Todos recuerdan la entrada triunfal de Ursúa en Santafé, entre pendones del Imperio y de la Iglesia, precedido por clérigos que predicaban el sometimiento de los indios y soldados que argumentaban, sin que se les preguntara, cuán bárbaros eran los muzos y cuán necesario había sido exterminar a sus jefes. Góngora y Galarza esperaron al guerrero en jacas lujosamente ensilladas, al lado del alguacil mayor Julián Roldán de Frenegal. Junto a ellos Alonso Téllez era un surtidor de amenidades, que reía y formulaba planes audaces para unificar el territorio, halagando al uno, adulando al otro, y mandando a los guardias apartar ese avispero de niños indios que se metían curiosos entre el cortejo, para ver venir a la distancia la cabalgata de guerreros del norte.
Esta vez Ursúa venía sin heridas, después de meses de estar fundando y administrando una ciudad prometida a lo eterno. A lo largo de las semanas siguientes hubo músicas y banquetes, misas y procesiones, informes ceremoniosos y actos de agradecimiento. Ursúa, con ojos más intensos y risa más radiante, reclamó sin demora su recompensa, sintiendo el tesoro más cercano que nunca. Ya estaban los oidores a punto de firmar el documento tan ansiado cuando un jinete que venía creciendo por el camino del norte casi cayó del caballo al llegar a la plaza mayor: venía herido y con fiebre, y congeló la fiesta, y congeló la risa de Ursúa en los labios, al contar que los muzos no sólo estaban aniquilando todo a su paso como langostas, sino que habían arrasado la reciente ciudad de Tudela sin dejar un español en ella. El jinete había escapado con otros por milagro, y vino a dar la alarma sin demorarse en Vélez ni en Tunja, porque esas tierras estaban aterrorizadas, y por todo el camino crecía cada vez peor la amenaza.
Al comienzo nadie supo qué decir ni qué hacer. Los oidores mandaron que una tropa, de la que no formaría parte Ursúa, fuera a explorar la situación y a informarse con los vecinos de Tunja y de Vélez. Volvieron alarmados por la ruina de la ciudad y el exterminio de sus pobladores, pero también por la desaparición de los indios, que al parecer se habían replegado hacia montes espesos, dejando abandonado su país de esmeraldas. La avanzada no había sido una recuperación de tierras sino una retaliación implacable, y ahora optaban por convertirse en un clima de amenaza. Había camino libre hacia las barrancas bermejas, pero era aconsejable sólo avanzar en contingentes numerosos: se desconocían las intenciones de los muzos, y era de presumir que a falta de jefes expertos estaban gobernados ahora por dolientes impulsivos y enfurecidos.
Góngora y Galarza no sabían qué hacer con Ursúa. Éste no estaba en condiciones de exigir nada mientras la pacificación de los muzos siguiera en entredicho. Su fundación había sido un fracaso, su amigo Juan Cabañas, compañero de infancia a quien él había arrastrado a las Indias, había muerto en aquella marejada furiosa, pero la región estaba por lo pronto libre de indios, porque todos se habían replegado lejos después de brindarse el consuelo de la venganza. Téllez aprovechó ese momento de duda para favorecer al sobrino de su socio. No se podía dudar de las virtudes militares de Ursúa, de su talento como fundador y como instrumento de la justicia, ni podía confundirse su rigor con la ferocidad de sus enemigos. Aunque habría que esperar para conocer las verdaderas consecuencias de la avanzada de los muzos, ésta seguramente no era más que el coletazo bárbaro de un pueblo vencido.
Había que defenderse atacando: Téllez no sólo recomendó no dejarse abatir y no ver en ese accidente un hecho definitivo, sino que los instó a rendir a Ursúa el homenaje que merecía. Sin aconsejar que le dieran el premio grande, la licencia para ir en busca del tesoro, pero fraguando una coartada, sugirió que antes se le encargara una misión digna de un capitán que seguía mereciendo toda su confianza: la pacificación de los Tayronas que, alrededor de la Sierra Nevada de Santa Marta y por sus embravecidos litorales, amenazaban más que los muzos la comunicación entre el mar y las tierras interiores.
Para los oidores fue un consejo feliz: Ursúa estaría lejos de la Sabana hasta cuando se supiera con claridad qué había pasado con los muzos y cuáles serían las consecuencias de la guerra que había librado contra ellos. Téllez fue aún más lejos: para no traslucir inseguridad alguna, ni producir la impresión de que el revés los había intimidado, nada más elocuente que enviar a Ursúa como general de las tropas, y añadió que la decisión sería más convincente, frente a indios y españoles, si se nombraba a Ursúa Justicia Mayor de Santa Marta, para que llegara allí precedido por su fama de guerrero temible e investido de todo el poder.
Ni siquiera Ursúa podía creer que Téllez fuera tan ingenioso y que estuviera sacándole frutos positivos a su más evidente fracaso. Me dijo que sólo en ese momento aprendió a admirarlo, porque ni siquiera su tío había dado muestras de una elocuencia así de sinuosa para tejer una red de astucias tan fina. Armendáriz era capaz de trampas bienintencionadas pero no de mentir con descaro, porque su conciencia culpable, como su cirujano, no lo abandonaba un instante, y en cambio Téllez sabía sacar partido sin escrúpulos de toda situación y sólo trabajaba para su propio provecho.
Con todo, se juzgó prudente que las tropas no cruzaran el territorio de los muzos, sino que fueran a Santa Marta por la ruta de Tocaima. Allí se embarcaron río abajo los guerreros de Ursúa. Se diría que a éste lo seguía iluminando su estrella, porque no hallaron obstáculo alguno en el descenso a La Tora. El río amurallado de selvas no hizo asomar ejércitos nativos en ninguna región, pero esa paz momentánea no se debía a la suerte del general sino a que los panches feroces estaban fraccionados combatiendo contra Alonso en la región de Neyva, contra López de Galarza ante las mesas de Ibagué, contra Núñez Pedrozo en el aire de fuego de Mariquita; los muzos estaban replegados en los montes del medio Magdalena; los chitareros oprimidos en las encomiendas de Pamplona; los yariguíes agrupándose arriba del río de Oro para combatir a las tropas que buscaban minas nuevas desde Ocaña; y en la otra margen del río los pueblos empezaban a sentir la diferencia entre las campañas cautelosas de Robledo y las brutalidades de Belalcázar. Por un momento todo un sistema de guerras simultáneas producía una apariencia de paz en las orillas del Magdalena. Llegando a Mompox, el barco de Ursúa se cruzó con un bergantín que ascendía por el río, y el muchacho descubrió en aquella nave la compañía más inesperada: la corte de María de Carvajal, forrada en luto.
La dama había recibido junto al mar la noticia imposible de que a su marido Jorge Robledo no sólo le arrebataron la gobernación sino la vida misma. El odiado Belalcázar había sido capaz de sacrificar a su amigo, casi su hijo, por hacer lo que todos hacían: ir a buscar títulos sobre unas conquistas legítimas. La hermosa mujer afrontó la tragedia con la dignidad de una dama romana, derramó algunas lágrimas en silencio, pero después procuró que el amor verdadero y profundo que sentía por Robledo se convirtiera dentro de ella en odio al verdugo y en sed de venganza, y ahora tenía el corazón de una furia. En Cartagena le recomendaron volver a la corte, de la que nunca había debido salir, y escapar a las guerras malignas de estas tierras apenas conquistadas: ella había crecido al amparo de triples murallas y de bosques de espadas, ella había vivido entre sedas y mieles, no era justo que padeciera aquí las desgracias de la viudez y la pobreza. Pero la dama bella y pálida quería exactamente lo contrario: afrontar dificultades y sufrir el rigor de las Indias, tener más y más motivos para odiar a Belalcázar y buscar su perdición. Había incluido en su vasto ropero (cofres y baúles de madera con enchapes de hierro y candados heráldicos, que cargaban desde Cartagena los indios) varios trajes de luto para asistir a las jornadas de la Semana Santa en las ciudades de su marido, sin saber que con ellos se vestiría todos los días de dos años, exhibiendo su duelo a caballo por las llanuras boscosas, en barcos por los ríos encendidos y en las alturas de la cordillera, donde casi oprimen las cabezas los nubarrones pesados y grises.
Escribió desde Cartagena una carta a Pedro La Gasca, el poder de las Indias, exigiéndole una indemnización. Su marido había muerto sirviendo a la Corona, después de haber recibido títulos y reconocimientos, había sido despojado ilegalmente de riquezas y tierras por un gobernador, y le había dejado deudas por 14 000 castellanos. No ignoraba que La Gasca estaba ahora aliado con el asesino, pero el obispo tampoco podía ignorar que instancias muy poderosas de la corte estaban con ella, que el propio emperador nunca tardaba en conceder audiencia a sus parientes. Le contó que estaba en las Indias con su hermana Dolores, con su joven sobrina Teresa de Peñalver, cuatro damas de compañía y su servidumbre, y que la Corona, que no había sido capaz de impedir la muerte de Robledo, no podía desampararla después de aquella ofensa violenta. Y al final no dejó de reclamar al enviado imperial justicia inmediata, verdadera y severa. Sólo le faltó decirle que quería sangre, pero estuvo tentada a hacerlo, porque el clima de la conquista empezaba a gotear en su espíritu.
La Gasca respondió con la prontitud acostumbrada. Le habló con delicadeza, con respeto, con la voz consoladora de un prelado que teniendo el poder material en sus manos recomienda confiar más en Dios y en los tribunales más altos. No habló de Belalcázar, porque había cosas que no estaba dispuesto a negociar con nadie, pero le concedió enseguida una partida de 1200 pesos de oro, que le serían entregados en el Nuevo Reino de Granada por el tesorero Pedro Briceño. Y sólo añadió que sus reclamos serían tenidos en cuenta y que todas las providencias eran informadas enseguida a la Corona. También le aconsejó viajar a España, ante el clima de inestabilidad que vivían las gobernaciones de Tierra Firme.
Más tardó en recibir esta carta María de Carvajal que en tomar la decisión contraria: viajar a la Sabana de los muiscas, cobrar allí a Pedro Briceño la partida, y exigir al juez Armendáriz la mayor severidad en el juicio de Belalcázar. Y, como una ayuda para sus propósitos, a la altura de Mompox vio aparecer en un barco, dirigiendo tropas de guerra, al propio sobrino del juez, el más importante general en esta región de las Indias. Ursúa la hizo hospedar en la mejor casa de la villa, recorrió con las mujeres las orillas del río cerca al embarcadero, le recordó de mil maneras a María el inmenso afecto que su tío había sentido por Robledo, y hasta se permitió contarle que Armendáriz desde Cartagena le ordenó estar alerta por si Robledo necesitaba su ayuda. No podían imaginar, le dijo, que Belalcázar sería tan salvaje y tan despiadado con su amigo de tantos años, y le juró con ese rostro suyo lleno de convicción y con los ojos húmedos, que habría dado su vida por defender a un caballero al que admiraba desde el primer momento. No sé si también a ella le habrá dado a entender que había conocido a Robledo, pero lo cierto es que María de Carvajal quedó con la certeza de que Ursúa era parte de su bando.
Para éste, en cambio, lo más importante de aquel encuentro no fue tanto el diálogo sobre el mariscal, que ciertamente lo conmovió, sino el encuentro con un regalo inesperado: la bella y tentadora Teresa de Peñalver, sobrina de María, que no era una virgen de mármol como su tía sino una castellana enérgica de labios ardientes, dos años menor que él y decidida a acompañar a su tía a la Sabana y no volver a España sin ella. El joven general demoró varios días su partida, descubriendo pretextos para verlas de nuevo, llenadas de recomendaciones, enterarlas de los menudos asuntos de la Sabana, darles cartas suyas para Pedro Briceño y para los oidores, y ofrecerles alguna ayuda económica mientras recibían la partida ordenada por La Gasca. Eran nerviosas astucias para ver a Teresa, y consiguió encontrarse a solas con ella, bajo la cómplice distracción de la viuda, que miraba con ojos complacidos y párpados oportunos ese vínculo con un guerrero apuesto y poderoso. No sé cuánta intimidad habrán alcanzado a tener en esos días de Mompox, pero allí volverían a verse unos meses después, cuando Ursúa abandonó por varias semanas sus preparativos de guerra contra los Tayronas, y consiguió que ella viajara desde Santafé, a pesar de que las campañas de conquista y pacificación no parecían dejar un respiro para treguas amorosas.
Lo que más mortificó a María de Carvajal fue la noticia de que Armendáriz no era ya el encargado de juzgar a Belalcázar, y ni siquiera se encontraba en la Sabana. Con mayor razón era prudente estrechar los lazos con Ursúa. Ostentó su luto por todas las calles del puerto, procuró que nadie ignorara que la viuda de Jorge Robledo tenía deudas qué cobrar en las gobernaciones, fue allí donde las gentes empezaron a llamarla la Mariscala, y era algo digno de ver, me dijo Ursúa, en el calor de las orillas del río, en la aldea de casas contadas y espaciosas junto a las ceibas desmesuradas, bajo un sol impío, aquellas mujeres altivas y lujosas vestidas de negro y morado, que pasaban como apariciones, como efigies de iglesia, bajo el vuelo de los loros y el saltar de los monos en los ramajes. Muy a su pesar se despidió de las mujeres, dejando una pequeña compañía de soldados para escoltarlas, y se embarcó de nuevo con sus tropas hacia los pantanos de la guerra.
En el atardecer del primer día sólo vieron canoas de indios que se perdieron velozmente por los caños laterales, y un vuelo de murciélagos en la luz rojísima del atardecer que encendía la selva y que ponía hogueras en el agua. Navegando de noche, bajo la luna llena, oyeron tierra adentro los cascabeles, las flautas y los cantos de lejanos festejos de indios en las aldeas del monte. Cuando todo era silencio, les parecía sentir cosas que se extendían en la orilla, como si las plantas desdoblaran sus hojas enormes o como si diablos escondidos plegaran y desplegaran sus alas membranosas.
Después empezó a soplar un viento recio sobre el río, justo frente a la llanura bascosa, y arrimaron los barcos a la orilla para acampar allí, y protegerse de la lluvia, si llegaba. Pero no fue una lluvia, fue una borrasca que creció con las horas, y de repente comenzaron los rayos. Primero eran relámpagos remotos, palpitaciones de luz en las nubes muy altas, después parecían convulsionar las nubes, los relámpagos aumentaron, el río crecía, y bajo la lluvia que a veces arreciaba y a veces parecía menguar, el viento desprendía las tiendas de sus estacas clavadas en el suelo, traía fango de las orillas del río, y Ursúa dejó de contar los rayos, cada vez más cercanos, hasta cuando uno de ellos cayó sobre una palmera y le incendió la copa. Entre las oraciones a gritos de sus soldados, a Ursúa le parecía imposible aquella escena de relámpagos blancos en el cielo, de lluvia iluminada por ellos, y de una gran palmera en llamas enrojeciendo la bóveda de los árboles alrededor, y la superficie turbulenta del río.
Casi al amanecer terminó la lluvia, y unos hombres pudieron dormir a rachas mientras los otros velaban. Sin embargo estaban empapados, y cuando Ursúa despertó tenía mojadas todas sus ropas bajo la rota tienda de campaña. Pero hacía calor desde temprano, todos los pájaros del mundo cantaban por la selva hasta muy lejos, los caballos relinchaban como renaciendo, la playa estaba llena de troncos y piedras recién traídas por la corriente, y el campamento de los soldados parecía el despojo de una batalla. Los barcos habían resistido en la orilla, sin ser arrastrados por la creciente, y Pero Ruiz cazó varios patos con la ballesta, de modo que a media mañana los patos asados mejoraron más aún el ánimo de los guerreros, y ni siquiera les preocupó que las hogueras delataran su presencia ante los pueblos de indios de la comarca.
Sólo después de retomar el viaje en el tramo final, se enteraron de que las expediciones por el río empezaban ser asediadas por un extraño enemigo, un indio de quince años, criado por españoles en Santa Marta, que después de comprobar las crueldades de sus amos con la servidumbre indígena y con los esclavos decidió abandonar la casa donde había crecido y regresar a su pueblo nativo. Se había convertido rápidamente en jefe guerrero, no sólo por su talento natural, que era mucho, sino por su conocimiento de los españoles, de la lengua castellana, de los barcos, y hasta del uso de las armas europeas. Los españoles lo llamaban Francisquillo, que era el nombre que había tenido en la costa, aunque al parecer al retornar a su mundo tomó un nombre de yariguíes o de guanes, o sea, muy posiblemente, un nombre chibcha. La expedición de Ursúa no encontró al niño guerrero, pero se asombró al saber que la costumbre de Francisquillo era enviar alimentos a los barcos anclados a la orilla del río: bultos de maíz, pescado seco, papas de páramo y frutos. Las primeras expediciones se negaron a probar esos alimentos, temiendo que fueran venenosos, pero las siguientes los pusieron a prueba y pudieron comprobar que eran frescos y escogidos. Lo que no entendían es que Francisquillo, con sus tropas indias, después de halagar durante varios días a los viajeros, cuando éstos retornaban el viaje los atacaba con furia con flechas, lanzas y lluvias de piedras, no sin antes anunciar con ruido de cornetas y griterío que se disponía al asalto. Un día el capitán Melchor Valdés envió en una canoa indios de compañía a interrogar a los agresores por qué esa conducta absurda de enviarles alimentos excelentes y tratados con generosa hospitalidad y de pronto romper en asaltos crueles e incluso mortales, a lo que Francisquillo le respondió por los emisarios que odiaba a los españoles, pero que no consideraba decente y digno pelear con enemigos que se encontraran en malas condiciones, débiles o hambreados. Por ello procuraba alimentarlos bien, para que estuvieran en condiciones de pelear con vigor, y para que fuera verdaderamente honroso derrotarlos.
Fuera de Oramín, Francisquillo, a quien nunca conoció, fue el único indio del que Ursúa me habló con admiración. Compartía su bravura, su entusiasmo por la guerra, su orgullo de enfrentar a enemigos poderosos, su menosprecio por las victorias fáciles. Pero ¿cómo olvidar que Ursúa descuidaba esas reglas de honor, traicionaba los acuerdos, asesinaba enemigos desarmados? Francisquillo era lo que Ursúa soñó ser y no pudo, un guerrero que le debía todo a su valor y a su audacia. Tal vez si lo hubiera logrado, la guerra a su vez lo habría respetado. Pero esos vacíos, esas caídas, esas violaciones a su propio sueño, explican por qué Ursúa no sólo fue odiado por sus enemigos, sino que acabó por despertar el odio entre sus propios hombres. Su estrella brillante tenía en el cielo una compañía secreta, una estrella negra capaz de suscitar hechos atroces y malignos. La energía vital que despertaba a su paso amor y casi adoración, era capaz de levantar también un viento oscuro de odios y de aniquilaciones.