Dicen los indios que al lado de la sierra más alta está el más hondo abismo del mar. Que hay tres mil pies de distancia entre el profundo lecho marino y el hielo luminoso que toca el trueno. Y dicen que el pueblo que construyó las ciudades de piedra en la altura también construyó terrazas en las honduras del mar, sondeó las distancias marinas y modificó los arrecifes. Lo cierto es que aquellos pueblos que parecen habituados sólo a las montañas, sus bosques y sus nieblas, recuerdan haber brotado del mar, de la gran madre, de sus honduras de silencio y de luz. Por los tiempos en que Ursúa viajó desde la Sabana hacia el norte, reinaba en las montañas el gran señor Tayrona, caudillo de las bahías y de las ensenadas, protector de las turnas y de los pagamentos, y guardián del caudal de los cuarenta ríos que descienden de las cumbres nevadas por las tres caras de la Sierra: la que mira al mar resplandeciente, la que mira al desierto de mujeres de rostros negros, y la que mira al tiempo muerto de las ciénagas sin sonido.
Y Ursúa volvió a la tierra donde había dejado años atrás a su tío el juez. Ahora era teniente de gobernación de Santa Marta, tenía veinticinco años, y poco quedaba ya del muchacho que por las noches, en sus sueños, llevaba tesoros y niños desnudos a los brazos de su madre en los castillos de Aquitania. Lo habían endurecido los caminos, las batallas y las esperas. Es verdad que seguía siendo, y lo fue hasta su muerte, respetuoso de la Corona, pero había en él una vocación inextinguible de crueldad y violencia, y sólo la guerra creaba ese espacio donde su corazón podía ser fiel a unos linajes brutales, a la temperatura de su sangre, sin sentirse profanando las leyes. Por eso amaba tanto la guerra, porque sentía que en sus vórtices era posible ser brutal sin dejar de ser un caballero, y tal vez por eso lo tentaban más las guerras contra infieles, contra indios y esclavos, porque su dios lo autorizaba a toda crueldad mientras no estuviera atentando contra sus semejantes.
Tengo que declarar que eso es algo que siempre me atormentó de Ursúa. Fue sin cesar leal conmigo todos los días de nuestra amistad, y sin embargo nunca estuve seguro de que me quisiera. Y si bien yo lo amaba, había en mí un indio y un moro que él desconocía, testigos de las discordias de su personalidad que no dejaban de ver ese costado monstruoso y de deplorarlo. Tal vez yo no era más que un instrumento necesario para su aventura, y por eso no había vacilación en él a la hora de asegurar mi cercanía. Los mismos nativos que padecían sus brutalidades en la batalla merecían su atención y hasta su compasión fuera de ella. Pero la batalla, el campo sin ley, la selva de las transgresiones, el crimen bendecido por Dios, lo enardecía. En medio de los conflictos era capaz de destrozar la materia viviente, de azuzar perros carniceros contra los desnudos hijos de la tierra, y hasta creo que habría sido capaz de beber sangre humana. Una vez salido de aquel trance, volvía a ser el muchacho elegante de barba florida y mirada de halcón, que hacía bromas y encantaba a sus contertulios en las posadas de los puertos, que casi enamoraba a las tropas con su buen trato, su distinción y su belleza. Hace poco uno de sus soldados de aquel tiempo me dijo: «Uno sentía como si hubiera dos Ursuas distintos en el mundo, el varón despiadado que aplastaba enemigos como hormigas en el corazón de las batallas, que mentía en las negociaciones, que era capaz de traicionar hasta el último momento los acuerdos, como si lo gobernara el infierno; y el capitán impecable que estaba dispuesto a dar su vida por la Corona, que aplicaba la ley con todo el rigor posible en la paz, que se preocupaba por el bienestar de los enemigos reducidos en las encomiendas, y que nunca dejaba de soñar con ese tesoro que un día lo redimiría de la guerra y de sus crueldades, que le permitiría ser un hidalgo opulento y feliz, viviendo en las Indias pero bien casado con una dama de su tierra, y discretamente satisfecho en sus apetitos por unas cuantas muchachas de piel oscura».
Sus tropas desembarcaron en Tenerife, y allí mismo Ursúa se enteró de que los guerreros de Tayrona habían deshecho varios campamentos españoles, hostilizaban a los viajeros, impedían la navegación, y parecían dispuestos a expulsar a los invasores de todos sus fuertes desde el Valle de Upar, en el pie de la sierra, pero también por el extenso litoral donde se vierten los ríos del deshielo y donde saltan peces brillantes al pico inesperado de los pelícanos, hasta la extensa región de las ciénagas, en la puerta de la fertilidad.
Ursúa avanzó, librando crueles combates, hasta Santa Marta, y no tuvo tiempo de pasearse en paz junto al agua sosegada de la bahía porque de todas las regiones, desde el desierto de la Guajira hasta las ciénagas, llegaban reclamos de los pobladores españoles temerosos de los Tayronas.
Al Cabo de la Vela habían llegado tiempo atrás muchos sobrevivientes de la isla de Cubagua, frente a las costas de Cumaná, donde los indios fueron diezmados por la peste de las perlas y donde un huracán justiciero desbarató en un día a Nueva Cádiz, con sus palacios de piedra y sus balcones de marfil, con sus templos tejidos en roca marina y sus altares de coral y de oro, y devolvió el islote en ruinas a los lagartos y a los cardos sonoros. Algunos fugitivos abandonaron el tráfico de perlas y se internaron en busca de oro en las gargantas de la sierra.
Yendo las tropas por esos parajes oyeron cierto día una voz que hablaba en latín en medio de los bosques. El general Ursúa avanzó solo, dejando atrás a su caballo, para descifrar ese enigma inexplicable en tierras tan rudas, y halló a un andaluz de treinta años, menudo y sonriente, de ojos enormes y barba escasa, que cavaba con su pala en una ladera, lejos del campamento de sus amigos mineros, y que se distraía repitiendo en su trabajo solitario fragmentos de Virgilio y de Horacio. Era Juan de Castellanos, un letrado que llevaba doce años peregrinando por las Indias, comerciando en La Española, navegando de isla en isla, sufriendo meses de penuria en Trinidad y semanas de prosperidad en los mesones cariñosos de Margarita, combatiendo a los indios en Coro con los alemanes, explorando las selvas de Maracaibo, y traficando con perlas en Nueva Cádiz hasta el día en que el mundo se volvió al revés. Contaba que ese día el cielo se desplomó bajo la ciudad y el mar se levantó sobre ella, y desde el barco del capitán Niebla, que vino a rescatarlo en el último instante, el joven vio la fantástica ciudad desmenuzándose y muriendo como un castillo de arena.
Ursúa y Castellanos hablaron hasta que la noche azul llena de estrellas cubrió las tierras bajas de la sierra. Todavía a medianoche, cuando en el campamento buena parte de los soldados dormían y sólo los guardias vigilaban en los pasos altos, seguía junto a la fogata el rumor inacabable de ese diálogo, como de dos náufragos que acabaran de llegar otra vez al mundo, porque no hay gran amistad que no comience por un largo intercambio de historias. Ursúa había vivido muchas, pero Castellanos las sabía todas, y durante la campaña Castellanos le habló de los viajes de Colón, de las navegaciones de Ojeda, de los desvelos de Balboa en el Darién, de las indias bellas de Fernandina, de las batallas embrujadas de Trinidad, de los avances de Ponce de León sobre Borinquen, del hule de mil lianas que crece en las islas, de ceibas grandes como un cielo, de lluvias interminables sobre los litorales, de iguanas de cuello tornasolado, de caballos que hallaron a sus dueños perdidos, de una india que fue arrebatada de la cubierta del barco por una ola y traída de regreso por otra sin que hubiera soltado de los brazos al hijo pequeño que por fortuna seguía llorando.
Ursúa me dijo que nunca había disfrutado tanto las campañas como desde el momento en que Castellanos empezó a acompañarlo. Cuando decidió ir a Santa Marta le rogó a Castellanos que fuera con él, y ya no se desprendieron, ni en los viajes a Riohacha, por el resplandor del salitre, ni en las bajadas hasta el Magdalena, ni en las pesquerías en bote mar adentro, ni en las misas de muerto presente cuando las plagas asolaron a Cartagena. El hombre había viajado a las Indias cuatro años antes que Ursúa. Me alegra poder contar que conoció en Santo Domingo a mi maestro Oviedo, quien quedó fascinado por su curiosidad y su cultura, pues no abunda en las Indias quien conozca a Aristóteles y a Bernardo de Siena, ni las sabias palabras de Agustín sobre el lenguaje, ni los tratados de Tomás de Aquino sobre las jerarquías de los ángeles, ni los versos maravillosos de Bernardo Silvestre.
Ya llevaban muchos días de amigos cuando Castellanos lo convenció de que enviara en busca de Teresa de Peñalver y se encontrara con ella en Mompox. Había advertido que Ursúa hablaba mucho de ella, siempre de un modo aparentemente casual, y sintió que el muchacho estaba necesitando su compañía. Pretextos había muchos, pero lo más importante es que comprendió por los relatos de Ursúa que la Mariscala no veía con malos ojos esa relación, de modo que accedería con facilidad a que la muchacha viniera bien acompañada desde Santafé. Y pronto se supo cuál sería la compañía ideal para su viaje: Pedro Briceño había decidido participar en la campaña contra los Tayronas, y estaba a punto de embarcarse en Tocaima. Ursúa dedicó el tiempo de la espera a leer los viejos papeles de su tío, a investigar la disposición de los pueblos sujetos al Tayrona, y después de dar órdenes para la campaña militar contra los nativos, emprendió con Castellanos y una parte de la tropa su regreso a Mompox, mientras Teresa descendía por el río, que estaba luminoso y lleno de promesas.
No sé si fueron los días más felices de Ursúa desde su primera llegada a Cartagena (nadie puede afirmar que por fuera de la guerra sintiera emociones verdaderamente felices) pero eran los que más recordaba tiempo después, en nuestras cabalgatas por las sierras peruanas. Pedro Briceño bajó con Teresa en los muelles de Mompox, la entregó a las manos ansiosas de Ursúa, y se fue a resolver asuntos de ganados y de pendencias entre el nuevo reino y la gobernación de Cartagena. Ursúa y Teresa viajaron por los bosques de los alrededores, seguidos de cerca por las tropas, le oyeron contar a Castellanos historias sorprendentes en las tardes tranquilas frente al río, vieron cazar manatíes que parecían llorar como humanos, y Teresa no resistió ver el modo como los sacrificaban. Los habitantes de la región usan las pieles gruesas de esas bestias del río para hacer corazas, y se alimentan con la carne. Y una noche, antes de que la pareja se entregara a sus ritos de amor, en una larga cena conversada a la luz de las velas y al rumor de la mandolina del boticario, Castellanos les contó la historia de Juan Martín de Albújar, un español que fue prisionero de un pueblo indígena durante diez años, al punto de que llegó a formar parte de la tribu por sus rudimentarios pero útiles conocimientos de medicina, y que era el único europeo que había podido llegar a la ciudad de Manoa.
«Manoa» dijo el letrado, «es una ciudad labrada en oro puro en medio de las selvas, y tan grande, que Martín de Albújar tardó dos días cruzándola a pie de un extremo al otro». Castellanos abundó en descripciones de los palacios y los templos, de las barcas con maderas preciosas y los remos con remate de oro que cruzaban sus canales, de las tiendas rojas que era preciso poner en las plazas para que el calor del sol en el verano no fuera insufrible, y de las grandes efigies de pájaros, de serpientes y de monos en oro macizo que asomaban por los salientes de las edificaciones. Era una lástima que Albújar, al escapar de sus captores, hubiera tomado una canoa a la orilla de un río, en la noche, y se hubiera dejado llevar por el agua, derivando a veces por caños para evitar que alguien pudiera perseguido, de modo que cuando por fin pudo llegar a tierras de españoles ya no consiguió nunca reconstruir el camino perdido.
Ursúa y Teresa no querían separarse, pero a él lo llamaba la guerra y a ella la esperaban en Santafé su tía y sus deberes. Se prometieron amor de muchos modos distintos, y Ursúa le dio las llaves de su casa, con instrucciones de su puño y letra para los criados, entre los cuales olvidó mencionar a la hermosa Z’bali, a quien la española venía a desplazar de su corazón y de todo poder sobre su casa de la Sabana. O a lo mejor no la olvidó sino que se entregó al alivio de tener en sus brazos a una española, y de ponerse a salvo de los embrujas y los aromas selváticos de la india enamorada, y por fin se embarcaron con caminos opuestos por el río de caimanes, Teresa hacia el reino de rumores de la Sabana, y Ursúa hacia las sierras de Santa Marta, a iniciar su campaña implacable.
También allí, como en otras regiones, no se trataba de un solo pueblo. A la manera de Timaná, en las tierras del sur, donde una madre ofendida conjuntó millares de lanzas que emergían entre el oro y la bija y las plumas de tribus hermanadas por el odio y el miedo, en el norte el señor de Tayrona reunió muchos pueblos dispuestos a defender sus territorios sagrados: guerreros de Kunchiaku, en la puerta de las enfermedades, y muchachos pintados de rojo de Bunkwanariwa, la tierra madre de los animales y el agua; guerreros danzantes de Imakámuke, la puerta de los relámpagos y de los movimientos de la tierra, y flecheros peligrosos de Alancia, la madre de la sal del desierto; altos señores de Mama Lujwa, la región de las tinajas y los vasos de barro, y flautistas rojos de Mixtendwe Lwen, la madre que propicia los bailes. Vinieron a su ejército los canoeros de Jate Teluama, en las puertas del gran mar azul, la madre del oro, y hombres embijados, con lanzas talladas en fémures, que avanzaron desde Java Nakúmake, madre de los lechos de sal; y vinieron remeros de Lúdula, en el espejo inmóvil, la madre de los peces de muchos colores y formas, y de la desembocadura del río Tucurinca, en Java Katakaiwman, madre de todo lo que existe en el mundo; tropas empenachadas de plumas de Kwarewmun, la madre del barro, y guardianes del Ñui de Aracataca, que detienen con rezos a las fuerzas malignas, y mantienen con ofrendas el equilibrio. Vinieron señores de Mama Nemuyun, a donde baja el Ariguaní, y de Kwriwa, la puerta que controla a los animales feroces, y de Caraime, y de Urupar, y de Talame, y del señor de las salamandras de Taganga, y del señor de los animales de cuatro patas junto a las aguas del Guachaca, que se entregan mansamente a la furia del mar. Y, como mandan los ritos guerreros, por último llegaron los señores vestidos de blanco de Ati Selo Mina, donde se pagan los daños a la tierra oscura y a los árboles silenciosos y a las iguanas de cuello brillante, y detrás, mudos ante lo inevitable, los ancianos de Ugeka, con los poporos de metal y las turnas negadas para evitar la guerra, envueltas ya en sus redes blancas.
Y Tayrona planeó con sus capitanes no sólo hostilizar a las pequeñas partidas que exploraban la sierra, a los mineros que llevaban sus esclavos negros y sometían a los indios a servidumbre en los socavones y los ríos, sino que los llevó a asaltar los conventos sembrados en la base de las pendientes como hongos junto a las raíces de las bongas gigantes. Los enfrentamientos fueron muchos, y hablar de ellos será una vez más menudear en las atrocidades que ya todos conocen. Ursúa llegó a la muerte con el joven cuerpo lleno de cicatrices, porque en cada batalla obtuvo una herida, en cada guerra un anticipo de la muerte, y prodigó la muerte que asumía también para sí. Pero el hecho más importante de su campaña contra el Tayrona, y contra los muchos pueblos que se confederaban a la sombra del señor de la Sierra, fue su ascenso por las pendientes sin sospechar que allá, en las alturas, estaban las ciudades.
Nadie sabe cuándo fueron construidas. Lo más probable es que los señores Tayronas hayan durado mucho tiempo tendiendo sus redes de piedra sobre las pendientes de la cordillera, enlazando un poblado con otro mediante un arte de asombrosa precisión, uniendo laja de piedra tras laja de piedra con tanto rigor, que puede decirse que la ciudad es un tejido sensible. Dicen los indios que los árboles sienten venir a la gente a gran distancia. Yo he podido advertir que cuando un indio acaricia los musgos en la base de los grandes árboles, es frecuente que en lo alto comiencen a sonar las chicharras, como si hubiera una continuidad sensitiva entre el tronco y sus huéspedes. Del mismo modo los pájaros en el nido sienten lo que ocurre en el árbol. Y así los constructores de aquel tejido de piedra hicieron una ciudad viva, una ciudad que siente venir a los viajeros, y que sabe distinguir entre los pasos de sus habitantes y los pasos de los desconocidos. En la parte más alta de la ciudad se oyen los pasos de quienes apenas van llegando a la base, pero también en ciertos sitios de la ciudad de las alturas se puede escuchar con nitidez lo que hablan quienes vienen todavía a leguas de distancia, sólo porque la ciudad tiene una extraña resonancia de caracola, y conoce las curvas del viento, como la caracola sabe sacar del viento los sonidos del mar distante.
Así que la ciudad oyó a Ursúa, lo oyó venir a la distancia, sintió los cascos de su caballo galopando resueltos por la base de la montaña, oyó sin duda sus gritos cuando ordenaba a las tropas avanzar o replegarse, atacar a las gentes de las aldeas o recogerse alrededor de las hogueras en los primeros recodos de la sierra. Y la ciudad supo que aquél era un gran enemigo, un hombre que no sabía del silencio pensativo de Aluna ni del rigor de los pagamentos, que no sabía, en el lenguaje de los montes sagrados, de consejos ni de conocimientos, de aseguranzas ni adivinanzas ni confesiones, que no respondía a la voluntad del mar ni de la montaña, que no obedecía a los hábitos de los árboles ni a la lengua de los pájaros, sino al poder de un rey distante al que ni siquiera conocía, y de un dios ensangrentado que tenía como él el cuerpo lleno de heridas.
Y la ciudad le envió sus emisarios: primero la niebla, que entorpece los pasos y que enceguece los ojos; después, la sed y el hambre; después el vuelo vigilante de los grandes cóndores; y después los hermosos ejércitos erizados de formas de oro y de plumas de colores, hombres de barro con diademas resplandecientes, tesoros que se mueven por los barrancos con lanzas de chonta y con cerbatanas pintadas de muerte. Y la ciudad preparó para él el trance del paso de Origua, donde Ursúa se halló de pronto separado de sus tropas y acompañado por sólo doce hombres en una garganta reseca, resistiendo el asedio de tres mil indios.
Ursúa, con Luis de Manjarrés, Bartolomé Dalba, su primo Díaz de Arlés, Lorenzo Jiménez, Juan de Castellanos, Pedro Briceño, y seis hombre más cuyos nombres olvido, habían salido a explorar, dejando en la llanada el resto del ejército, cuando de pronto Briceño advirtió que entre ellos y el lugar donde estaban las tropas se interponía una legión de guerreros indios, que brillaban de oro. Venían rastreando sus huellas, y aunque intentaron esconderse, los indios los ventearon enseguida. Estaban prácticamente arrinconados, sin perros y sin armas de fuego, sólo tenían dos ballestas, sus lanzas y sus espadas, y aquella noche acamparon sin encender el fuego en una cornisa de la sierra, sintiendo que el silencio estaba todo hecho de hombres armados, porque sobre ellos se tendía como una noche la multitud de los guerreros tayronas. Al amanecer, comenzó de pronto el estruendo de las cornetas y las caracolas, un mar de gritos ascendió por los cañones de la sierra, y Castellanos siempre recordaría que el asalto fue tan súbito que Ursúa tuvo que salir de su tienda con un pie calzado y el otro desnudo y dio la orden de emprender un ascenso sin freno hasta una garganta de la sierra que entonces llamaban el paso de Origua y que ahora llaman el paso de Rodrigo. Una vez en la garganta empezaron a resistir el asedio de los indios. Eran más de tres mil y llovían sobre ellos, pero todos los españoles combatieron desde el comienzo del día hasta mediar la tarde, y sus espadas dieron cuenta de muchos indios, y sus lanzas repelieron el avance de muchos otros, y las ballestas mataron algunos a distancia, y como de costumbre Ursúa estaba en todas partes, despeñando enemigos, exponiendo su cuerpo a las flechas, y de todas las que recibió tres lo hirieron, pero sobre todo una penetró por una ranura de su hombro y quedó clavada allí de tal modo que Ursúa no podía ni arrancarla, ni maniobrar igual con la espada, estorbado por la flecha que le causaba un dolor vivísimo al removerla en la carne. Estaban en una cornisa de piedra, con la pared del peñón a un lado y la hondonada al otro, y todos se asombraron del equilibrio de Ursúa, que saltaba combatiendo donde los otros se amparaban contra el peñón por el vértigo del abismo. Horas después de comenzada la batalla, rojo de su propia sangre, Ursúa cargaba todavía como si el combate estuviera empezando, y luchó de tal manera que los tropeles indios finalmente retrocedieron dejando a los trece españoles vivos pero maltrechos, y a Ursúa, a Briceño y a Manjarrés heridos malamente. A Briceño un dardo se le clavó profundamente en el pulmón, y al sacarle la punta al día siguiente arrojó un chorro de sangre negra y agria que no auguraba nada bueno. A Ursúa la flecha le dejó un dolor a lo largo de todo el brazo izquierdo y lo obligó a gobernar más tarde su caballo sólo con la muñeca y avisparlo con sus espuelas rojas.
Ese día la ciudad lejana y pensativa comprendió que aquel enemigo podía ser cruel y traicionero, pero que era valiente y que se alimentaba de peligro y de miedo. Desde cuando Ursúa y sus doce compañeros lograron resistir el asedio y escaparon, la ciudad apartó sus pueblos del camino de los españoles, los tayronas se replegaron hacia la ciudad y se refugiaron en la invisibilidad y en la bruma, y Ursúa, con una fiebre suave pero continua, avanzando con sus tropas ya sin encontrar un solo indio en su camino, remontó la cordillera y vio después aparecer en la distancia la ciudad increíble. Y ella le envió la fatiga y después el asombro, y Ursúa recorrió, sin encontrar a nadie, los escalones de piedra en medio de la gran selva, y vio que era una ciudad inmensa, dilatada, siguiendo los pliegues de la montaña, llena de respeto y silencio. No pudo explicarme qué sintió, pero evidentemente no fue miedo, no, al menos, el miedo que producen la enfermedad, ni la muerte, ni el miedo, que a él lo excitaba, que producen los enjambres de guerreros con su estruendo de gritos y de cornetas, sus cañas que se quejan y sus cantos salvajes, sino algo distinto. Un viejo de la orilla me dijo después que es el temor que producen Llántana y Kallallíntana, de quienes nació Mulbatá, jefe de todos los males del cuerpo y del alma, el silencio interior que produce lo que no podemos conocer, la sensación de que esa ciudad estaba viva, de que allí el árbol hablaba y la piedra sentía, como si la ciudad fuera la forma acabada de un pensamiento.
Lo cierto es que no avanzó más. Aunque su misión aniquiladora no estaba concluida, Ursúa se detuvo ante la ciudad sin pensar siquiera en saquearla, sin pensar que podía estar llena de ofrendas de oro, de pectorales con jaguares en fila y cóndores bicéfalos, de poporos brillantes llenos de polvo vegetal mezclado con cal de conchas marinas, y volvió al litoral. La fiebre se iba y volvía. Una vez atravesaron a pie los palmares, por la región del Guachaca. La noche parecía oscura por lo cercanas que están una de otra las palmeras, pero entre los follajes se veía la claridad de un cielo azul intenso y parecían suspendidos de los follajes altos los grandes luceros. Cuando emergieron del bosque a la orilla del mar, que es amenazante y ruge en blanco la noche entera, y no perdona a nadie que se atreva con sus aguas, vieron el cielo tan cuajado de estrellas, que Castellanos silbó suavemente, describiendo su asombro.
Llegaron a la desembocadura del río, que oscuramente desciende de la sierra, frío todavía en la vecindad del mar, donde las aguas que resbalan parecen quietas comparadas con la espumosa tromba marina. Todo era inmenso y solemne, y cuando la compañía se detuvo, pasmada por la enormidad de los cielos llenos de hogueras diminutas, de repente una raya de fuego cruzó el firmamento, una punta incandescente que dejaba una estela a su paso, y partió en dos la bóveda, y se oyó como un soplo el sonido de la estrella fugaz rasgando el aire con su cola de fuego. Todos quedaron mudos sin saber cómo interpretar aquella señal del firmamento, y mucho rato todavía miraron temerosos hacia lo alto, al mismo tiempo deseando y temiendo que el anuncio terrible se repitiera.