Aquélla sería tal vez su última noche de tranquilidad. La última en que podrían dormir casi confiados, antes de arriesgarse por las pendientes pedregosas, los bosques de robles viejísimos y los cañones tortuosos. Soñó con una laguna interminable, y vio en sueños cómo un rayo caía sobre los peñascos occidentales y rompía los montes, precipitando en avalancha las aguas de la laguna hacia las tierras bajas. Lo que más lo impresionó de ese sueño es que en medio de la borrasca fuera completamente silencioso: agravaba la impresión de catástrofe el ver un mar vertiéndose por una grieta de la cordillera y bajando como una tromba de espuma en medio de un silencio de muerte.
Aunque despertó sobresaltado, y aunque el sueño era digno de memoria, me dijo que sin duda lo habría olvidado, como había olvidado hasta entonces casi todos sus sueños, si no fuera porque al comenzar el descenso al día siguiente oyeron cada vez con mayor nitidez un estruendo en la distancia, y de pronto llegaron a un paraje de altos peñascos por donde el río se precipita en un salto inmenso y blanquísimo al abismo. En el viaje anterior habían esquivado este paraje, porque iban aprisa y con un encargo preciso. Ahora llegaban al más hermoso de los templos indígenas, que no fue construido por los hombres sino por los dioses de la borrasca y del trueno. Era el Tequendama. Todos los indios le habían hablado de él, pero nada lo preparó para la solemnidad del paisaje, para las altas paredes de piedra cubiertas de limo, para el caudal despeñándose entre su propia niebla, para los arco iris sucesivos en el punto donde el agua revienta contra las piedras y se precipita por el suelo escalonado hacia las profundidades. Al ver aparecer el prodigio, Ursúa recordó su sueño de la noche anterior, y se estremeció de haber presentido aquella tremenda cascada. Meses después, en la Sabana, Oramín le explicó que aquello había sido un gran presagio, porque significaba que él había oído en la noche la voz del río, y que el río le había contado su historia. Y Ursúa rió, con esa risa suya franca y desdeñosa, como reía siempre al escuchar relatos de indios, salvo si hablaban de tesoros, porque a ésos sí les prestaba la mayor atención y se mostraba ante ellos no sólo confiado sino crédulo. Todo lo demás le parecía siempre invención y superchería.
Pero desde entonces no sólo recordó algunas veces sus sueños, sino que se fue acostumbrando, casi sin darse cuenta, a buscarles relación con lo que vivía. El poderoso torrente que para los indios había sido sagrado por siglos, que le fue anunciado por un sueño antes de aparecer realmente en su vida, lo siguió en el descenso por las tierras templadas, por bosques de árboles tan gruesos y elevados que junto a ellos su expedición parecía una pequeña mancha de hormigas, y por regiones cada vez más ardientes, desde los montes de algarrobos florecidos de amarillo y pendientes de flores moradas tan intensas que hieren la pupila, hasta la insoportable llanura donde las tropas procuraban avanzar entre el amanecer y el mediodía, descansando en círculo vigilante las horas del sol bravo, y retomando el camino al atardecer, a la hora en que vuelven las garzas a hacer blancos los árboles.
He tardado en llegar al momento en que Ursúa mató por primera vez. Parece increíble que hubiera podido viajar a las Indias y pasar una temporada en las sierras del Inca y navegar por tres océanos sin arriesgar ante otros hombres la vida. Me contó que todavía en el momento en que recibió la gobernación, y en el momento en que viajó a asistir a La Gasca, se había limitado a la esgrima y la destreza, a las danzas de guerra de los cachorros, a tener sueños de sangre, pero no había hundido su lanza en la carne ni había avanzado su puñal contra seres humanos, y cuando supo que alguien lo acusaba de haber dado muerte a los dieciséis años a un hombre en Navarra lo negó con ojos de furia.
Por eso el combate que libraron al sur de Tocaima, cuando los barqueros panches llenaron el río y una legión de hombres desnudos, pintados los cuerpos y cubiertas de diademas de plumas las frentes desembarcaron en la orilla y cargaron contra ellos con dardos y lanzas, marcó extrañamente a Ursúa. Aún no se borraba en su memoria el relámpago del Tequendama y el estruendo del agua, cuando se vio rodeado por los gritos de los indios. Como jefe, pensó que lo más conveniente era llamarlos a parlamentar y ensayar a someterlos con regalos y palabras seductoras, pero Núñez Pedrozo lo disuadió: «Hay que responder con el filo de la espada, porque son muchos, y si toman ventaja desde el comienzo estamos perdidos». Ursúa les propuso a sus hombres replegarse, y cuando los indios avanzaran, convencidos de haberlos hecho huir, cargar súbitamente contra ellos para beneficiarse de la sorpresa. Así lo hicieron, y pronto Ursúa cabalgó con la lanza al frente, cayendo sobre las hileras de indios.
Y sintió como su punta de acero de Toledo entraba en la carne de un indio alto y rojo que venía gritando una especie de ensalmo o de canto. El grito mortal del hombre, la efusión de su sangre, mezcladas con el bullicio de los indios, el ruido de los cascos de los caballos sobre las piedras, el bullicio del río, y los primeros arcabuzazos de sus hombres, todo se confundió en una sola cosa para él. Después del primer sentimiento de fragilidad por el hecho brutal de sentir que la lanza estaba perforando una piel humana, recordó que la suya estaba recubierta de hierro, y el olor de la sangre ascendió hasta su rostro como una embriaguez. El sentimiento de que podían clavarle una flecha envenenada produjo en él la curiosa sensación de que era su deber matar a todos los indios, porque sólo eso impediría que la muerte se clavara en su flanco. Además, los gritos de los indios despertaron en él una suerte de ira, como si esas palabras desconocidas, incomprensibles, fueran algo más que ofensas, algo más que insultos. Tiempo después se enteró de que eran conjuros, de que los indios no hacían un bullicio sin sentido sino que pronunciaban poderosas oraciones, y alguna vez hasta llegó a creer que esos conjuros eran eficaces contra él, porque siempre lo crispaban y lo enardecían.
De pronto fue como si perdiera la noción del lugar y del tiempo: espoleó su caballo y avanzó con la espada en la mano sembrando el caos entre las filas de los indios. Uno de ellos, muy fuerte y ágil, saltó como un mono a sus espaldas y asombrosamente logró quedar en pie sobre el anca del caballo, Ursúa se volvió de pronto con la espada en la mano y dio un tajo terrible en el vientre del indio, quien rodó por tierra entre estertores, todavía gritando algo que era más de embriaguez que de dolor, y dio vueltas en el polvo bajo las patas de los caballos. Entonces Ursúa se sintió invencible, y fue su trasabuelo de Aux matando moros en Jerusalén, sintió que llenaba sus pulmones el olor de la sangre caliente y fue grato en sus oídos el aullido de dolor de las víctimas, y cuando volvió a mirarse, mucho rato después, estaba bañado en sangre ajena, y sentía a su caballo avanzando difícilmente entre cuerpos rotos y fango rojo.
Derrotados los indios, retrocedieron a sus canoas dejando muchos muertos en aquel campo. Un soldado de Ursúa oyó que se alejaban todavía gritando y cantando. Varios soldados estaban heridos, aunque ninguno con veneno, pero tres españoles habían muerto por obra de las lanzas indígenas. En realidad dos, porque uno de ellos apareció degollado por una espada. El hecho produjo revuelo en el campo y significó un enigma para todos: era la evidencia casi imposible de una traición. Nadie había advertido enemistad alguna en la tropa. Beleño, el joven muerto, era un andaluz alegre y amistoso. Ursúa averiguó más y descubrió que el cadáver había sido hallado más lejos que los otros, que nadie lo había visto caer, cerca de unos árboles que se inclinan sobre el río, en un sitio que no había sido el centro de la batalla. Al parecer alguien había aprovechado el estruendo y las confusiones de la refriega, para degollar a un compañero a traición, lejos de la vista de los demás. El tajo casi había seccionado la cabeza. No parecía probable que un soldado hubiera dado muerte a un compañero por error en medio del desorden, y menos teniendo en cuenta lo difícil que es herir a alguien que lleva casco y peto, de modo que aquella muerte tenía que ser intencional.
Tener que enfrentar a un traidor en su primera campaña es algo que repugnaba de tal manera a Ursúa que estuvo varias horas silencioso, mientras los soldados cuidaban a los heridos y proveían el sustento para todos. Desafortunadamente la traición era la única explicación posible para el hecho, aunque él intentó muchas otras, y le dio vuelta a la historia haciendo y deshaciendo lo posible para que el amable Beleño, buen amigo suyo, hubiese muerto de otro modo.
A la mañana siguiente la expedición retomó su camino, más abrumada por la sombra de la traición que por el dolor de las muertes, e incapaz de celebrar con júbilo el triunfo en la batalla. Así son estas guerras: veinte muertos enemigos no compensan una muerte propia, pero la herida de la traición es la más honda, no sólo por el abatimiento que causa sino por la amenaza que proyecta.
Uno tras otro, todos los soldados juraron su inocencia y deploraron con convicción la muerte de Beleño. Pero todos los varones de Indias derivan su seguridad de pensar al enemigo frente a ellos, no a su lado ni a sus espaldas, y basta la sospecha de una deslealtad para que algo más sangriento que un tigre y más insomne que un grillo se apodere de las horas, habite en los ruidos de la selva, resuene en los crujidos de la leña seca y agrande cada sombra.
Pero los indios sólo se habían alejado para reagruparse mejor. En realidad había un anillo de enemigos dorados envolviendo a los españoles, un anillo del que ellos eran el centro, y que se desplazaba invisible a su alrededor, esperando el momento de cargar de nuevo. Dos días después arreciaron en un recodo del río, con nuevas canoas y guerreros. Volaron los dardos y uno de ellos alcanzó a rayar a Ursúa en el cuello. El muchacho no se inmutó a pesar de que algunos temieron que hubiera veneno en la punta: ya en la batalla anterior habían comprobado que los heridos no recibieron ponzoña, y Ursúa estaba demasiado ebrio de riesgo y de sangre para atender a pequeñeces. La batalla fue más brutal y más larga que la anterior; uno de los caballos fue atravesado de tal manera por una flecha certera que tuvieron que sacrificarlo después del combate, pero gracias a esa batalla la sombra de la duda se disipó sobre las tropas españolas. Porque de una de las canoas floridas que traían a los indios, en medio del estruendo de las músicas y de los gritos, uno de los caciques con el cuerpo pintado y muchos adornos de oro no venía armado de lanza ni de flechas sino que manejaba con destreza una espada española. Era sin duda un arma arrebatada a algún soldado muerto en las incursiones de Hernán Pérez de Quesada, el único de los capitanes que había llegado tan lejos hacia el sur en su desesperada búsqueda de la ciudad de oro.
El indio de la espada era más peligroso que los otros, y casi más peligroso que los españoles, porque su desnudez le permitía moverse con una ligereza extraordinaria, y Ursúa comprendió que si aquel hombre hubiera tenido también un caballo, habría sido muy difícil vencerlo. Causó heridas a varios españoles aunque, ignorante de la esgrima, usaba la espada más como macana y como lanza, pero mantuvo a raya a los perros batiendo su arma filosa (a uno de ellos le partió el espinazo de un golpe de filo) y habría hecho más estragos entre los soldados sorprendidos si no fuera porque Nansa de Abrego le disparó desde atrás con su arcabuz y le rompió la espalda. El indio cayó al suelo, arrojando un chorro de sangre por la boca, y mantuvo tan aferrada la espada que hubo que apartar después dedo por dedo para quitársela. El resultado de la batalla fue otra carnicería, pero Ursúa todavía sabía valorar el heroísmo. Tomó la espada para sí: era un sable toledano con un hermoso dibujo en la empuñadura, y le pareció que era su deber reconocer el valor del indio muerto. De modo que después de arrebatarle todos los objetos de oro sacó de su propio dedo un anillo de plata que había comprado en el mercado de Nombre de Dios meses atrás, y volteando la cara del indio le abrió la boca y puso el anillo en la lengua, detrás de los dientes perfectos y manchados de sangre.
Nunca supe de alguien que hubiera hecho algo así: pagar a un enemigo muerto por el arma que había conquistado, dejando un anillo en su boca, y admiré mucho a Ursúa cuando me lo contó, aunque ya no se sentía orgulloso de haberlo hecho y lo recordaba como una de las tonterías de su juventud. Pero en realidad lo que estaba pagando era el alivio de no tener un traidor en sus filas, el haber recobrado la confianza plena en sus hombres cuando ya parecía perdida. Si algo no se le habría ocurrido jamás era sospechar una espada toledana en las manos de un indio, y tiempo después lo sorprendió menos encontrar en sus campamentos yelmos y alabardas que los nativos golpeaban en las noches como si fueran seres vivos.
Así recuperó Ursúa su confianza y cabalgó hacia el sur castigando a los panches, obligando a muchos jefes a tributarle su oro, y mirando de reojo las llanuras y las montañas lejanas sabiendo que no tenían relación con los lugares que le había descrito Oramín, pero buscando en ellos algún indicio de riqueza. Estos pueblos del sur eran menos ricos y más feroces: a la entrada de una aldea había cráneos pelados por los pájaros, y bajo el sol inmenso y abrasador más peligrosos que los indios eran los llanos con sus grandes serpientes, sus nubes de insectos y el vuelo nítido bajo el cielo cárdeno de esos buitres hechos de tiniebla que tienen en el extremo de sus alas una pluma blanca.
Fueron muchos días de asaltos y matanzas, porque los indios de la llanura no estaban dispuestos jamás a llegar a entendimientos con los españoles, y la cabalgata siguió hacia el sur alentada sólo por el deseo de Ursúa de ver las fuentes del río, soñando tal vez que allí estuviera la clave del tesoro que buscaba Pérez de Quesada. En el ascenso el río fue estrechándose; más allá del Valle de las Tristezas los campos se cerraron en bosques y la noche cálida de la llanura fue reemplazada por la tempestad y la niebla. Finalmente un pueblo de indios que nunca había visto a un español los recibió en paz y les brindó alimentos, aunque los hombres de Ursúa vieron una hilera muy larga de guerreros erguidos sobre el filo de la sierra, como esperando el momento de atacar, y prefirieron acampar en las afueras de la aldea de casas redondas con techos de paja. En esa aldea vieron unas estriberas y un yelmo de acero que los nativos habían encontrado a la orilla de un río y habían recogido con asombro. Sin palabras para designarlos ni oficio qué atribuirles, golpeaban el yelmo con un madero y sentían la resonancia musical del hierro templado. Uno de los acompañantes de Ursúa adivinó que se trataba de objetos dejados a su paso por Sebastián de Belalcázar cuando iba hacia el río, antes de remontar la Sabana.
Avanzaron varios días más, con las provisiones que les brindaron los nativos. En una noche de incesantes relámpagos, Ursúa comprendió que necesitaba encontrar pronto regiones pobladas y cultivadas que pudiesen ser sometidas o donde fuera provechosa una alianza. Pero más allá de unos bosques fríos que bordeaban riscos empezó a sentirse más lejos que nunca de sí mismo, aunque dispuesto a todos los combates, y cuando al amanecer cesaron las lluvias y los truenos durmió un buen rato sin sueños y no lo despertó el sol apacible sino los gritos de sus soldados por la floresta.
Creían estar en un bosque pero los árboles y las lianas se trenzaban sobre confusas bestias de piedra. Con las espadas cortaron ramajes, con las lanzas rasparon la superficie verde de limas y musgos, y vieron aparecer un monstruo de pesadilla, con grandes colmillos de tigre, con pico de buitre, con una cola de mono como serpiente arqueada sobre sus espaldas. Más adelante había nuevos montículos, otras figuras de piedra sepultadas a medias y ahogadas por la vegetación, pero aquel tropel de seres de piedra produjo en Ursúa un efecto indescriptible. Era capaz de luchar contra mil indios con dardos y lanzas, en medio de los gritos y del estruendo de sus tambores, pero no sabía qué hacer ante unas criaturas inexplicables que no daban la impresión de ser hechas por nadie sino de haber nacido de la tierra y de la oscuridad.
Por lo que me contó puedo afirmar que Ursúa, el hombre más valiente que he conocido, sintió miedo. No lo confesaba así, pero me declaró su malestar, su repugnancia; lo único que halló para oponer a esas apariciones fueron las sentencias latinas del credo, y las dijo, erizados los brazos, con un comienzo de escalofrío en la espalda. Él podía entender a un dios como Cristo, así estuviera clavado en un leño, tumefacto y sangrante, pero no soportaba la idea de un mundo donde los dioses fueran monstruos y bestias. Tal vez habría podido imaginar que muchos hombres, mucho tiempo atrás, habían labrado esas piedras por años y años, pero él, y creo que todos los otros, sentían nítidamente que detrás de esas imágenes, más allá, en la selva vecina, bien podían estar los seres que la piedra imitaba, que en esas fronteras podía comenzar un país de súcubos más feroces que su tosca representación en la roca.
No es lo mismo combatir contra indios desnudos, contra sus rezos, que lo perturbaban, contra sus flechas enherboladas y los dardos de sus cerbatanas, verter su sangre y hasta poner anillos en sus bocas, que enfrentar el reino escabroso de los monstruos. Sus entrañas se crisparon de temor y de repulsión, y Ursúa no quiso avanzar. Dio a sus soldados la orden de prepararse para el regreso, y cabalgó de nuevo hacia las raíces de la Sabana, por la llanura incandescente, junto al río de caimanes, lejos de las montañas azules, apartándose de esas tierras desordenadas donde las piedras tienen forma de pesadillas y donde uno casi ve sangre y colmillos en la cara fugaz del relámpago.