Después, en Santa Marta, a Ursúa lo envolvieron las fiebres, y hasta sus cicatrices más antiguas volvieron a doler como si fueran formas de la memoria. Ardido en fiebre lo encontró Miguel Díaz de Armendáriz, que volvía de La Española rumbo a Santafé porque le ordenaron que fuera juzgado en el mismo lugar donde había cumplido su gobierno. Y se embarcaron por el río los dos, acompañados por sus tropas menguadas, por Pedro Briceño, también enfermo todavía, y por Castellanos, el joven andaluz que lo mismo ayudaba en las maniobras, cocinaba o cantaba, al ritmo de la necesidad. Dejaban apenas abierto un paso para las expediciones, para los barcos que unen a la Sabana con el mar. Ursúa iba pensando, como siempre al final de sus campañas, que había llegado por fin la hora de buscar el tesoro postergado. Las batallas del Tayrona habían sido duras y sangrientas, y él mismo volvía con nuevas heridas que mostrar ante los miembros de la Real Audiencia y ante los jueces de su tío.
Estaba aletargado por la fiebre pero un hecho del viaje acabó por convencerlo de que tenía la clave para encontrar el tesoro. Y es que, en el bergantín que los llevaba hacia el sur, tuvo otro de sus sueños, y éste le pareció el más revelador de todos. Dormido al atardecer, mecido por el rumor del agua y por el sorbo de miel de los remos, se encontró caminando por riscos del sur de la Sabana, y vio con precisión el sitio donde los hombres de Tisquesusa habían guardado el tesoro. Primero le pareció que se alzaba sobre las tierras y que veía como un águila todo el camino, desde los fuertes de Bogotá, dejando los cerros del oriente, y avanzando más allá de los páramos. Vio la región inmensa y después minuciosamente los valles y los montes hasta llegar a una pradera alta cerrada por montañas.
Al final de aquella pradera se alzaba un gran peñasco, y a espaldas del peñasco estaba el abismo. Vio volar en un círculo grandes pájaros de collares blancos, y vio un camino de piedras que bordeaba el peñasco, sobre el vértigo del abismo, hasta una gruta que no era visible desde las tierras bajas. La gruta se ramificó en una serie de túneles, y en el sueño Ursúa sintió que era un lugar sagrado de peregrinación de los zipas, y supo, como se saben esas cosas en los sueños, que en tiempos antiguos lo utilizaban para encerrar por meses al heredero del reino, al que alimentaban solamente los pájaros. Se internó por el segundo túnel de la izquierda, que cesó de pronto en una pared maciza. Pero a sus pies se acumulaban piedras grandes, y detrás de una de ellas había una galería más estrecha, en declive, muy breve y oscura. Deslizándose por el declive de piedra, desembocó en una caverna espaciosa, en la que entraba la luz a raudales por grietas altas que daban al abismo, y allí vio las ofrendas del sol.
Eran innumerables piezas de oro superpuestas, con formas de pájaros, de balsas y de seres feroces, pero la mayor parte eran bultos envueltos en mantas. En la penumbra alguien repetía con voz grave y monótona palabras incomprensibles. Al despertar, Ursúa sintió que recordaba perfectamente el camino, sintió que volvían sus fuerzas, y tuvo la nítida sensación de que le había sido revelado un secreto. Nunca se había sentido tan cerca del tesoro, ni tan convencido de que su destino inmediato era encontrarlo.
Urgió a los marinos para que apresuraran el regreso, consoló como pudo al juez caído en desgracia, en su incómoda situación ante otros jueces, y ni siquiera se permitieron descansar en Tocaima, sino que emprendieron una cabalgata extenuante hacia las tierras altas. Nadie entendió que pasaran tan ajenos y tan silenciosos, concentrados cada uno en sus pensamientos, y que no respondieran a los homenajes y reclamos que tenían para hacerles en las pendientes de la Sabana los encomenderos y los funcionarios. Sólo llegando a Santafé Ursúa le contó a su tío el sueño que había tenido, y el juez comprendió que a Ursúa la fiebre lo estaba haciendo delirar. Pero ese sueño fortaleció la decisión del guerrero, y agravó, si ello era posible, su obsesión por el tesoro. Ya descansando del viaje al comenzar la noche, se empeñó en describirle a Armendáriz el camino con la misma precisión con que lo había soñado.
Lamentaba no poder convocar enseguida a los oidores para rendirles el informe de las guerras del Tayrona. Cumplidas sus duras condiciones, la Real Audiencia no podía posponer por más tiempo su autorización para emprender la búsqueda del tesoro, porque los hechos valerosos que cumplió con sus hombres en Santa Marta, su guerra contra las huestes del Tayrona, la noticia de las laboriosas ciudades de piedra en lo alto de la montaña, y el relato, honroso en audacia y en heridas, de la batalla del Paso de Origua, eran blasón suficiente incluso para reconocimientos más altos. Ahora no aceptaría ninguna otra misión: después de cuatro guerras había hecho los méritos necesarios, tenía la experiencia, y hasta le parecía que su sueño era una suerte de mapa del tesoro.
Lo primero que hizo en Santafé fue llamar a Oramín. Le contó su visión, y mencionó por casualidad que había escuchado en el sueño unas palabras. El indio le pidió que las repitiera, y Ursúa recordó sólo las que sonaban con más insistencia. Oramín entendió dos de ellas. Le dijo que eran palabras de los reinos del sur y que significaban el país de los cóndores. Esa nueva evidencia de que el sueño tenía sentido le pareció a Ursúa la señal definitiva de su nuevo destino.
Recorrió la casa y, de repente, por primera vez en muchos meses sintió la ausencia de Z’bali. La sintió no sólo en su cuerpo, como una evidencia de que había estado lejos de ella, sino en las habitaciones, porque la hermosa muchacha india no estaba allí como de costumbre. En realidad había desaparecido desde el momento en que la mujer española, como la llamaba, llegó a disponer de los criados y a ordenar las cosas, dando pruebas excesivas de que Ursúa había escogido nueva compañía. ¿Qué podía una muchacha nativa ante el poder de aquellas damas forradas de negro, que los vecinos de la ciudad veían admirados pasar con sus anchas faldas que se mecían como navíos? En ausencia de Ursúa nadie iba a extrañada, y Z’bali había buscado nido en alguna casa indígena, mientras se aclaraba la decisión de su hombre.
Pero no sólo Z’bali se había alejado de él, también la estrella de la suerte de Ursúa estaba a punto de apagarse. Aquella misma noche, justo cuando pensaba que todo iba a suceder como se lo anunciaron sus sueños, llegó a su destino la hora de las tinieblas.
En el silencio de la medianoche, alguien llamó a la puerta. Era Teresa. Venía irreconocible de inquietud y de miedo, no lo besó siquiera sino que le dijo con urgencia: «Tienes que irte enseguida, no puedes estar un minuto más en la Sabana». «Pero si acabo de llegar», le respondió Ursúa con una risa débil, «y además vengo herido y con fiebres». «Entonces ven ahora mismo conmigo» dijo ella. «Te esconderás en nuestra casa mientras se aclaran las cosas, pero debes hacer que tus hombres declaren que te has ido esta noche misma por la llanura o que no llegaste con las tropas. El secretario Téllez me habló de una casa suya donde más tarde podrás refugiarte, y cuando sea oportuno cabalgaremos rumbo a Tocaima».
«Pero Teresa, amor» dijo él, débilmente, creyendo que era un juego, «mañana tengo que rendir ante los oidores el informe de las guerras contra el Tayrona, y hay mil cosas importantes que resolver…». «Ya no hay nada importante», le respondió Teresa en serio, «tu tío está destituido, y vino a la Sabana para ser juzgado, pero contra ti mismo hay una orden de captura dictada por Montaño, el nuevo oidor. Es posible que a esta hora las tropas del capitán Lanchero estén viniendo a buscarte».
Ursúa sintió la fiebre. Nueve años de luchas a favor de la Corona y en busca del futuro parecían desplomarse de pronto. Teresa le explicó que con la llegada de Montaño habían llegado las demandas contra él, acusándolo de irregularidades en el manejo de las encomiendas, del saqueo de tumbas en la Sabana, y sobre todo de numerosas crueldades con los indios: le iban a cobrar no sólo las guerras del sur y las de Pamplona, sino la muerte a cuchillo de los caciques muzos y hasta sus recientes combates contra el Tayrona. De acuerdo con un bando clavado en la puerta de las iglesias, iba a ser juzgado por violar gravemente las Nuevas Leyes de Indias que era su deber implantar en la Sabana. El juez estaba acusado incluso de nombrar ilegalmente a su sobrino como teniente de gobernador en Santafé, pero corría menos peligro que Ursúa, según mandaba decir Alonso Téllez, quien recurrió a Teresa porque sabía ya de sus encuentros en Mompox. El escribano vivía bien informado de lo que pasaba en todas partes por sus amigos dispersos en las provincias y a lo largo del Magdalena. Y Teresa añadió que ante el tamaño de las acusaciones Ursúa corría el riesgo de ser ejecutado.
El licenciado Balanza, uno de los fieles navarros, fue a buscar en las habitaciones del fondo a Juan de Castellanos, quien se había retirado enseguida a dormir y a quien Ursúa consideraba ahora el más confiable y el más fiel de sus amigos. Teresa se alegró de verlo de nuevo, los dos le explicaron la difícil situación que encontraban en la Sabana, y le pidieron ser su escudo, ayudándoles a distraer a los enviados de la justicia, mientras se descubría cómo defender a Ursúa o cómo ayudarlo a escapar.
Al amparo de las sombras salieron Teresa y Ursúa, a refugiarse en casa de la Mariscala, quien se alegraba de poder retribuirle sus ayudas de Mompox meses atrás. Había recibido la partida que le concedió La Gasca, y encontró algo mejor que sin duda no andaba buscando: el tesorero Briceño. Desde el día en que se conocieron no se habían separado hasta la partida del tesorero para la sierra, y estaban comprometidos. Así que esa misma noche María de Carvajal empezó a cuidar a Briceño, cuyo estado era grave, mientras Teresa y las otras mujeres se ocupaban de Ursúa.
En los días siguientes Castellanos iba y venía de una casa a la otra. Recorrió los despachos de los oidores y del licenciado Téllez, se enteraba de todo para informar a su vez al cautivo. Y así se fue tejiendo la red de cómplices que le ayudó al capitán a permanecer en la ciudad sin que se enteraran de ello el nuevo oidor ni sus esbirros. Incluso Góngora y Galarza formaron parte de la silenciosa conspiración que le permitió a Ursúa pasar varios meses en Santafé, al amparo de una casa privilegiada de inviolabilidad por la influencia de María de Carvajal en la corte, de algún modo descansando de años de guerras y escaramuzas, y refugiado en el abrazo nocturno de Teresa, aunque reducido a la condición de prisionero, que para un hombre de fuego como él era la peor situación existente. «Hay otra más mala», le dijo Teresa, «y es la de ahorcado». Ursúa le respondió que no estaba seguro, y la joven lo tomó como un desaire.
Pasaron muchas semanas antes de que María de Carvajal, ya casada con Pedro Briceño, se animara a pedir al oidor Montaña que permitiera al juez Armendáriz visitarla en su casa, para hablar de su difunto marido Jorge Robledo. El juez no tuvo nada que objetar a la petición, y autorizó la visita sin saber que estaba permitiendo al juez visitar a su sobrino escondido. Y fue harto conmovedor aquel encuentro entre Ursúa y su tío Miguel Díaz de Armendáriz, que estaba más viejo y más delgado, con las mejillas colgando sobre la barbilla, con la papada cubierta de descuidada barba blanca porque ya hacía meses que había licenciado a su barbero, pero muy aliviado de sus dolencias desde cuando licenció también al cirujano, que ahora tenía farmacia en la otra orilla del río. Ursúa no era ya el muchacho radiante que diez años atrás arrebataba como en juego las varas de la autoridad a poderosos señores, sino un hombre endurecido y oscuro, casi siniestro en la penumbra de su encierro, que anudaba sin cesar los dedos de sus manos y se paseaba por el sótano mal iluminado como una pantera en su jaula.
Más se habrían conmovido si supieran que aquel encuentro era el último. Cuando se abrazaron finalmente, después de conversar varias horas, el viejo derramó algunas lágrimas, creyendo que eran de tristeza por el vuelco que habían dado sus destinos, pero eran en realidad el vino secreto de la despedida, porque aquella tarde el tío, que había encarnado la ley, siempre solemne pero torpe y sinuosa, en la Sabana de los muiscas, y el sobrino, que había sido en sus manos la espada inquieta y cruel, se estaban mirando por última vez sobre la tierra. Pronto el tío sería enviado de nuevo a la península, envejecería en un convento dedicado a la oración y el arrepentimiento, y alcanzaría a contarle una tarde a la anciana Leonor Díaz de Armendáriz, su hermana, cómo fue ese encuentro final en la penumbra de una casa de Santafé, con el hijo que ella nunca vio volver a sus brazos. Pero cuando eso ocurrió, ya Ursúa no era un prisionero, ni el jefe de unas tropas bestiales, ni el guerrero rendido en el abrazo de una mestiza de rostro hermosísimo, sino un atado de huesos sin epitafio bajo las selvas impasibles.
Con todo, la larga visita del juez no pasó inadvertida para las autoridades. Montaño no sospechó que Ursúa estuviera en la ciudad, aunque ya lo habían buscado en sus muchas encomiendas y en toda la extensión de la Sabana, pero fue informado por un mensaje anónimo de que Ursúa había sido visto en Mompox tiempo atrás con la exquisita Teresa de Peñalver, y ojos vigilantes empezaron a espiar la casa de las mujeres, esperando la salida de algún mensaje cuyo rumbo los llevara hasta el fugitivo. El juicio de Armendáriz avanzaba, y como ya no había nada qué embargarle, un día le embargaron los cofres con sus trajes, y también la casa de Ursúa, de modo que no conservó siquiera una capa para protegerse del frío de la noche en la Sabana. Alonso Téllez procuraba mantenerse alejado de su viejo socio, para que no le contagiara la mala suerte, y no puedo olvidar que fue precisamente Luis Lanchero, la primera víctima de Ursúa, y víctima también de tormentos por orden de Armendáriz, quien se le acercó al juez juzgado cuando nadie estuvo allí para ayudarlo, y le dijo con voz grave pero sin odio: «Parece que ya no hay quien se acuerde de sus favores, amigo Armendáriz». A lo cual el juez le respondió con amargura: «Ay, señor Lanchero, pocos amigos tienen los que han caído en desgracia». Y Lanchero, con gesto generoso y gran respeto, le dijo: «Permítame entonces ofrecerle esta capa», y se desprendió de una capa lujosa que llevaba, para que Armendáriz pudiera abrigarse con ella.
Las mujeres organizaron la fuga de Ursúa, quien redactó un mensaje presuroso para Armendáriz, cuya suerte le dolía más que la propia, sin saber que ya había visto a su tío por última vez. Pedro Briceño no había dejado de trabajar en su molino, sus haciendas y sus inventos, pero respiraba con dificultad como consecuencia de su herida en la sierra, y decidió viajar a Santa Marta, para hacerse curar en tierras más cálidas. Se decidió que las mujeres lo acompañarían unas leguas por el camino de Tocaima, y que era la ocasión perfecta para que Ursúa emprendiera la fuga. Nadie sabría que Castellanos, quien iba en ese viaje con ellos, desembarcaría en La Tora acompañado de Ursúa, para buscar refugio en Pamplona, más allá de los páramos.
Para otro oficio sirvió entonces uno de los grandes baúles de la Mariscala. Donde antes iban sus trajes lujosos de gran dama de la corte, salió Ursúa encerrado, bajo candados heráldicos, y llevado por cuatro esclavos negros de Pedro Briceño, pasando por las barbas mismas del hombre que vigilaba la casa y que no podía sospechar que ese baúl pudiera contener una mercancía tan valiosa. Ursúa fue llevado por el cortejo de las mujeres hasta las afueras de la Sabana, donde los negros descargaron el baúl en una casa de encomiendas por el camino de Tocaima. Allí se despidió Ursúa de Teresa, quien había guardado hasta el último momento una noticia inesperada, que no fue una promesa alegre, porque estaban separándose, y tampoco una noticia triste, porque establecía un vinculo poderoso entre ellos: la hermosa muchacha esperaba un hijo suyo.
Se separaron en la noche sin saber que no se verían nunca más, y no podían dejar de pensar graves cosas que nadie sabrá nunca. Si Ursúa soñó volver a verla, la vida no le dejó sosiego para intentarlo siquiera; si ella quiso seguirlo, su posición social le exigía una vida que la que podía ofrecerle su amante, y el hijo que venía en camino era un motivo más para no abandonarse a los caminos azarosos de Ursúa. Pedro Briceño, quien acababa de construir el primer molino que hubo en Santafé, llevó al fugitivo siempre oculto hasta Tocaima, viajó en su propio barco con él y con Castellanos hasta las barrancas coloradas, y los dejó en una orilla antes del embarcadero, con unos cuantos jinetes de guardia, provisiones para el camino, y caballos que los llevaran por los páramos rumbo a Pamplona, donde sin duda encontrarían refugio, a la sombra del caballero Ortún Velasco, el amigo impasible.
Fue así como el hombre más poderoso del reino se convirtió en un prófugo. Pedro de Ursúa, que poco antes lo tenía todo, se descubrió de pronto con nada en las manos, y comprendió por fin que lo que prometía su futuro no era ya el tesoro fabuloso que había soñado poco antes y que sintió tan cerca en sus recientes días de triunfo, sino, en una plaza de Indias, la severa silueta de una horca española.