Con cuánta impaciencia había esperado Ursúa la llegada del juez. Y el día en que apareció el cortejo por las sabanas del norte, viniendo de Tunja, de Vélez y de la niebla con garzas de las mañanas del gran río, apenas tuvieron tiempo para el abrazo y para mencionar los rigores del viaje y los cuidados básicos del gobierno, antes de separarse de nuevo, porque al muchacho se lo llevaba la guerra. Al regreso de Ursúa pudieron hablar a sus anchas, y el primer tema fue la campaña inverosímil del enviado imperial contra Gonzalo Pizarro.
Cartas de varios capitanes que participaron en la pacificación del Perú hablaban de una intervención milagrosa. El hombre de las largas piernas desembarcó con un ejército de tres mil hombres, la más grande milicia europea que se había visto en las Indias, tejida de la nada, y avanzó por las montañas contra el ejército de Gonzalo Pizarro, que tenía novecientos hombres y seis cañones. Fueron muchos los combates, pero era tan hábil La Gasca predicando su perdón y sus promesas, pintando en el aire la imagen paternal del emperador que acogía en su seno a las ovejas descarriadas y a los hijos pródigos, que las deserciones se multiplicaron sin tregua, y al final desertaron hasta los cañones.
Abandonado por tropas que juraron ir con él hasta el fin del mundo, Pizarro comprendió muy tarde que sólo su fiel demonio Carvajal y otros dos capitanes habían creído en su reino y en su corona, y rindió sus armas con ellos en Xaquixaguana, ante un ejército en el que abominablemente militaban ahora todos los que lo traicionaron. Pudo haber sido perdonado, porque el inquisidor sólo pedía sumisión absoluta, pero ante los reclamos de La Gasca, y rumiando todavía las hierbas venenosas de la traición, respondió con inesperada altivez, alegó que el emperador le había concedido un título a su hermano pero no reino alguno, negó que la Corona hubiera engrandecido a su familia y más bien proclamó desde su amargura que eran ellos los que habían engrandecido a la Corona. Dijo que una cosa era ser pobre y otra no tener buena cuna; se le llenó el pecho recordando que por pobres habían salido a recorrer el mundo, que para su honra habían ganado un imperio, y añadió, aunque no podía ignorar que se estaba jugando la vida con ese discurso, que sus hermanos y él habían puesto aquel imperio a los pies de Carlos V aunque habían podido quedárselo.
Entonces el obispo La Gasca se agitó como picado por una avispa, sin poder creer que un miserable derrotado tuviera todavía esos arrestos, recorrió en la mente los caminos de Pizarro, desde el momento en que violó a la hermosa Curi Ocllo, hermana de Manco Yupanqui, pasando por las guerras contra Diego de Almagro, hasta el asesinato del virrey en Añaquito, y gritó enfurecido: «¡Quítenmelo! ¡Quítenmelo de aquí, que tan tirano está hoy como ayer!».
Pizarro y Carvajal, los dos amigos, habían estado juntos en muchas campañas. También a la muerte fueron juntos, y juntas quedaron en Lima sus cabezas, sobre un bloque de mármol, y ante ellas pasaban los indios diciéndose secretos en su lengua, y ante ellas pasaban las llamas de andar liviano, hasta que se fueron volviendo sólo unas cosas oscuras bajo el sol del litoral, y se perdieron entre las otras piedras.
Armendáriz le dijo a Ursúa que La Gasca habría querido retirarse enseguida a su monasterio, pero muchos asuntos lo retenían todavía en el virreinato. «Está repartiendo los indios como antes de las Nuevas Leyes, pero ahora entre los que combatieron a Pizarro y sobre todo entre los que traicionaron a Pizarro, y tendrá que organizar la administración de los cerros de plata que acaban de descubrir en la cordillera».
Hablaron por fin a su antojo de las vastas tierras sujetas a la prudencia del tío y a la temeridad del sobrino, de reinos perdidos en las ciénagas, de indios belicosos que susurraban leyendas y secretos entre los maizales de la Sabana, del tesoro escondido de Tisquesusa, de los cóndores y los tigres de la travesía. Allí recibió Ursúa otra carta de Leonor Díaz a su hijo querido, que Armendáriz no había alcanzado a entregarle en su breve encuentro anterior. Traía recuerdos de la gente de Navarra y el saludo imperioso de Tristán el viejo, abundante en recomendaciones, en preguntas sobre el oro y las perlas, y en consejos prácticos de la milicia española que sirven de bien poco en las Indias.
Todo invitaba a la alegría. El juez, que al llegar se veía cansado, enrojecido por los soles del río, ardido por la picazón de los insectos, todavía tembloroso por los mareos de la navegación entre paredes de selvas y animales desconocidos, se había recuperado bastante con el clima europeo de la Sabana. Tuvo ánimos para hablar del juicio de Pedro de Heredia, que había sido extenuante. Mencionó los saqueos a ocultas, las denuncias sin rostro, el contraste entre las astucias de los caudillos y la ira sorda de los soldados, y no sólo le habló a Ursúa del sudor y la sangre de las expediciones sino de algo más misterioso, la maldición de las tumbas, porque los indios, que nunca se atreven a ofender las moradas de sus muertos, estaban seguros de que los profanadores morirían de muertes terribles. En el último instante, para alivio de Ursúa, añadió que la desgracia había caído más bien sobre los soldados famélicos que no participaron del saqueo, engañados por los jefes y consumidos por largas travesías, mientras un barco rapaz se arrastraba por los caños bajo el susurro envenenado de las flechas y se encargaba del oro de los bellos sepulcros.
De todo habló Armendáriz con la elocuencia de que se había privado en el viaje: de vastos ejércitos indios escondidos como grillos entre los herbales altísimos, de las intrigas de Santa Marta, de la llegada suntuosa de La Gasca, del orgullo que había sentido al descubrir que su antiguo condiscípulo era ahora el martillo del emperador, y finalmente del reino azorado que había visto y padecido en su travesía. El diálogo llenó noches enteras, y el juez remató su relato contándole al sobrino que había embarcado a Heredia rumbo a España, para que allí resolvieran el forcejeo de las apelaciones. Para mostrarse magnánimo y conjurar los odios del conquistador, en caso de que fuera absuelto o tratado con mano suave por la corte, había casado a las sobrinas de Heredia con los jóvenes parientes de Jorge Robledo, de cuyo mal final Ursúa ya estaría bien enterado.
Ursúa le relató al juez los sucesos de aquellos dos años en la Sabana, su gobierno entre encomenderos recelosos, y le dijo cómo reconocer a los distintos bandos y beneficiarse de sus disputas. Narró con precisa intención historias de los muiscas: el rito del hombre de oro de la laguna, las guerras ceremoniales entre zipas y zaques, el recuerdo del Templo del Sol donde un disco de oro había contado cosas proféticas, ese templo que incendiaron los conquistadores y que ardió durante un año entero, y los relatos acerca del tesoro que el rey de la Sabana había escondido en un lugar incierto. Mintió, para excusarse, que su saqueo de las tumbas sólo buscaba reconocer qué tipo de piezas de oro podía haber ocultado Tisquesusa, y le recordó a su tío las muchas piezas que le había remitido con Juan Ortiz de Zárate cuando llevó cautivo a Montalvo de Lugo. Conservaba en la memoria un pectoral plano coronado por una hilera de pájaros con diademas, unos colgantes llenos de pequeñas espirales de oro, collares de figuras humanas con aureola, balsas con reyes, sacerdotes y ofrendas, y miles de ranas y de pájaros. Pero el juez sólo recordó que después de fundidas aquellas sabandijas habían sumado veinticinco mil pesos de oro.
«Las piezas que Tisquesusa escondió», dijo Ursúa, entusiasmado, «son mucho más grandes, porque no estaban destinadas a las tumbas sino a los templos, como las que debe haber fundido Heredia en el Sinú». Tratando de entusiasmar a su tío con la aventura del tesoro, hasta las historias que lo hacían bostezar cuando se las contaban Oramín y los otros indios, brotaron de sus labios a torrentes, llenas de énfasis, lo que no dejaba de asombrado a él mismo. «No sé por qué», me dijo un día, «cosas que yo no era capaz de creer, me parecía importante que las creyera mi tío».
El juez advirtió que en nada insistía tanto Ursúa como en su propósito de irse a buscar el tesoro de Tisquesusa, pero le parecía tan precisa la descripción y tan incierto el rumbo, que mostró poco entusiasmo ante esa expedición. «Tengo que ser sincero contigo», dijo, «mi permanencia en el cargo de gobernador en Santafé depende mucho de mis juicios pero también de tu talento militar». «Yo sentí desde el comienzo», dijo Ursúa, «que estas provincias no están hechas para ser gobernadas con la ley en los labios sino con la espada en la mano». «Es bien extraño», suspiró su tío, «porque es evidente la dulcedumbre con que los indígenas aceptan nuestro gobierno, o el silencio con que se someten a lo que no pueden evitar». «Al menos los muiscas de la Sabana», razonó Ursúa, «porque hay aún muchos pueblos rebeldes a nuestro mando, y muchos otros que ni siquiera conocemos. Pero tampoco puedes ignorar el peligro que se esconde en la inconformidad de los conquistadores. Todos vinieron buscando riquezas, tierras extensas y fértiles, repartos numerosas de indios. Cada uno cree tener mejor título que los otros para acceder a propiedades y cultivos; todos proyectan ganaderías, olivos y viñedos, socavar minas, hacer fortuna en poco tiempo; y todos van a mirar con odio a los enviados del emperador que insistan en la vigencia de las Nuevas Leyes. ¿Sabes qué oí decir en el Cabildo? Que son leyes tejidas por panzudos burócratas, bien acomodados en sus sillas, y hechas precisamente contra los hombres que se quiebran el espinazo en las Indias. Que son leyes de la perfidia contra la abnegación, de la holgura contra la amargura, meras ficciones de bondad cuando la vida exige a gritos aprovechar cada ocasión y prosperar a tiempo».
Fingiendo repetir lo que afirmaban otros, estaba hablando por sí mismo. Ya empezaba a sentir en su propia conciencia la contradicción entre ser encargado de la justicia y ser un aspirante a las riquezas y los repartos de indios. Pero qué indispensable le resultaba al tío un joven como aquél, para que el poder en el Nuevo Reino no se viera amenazado por rebeliones similares a la del Perú. De modo que Armendáriz le fue diciendo que sí a todo, pero procuró encontrar, una tras otra, tareas ineludibles e impostergables que obligaran al sobrino a demorar la expedición que soñaba.
Necesitaban tanto hablar para curarse de sus soledades navarras, que más de una vez pasaron de largo la noche entera conversando en la casa de gobierno, el caserón de dos plantas, donde Ursúa había hecho construir una chimenea grande que diera calor suficiente y luz amable a las noches más negras y heladas del mundo.
Después de instalarse en la casona que Ursúa había dispuesto para él, lo primero que le pareció esencial al juez fue clarificar el episodio de la casa incendiada. Antes que juzgar a Alonso Luis de Lugo, cuyas fechorías convertidas en declaraciones, memoriales, denuncias y reclamos cubrían la gran mesa del cabildo, pero que ya pisaba tierra española y al parecer no había sido mal recibido por los altos poderes, escarbaba peligros más cercanos, amenazas emboscadas en las propias calles de Santafé y en las casas de sus gobernados.
Se impuso descubrir al culpable del incendio de la casa de Ursúa en los primeros días de su llegada. El muchacho había encarcelado al comienzo a Montalvo y al capitán Lanchero, pero ni pensó en seguirles un juicio, porque carecía de instinto judicial: como aventurero que era, veía normales los tropeles y los desacuerdos. Los hombres recuperaron la libertad, aunque los soldados los hostilizaban sin tregua, y después Ursúa remitió a Montalvo de Lugo a Cartagena, para que Armendáriz se encargara de él. Ahora el juez decidió mostrar la mayor severidad ante aquel hecho, fijar un precedente, para que nadie ignorara quién tenía el poder y cómo estaba dispuesto a ejercerlo.
Tras afanosas indagaciones, ordenó capturar a Juan Sánchez Palomo, a Lanchero, a Martín de Vergara y a Juan de Coca, a quienes un rumor acusaba de haber provocado el incendio. Todos negaron los cargos con alarma y con énfasis, pero el febril e intranquilo Armendáriz, que no quería ganar fama de blando en tierras tan duras, ordenó que les dieran tormento. Ya se sabe que basta un gesto permisivo de los gobernantes para que los esbirros se desboquen. Los verdugos se ensañaron con Palomo, y en sólo un día obtuvieron una confesión múltiple y confusa, en la que se declaraba culpable de todo y acusaba a Lanchero y a Francisco Manrique de Velandia de haber sido sus cómplices. Sin exigir más pruebas, Armendáriz condenó a Palomo a morir en la horca, y en pocos días alzaron el cadalso en la plaza mayor.
Hubo gran conmoción en la aldea, muchos vecinos se entusiasmaron ante la posibilidad de presenciar una ejecución, y los indios de las encomiendas vieron con asombro que sus amos españoles empezaban a matarse entre sí. Pero la ceremonia del patíbulo habría sido algo corriente si no fuera porque, ya con la soga al cuello, y momentos antes de que el verdugo soltara la escalera, Palomo, con voz temblorosa pero valiente, pidió perdón con lágrimas a Lanchero y a Manrique por haberlos acusado injustamente, proclamó ante Dios su inocencia, y afirmó con el acento turbio del que ya está muerto que había sido el tormento lo que arrancó de sus labios esas confesiones desesperadas. Lo ahorcaron enseguida, pero mientras el pobre cuerpo se zarandeaba en la cuerda sus últimas palabras dejaron una sombra de crueldad y de injusticia flotando sobre los espíritus, y esa sombra cubrió la cara y la fama del gordo gobernador Armendáriz. Un juez tan celoso de las leyes había cometido un delito de precipitación y de crueldad, y ese hecho maduró con el tiempo sus consecuencias. Los otros prisioneros, temiendo rigores mayores, rompieron una noche sus cadenas y sus grillos, y ayudados por otros opositores de Armendáriz huyeron a La Española a quejarse del juez. Manos presurosas redactaron memoriales que fueron sobre el río de caimanes hacia la Corona, nuevas quejas se unieron a las antiguas, y en los despachos de los encargados de Indias, en la lejana inmensidad de Sevilla, en los laberínticos salones de Valladolid, y sin duda también en los estrados de unos tribunales más altos, donde vuelan ángeles de justicia entre las nubes doradas del atardecer, empezaron a acumularse los alegatos para esas horas grandes del mundo en las que son juzgados los jueces.
Cumplido el hecho cruel, que empezó a darle alas a la fama de injusto del juez recién llegado, Ursúa acudió con formalidades al despacho de su tío, a conseguir la licencia para ir a buscar el tesoro del zipa. Ése habría sido el tema de la conversación, si no fuera porque Armendáriz quería saberlo todo del viaje hasta Popayán, y Ursúa le contó que por el valle del Magdalena, grandes ejércitos indios en vano lo habían desafiado. «No accedimos», le dijo, «porque íbamos en una misión precisa, y no podíamos caer en tentaciones. Además el presidente La Gasca, como me lo dijo tu carta, insistía en que las expediciones que iban en su ayuda no debían molestar a indios ni a españoles». Recordó que al regreso venían sin provisiones, que la pesca en el río era entorpecida por las flechas indias, que la cacería de venados ocupaba todo su tiempo, y que él sólo pensaba en volver y encontrarse al fin con su tío y su juez. Pero quedaba claro que las regiones del sur estaban llenas de nativos belicosos, los mismos que hicieron desviar la expedición de Pérez de Quesada y que mortificaron a Belalcázar cuando venía hacia la Sabana.
Pérez de Quesada siguió con sus tropas la ruta empedrada que llamamos «camino real»; sus guías le recomendaron eludir a los panches, que antes se enfrentaban entre sí y ahora estaban unidos por el temor a los hombres blancos. Por eso tomó el camino de Federmán, orillando los montes del sur hasta ver aparecer a lo lejos el llano infinito, que es como un mar visto desde lo alto, y se alejó por el pie del monte junto a la llanura abrasada hasta los confines húmedos y boscosos de la región de Mocoa. Ésa habría sido la más penosa de todas las expediciones salidas de Santafé, si su hermano Gonzalo Jiménez no hubiera vuelto de España hace cinco años a emprender el mismo camino desesperante en busca de la misma ciudad de oro. ¿Quién creería que un hombre de setenta años tenga la insensatez y el heroísmo de irse con centenares de soldados hacia las tierras más inclementes? Jiménez volvió con las tropas deshechas, a contar lo mismo que su hermano: que a lo largo de todo el camino por tierras de fiebre y de miedo, un país misterioso y secreto se ahondaba a su izquierda, donde el sol nace inmenso sobre morichales y palmeras, donde los ríos se explayan y se pierden, donde grillos y estrellas desvelan una soledad infinita.
Pero con tantos hechos que narrar, me pierdo de mi tema. Oyendo hablar a Ursúa, Armendáriz sintió que la multitud de esos panches guerreros era una amenaza creciente. Los muiscas industriosos estaban cercados por pueblos violentos y voraces. Y así como por el norte los muzos crispados no dejaban entrar a nadie en su tierra, y hacían incursiones contra los indios de la Sabana, por el suroeste, en el valle del Yuma, los panches se reagrupaban, decididos no sólo a frustrar el avance de los invasores hacia las llanuras del sur, sino ansiosos de amenazar su poder en las viejas ciudades indígenas de la Sabana, que habían convertido en aldeas españolas. Y cuando el juez empezaba a sospechar cosas, las sombras se hacían visibles sobre sus propios muros. Acaso a esa hora los salvajes ya se habrían apoderado de los bastiones de Tocaima, ya vendrían, incluso, escalando el cañón que forma el río en su caída, por las raíces de la meseta…
Y Armendáriz, que vivía menos en la realidad que en su imaginación y en sus códigos, resolvió dar una lección a esos indios atrevidos que intentaban escalar la Sabana y recuperar el reino muisca de manos de sus nuevos amos. «Hay que hacerlo ya mismo», le dijo a Ursúa, «porque una incursión de indios rebeldes puede acabar contagiando a los pacíficos, o por lo menos sumisos, indios del altiplano».
Los panches son fuertes y feroces, la agilidad de sus cuerpos desnudos es una leyenda desde cuando Belalcázar cruzó su territorio y tuvo que enfrentarlos cada día; según él, no se arredraban ante los caballos acorazados ni ante los perros sanguinarios; no tenían tanto oro como sus vecinos del norte, pero abundaban en collares y en plumas, en tambores y cornetas de caña, y sus flechas no sólo tenían veneno sino que eran arrojadas con tal fuerza que podían partir en dos la cabeza de un hombre. Hacían muecas temibles al atacar, cantaban con fuerza sus rezos de guerra, y alguien dijo que en el nacimiento del río protegían santuarios salvajes, donde vertían la sangre de animales y de enemigos antes de emprender sus campañas guerreras. Ursúa, que sólo había librado fugaces batallas por los caminos, se entusiasmó con la idea de internarse en aquellas regiones, aunque otra era la ruta del tesoro que Oramín le había anunciado. Su sangre belicosa ya le exigía el combate, y éstas eran las guerras que soñaba desde su infancia. Bajo el expediente legal de una avanzada contra indios agresivos, prepararía el estilo de su propia campaña.
Después de unas semanas de descanso en el frío tonificante de las alturas y en el lecho perfumado de hierbas de la bella Z’bali, protegido por las oraciones y las ceremonias infantiles que ella oficiaba en su alcoba y que a él lo hacían sonreír, y provistos los recursos necesarios, Ursúa hizo que acorazaran su caballo, ajustó su armadura brillante y su casco con plumas de avestruz, organizó una tropa de cincuenta jinetes, ochenta peones con perros y cuatrocientos indios de la Sabana, y tomó su camino sintiendo que por esta vez la guerra que iba a librar era suya. Sólo días después comprendió que la compañía de Z’bali lo había hecho olvidar a Oramín, quien tantas cosas podía haberle explicado de su viaje anterior, y tantas de éste que ahora emprendía. El indio confundido entre la servidumbre había intentado hablarle, pero Ursúa, oscilando entre los informes a su tío y los encierros con Z’bali, no tuvo tiempo para él.
Cabalgaron por la Sabana hacia el sur, y por bosques de mayos y de robles se desviaron después al occidente. Acamparon en el lugar donde termina la llanura, y el joven fue con una partida de jinetes hasta los peñascos del oeste, trepó las lomas de apretada vegetación de páramo, oyendo cada vez más lejos el ladrido de los perros, y vio al atardecer la otra cara del río, tras montes grises sucesivos la inmensidad de las tierras del sur, las montañas cruzadas por raudales, el trazo de oro del Magdalena que se hundía muy lejos en un aire rosado. Sintió una mezcla estimulante de entusiasmo y de espanto al mirar esas tierras desconocidas, y se preguntó por sus miles de guerreros, sus piedras ensangrentadas, sus rezos de flores arrojadas al agua. Pero todavía era un soñador, y pronto se abrieron en su mente cosas más vistosas: templos llenos de ofrendas, cascos de oro, cuerpos desnudos oscuros con brazaletes brillantes, narigueras con forma de animales, la luna de los pectorales, las chagualas pendiendo de narices y lóbulos, y habló con sus hombres después de manadas de tigres, de ríos de serpientes.
«Más allá de esos montes», le dijo Núñez Pedrozo, «avanzando por el llano grande, está el Valle de las Tristezas. Así lo llamó Pérez de Quesada, porque allí lo derrotaron los panches, y es nuestro deber mostrarnos temibles desde el comienzo si no queremos vemos rodeados de enemigos por todas partes».
Volvieron por el surco de los ladridos al campamento donde esperaban las tropas. Como siempre, junto al fuego y bajo las primeras estrellas, que pronto desaparecieron para ceder su lugar a nubes negras en el cielo negro, los guerreros hablaron y cantaron, evocaron historias de España y aventuras en distintos lugares de las Indias. El veterano Diego de Almendros había sido el más joven de las tropas de Balboa en el hallazgo del mar del sur; Valdivieso venía de la campaña de Heredia y hablaba de nuevo de las tres toneladas de oro que el capitán había escondido de sus soldados; Gonzalo de Cuevas había acompañado a Jiménez de Quesada en las guerras de Italia y había participado en el saqueo de Roma. Se preguntaba si estaría excomulgado por haber sido parte de las tropas que mantuvieron cautivo al Papa en el castillo del Santo Ángel. Todos (salvo los navarros) eran mayores que su capitán, y Ursúa sentía el agrado de verse rodeado de veteranos que sin embargo le debían obediencia y procuraban enterarlo de todo aquello que él no había alcanzado a ver en el mundo.
Al rumor del diálogo de los hombres se durmió en su tienda, pensando en el valle profundo que había visto esa tarde, sintiendo que las palabras llenas de historias se iban transformando en hechos en su mente, oyendo en el viento, entre los silencios de la jauría, los pájaros y los grillos del monte, y tratando de reconocer unas voces lejanísimas que dialogaban en el crepitar de la hoguera.