23.
Esas montañas por donde ahora debía cabalgar Ursúa

Esas montañas por donde ahora debía cabalgar Ursúa, fueron, pues, en otro tiempo, el camino desesperado de Ambrosio Alfínger. Sobrevivientes de aquella expedición volvieron deshechos a Coro y le contaron al otro hombre de Ulm, Nicolás de Federmán, que el río abandonado por Alfínger tenía de verdad arenas de oro. Federmán nunca pudo buscarlo, pero le habló de él a Gonzalo Jiménez, que lo había recibido amistosamente en la Sabana. Y Jiménez sí era el hombre para ir a buscar esas aguas doradas, porque tenía más sed de oro que muchos otros, pero un conflicto inesperado con Lázaro Bejarano lo retuvo en Santafé, antes de viajar obligado a España, a zanjar la disputa con Federmán y Belalcázar.

Así que la provincia se salvó de varias conquistas, y siguió en manos de chitareros y de guanes, que recordaban con espanto las carnicerías de Alfínger. Después Martín Galeano fundó a Vélez en 1539, junto a los bosques donde blanquean los lisos guayabos, cuyo perfume vuela hasta muy lejos, y Jerónimo Lebrón vino de La Española, remontó el río y la cordillera del Opón, pero esquivó como a un maleficio la cuchilla de Los Cobardes, que se pierde hacia el norte. Traía a la Sabana, llena de hombres solos hastiados de maíz, una legión de mujeres y varios bultos de semillas de cebada, garbanzo, alverjas y habas.

Los indios del norte seguían en paz con los españoles, pero en 1541, ido ya para España Jiménez, su hermano Hernán Pérez de Quesada asumió la gobernación, y estaba resuelto a averiguar en el menor tiempo posible el rumbo de El Dorado. Acorraló indios, quemó sementeras, hizo capturar a los jefes, torturó a quien fuera sospechoso de saber algo, y se ensañó con el gran zaque Aquimín en Tunja, a quien obedecía medio reino. Después de darle en vano tormento para que confesara, levó la crueldad al extremo, y la cabeza de Aquimín se desprendió de su cuerpo real gastado por el sufrimiento.

Los muiscas sometidos, pero sobre todo los guanes libres y los chitareros rebeldes de las montañas volvieron a sentir la necesidad de castigar a los invasores. Aquimín era amado por muchos pueblos, y cuando Quesada le cortó el aliento hubo una larga asamblea para los funerales, y nació una disputa entre los indios del extremo de la Sabana y los de las sierras nevadas y los cañones para decidir quién conservaría el cadáver, al que era necesario desagraviar y proteger.

Entonces el Iraca Sugamuxi les susurró a los jefes la solución: que Aquimín fuera enterrado en dos tumbas distintas, y que en las dos regiones del reino ambas tumbas guardaran su cuerpo completo. Recogieron por meses el oro del río y las minas, hicieron en secreto moldes del cuerpo del zaque, y un día salieron del lugar del ritual dos caravanas: una llevaba a Aquimín con su cabeza ya embalsamada con humo de maderas preciosas y el cuerpo modelado en oro macizo; la otra llevaba a Aquimín con el cuerpo embalsamado y la cabeza de oro. Fue el último homenaje que pudieron brindarle a su rey las dos provincias, antes de perder del todo sus tierras y sus ritos: el recuerdo de su condición de hombre dorado y de hijo del sol, que fue capaz de morir tragándose la llave, como decía Ursúa que dicen los vascos, para hablar de quien es capaz de morir llevándose a la tumba un secreto. Y así el zaque Aquimín fue enterrado en dos sepulcros distintos, a leguas de distancia uno de otro. Tenía poder sobre la Sabana del norte hasta el cañón del río Chicamocha, que nace por varias fuentes en las tierras altas de Nobsa, de Firavitoba y de la gran laguna de Tata, y por todas las tierras voló la leyenda del rey muerto y de su cuerpo de oro, que los españoles recibieron en tantas versiones distintas que perdían la paciencia sin saber a cuál atender.

Antes de darse al camino, Ursúa habló con Oramín. El indio conocía otras leyendas de las tierras solares de Hunza y de los ríos del norte. Le contó una de esas historias que Ursúa miraba con ojos de espía, tratando de ver en sus intersticios fragmentos de una verdad que le fuera de provecho.

«El sol», dijo Oramín, «nació como un muchacho sabio y manso llamado Sugamuxi, en las tierras de Hunza, pero al salir de la infancia se vio obligado a viajar solo por regiones tan hostiles, llenas de selvas, de serpientes mortales, de tigres carniceros, de guacamayas, de monos saltadores, de lechuzas, de moscas grandes, zancudos y escorpiones, que el muchacho fue perdiendo la paciencia a medida que avanzaba en su canoa por las aguas encajonadas del río. Un día despertó en medio de la corriente, y había tantas criaturas acechándolo, tantos tigres rugiendo, tantas gualas negras de pluma blanca oscureciendo el cielo en espera de su carne, que el joven Sugamuxi se fue poniendo rojo de furia hasta que ardió en una sola llama y se transformó en Chicamocha, el señor de fuego. La canoa ardió con él, el fuego se contagió a las orillas y fue incendiando los bosques, las laderas, las montañas vecinas, de modo que el muchacho en llamas pasó en un incendio tan grande que hacía saltar en brasas a los saltamontes y arrastrarse en brasas a las serpientes, y que redujo a cenizas la selva, los animales y los suelos de la región. A medida que avanzaba, tras él iban quedando tierras muertas, montes negros de carbón y grises de ceniza y de ruina. El señor de fuego siguió bajando en su barca encendida y sólo sintió que se aplacaba su furia al llegar al valle del río Yuma, donde se fue convirtiendo sólo en calor, de modo que volvió a ser Sugamuxi, el joven de la diadema de oro».

Así se explicaba Oramín la existencia de algo de lo que también habían hablado los exploradores extraviados de Alonso Luis de Lugo: una región de cañones siniestros e interminables donde la tierra parecía muerta desde la creación del mundo, donde sólo serpientes y lagartos resecos miraban la inmensidad de las montañas calcinadas por un desastre antiguo.

Z’bali quería que Ursúa la llevara consigo, alegando que podría servirle de intérprete en su contacto con los indios que iba a someter, porque pensaba que si Ursúa iba en la dirección del norte, de donde ella procedía, esos indios hablarían la misma lengua de su pueblo de origen. Era hábil tejedora, sigilosa y furtiva, y sentía un amor dadivoso que para Ursúa era casi un estorbo. No la habría llevado jamás, porque quería sentirse libre, y esa solicitud excesiva le parecía también un encierro, una red de ternuras y obediencias que procuraba crear lazos entre ellos. Se sentía superior a esa india hermosa e ingenua que iba a la iglesia con devoción pero también adoraba a la luna y le ponía en las alforjas ranas secas y hojas rezadas para protegerlo de las flechas y de las serpientes. Le ordenó con sequedad permanecer allí y no insistir en sus peticiones, y casi se olvidó de ella todo el tiempo que duró la campaña.

En Tunja recogió los soldados, las armas, los víveres y los indios que puso a su disposición el Cabildo, y ocho días viajaron hacia el Chicamocha, dejando a las tropas de infantes avanzar a la zaga, acompañados por algunos jinetes. Los de a caballo iban aprisa intentando alcanzar pronto a la retaguardia de Ortún Velasco, pero había que dejar refuerzos por el camino para mantener la comunicación con la Sabana. Diez días tardaron en llevar los caballos sin pérdida a la otra orilla del río Sogamoso, sufrieron los rigores de un páramo, cruzaron los países de paipas, duitamas, cerinzas, sátivas y chitagotos; pasaron la región de postes de piedra de los sarataes; afrontaron las tierras de los cachiras negros y los cacheguas rojos, de ucotomas, rabishas, caníes, bocalemas, xebas y ogamoros, y finalmente atravesaron en guerra las provincias de Servitá, Icotá, Cácota, Chopo, Teguaraguacha y Arcogualí.

Alfínger había muerto dejando un río de oro sin explorar, Pérez de Quesada fue calcinado por el rayo sin revelar la confesión que decía haber arrancado de los labios de Aquimín, y Pérez de Tolosa insistió siempre en que el país del hombre dorado estaba al norte de Tunja. Ahora era el turno de Ursúa. Alcanzado por sus tropas, Ortún Velasco acató con lealtad ejemplar la orden de entregar el mando a ese joven de 22 años con escasa experiencia en campañas de conquista. Ursúa esperaba encontrar a un hombre reticente e indignado por su destitución como jefe de las tropas, y nunca salió del asombro de ver que Ortún siguió siendo leal y cordial, respetuoso sin fijarse en la juventud de su jefe, fiel ejecutor de sus órdenes, prudente consejero y amigo generoso y discreto. Desde el primer momento Ursúa sintió, aunque no sé si se lo dijo, o si sólo me lo confió a mí muchos años más tarde, que la mejor conquista de ese viaje había sido la lealtad de aquel hombre, y que si la ciudad que fundaron nació con tan buenos auspicios era porque había sido hija menos de una guerra que de una gran amistad.

Cabalgaron muchos días por las fronteras de Cúcuta hasta las Lomas del Viento, y de allí se regresaron convencidos de que el mejor paraje que habían visto era el valle que encontró Ortún cinco meses antes, en la víspera de Pentecostés. El primero de noviembre de 1549 fundaron la villa. Ursúa sabía por su tío que al fundar a Pamplona, en la España de quince siglos atrás, Pompeyo había erigido un fuerte para asegurar la conquista de las Galias, y quiso que bajo la tutela de ese nombre también estuviera asegurado su avance hacia las tierras del oro, a las que Pérez de Quesada llamaba La Casa del Sol, pues ése era el nombre que le habían dado los muiscas.

Y Ursúa cumplió con el último ritual de las edades caballerescas: armado con lujo sobre su caballo de pelaje dorado, declaró que fundaba en esas tierras una ciudad en nombre del emperador Carlos V, y de su hijo el rey Felipe de España; desafió ritualmente a desenvainar la espada y enfrentarse con él a quien se opusiera, blandió la espada, dio cortes en el aire como castigando a un enemigo invisible, hizo cimbrar el acero en el viento cruzado por hilos de niebla, golpeó con el filo los árboles y las lianas, sumergió la hoja luminosa en las aguas cristalinas del río, y dio a la ciudad el nombre de Pamplona, en recuerdo de su amado país de Navarra, pensando por un instante, me dijo, en Tristán y en Leonor, sus viejos padres, en la legión de sus mayores de lengua vasca y franca y castellana, y en sus espadas bebedoras de sangre.

Lo primero que alzaron en la plaza mayor fue, por supuesto, la picota: un madero grueso donde debía ejecutarse la ley contra los malhechores. El escribano Juan de Padilla anotaba y protocolizaba todos los movimientos de Ursúa, los solemnes momentos de aquella fundación, y dejó inscritos los nombres de los ocho regidores: Andrés de Acevedo, Juan de Alvear, Hernando de Mezcua, Juan de Tolosa, Sancho de Villanueva, Juan Rodríguez, Pedro Alonso y Juan de Torres; de un procurador, Beltrán de Unzueta, y de dos alcaldes: Alonso de Escobar y Juan Vásquez. Soldados de la tropa convertidos de pronto en autoridades y cabeza de nuevos linajes indianos.

Cuartelaron el espacio: los campos de bosques altos y de matorrales, esfumados por la niebla temprana y restituidos más tarde por el sol color de maíz, se fueron convirtiendo en Plaza Mayor, en casas del Cabildo y en estancias reales: el Consejo, la Aduana y hasta una atarazana para los toneles que ya llegarían. Invocando al Espíritu Santo, en cuyo honor habían bautizado el valle, ascendió a primer párroco el capellán Alonso de Velasco, y la cruz de su bendición fue dividiendo el suelo en treinta y ocho manzanas, y éstas en ciento treinta solares, la mitad de los cuales reservó Ursúa para sí como jefe de la expedición, y en previsión de futuras mercedes o recompensas.

Después la espada señaló hacia todos los rumbos los límites de la provincia: Málaga, por el sur, más allá de los páramos, rumbo al cañón calcinado por Chicamocha; el río Sogamoso, que se vierte al oeste en el gran río, cerca de las barrancas coloradas; la ciénaga del Bachiller y las sierras de Nacuniste; al nordeste el Gran Lago que lleva el mar en su nombre; más allá de la Cuchilla Negra los páramos donde nace el Sarare, y al sureste las Sierras Nevadas donde viven los hijos de las águilas.

Libraron su guerra con destreza y ferocidad, y pronto los chitareros estaban sujetos en encomiendas. A mí me costó creerlo cuando Ursúa me lo dijo, pero después de su muerte muchos me han confirmado que había más de cincuenta mil indios en los valles de Condormenda, de Rabicha, en la región que llamaron de Mizer Ambrosio los veteranos de la incursión de Alfínger, por Chitagá y por el valle de Chinácota, de modo que los méritos guerreros de Ursúa se hicieron famosos en aquella campaña. Unos celebraban su talento, otros su ánimo casi suicida en las batallas de las que siempre salía herido, otros su fuerza a pesar de no tener un cuerpo desproporcionado, otros su pasmosa destreza como jinete, que lo hacía recorrer como un ángel las batallas y prestar auxilio a todo el mundo, y otros la gallardía de su trato, que aficionaba a todos.

De tantos lugares conquistados ninguno recordaban más que el que llamaron el Valle de los Locos. De repente, ante las avanzadas de la tropa, salió un grupo de indios pintados de rojo que hacían gestos extraños, como si todos hubieran perdido el juicio: retorcían sus cuerpos, miraban ferozmente, arrugaban las caras, daban gritos de bestias y parecían querer saltar como tigres y volar como buitres, y detrás de ellos salió de pronto una lluvia de flechas. Unos dijeron que los indios hacían todos aquellos visajes creyendo que espantarían con ellos a sus adversarios, pero Ursúa pensaba que era una danza de guerra, porque escuchó tambores y trompetas antes de que las flechas le impidieran seguir mirando con asombro a los indios.

Repartió las encomiendas en su orden favorito, considerando de elemental justicia reservar las más grandes para su tío y para sí, como representantes de su Majestad. Siguió el curso del río hasta las bellas cascadas, remontó el arroyo cristalino hasta los páramos, cabalgó por las pendientes de Cácota, donde también los indios están cubiertos de lana como las hojas de los arbustos, y visitó las lagunas más altas, donde cada día es el primer día del mundo.

Pero abandonó en cuanto pudo las tareas de gobierno a otros más ávidos de ellas, y dedicó su tiempo a recorrer hacia el sur la provincia, librando combates con los guanes y llegando hasta la mesa de arcillas rojas desde donde se ven las tierras devastadas que habían remontado viniendo de la Sabana. Una cosa es atravesar el cañón, con imágenes parciales de sus laderas muertas y sus eriales sombríos, y otra es ver el prodigio desde las alturas, comprobar toda la muerte que cabe en él. Después de contemplar el cañón y de abarcarla con su mirada como un águila, aquella noche Ursúa tuvo otro de esos sueños que lo inquietaban al despertar.

Soñó que estaba en el lecho seco del río y que desde las grandes laderas hasta las cumbres lejanísimas se estaba celebrando el juicio universal. Vio las pendientes llenas de seres humanos pululando como murciélagos, millones y millones de rostros que se perdían hacia lo alto, muchedumbres que ocupaban el valle abajo, entre las dos pendientes, y en lo alto un revuelo de buitres o de cóndores que le causaban inquietud. Sólo cuando le pareció que el juez tremendo se estaba instalando en los peñascos más altos, en la vecindad de las nubes, otra vez vio revolotear a los pájaros y comprendió que eran ángeles. Despertó cuando ya comenzaban a sonar las trompetas del fin del mundo.

Habían saqueado a los pueblos indígenas y habían recogido una gran fortuna de piezas de oro, pero, salvo las arenas del río, no habían hallado metales preciosos en la tierra. Estando un día con Ortún y con otros miembros del nuevo gobierno, vieron venir a un mulero, de esos que siguen a veces a la aventura las expediciones, que se acercó y les preguntó dónde era que estaba el oro, pues había oído decir que estas tierras abundaban en él. Por divertirse, Juan de Alvear le dijo al hombre:

«¿Ve usted esa cuchilla, allá, detrás de las pendientes de bosques? Basta llegar allí y escarbar en la tierra, y se encuentra todo el oro que uno necesite». El hombre lo miró con asombro y se fue con la mula. Cuando había desaparecido, todos estallaron en carcajadas por la buena burla que habían hecho de la ingenuidad del viajero. Pero al día siguiente, vieron pasar al hombre con su mula cargada de fardos pesados, y les contó con mucha gratitud que en el lugar que le indicaron había recogido tanto oro que se volvía ya para la Sabana. Fue así como se descubrieron las primeras minas de oro, pero después Ortún Velasco empezó a encontrar minas por toda la región. Descubrieron el páramo rico de Suratá, donde según cuentan los baquianos, a media vara de fondo ya se hallaban las vetas de oro, y donde llegó a ocurrir que quien arrancaba yerbas y espartillos veía en la tierra adherida a sus raíces terrones de oro en bruto. Pero además estaba el río, cuyas arenas doradas requerían de los lavadores toda la destreza imaginable.

Una vez más Ursúa encargó a Ortún la explotación y el manejo de aquellas riquezas, y emprendió su viaje a la región del nordeste, por donde había entrado décadas atrás la tropa de Alfínger. Un antiguo soldado de los alemanes, Nicolás de Palencia, había estado por allí con sus tropas, y oyó hablar a los indios de un relámpago sin trueno que no terminaba jamás. Los nativos, tal vez para compensar esa falta de sonido en un relámpago eterno, le habían dado a la región nombre de trueno y la llamaban Catatumbo. Convencido de que los indios exageraban, Ursúa cabalgó con sus hombres más allá de las tierras de Chinácota y Cúcuta, esperando encontrar un lugar donde cayeran rayos con mucha frecuencia. Pero lo que encontró lo dejó mudo, porque llegados al atardecer, casi en las fronteras con la tierra de los alemanes, vieron palpitar en el cielo un fulgor incesante. Soldados de la compañía dijeron que a lo mejor habría una tormenta sobre el lago de Maracaibo. Pero a medida que se acercaban a la región de los relámpagos, la noche se mostró clara y llena de estrellas, no había indicio alguno de lluvia o tempestad, y el relámpago seguía brillando en la distancia, iluminando las tierras vecinas, hasta que les pareció que en aquella tierra era siempre de día, porque más tardaba en debilitarse el resplandor que en comenzar de nuevo. Ursúa me dijo que a pesar de que algo en él quería con avidez llegar hasta el sitio, ver si estaba bajo ese relámpago una ciudad de plata, los hombres empezaron a hablar de ciudades malditas sobre las cuales florecían los rayos del castigo, y alguno preguntó si no estarían en aquel lugar las bocas del infierno. El temor los paralizó en su camino. Los caballos mismos parecían no querer avanzar, aunque bien pudo ser el temor de los jinetes lo que ponía tan arriscadas a las cabalgaduras. Antes del amanecer Ursúa dio la orden de regresar. Se llevó en la memoria el espasmo de aquellas serpientes de luz en el cielo, el fogonazo interminable que abría cavernas en las lejanas nubes del lago y que revelaba en la noche inmensos países blancos hundiéndose callados en la distancia.