, los azulejos del Guarinó, que no están nunca solos, los sinsontes del Gualí, que a esta hora cantan por las colinas, las garzas grises de Mompox que lo vieron caminar con Teresa junto al río dichoso de aguas pardas, los periquitos de Cantagallo, que vuelven verde el cielo, las urracas del Opón, que ensordecen los hondos cañones, los armadillos de Buritaca, que se ovillan ante el peligro, y las águilas tijeretas del Cocuy, de las que salieron los pueblos de la Sierra Nevada, y las iguanas de Magangué, en las que se demora la tarde, y los gatos salvajes de Porce, y los cóndores reales de Cundinamarca, y las tatabras de Cipagual, y los bagres grandes del Yarí, que suben en legión por los ríos, y las comadrejas de Guarumo, y más allá, decreciendo en el fondo de su memoria, las ranas bermejas de Nóvita, los zancudos sonoros de Zapayán, las salamandras de Yondó, que corren sobre el agua, y los venados ariscos de Bogotá, que no volverían nunca, y las babillas fieras del Nare, quietas en el légamo oscuro, y los guatinajos moteados de Guayacanal, y los caimanes dormidos de Ambalema, en cuyas fauces abiertas vuelan alegremente las mariposas.