En los pocos días que estuvo en la Sabana, antes de obedecer el nuevo mandato de Armendáriz, un recorrido por las extensas encomiendas que había reservado para su tío y para sí, le permitió ver la nueva vida de los indios. Bajo el rigor de la servidumbre empezaban a seguir costumbres españolas en la alimentación, ya cribaban trigo para hornear panes fragantes, así como los españoles tenían que usar por fuerza sus ruanas indias tejidas de hilo grueso, sus blancas mantas de algodón rayadas de morado y de rosa. Algunos nativos comían ya menos venados, que tenían que ceder a los cazadores españoles, y criaban gallinas en sus tierras, aunque no se alimentaban con las aves que habían crecido en sus propios corrales. No sacrifican nunca nada que se haya criado en su casa, salvo para fines ceremoniales, pues devorar un animal conocido les parece tan repulsivo como devorar a un pariente.
Ursúa advirtió que aceptaban en cambio comer gallinas venidas de corrales lejanos, y ya que seguían hábitos españoles, no le sorprendió que hicieran trueques por platos de peltre, aunque un día descubrió con asombro que no los adquirían para comer en ellos sino para colgarlos de sus cuellos como pectorales. Despojados del oro que por siglos los unió con el sol y con el pasado, conservaban al menos, en el silencio y la derrota, un obstinado diálogo con sus dioses moribundos o ausentes.
Ursúa volvió a sus charlas con Oramín. «Quiero entender por fin qué estoy buscando», le dijo. Fue entonces cuando le contó al indio su sueño de la primera noche de travesía hacia el sur, y Oramín lo interpretó diciendo que el río le había hablado en sueños y le había referido su pasado. Ya he dicho que al impaciente Ursúa, tan ávido de datos y de revelaciones, lo irritaba esta costumbre de atribuirle a la naturaleza facultades humanas, de afirmar que los pájaros cuentan cosas, que los árboles piensan, que los ríos conversan con la orilla, pero la convicción con que hablaba Oramín no dejaba respiro para réplicas. Según él, unos poderes lo habían puesto en el camino de Ursúa para orientarlo y ayudarle a alcanzar sus propósitos. Curiosamente, no veía con excesiva severidad los combates del muchacho ni la sangre que vertía. Los panches eran fieros, y si tuvieran mejores armas serían ellos los que aniquilarían a los españoles. Éstos deberían agradecer haber llegado a una región como la Sabana, llena de pueblos pacíficos, leales con sus vencedores, que antes que librar guerras interminables preferían arrojarse en masa desde los peñascos.
Oramín, que sentía profunda gratitud hacia Ursúa por haberlo protegido en un momento de peligro, no se hacía ilusiones sobre el futuro de su pueblo, y mostraba más bien la tendencia de muchos indígenas a mirarlo todo con fatalismo. Los poderosos enemigos habían llegado y ahora triunfaban; crueles dioses estaban con ellos; un bello mundo estaba declinando; una maldición indescifrable se cumplía contra estos reinos que gozaron por miles de soles y de lunas una felicidad irrepetible. No encontraba lugar para la esperanza. Podía ver que los invasores no estaban de paso, que habían venido para quedarse, y que en su mundo lejano quedaban todavía incontables guerreros esperando su turno para venir al incendio y a la rapiña, de modo que ya nadie podía, como Tisquesusa y como los primeros testigos en las islas, alimentar la ilusión de que un día se fueran. Al contrario: llegarían más y más. El mundo de Bachué y de Bochica estaba muriendo para siempre; tiempos de ruina y de esclavitud se cernían sobre las provincias; y no quedaba ya en el agua que corre ni en la tierra que dura ni en el cielo cruzado de pájaros a quién preguntar cuánto duraría la nueva edad del mundo.
Pero la nueva edad estaba gobernada por dioses que se odiaban. Los bandos adversarios veían con malos ojos las encomiendas de Ursúa y de su tío, y muchos se quejaban de los negocios del juez con el escribano Alonso Téllez. Habían establecido haciendas ganaderas, y Armendáriz, después de negar a varios españoles su permiso para mover ganados, autorizó a su socio a llevar al Perú, en un solo viaje, ochocientas ovejas, cien yeguas, cien vacas y un número no determinado de caballos. Según los rumores ya otras veces habían puesto en marcha negocios semejantes, lo que también niega que los caminos fueran tan peligrosos como a veces decían los gobernadores en sus cartas al emperador.
Los cargos que obraban contra Armendáriz en la Real Audiencia de Santo Domingo eran de muchas clases: el más reciente lo acusaba de parcial y corrupto; la ejecución de Palomo y los tormentos a los otros acusados por el incendio lo señalaban como injusto y cruel; pero la acusación favorita de los que presionaban para que fuera residenciado era de sensualidad: el juez, decían, tenía varias hembras a su disposición, en sus alcobas de Cartagena y de Santafé habían sorprendido a veces mujeres desnudas, y hubo quien habló de costumbres más licenciosas todavía, indignas de un respetable juez del Imperio.
Para colmo de intrigas y confusiones, uno de los oidores de la nueva audiencia, Gutierre de Mercado, el menos favorable a Armendáriz porque venía como su juez de residencia, pasando por Mompox se sintió indispuesto y entró a buscar ayuda en la farmacia del puerto, con tan mala suerte que las purgas que le recetó el farmaceuta resultaron letales. Tres días después, entre vómitos y retortijones, el oidor abandonó su alma a los espíritus del Magdalena, y sus deudos no sólo hablaron de un error en la receta sino que en medio de sus conversaciones llegaron a susurrar la palabra «veneno». Ya el hecho había causado conmoción, pero el farmaceuta resultó ser primo de Alonso Téllez, el socio de Armendáriz, y este nuevo episodio voló cargado de sospechas hacia los tribunales lejanos. Los dos oidores restantes viajaron enseguida a Santafé, a liberar a Armendáriz de las fatigas de la gobernación, pero desde Santo Domingo ya se ponía en marcha quien se proponía ser su purgatorio: el magistrado Zorita, infortunado juez de residencia.
Los oidores eran jóvenes inexpertos y harto influenciables, sobre todo por un hombre elocuente como Armendáriz. Traían a la ciudad de Santafé un regalo del emperador: la concesión por armas del águila imperial en campo rojo, y nueve granadas por orla que se debían añadir a su escudo. Desde temprano los símbolos del Imperio habían comenzado a mezclarse y a confundirse con los símbolos de los pueblos indígenas, y si los indios aceptaron siempre como propia el águila bicéfala de la casa de Austria, es porque el águila de dos cabezas era una imagen familiar en sus aldeas y había adornado por siglos los duros pechos de los guerreros y los templos de guayacán y de roble. Pero el símbolo más importante que traían los oidores era el Sello Real, el objeto mágico que le daba validez a los papeles de un reino fragmentado en innumerables despachos, y de un poder atomizado en miles de funcionarios, lo único que convertía una audiencia de Indias en Audiencia Real, y que era el equivalente, en el boato político, de las custodias resplandecientes que presiden el ritual religioso.
Beltrán de Góngora, el más joven de los oidores, era navarro, y por lo tanto sensible a las maquinaciones patrióticas de Armendáriz. Estas Indias, aisladas en regiones, empiezan a mirarse en el espejo roto del localismo español, que hace pesar sobre los corazones mucho más a Navarra o Andalucía, a Castilla o Cataluña, que a la nación todavía mal soldada por la alianza de las grandes coronas, o al vasto y difuso imperio que muchos no entendían, porque no estaba claro siquiera en la mente alemana del emperador.
Ursúa recibió la orden de asumir el mando de la expedición, subordinar a Ortún Velasco, y fundar una ciudad en homenaje a su querida tierra natal, para que, cuando llegaran los oidores con el sello todopoderoso, Beltrán de Góngora se sintiera halagado por esa fundación. El tesoro de Tisquesusa debía seguir postergado, porque la fundación era tarea prioritaria, así no fuera más que para serenar al tío Armendáriz, desvelado por conspiradores, por indios, por la Corona, por su nuevo juez y por el tiempo que empezaba a acabarse.
«No es fácil que los indios, por muchos que sean», le dijo Ursúa para tranquilizarlo, «puedan resistir al avance de los barcos armados que suben desde Santa Marta. Deberías estar tranquilo, porque si ya una vez Jiménez los hizo huir por las orillas y otras veces los barcos viajeros han superado sus asedios, está demostrado que somos más fuertes y que el río nos pertenece». «Además», añadió con una sonrisa malvada, «si los indios fueran tan peligrosos, ya te habrían salvado de los oidores que vienen por el río».
Sin embargo, aquel día vio a Armendáriz tan nervioso y desamparado, que casi sintió compasión de él. A veces se preguntaba qué hacía su tío, un hombre de códigos y estrados, hecho para la elocuencia y la salacidad, para las ceremonias cortesanas y los palacios seguros, viviendo en esta frontera de incertidumbres, y entendió por qué su pariente se empeñaba en demorarle su licencia para ir a buscar el tesoro: sin Ursúa el juez se sentía perdido en el mundo, aunque la Sabana fuera el único sitio seguro que podía encontrarse en todo el reino.
Los muiscas eran tan pacíficos, que los primeros capitanes, tras unos días de conquista, pudieron dejar el reino en manos de sus tropas e irse a España a discutir quién tenía más méritos para ser el gobernador. En poco tiempo los españoles habían logrado como Cortés el dominio de un país inmenso, y si desplegaron ferocidades semejantes a las de Pizarro, fue más por su propia crueldad que por la resistencia de los indios. En cambio, la Sabana parecía siempre intranquila por algo que estaba más allá, como si viera amenazas en los llanos del oriente y en los valles del occidente, en las selvas y en las montañas remotas.
La víspera de su partida hacia el norte, cuando iba a la casa de su tío a revisar documentos sobre los chitareros, Ursúa, por un momento, tuvo una visión: le pareció percibir en las lomas con robles a un hombre antiquísimo, que oteaba solitario desde los riscos el mundo en la distancia, y sintió que aquel hombre había olvidado los duros caminos por los que llegó a su morada. Mirando desde lo alto, sobre las tapias familiares, sobre los sembrados pródigos y las trojes cubiertas, veía guerras e incendios en los horizontes lejanos; tormentas sacudiendo y cabalgatas devastando las tierras quebradas; oía truenos, veía romperse el cielo en centellas y abrirse las grandes flores de fuego de los volcanes; veía volar sobre los reinos diminutos las nubes de ceniza de las grandes catástrofes, y oía lamentos apagados entre los resplandores, hondísimos gritos de angustia, el mensaje de destrucción y de muerte que traían de lejos los vientos y los pájaros. Abrió los ojos, sacudió la cabeza por un momento demorada en los sueños, y comprendió que por primera vez ante los desafíos de la acción algo en él había anhelado hundirse de nuevo en las sábanas tibias y en las axilas de su india olorosas a hierba fragante.
También le preocupaba Ortún Velasco. En el tiempo compartido se había formado una idea clara de su valor y de su inteligencia; era reconfortante como las hierbas curativas y sereno como las mañanas después de la lluvia. La avanzada hacia el norte afrontaba un peligro cierto. En parte para tranquilizar al juez, y en parte para controlar su propia inquietud, Ursúa dio órdenes a la tropa de hacer preparativos para una nueva expedición, y fue con el tío a examinar los documentos, relatos de viajeros y noticias disponibles de la región de las sierras.
Los cabildos sabían mucho del río pero menos de las montañas que se escalonan hacia el este. «Hace quince años», dijo Armendáriz, «salió de Venezuela la expedición de Ambrosio Alfínger, un hombre de Ulm que trabajó primero en La Española negociando para los banqueros Welser, y después se lanzó a la conquista. Cuatrocientos hombres navegaron con él por el mar de Maracaibo, quemando rancherías y enfrentando pueblos guerreros, y entraron en el Nuevo Reino. Por la sierra que los indios llaman de Perijá, bajaron hasta el río Magdalena y llegaron a la confluencia del río que bautizaron con el nombre del capitán Lebrija».
«Ése lo recuerdo», dijo Ursúa. «Cuando pasamos, Suárez me contó que allí se habían ahogado varios hombres de Lugo, cerca del sitio donde se escaparon los negros». «Yo también recuerdo esa región de llanos y de ciénagas, como a cien leguas de Tamalameque hacia el sur», dijo el juez. «En ninguna parte del viaje me sentí tan enfermo. Y por ese río Lebrija, Alfínger hizo entrar a las tropas de Esteban Martín, para ir a explorar tierras más altas».
Leyeron informes de Quesada, hablaron con Suárez de Rendón y con veteranos de esas campañas, y así se enteraron de que una tropa de cuatro nacionalidades: españoles, alemanes, portugueses y negros de Nueva Guinea se enfrento varias leguas río arriba con la tropa unida de otras Cuatro naciones: los guanes, los cusamanes, los chitareros y los yariguíes. Eran centenares contra miles y muy pronto los indios vencían. Esteban Martín envió mensajeros a pedir refuerzos a su jefe, y el propio Alfínger voló con el grueso de las tropas en su auxilio. Los indios, lujosos de oro y estridentes como guacamayas, llevaban por armas macanas de palma negra de hasta seis varas de largo, y se acolchaban el pecho con gruesos lienzos. La tropa del Imperio los obligó a replegarse, y el capitán envió tres regimientos distintos a explorar el río Negro, la sierra que se alza en azul a la derecha, y un río de arenas doradas que los indios anunciaban más arriba. De los informes que trajeron, el más importante lo traía el propio Esteban Martín: era verdad que las arenas del río eran doradas, y de allá obtenían el oro hacía siglos los indios de la región. En pleno diciembre, esa noticia fue aliento suficiente para que las tropas plantaran sus tiendas y se regocijaran, sintiendo que no habían sido en vano las incontables batallas libradas desde Coro, y las tempestades y plagas del camino.
Pero ocurrió que en enero el capitán Alfínger, en vez de dar la orden de explorar y apropiarse de las riberas del río maravilloso, tomó la inexplicable decisión de cambiar de rumbo, hacia las tierras altas del nordeste. Con la mitad de su tropa cruzó, por días largos y tristes, los páramos silenciosos con su vegetación a ras del suelo, donde ni siquiera por eso es posible saber si no hay indios ocultos, ya que en todo el territorio uno puede pasar entre pueblos enteros sin advertirlos, pues son como follajes entre los árboles, como barrancos en los barrancos, como gente de niebla entre la niebla, y sólo cuando quieren pueden ser percibidos, cuando el estruendo de su ataque, imposible de imaginar minutos antes, repercute por las montañas, o ya en la vecindad de sus poblados de sembradores y alfareros, de cantos y de flautas, de danzas entre el humo bajo las lunas grandes.
Y Alfínger cruzó las sierras y los lagos de Chitagá, y las pendientes frías de Cácota, hasta bajar a un valle bordeado de montañas por el que corría un arroyo translúcido que, más abajo, por los cañones, se convertía en un río rugiente. Nadie pudo obtener de la cara barbada y roja del alemán la razón de aquel viaje que los llevó presurosos y hambrientos hasta los samanes de Bochalema y hasta los bosques bellísimos de Chinácota, donde llueven noche y día de sus árboles altos las flores moradas y amarillas. Pero Alfínger no podía responder porque él mismo ignoraba cuál era el designio que lo llevaba a Chinácota: y es que allí lo estaba esperando la muerte. En esos bosques paradisíacos, llenos de guayacanes floridos, la flecha de un indio chitarero le atravesó la garganta, y de nada valieron las plegarias latinas, ni los sanadores de la tropa, ni la amistad distante de los grandes banqueros de Augsburgo, ni el recuerdo final de su hermano, el ostentoso Enrique Alfínger, quien años atrás compró en una tarde todas las especias que trajo de los confines del mundo la arriesgada expedición de Magallanes. Era el año de gracia de 1533, y muy al sur también había otro cuello en tormento, porque el verdugo estaba apretando con el torniquete una cinta de acero en torno a la garganta de caoba de Atahualpa, que había sido bautizado la noche anterior, para que no muriera sin el amparo de Dios.