La Sabana podrá ser enorme y rica, pero es la región más remota del mundo. Pueden haber vivido en sus vegas por miles de años los zipas y los zaques con su pueblo de tejedores y de apanadores de sal, pero no hay río que lleve hasta ella; sus peñascos se yerguen como nubes entre las estrellas, allí sólo llegan con facilidad los búhos y las águilas, y bandadas de patos de cuello verde que se reflejan en las frías lagunas. El ascenso desde las tierras amplias y los bosques ardientes es penoso como un martirio. Armendáriz se sentía desterrado del mundo en esa sabana hermosísima pero fría y misteriosa, rodeada de páramos negros y desolados donde ni siquiera cantan los pájaros, y nada podía causarle más congoja que la posibilidad de quedar aislado del río, de su contacto con los litorales lejanos.
Varias semanas atrás, Ortún Velasco, el hombre de Tunja, había solicitado licencia para ir a explorar las sierras nevadas, y para poblar cerca del río de arenas de oro que Ambrosio Alfínger desdeñó por irse a buscar la muerte más allá de los páramos. La hoja de servicios de Ortún era impecable: había guerreado contra los turcos en Budapest y en Viena; había enfrentado en Alemania, con las tropas del emperador, al ejército del duque de Sajonia; había sido veedor de la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada, por especial consideración de don Pedro Fernández de Lugo, y no pudo llegar a Santafé con los primeros conquistadores porque su bergantín naufragó al empezar la campaña a la entrada del río Magdalena. Estuvo después a órdenes de todos los sucesivos gobernadores: de Hernán Pérez de Quesada y de Gonzalo Suárez, de Jerónimo Lebrón y de Alonso Luis de Lugo, quien lo nombró regidor de Tunja.
Puede decirse que Ortún Velasco fue el único hombre justo al que Lugo no maltrató.
Después de hacer amistad con Ursúa, Ortún fue ganando con paciencia el favor de Armendáriz, quien al fin encontró un buen partido para casar a la bella y siempre asustada Luisa de Montalvo, sobrina de Pedro de Heredia. Todos los gobernadores en las Indias trataban de imitar al difunto emperador Carlos en su curiosa manera de gobernar: lo que no hacía la guerra debían lograrlo los contratos matrimoniales. Seres pertenecientes a sangres que se odiaban terminaron unidos en santo matrimonio, y muchas veces ese vínculo forzado y extremo convirtió en aliadas por décadas a familias que antes se enfrentaron a muerte.
Ya en 1547 Armendáriz había nombrado a Ortún teniente de corregidor en Tunja, y no le fue difícil ver en él al hombre que podría conjurar, en ausencia de su sobrino, cualquier sublevación. Autorizó la campaña enseguida, nombró a Ortún Velasco capitán general de la jornada de las Sierras Nevadas, puso a su mando ciento sesenta soldados de a pie y noventa jinetes que remontaron las sierras acompañados por quinientos indios yanaconas, y emprendieron el reconocimiento de las tierras del norte.
Por esos días Armendáriz andaba empeñado en un nuevo propósito. Recomendó a la Corona crear una Audiencia Real en el Nuevo Reino para sujetar las gobernaciones sometidas a sus juicios de residencia, confiado en que lo nombrarían presidente. Pero sus cálculos fallaron, porque enemigos laboriosos ya trabajaban en la corte para perderlo, y pronto recibió la noticia amarga de que el Consejo de Indias no sólo establecería una Audiencia en Santafé, sino que había nombrado tres oidores para presidida: Gutierre de Mercado, Juan López de Galarza y Beltrán de Góngora.
Ya estaban en camino los tres con plena autonomía para asumir el gobierno del Nuevo Reino, y Armendáriz enfermó de nuevo porque la noticia no podía ser peor. Su tiempo dorado como juez de residencia iba a expirar de repente, y ni el tío ni el sobrino habían logrado fortuna perdurable ni hechos dignos de fama. Para colmo, Gutierre de Mercado sería su juez de residencia.
No había desaparecido el último español del ejército de Ortún Velasco en lo hondo de la Sabana y ya Armendáriz estaba arrepentido del nombramiento, como si hubiera entregado su fortuna a un desconocido. Las tropas iban a fundar poblaciones en las tierras desperdiciadas por Alfínger; era la última oportunidad de Armendáriz para dejar hechos memorables en las crónicas de Indias, y el juez deploraba más cada hora que esa expedición no estuviera en manos de su familia.
Por los relatos que Ursúa me hizo de su tío puedo imaginario perfectamente en esos momentos de desesperación. Lo veo yendo y viniendo por el caserón en las tardes de negra llovizna, hablando a solas, sin que sus asistentes ni la servidumbre de negros y de indios se atrevieran a interrumpir sus desvaríos. Los muchos problemas confundidos en su cabeza se iban convirtiendo en dolores físicos: amargos reproches se acumulaban en su mente y su lengua, se dirigía impaciente al destino y a Dios, mientras dejaba hojas húmedas sobre su frente febril. Tenía que estar ausente Ursúa cuando por el río Magdalena subían los oidores de la Audiencia. No podía uno descuidarse un instante sin que se aprovecharan los intrigantes y los insidiosos. Se preguntaba con remordimiento dónde habrían quedado los huesos de Robledo, sin dejar de tomarse con el dorso de la mano la temperatura en la frente, las mejillas y el cuello, para poder sentir que también era una víctima. Y ahí estaba el dolor en las sienes, el zumbido de una abeja invisible, el cansancio en los pies al final de las largas jornadas. Y la escarcha de invierno arruinando las cosechas de la Sabana; y no tener noticias de Ursúa, que allá abajo enfrentaba a los panches devoradores de hombres, mientras Belalcázar hacía lo que le daba su gana en Popayán, bajo la mano larga de Pedro La Gasca. Qué se podía esperar de los viejos condiscípulos, si cuando se vuelven presidentes ya no tienen amigos sino propósitos. Y qué condena vivir en aldeas insufribles donde todo el mundo vigila si comes y qué comes, si duermes y con quién. Alrededor sólo había extraños cuidando pequeños intereses, y todo un reino en manos de salvajes que se negaban a servir y a obedecer… Así seguiría por horas y horas, yendo de un lado a otro, pañuelo en mano, deplorando la ausencia del sobrino en la hora definitiva de su gobierno, cuando fundar en el país de los chitareros era la gran oportunidad de incorporar al Nuevo Reino las tierras que tanto codiciaron los hombres de los banqueros Welser.
Como traído por sus letanías, antes de un mes entró Ursúa en la Sabana, con las pupilas ciegas por su sueño de oro. Después de cruzar como una flecha a través del corazón de los pijaos de grandes cuerpos desnudos, de desafiar las balsas guerreras de los coreguajes, en medio del rumor de tamboras amenazantes de los panches, sólo de una cosa se había arrepentido y era de no haber llevado en su viaje a Oramín, quien tanto pudo haberle explicado de las cosas macizas que veía y de las cosas secretas que buscaba.
Como el indio había dicho, no podía ser ésa la ruta por donde llevaron los portadores el tesoro del zipa, pues las naciones indias de aquel llano estaban en discordia con los muiscas y, aunque podían haber hecho rituales compartidos para que los portadores del oro de Tisquesusa pudieran pasar sin peligro, nadie envía sus reliquias a países ajenos dejando un rastro de rumores por un mundo ahora infestado de enemigos. Venía convencido de que el tesoro estaba más cerca, pero necesitaba precisar las fronteras del reino de los muiscas y pedir a Oramín, buen conocedor del territorio, no que atreviera rumbos posibles sino que tratara de pensar hacia dónde habría enviado las piezas él mismo, si fuera el cacique.
«Estos indios piensan todos igual», se decía Ursúa, «a veces recuerdan lo que han soñado otros, dicen las mismas frases, dan las mismas explicaciones a los hechos del clima y a los accidentes naturales. No es imposible que lo que decide uno pueda deducido otro».
Entró en Santafé de noche, con sus tropas, y se dirigió enseguida a su casa, a buscar en los brazos de Z’bali el consuelo que necesitaba contra las soledades y los monstruos del río. Por la mañana, el juez se enteró de que Ursúa había vuelto y no esperó a que éste acudiera a rendir su informe sino que empezó a buscar al muchacho, que no estaba en los cuarteles, ni en la plaza, ni visitando las encomiendas, sino encerrado con su india en las habitaciones, y se sentó a esperado en el salón vecino, tosiendo vigorosamente.
«Estamos a punto de quedar atrapados en la Sabana», le dijo al capitán en cuanto éste salió, todavía con el cabello en desorden y la blusa blanca cayendo con descuido de su cintura. «Tienes que ir ahora mismo a auxiliar a Ortún Velasco, que lleva licencia para poblar al norte de Sugamuxi. Tenemos razón para atacar a los indios, los chitareros son belicosos y pueden bajar por millares desde las sierras hasta el río. Pueden interrumpir la navegación, y los pocos soldados que cuidan el embarcadero están expuestos a la emboscada y a la muerte. Podría ser que cuando llegues ya no haya nadie a quien auxiliar, y quién sabe cuántos indios más van a cerrar el camino por Tamalameque y por Tenerife».
Hablaba atropelladamente. Su estrategia era alegar que el peligro de ataques por parte de los indios obligaba a cambiar los acuerdos, y someter a Ortún Velasco al mando de Ursúa. Quería borrar aprisa lo que su mano impaciente había escrito. Vagas noticias de inseguridad por el río, que no faltaban nunca, aumentadas por sus alarmas, serían razón suficiente para que el sobrino tomara el mando de la expedición, y las fundaciones se hicieran bajo el nombre de su familia.
Ursúa venía endurecido por las batallas, tostado por la intemperie, iniciado en nuevas y crueles costumbres, con los ojos todavía deslumbrados por los sitios y los terrores del camino, con el pensamiento despierto por el redoblado trabajo de las vigilias. Remontando la Sabana, habían vuelto a su mente los muchos acontecimientos del viaje: la rugiente cascada suspendida desde el vapor de las hondonadas hasta los altos colmillos de piedra, el desembarco enloquecido de los indios sobre las playas, las canoas pintadas de colores. Todavía lo asombraban las agonías mentales que produjo a la expedición el trabajo de una espada española en las manos de un indio. Y un hecho extravagante que los indios podían agravar explicándolo: en un amanecer de la llanura, uno de sus capitanes, Carlos de Arelo, de ojos vivaces y negro bigote que parecía colgado del tabique como un cardo, cuyo cuerpo recio parecía delgado sólo porque era el más alto de todos, sintió una protuberancia debajo del colchado que había tendido para dormir, y al levantarlo vio salir presurosa de allí una serpiente de escamas verdes con un dibujo naranja sobre el lomo. Antes de que Arelo pudiera hacer nada la serpiente se deslizó hacia el agua de un estanque cercano, y nadó haciendo eses bajo la bóveda de los árboles: entonces el hombre comprendió que la serpiente había dormido toda la noche junto a su cuerpo sin picarlo. Después los indios le explicaron que muchas veces las serpientes buscan los cuerpos de los durmientes sólo por su tibieza en la noche, y contra la opinión de los viajeros, que querían matarlas a toda costa, insistieron en que son menos peligrosas de lo que uno se imagina, y sólo atacan cuando se ven amenazadas. Ursúa felicitó a Arelo por tener un dormir sereno, y por no haber soñado aquella noche con batallas ni con arduas navegaciones.
Traía en sus palabras la anchura del valle, las montañas azules, el susurro de los cascabeles y el silbo de las flechas en el viento. Dispuesto a todos los combates, ahora sólo quería que se justificaran. Los primeros actos sangrientos pesaban sobre su conciencia, no como culpas, pero sí como certezas que lo hacían distinto. El hombre que volvía a la Sabana traía sangre verdadera en sus manos y crueldad verdadera en su corazón. No sabía pero no ignoraba que había profanado la materia viviente, y ante más de una pregunta de su tío se quedó inmóvil, mirando silencioso a lo lejos.
Acaso sólo la embriaguez del poder y la riqueza pueden aliviar a un hombre del sentimiento de ser un asesino cuando aún no ha cumplido veinte años. Percibí en su relato que cuando se vio bañado en sangre de hombres a los que su espada había matado, apenas se reconoció en ese jinete enrojecido. Algo del niño deslumbrado quedaba en él, porque llegó a buscar al confesor, pero éste lo tranquilizó por completo sobre el mal que había obrado. Ésta era una guerra para traer a los bárbaros la verdad, la ley y la civilización: no podía ser un crimen la legítima defensa contra sus flechas envenenadas. Cuánto valor se requería para avanzar por tierras sin nombre, pobladas por criaturas feroces, arriesgando ser alimento de unas bestias carniceras que de humanos tenían sólo el aspecto, pero ninguno de los atributos que caracterizan al hombre superior, como España lo conoce hace milenios.
El clérigo citó varias veces la Sagrada Escritura, habló de los Reyes Católicos y de la Santa Iglesia, y enumeró evidentes pruebas de la superioridad del mundo europeo: el trazado de sus palacios y sus templos, el refinamiento de la vida, las ceremonias del dormir y el comer, la alquimia de los alimentos, las sabidurías del vino y de las especias, las vajillas y los trajes, las artes exquisitas, las maderas y las cuerdas musicales, los relatos caballerescos y la poesía bien rimada, los amenos romances de frontera, las octavillas sonrientes y las canciones conmovidas, la exquisitez de una cultura que tiene no sólo las filigranas de la lengua escrita sino los consuelos de la oración, la atención de los santos, la intermediación de los ángeles, el solemne refugio de la confesión al que ahora mismo él estaba acudiendo, y además los altares y los campanarios, soldados con vistosas espadas y capitanes con corazas heráldicas, funcionarios peritos en leyes y gobernadores investidos de autoridad, virreyes ceñidos por sus cortes, nobles en sus castillos, una corte imperial arraigada en los siglos y un emperador ungido por Dios, y santos frailes y clérigos y deanes y obispos, cardenales mitrados y el santo Papa en las colinas de Roma, con su anillo irradiando sobre todos los reinos, y más allá de todo Cristo indefenso suspendido en la cruz, bañando al mundo con su sangre bendita.
Si no era un crimen imperdonable combatir a los franceses, como lo había hecho su familia desde siempre a pesar de llevar sangre de Aquitania; si no era un crimen sino toda una virtud combatir a seres exquisitos como los moros de Granada, que volvieron llorando a las arenas de África después de llenar a España de mezquitas y palacios, de azulejos e historias, de cantos y de surtidores, ¿cómo podría ser una falta grave combatir a estas criaturas inferiores para traerles por fin todo aquello de lo que carecían, palacios y fuentes, alimentos refinados y trajes para cubrir sus cuerpos pecadores, elegancia en las costumbres y elocuencia en la expresión?
Ursúa no salió muy convencido de los argumentos, porque sabía bien que no era precisamente a traerles a los indios palacios y surtidores que vinieron los hombres de conquista como él, y que era una curiosa manera de refinar sus costumbres quemarles sus sembrados, esclavizar a sus hijos y destrozarlos a cañonazos, pero le hacía bien a su conciencia la absolución del clérigo, aunque en el fondo del alma un guerrero de su linaje no necesitaba argumentos para ir a enrojecer la hoja de la espada. Un destino palpitaba en sus nervios; había conocido el dialecto de la guerra desde cuando entraron en su oído las primeras leyendas en los patios familiares; su mente reclamaba sangre al contemplar las espadas brillantes, las rectas lanzas negras, las alabardas de hachuela filosa, las dagas aguzadas y las ballestas surtidoras de ráfagas, al mirar con intriga la inmensa y curva cimitarra que arrebató su trasabuelo francés a un capitán de Saladino en las sequedades de Jerusalén, y que ocupaba desde siempre un salón de la casa de Ursúa, garabato de hierro de la luna vencida y recuerdo perenne de los deberes de su estirpe.