24.
En las afueras de Santafé, junto al convento de San Diego

En las afueras de Santafé, junto al convento de San Diego, no lejos de la raíz de los cerros del oriente, los jóvenes oidores de la Audiencia Real pusieron sobre una hacanea blanca la gualdrapa de hilos de oro, el cojín recubierto de terciopelo carmesí, y encima el cofre de oro y plata donde iba a la vista de todos el Sello Real confiado a la Audiencia por su augusta Majestad Carlos V, duque de Borgoña, gran maestre de las tres Órdenes militares de Santiago, Alcatrava y Calatrava, rey de los Países Bajos, rey de Castilla y de Aragón, rey de Sicilia y de las Nuevas Indias, archiduque de Austria, emperador romano germánico. Aquella letanía era una formalidad, porque hacía siete años que las Indias y España estaban bajo el poder del príncipe Felipe, y el emperador gotoso y gastado ya acariciaba la idea de abdicar de todo su Imperio. Pero en estas provincias las palabras remplazan a los hechos y el boato sustituye la sustancia del poder verdadero.

Desfiló la jaca llevada de la rienda por un regidor hasta la villa cercana, bajo un palio que sostenían los otros regidores vestidos con camelotes lustrosos y portando con rigidez las varas de la autoridad. Iban a lado y lado los dos oidores a caballo, acompañados en la parte exterior por los dos alcaldes García Zorro y Avellaneda. Era la procesión más solemne que se había visto en la Sabana; ni siquiera la llegada de Cristo tuvo tanta ceremonia como la llegada del Sello, y centenares de españoles se agolparon a lado y lado del cortejo, seguido por funcionarios endomingados y por todas las tropas del reino. También los indios se aglomeraban en las lomas bajas del oriente para ver el desfile, preguntándose qué nuevo diablo estarían adorando sus amos en esa caja que cubrían de la vista del sol, y hasta los muertos se asomaron desde sus árboles en las montañas para mirar con condescendencia las nuevas servidumbres de los vivos.

Los oidores eran de verdad muy jóvenes, aunque no tanto como Ursúa cuando se adueñó de la gobernación, y más ignorantes de las cosas de Indias que el propio Armendáriz cuando llegó a Cartagena. Sus primeras decisiones alarmaron a los encomenderos, pues daban muestra clara de no saber dónde estaban ni quién era quién en el reino. En esa encrucijada Armendáriz logró conservar por un tiempo su influencia, y gastó los últimos aletazos de su poder en favorecer a Ursúa y en lograr que los guardianes del Sello nombraran escribano de cámara y mayor de gobernación a su socio Alonso Téllez, el avispado corredor de haciendas. Se estaba cuidando las espaldas para el día cercano de la justicia. Aconsejó a los oidores no ser demasiado celosos en la aplicación de las Nuevas Leyes, y ellos acogieron con tal avidez el consejo, que contra la prohibición expresa del emperador autorizaron nuevas expediciones de conquista.

Andrés López, hermano del oidor Galarza, obtuvo licencia para poblar en el Valle de las Lanzas, más allá de la margen del río grande, en tierras rebeldes a la autoridad de Tocaima. Años atrás los primeros invasores, perseguidos por los indios, soltaron por allí ciertas reses; aunque otros dicen que fue por no haber hallado cómo cruzar el río para subirlas a la Sabana, lo cierto es que esos ganados cerreros prosperaron al aliento de los herbales, y se han multiplicado tanto en treinta años o más, que ya los españoles no consiguen aprovecharlos. Los indios no se alimentan de esas bestias de cuernos, ni se acostumbran todavía a la leche ni al queso, de modo que no los persiguen, y los españoles que a menudo sacrifican las reses sólo lo hacen por obtener sebo para sus velas, o para un jabón que fabrican con ceniza de guásimo. Dejan en las llanuras las reses desolladas y enteras, que ceban a los buitres, y un infinito hollín de gallinazos apaga el cielo resplandeciente.

López de Galarza, buscando tierras más frescas, remontó las mesas bajas del occidente, al amparo de un cono majestuoso de nieve que según los indios sólo se deja ver de quien quiere, y encontró ese valle templado donde los indios no usan flechas sino jaras que impulsan con ingeniosas lanzaderas. Y antes de fundar su ciudad a la orilla del río fresquísimo al que llaman Coello, en tierras del cacique Ibagué, tuvo que sobrevivir a la guerra contra miles de indios.

Al mismo tiempo los oidores autorizaron a Juan Alonso para fundar una villa en el Valle de las Tristezas, que siguió siempre fiel a su nombre contra Belalcázar, contra Pérez de Quesada y contra el propio Ursúa. Alonso avanzó con valor y cautela, sin olvidar ni un instante que los panches devoran a sus enemigos derrotados, y dedicó varios años de su vida a comprobar que estos indios prefieren la muerte a la servidumbre y sólo cesarán de resistir cuando el último de ellos haya vuelto en forma de pez a los lechos del Yuma.

Porque Panche, el nombre que llevan desde siempre, significa bagre, el pez de barbas laterales que abunda en el río. Y bagres fueron sus antepasados que hace miles de años salieron a la luz de la luna, y se enamoraron de la calidez de la brisa, y se deleitaron tanto mirando las cumbres blancas que ya no quisieron volver a las aguas que corren. Un indio me dijo que a estas tierras centrales los indios las llaman Yulima, atravesando el nombre del hielo en medio de la palabra que nombra al río, y uniendo así la llanura ardiente del Magdalena con las crestas nevadas que cierran el mundo por el occidente. Los conquistadores quemaron en Ibagué una princesa Yolima, acusándola de rendir culto a los volcanes y de ser la causante de las avalanchas que se llevaron a una parte de las tropas de Galarza en los altos pasos de la montaña. También hacia esas llanuras de hombres peces descendió con sus tropas Francisco Núñez Pedrozo, autorizado primero por Armendáriz y después por los oidores, para explorar las minas y los ríos de oro que se anunciaban al norte del Valle de las Lanzas, en el país de la Tierra Caliente.

Por el mismo camino había bajado Vanegas en los días de Lugo. Descendió por Zipacón y por los guayabales de Xíquima, con caballos y perros, armas y pertrechos, barras, piquetas y azadones. Salieron a su encuentro veinte mil indios bravos con flechas y macanas, y eran altos, robustos y resueltos. Parecían cercados por todas partes y los aturdían con gritos que llenaron las montañas. Pero los españoles soltaron a los perros, que habían cebado con indios. (Es ingrato decirlo, pero la razón por la cual los perros son tan diestros en atacar a los indios, y saben bien qué hacerles, es porque sus adiestradores capturan indios en las avanzadas para después utilizarlos en el entrenamiento y la ceba de los perros). La expedición de Núñez Pedrozo iba repitiendo el mismo camino y utilizando la misma estrategia. Siempre al amanecer veían las cumbres llenas de hileras de indios. Pedrozo envió mensajes, y de pronto apareció un emisario desnudo, sin adornos de oro, sin diadema de plumas, joven y esbelto, totalmente pintado de negro con tinta de tagua, que extendía los brazos a lado y lado para mostrar que no traía engaño alguno, y les comunicó a través de intérpretes que no eran bienvenidos. Lo capturaron como prisionero y ya no enviaron más embajadas a los caciques. Había canoas en el río, y recorrieron al asalto tierras de panches y de panchiguas, de chapaimas y de calomaimas, de bocamenes y de oritáes, por la margen boscosa del Magdalena, y después de ondas y lumbíes, de animes y gualíes, remontando la otra cordillera.

Esos pueblos alimentan su valor con guerreros y veían en el avance de los españoles la oportunidad de conseguir nuevas fuerzas, maravillosos conocimientos y una audacia increíble devorando los corazones y las carnes de tan admirables enemigos. Pero el calor de las llanuras merece nombre infernal cuando uno lo enfrenta sellado en una coraza de acero, y más voraces que los panches son los enjambres de mosquitos que brotan de los montes al atardecer, ávidos de nutritiva sangre española, porque no pican a los indios.

Los soldados de Núñez Pedrozo lo supieron todo de serpientes pudridoras y alacranes nocturnos, de las ranas que chisguetean verrugas y de los simuladores caimanes, quietos como troncos del río, que no parecen capaces de ningún movimiento pero al caer sobre su presa son verdaderas ráfagas. Cruzaron un río al que llamaron Sabandija por una culebrilla que vieron; y a un poblado de nueve bohíos grandes que los recibió sin recelo (al que no saquearon porque no tenía oro alguno) lo llamaron Venadillo, por un venadito manso que tenía un niño indio.

Por fin llegaron a la capital de las provincias doradas, al corazón de la Tierra Caliente, y le dieron el nombre protector de San Sebastián a la villa que fundaron en vegas de Marquetá, poderoso cacique, y remontaron los ríos fresquísimos del Gualí y el Guarinó, donde bajan las aguas del deshielo de los volcanes nevados, y donde más de treinta mil indios les dieron guerra mucho tiempo. Pero también hallaron pescadores amigos (ahora sometidos en encomiendas) que sacan cada año, cuando sube contra la corriente el río de los peces, veinte mil arrobas de carne de bagre que salan y conservan siguiendo sus costumbres antiguas. Nada más grato que estos ríos que ciñen a San Sebastián de Mariquita, pues por ser frías sus aguas no hay caimanes en ellos. Los pobladores se bañan en los estanques felices que trazaron los indios; hacen dulces sus días los árboles de anones y aguacates, de guamas y caimitos y guayabas que los indios sembraron; tienen un alimento saludable en todo el pescado que salan los indios; explotan la riqueza de oro y plata de estas minas que fueron de los indios; y han hecho de la Tierra Caliente su región preferida, ahora que están libres de la odiada presencia de los indios, porque los tienen desterrados o sometidos.

Cuando decidí por fin escribir mis recuerdos para contarme a mí mismo la vida de Ursúa, sus guerras y sus viajes, y el modo como la espada y la sangre fueron dañando su alma, comprendí que no habría lugar más adecuado que estas lomas conquistadas primero por Núñez Pedrozo y hace poco reconquistadas por el viejo licenciado Jiménez, al que no derrotaron los indios ni las deudas sino las ocultas plagas que devoran su cuerpo. En la Sabana hay más silencio, sin duda, y el amigo de Ursúa, Castellanos, pasa sus tardes en Tunja escribiendo en estrofas itálicas todo lo que vio en estos años, y dispone en versos de Ariosto la nariz de Pedro de Heredia y las decapitaciones de Alfínger, pero yo soy hijo de los litorales, necesito el clima cálido en mi cuerpo, y no podría escribir nada, y ni siquiera recordar, rodeado por esas lluvias eternas, por esos cielos de pelaje de oso y esas noches glaciales. Pero creo que es hora de volver a la historia.

En Pamplona, Ursúa recibió un mensaje de su tío, llamándolo de regreso a la Sabana para que se enterara de los sucesos del gobierno. Dejó en manos de Ortún Velasco la nueva provincia, y volvió con una fracción de la tropa. Le pareció sentir algo extraño en el llamado de Armendáriz, como si no fuera él quien ordenara el regreso, y se dijo que ya era hora de obtener la licencia para ir a buscar su tesoro, por la vía de los llanos que remontó en andrajos la tropa de Nicolás de Federmán. Hora de volar a la caza del oro escondido.

Pero en el aire mismo se volteó la moneda: al llegar advirtió que algo había cambiado en las álgebras del poder. Aunque el tío era aún un varón poderoso, no era ya el temido gobernador que había dejado al partir, y la sombra del juicio inminente ponía líneas amargas en su cara congestionada y rojiza. Armendáriz lo recibió con más atención que nunca, como si lo estuviera viendo por última vez, pero se mostraba más enfermizo y más indefenso que de costumbre. Viendo que el sobrino venía a insistir sobre el asunto que más habían postergado, le confesó que ya no estaba en sus manos autorizar esas campañas. Ursúa se indignó, porque no ignoraba que poco antes López de Galarza, y Alonso, y Núñez Pedrozo habían recibido sin dificultad sus licencias. Ser un guerrero tan fiel al servicio de la Corona terminaba siendo un obstáculo para buscar fortuna propia, y era evidente que soldados menos sacrificados eran recompensados de manera más pródiga. Había llegado la hora de discutir el asunto hasta el fondo, y soltarle por fin a su tío amado algunas verdades que llevaba en la punta de la lengua.

En el salón principal de la casa del juez, cuyo balcón daba al río y a los cerros que cierran la Sabana por el oriente, hablaron desde la media tarde. «Siempre me pareció que no te agradaba mi plan de ir a buscar el tesoro», le dijo Ursúa, quien no sabía si creer o no que la situación del juez había cambiado. «No es que no me gustara», respondió Armendáriz, «pues si ese tesoro existe, sería el premio de nuestros esfuerzos. Pero estas tierras están apenas sometidas, por todas partes se insinúan rebeliones de indios, cada gobernación hierve de pueblos y de caciques insumisos. Y tú no sólo eres el único capitán en quien puedo confiar plenamente, sino el mejor soldado de este reino: aceptar que emprendieras otra campaña azarosa hacia el sur, mientras los chitareros y los guanes se alzaban en guerra contra nosotros, habría sido una locura».

«Querido tío», le dijo Ursúa con una sonrisa forzada, «en estas tierras prosperarán las guerras como maleza todavía mucho tiempo. Cumplí con lealtad mis deberes: hallaste la Sabana en paz con los indios, y nuestros negocios bien establecidos. Y si estaba también llena de recelos entre los hombres de España, es porque esas discordias venían de antes y no estaba en mis manos impedirlas. Si debiera quedarme hasta que el reino entero esté en paz, me alcanzarán primero la vejez y la muerte».

«Por desgracia, ahora no depende de mí conceder esa licencia», suspiró Armendáriz. «Pero todavía tengo poder suficiente para sostener tus campañas. Sé que los oidores te exigirán primero debelar la insurrección de los muzos, que están a punto de cerrar el camino que lleva a las barrancas bermejas. Acabaron con la tropa de Jerónimo de Aguayo, y no nos dejan entrar a una región que parece llena de riquezas. No deberías desdeñar tesoros que están al alcance de la mano, por ir a buscar a ojos cerrados el oro de los cuentos». «Tengo motivos para creer que el tesoro de Tisquesusa está por la ruta que me trazaron mis informantes», dijo Ursúa con su típica impaciencia, «y no puedo comparar una fortuna de oro acumulado, listo para ser recogido, con una riqueza desconocida que todavía se esconde en los pozos de la tierra, y custodiada por indios feroces».

El diálogo empezó con argumentos dulces, llenos de respeto y de gratitud, pero se fue endureciendo en invocaciones de lealtad y en demandas de libertad, en reclamos impacientes y en exigencias, hasta que llegó el momento difícil, cuando el sobrino elegante y garrido alzó la voz para quejarse de la incomprensión de su pariente. Él era joven y ansiaba fortuna, quería hacerse un destino propio, no se sentía inclinado a echar raíces tan pronto. Y Armendáriz no pudo impedirse recordarle que era el mismo Ursúa quien había fraguado su nombramiento para la Sabana, y que entonces no había sido necesario rogarle. No quería ser ingrato, porque su colaboración había sido invaluable… pero la congestión lo iba transfigurando de amigo en juez, y el nerviosismo por su carrera en peligro lo cambiaba de aliado en tío autoritario, hasta que ya no intentó argumentos de socio sino órdenes de superior. «Me veo obligado a recordarte que tienes jefes y estás sometido a una disciplina. Tu deber es actuar primero en defensa de la Corona, de la Iglesia y de Dios, antes que atender tus asuntos privados».

Ursúa se levantó, pero permaneció inmóvil, con los talones juntos y el cuerpo rígido, esperando que el juez lo autorizara a retirarse. Desvió, como solía hacerlo cuando algo lo contrariaba, el rostro hermoso y ofendido, y no miró ya de frente a su tío, para que no se advirtieran las chispas de indignación que brotaban de sus ojos. Esperaba el permiso, y Armendáriz demoró un poco el gesto para hacerle sentir su autoridad. En ese momento tenso se encontraban cuando oyeron un rumor afuera. Los indios, inquietos, se habían amontonado en la plaza de tierra, cerca del río, y miraban al cielo del atardecer, que poco antes estaba cubierto de nubes, pero que ahora aparecía de un azul hondo y limpio, sobre el verde intenso y amarillo de los cerros.

Armendáriz fingía mirar cartas y documentos sobre un gran escritorio, mientras Ursúa seguía allí, firme y dolido. «Puedes retirarte», le dijo, «si así lo deseas. Pero te ruego que me comprendas». Y cambió de pronto a un tono más débil y suplicante. «Sé que te estoy tratando con aparente ingratitud: vienes de duras campañas a buscar algo que no tenemos, pues ya no soy el gobernador de estas tierras, y un juez envenenado por mis enemigos viene en camino para perdernos a ti y a mí. No estamos en la mejor hora de nuestro poder, pero todavía tienes algo que los oidores necesitan. Me atrevo a decir, sacrificando mi orgullo, que te necesitan más que a mí, pero te juro que ahora me importa menos mi suerte que la tuya. Eres lo único que tengo en estas tierras: verte partir con rumbo propio me haría sentir que nos quedamos solos los dos. Afortunadamente no es posible, porque tu futuro depende de que atiendas los reclamos de los oidores. Es el único camino para obtener la licencia que buscas».

Tenía los ojos enrojecidos por el desvelo, y estaba evitando mirar a Ursúa. «No creo que para mí haya futuro», añadió, «pero me queda el consuelo de verte triunfar en las guerras y ganar tu recompensa». Después sonrió y lo abrazó, como si se hubiera deshecho de una carga opresiva. «Me gustaría que te quedes conmigo un rato más y veamos algo inusual esta noche», le dijo. «Las cartas de Lope de Manrique me recuerdan que tendremos un eclipse de luna, y estos indios idólatras parecen saberlo, porque se ven inquietos en la plaza».

A Ursúa ya no le dolió el desamparo que su tío estaba tratando de sobrellevar con dignidad. Tuvo la nítida sensación de que ahora sólo podía contar con su fuerza. Y, como siempre ocurre cuando perdemos las cosas, vislumbró todo lo que había tenido: su soporte en las Indias, el suelo firme que había sido su tío para sostenerse en estas regiones desconocidas, tan lejos de Navarra y de Dios. Pero algo había terminado. Sintió la doble soledad del momento: tampoco estaba en sus manos salvar al tío de la suerte que lo esperaba y que podía ser más rigurosa de lo que ambos presentían. Viendo que el juez estaba de mejor humor, aceptó su invitación. Era bastante joven todavía para que la noticia del eclipse no le borrara por un rato proyectos más lejanos, así que merendaron juntos y salieron al balcón sobre el río.

Entonces la luna emergió por el cañón, entre los dos grandes cerros, y los bañó de una luz espectral. El espectáculo era hermoso y sobrecogedor: se veían los caminos de los indios en la montaña, se apreciaban con gran nitidez los ramajes de los árboles diminutos en el filo de los cerros, el contraste entre la superficie de barrancos y bosques apretados del cerro del norte y las aristas de los peñascos del cerro del sur, que parecía más antiguo, intemporal, casi muerto, incluso. Y cuando ya volaba la luna sobre el cañón, enorme y blanca, algo mordió su disco, y un rumor de inquietud se alargó sobre la multitud de indios que miraba desde la llanura. La sombra avanzaba sobre el disco. La diosa estaba en lucha con un enemigo incontenible, las nubes de formas precisas se enrojecieron, las estrellas que ardían débiles cerca de la luna crecieron y palpitaron con más fuerza a medida que el globo se oscurecía, la llanura por un instante se hizo más silenciosa, pero después un viento helado y lleno de voces antiguas bajó por el cañón, pasó contando secretos sobre los tejados y a lo largo del río plateado que se desprendía de las montañas negras y avanzaba por la llanura, y encorvó a lo lejos los tallos plateados de los maizales, que vibraron e hicieron resonar la sabana. Una negrura total cubrió los cerros y la planicie, los rostros de Ursúa y de Armendáriz se ensombrecieron en el balcón que miraba al oriente, numerosos graznidos de lechuzas se alzaron desde los gruesos árboles de la llanura, el agua se volvió un cauce tenebroso, y mientras los españoles rezaban en sus salas ante los cristos sangrantes, y gallinas ya nacidas en la sabana cloqueaban en los corrales, los indios empezaron a cantar y a tocar flautas, y permanecieron cantando, pero inmóviles, ante la tremenda oscuridad de los montes y el azul muy oscuro del cielo, viendo en lo alto un fantasma de luna, un casi imperceptible globo rojizo, un espectro teñido por la sangre de los indios sacrificados, salpicada hasta el cielo por los buitres que se alzan de los campos de muerte.

La guerra seguía siendo dura y sangrienta, y muchos nativos todavía preferían arrojarse desde los peñascos de Sutatausa antes que recibir la fe de Cristo, que les parecía temible. No la rechazan sólo por la ferocidad de los guerreros del emperador y por la superioridad de sus armas, sino por la figura misma del dios, suspendido en un árbol, tumefacto y sangrando. Muchas veces les oí decir que no pueden aceptar un dios muerto y martirizado, un muchacho clavado en un árbol, llagado y desgarrado por sus propios hijos. Y alguna vez uno añadió que para ellos es más comprensible el culto de los españoles por la cruz y el modo como la trazan sobre sus cuerpos, porque en ese rito se siente más poderoso el árbol que el hombre.

También por eso los denuncian los clérigos y los escarmientan sus amos. Esas opiniones parecen justificar el tormento, son herejías que la Iglesia no sabe perdonar. Pero en mi corazón siempre pude entenderlas, ya que de un modo secreto yo también formo parte de su bando y toda mi vida he vivido la discordia de ser blanco de piel y de costumbres pero indio de condición. Aunque mi padre logró ocultar mi origen, el hecho de que mi madre fuera una nativa de las islas, aunque me educó como a un cristiano desde la infancia y me llevó al estudio de su amigo Gonzalo Fernández de Oviedo, y nos hizo creer a todos que mi madre había muerto de fiebres, una dama española sepultada con suspiros y campanas en las colinas fúnebres de Curasao, y que mi madre india era solamente nuestra criada, a partir de cierto momento ya no ignoré que en mi sangre estaban en guerra el dios que sangra en el árbol y el dios que quema el firmamento, que en mi corazón se mezclaban y se confundían la dulce madre blanca, la diosa que es un disco en el cielo y esa otra diosa de caoba que desaparece con la tormenta.

Lo demás lo supe mucho después, cuando ya estaba hecho a la confusión y al silencio. Fue buscando las huellas de mi padre por los callejones de Córdoba donde empecé a comprender que tal vez esa simulación con mi origen ocultaba otra. Que mi padre sabía ocultar la verdad de mi sangre porque ya había tenido que ocultar la verdad de la suya. Vivimos en tiempos malignos, en los que puede ser vergüenza y pecado la sangre que corre por las venas de un hombre. Pienso ahora en la luna que vio Ursúa en vísperas de salir a su campaña contra los muzos, pienso en la luna que gobernaba en secreto la sangre de mi padre, pienso en la luna de tres caras que gobierna mi propia sangre, y me pregunto, después de todo lo que he visto en el mundo, si esta malvada edad que rastrea en las venas de los hombres y maldice los ríos de su origen no se prolongará para siempre.