Un tesoro distinto lo esperaba en su camino: las muchachas muiscas, graciosas y dulces, que se sentían halagadas por el hecho de que el grande y joven señor las mirase. Pero algo impidió que Ursúa les prestara demasiada atención. Al salir de la casa incendiada de Montalvo de Lugo se había llevado también la servidumbre, y un día advirtió, entre las muchas mujeres nativas que se afanaban a su servicio, a una muchacha vigorosa y canela, que parecía venir de otro mundo. Había sido arrebatada de niña por las tropas de los alemanes en Maracaibo, el mar que tiene forma de hoja de laurel. Montalvo de Lugo convivía con la madre de la muchacha, pero ésta era tan bella que ya desde su infancia la codiciaban muchos guerreros. La niña creció en la Sabana, y tenía más de quince años cuando Ursúa detuvo sus ojos en ella. Se llamaba Z’bali, era más alta que las muchachas muiscas, y Ursúa se enteró ese día de que la había heredado con las demás posesiones de la casa. Como no era pariente de los nativos de la Sabana, éstos la veían como parte del bando español.
Ursúa comprendió un día que llevaba mucho rato aprobando sin advertirlo su laboriosidad y su alegría. Se acostumbró a mirarla, y ella fingió no darse cuenta. Empezó a exigir que fuera ella quien le llevara todo, pero no se atrevía a aceptar lo que estaba sintiendo. Le habría sido fácil darle una orden, o tomarla a la fuerza, pero hasta entonces Ursúa, que era altanero e imperativo, no sabía qué hacer con los impulsos de la naturaleza. La vigilaba por las habitaciones de un modo a la vez travieso y cruel, después la perseguía sin saber bien qué hacer con ella, pero gozando de la incertidumbre. La joven no acertaba a defenderse, se estremecía cuando las manos de Ursúa tocaban sus hombros, y se llenaba de miedo cuando el muchacho, desenfadado y bullicioso, la levantaba a veces con sus brazos fuertes hasta que los rostros quedaban frente a frente.
Todavía Ursúa no tenía más experiencia en el amor que sus retozos en la posada de Burgos cuando emprendió su viaje, y una noche con una mujer mucho mayor que él, en Cartagena: una de las damas casadas que venían con el cortejo de su tío. El marido, el capitán Gastón Torreros, había salido en campaña hacia los bosques de habas de Turbaca cuando Ursúa llegó a la casa creyendo que allí encontraría a su tío Armendáriz. La mujer lo fue llevando con su conversación, primero por el zaguán de la entrada, después por las habitaciones, y cuando Ursúa menos lo esperaba ella puso la mano donde no debía y le heló las entrañas con unas palabras insinuantes que lo dejaron desvalido y medio muerto en la maraña de sus brazos. Todo pasó muy rápido en aquella habitación en penumbras, en el calor de la tarde cartagenera, sin una sola brisa, y lo hicieron sin quitarse la ropa siquiera, de modo que para Ursúa fue menos una experiencia placentera que una presurosa catástrofe.
Con Z’bali las cosas ocurrieron de otro modo, porque él, que era tan audaz en la conversación, tan arriesgado en el juego y tan arrojado en la lucha, todavía vacilaba en los umbrales del placer, incluso con una muchacha de quince años que era su criada. Pero un día ella entró a ordenar las cosas en la habitación y descubrió que él estaba todavía dormido. Aprovechó la oportunidad de mirar a un español con calma, se demoró viendo sus cabellos de un amarillo oscuro y su espalda desnuda entre las sábanas, y se acercó, más con curiosidad, recordaba Ursúa, que con otra intención. Él, que después del incendio había aprendido a despertar al menor susurro, la tomó por el brazo, la atrajo hacia el lecho, y aprovechando el temor de la joven le recorrió el cuerpo entero con la mano atrevida, y la besó, y la dejó ir después perturbada e incapaz de conciliar el sueño esa noche.
Pocos días después estaba en la cama con ella cuando vino a sacarlo su pariente Francisco Díez de Arles, uno de los muchachos llegados con él de Navarra. Una partida de jinetes españoles había llegado por el norte, trayendo cartas del tío Armendáriz. En ellas el juez le contaba en detalle cómo había enviado a Jorge Robledo a los cañones del Cauca, como teniente de gobernación, título igual al que ostentaba Ursúa en la Sabana. Esperaba que Belalcázar acogiera y respetara los títulos que Robledo traía, pero le pedía estar atento, por si se hacía necesario acudir en ayuda del mariscal a la cordillera de los volcanes. «Robledo no sólo llegó con su esposa, María de Carvajal, una dama de alcurnia emparentada con media corte, sino que trajo un cortejo como de virrey: varias damas de compañía de la esposa, hermanas y sobrinos, secretarios y criados, y ha tenido que dejar todo ese tumulto esperándolo en el litoral. Le habrá dicho en España a la mujer que en las Indias había un reino para ella, y ahora está obligado a mostrárselo. No quiera Dios que Belalcázar se obstine en negarle sus títulos y sus tierras, y nos veamos en una situación semejante a la del Perú, con enfrentamientos entre los hombres del rey». En la otra carta, escrita cuando ya salían los emisarios, le hablaba de la llegada del enviado imperial Pedro La Gasca. «Salí a recibirlo como a mi antiguo condiscípulo y me encontré con la lengua y el brazo del emperador en el Nuevo Mundo: un hombre a la vez pausado y eficiente que sabe siempre para qué pronuncia cada palabra y con qué fin hace cada movimiento».
Ursúa, cuyo único sueño era partir en busca del tesoro, vio en la llegada del enviado imperial un indicio desagradable de que su tío se demoraría en las costas, obedeciendo nuevos mandatos, y hasta le pareció una desventaja que La Gasca y Armendáriz fueran viejos amigos, porque eso implicaba al juez en los conflictos del Perú. Pero ahora no tenía más remedio que esperar, y ejercer mientras tanto un poder que a medias entendía, que lo excitaba más por sus promesas que por sus realidades. No dejó de atender los reclamos de Suárez de Rendón, del industrioso Briceño y de Ortiz de Zárate, entregando indios y tierras al ritmo de su propio interés y el de su bando, y recorría las planicies sembradas, los cerros con sus hilos de agua y los páramos fantasmales sin lograr familiarizarse con ellos, porque hay algo indefinible en la Sabana que hace que el mundo no se convierta jamás en costumbre.
Z’bali se prendió a su vida como una enredadera; siempre al volver la encontraba esperando, como los cerros del oriente y como el sietecueros florecido en el patio, hasta cuando otro cuerpo la borró de su vida. La muchacha le traía suerte, pero Ursúa no podía imaginar que justo cuando ella desapareciera su estrella dejaría de brillar. Y así como más tarde me confió su pasión por Inés de Atienza, la mujer más hermosa de las tierras del Inca, en los primeros tiempos de nuestra amistad me contaba detalles de su vida con la muchacha india entre las discordias de la Sabana. Z’bali hablaba el castellano tan bien como cualquier español, se relacionaba mejor con los conquistadores que con los indígenas del altiplano, cuya lengua casi no entendía, y fue ella quien le hizo el relato de la muerte de Ambrosio Alfínger, que había oído de labios de su madre.
No había olvidado su pueblo de origen a pesar de haberlo perdido en la infancia, tal vez porque los indios conservan en la memoria mundos enteros mejor que la gente del Imperio en sus libros, y le contó a Ursúa costumbres que a éste le parecieron, unas, bárbaras, y otras, infantiles. Había nacido en un mundo de fiestas embrujadas y de guerras llenas de ceremonias. Le contó que en su tierra, vencido el enemigo, sólo el más poderoso de los señores era tomado prisionero, y le abrían el pecho con pedernal después de hacerle homenajes con viandas y flores, para repartirse como alimento su corazón. Así le brindaban al cautivo el honor de tratarlo como una criatura sagrada, y se apropiaban de su grandeza y de su valor por ese rito de sangre.
«Si te capturaran», le dijo a Ursúa con cara de amenaza, «se comerían tu corazón, porque tú eres el más grande y el más valiente de los soldados de tu tribu». Ursúa le respondió con risas que no se sentía halagado por ello. Z’bali le dijo que otros pueblos, en la llanura, devoraban a los enemigos con menos ceremonias, pero le aseguró que el suyo sólo lo hacía después de las batallas y como ritual de victoria. Todo lo comparaba con las costumbres de sus mayores. Un día Ursúa celebró la blancura de sus dientes, y ella le respondió que en su pueblo los dientes de las mujeres eran blancos y perfectos, pero que en cambio todos los hombres tenían los dientes negros, porque desde niños les daban a mascar unas hojas cuyo zumo los oscurecía para siempre. Recordaba las bodas, que dividían al pueblo entero en dos fiestas distintas, una de mujeres bailando tres días en torno a la novia y otra de hombres danzando y haciendo piruetas alrededor del novio, sin cruzarse, hasta cuando el muchacho iba a entregarles a los padres de la prometida los cazabes, la carne de venado y las demás viandas para el banquete, lo mismo que la madera para hacer la casa donde vivirían.
«Tú eres aquí el jefe y el rey», le dijo Z’bali, «aunque me dices que tu tío, junto al agua grande, es un rey más poderoso que tú, y que más allá del agua y de la luna hay un rey que manda a todos los reyes. Pero yo nunca he visto que tu gente te rinda homenajes como los que aquí se hacen a los jefes de los pueblos». En su tierra, para honrar al cacique, los muchachos desnudos se pintaban los cuerpos de colores y se cubrían de plumas, y al empezar a danzar se iban transformando en jaguares y en dantas, en caimanes y en taches, en cachamas y en serpientes, de modo que uno iba sintiendo que alrededor del gran señor el mundo entero cantaba y rugía, aleteaba y se deslizaba. Estaba segura de haber visto saltar al tigre rugiendo y al gavilán graznando, de haber visto a todos los animales, aun los más feroces, amigos uno de otro, y vio pasar, decía, peces por el aire y anillos de serpientes volando en círculo alrededor del gran cacique de su país.
Ursúa le respondió que eran recuerdos infantiles. También él de niño había visto pasar por su casa a los viejos reyes de los que hablaba su padre, y a los moros de Jerusalén que su abuelo había derrotado, ilusiones que obran sobre los niños los cuentos de los viejos. «Tal vez en la tierra del español sólo ven esas cosas los niños», le respondió Z’bali, «pero aquí las ve todo el mundo, porque mi madre vio siempre lo mismo que yo». Agregó que después de las danzas de los animales, en las que entraban a veces los árboles, uno de esos animales, el águila o el tigre o el armadillo, según cuál fuera el animal protector del cacique, se detenía en el centro y contaba para todos historias del origen, de cuando llegaron los abuelos volando entre las nubes, de cuando brotaron de la tierra rugiendo, o de cuando salieron del agua acorazados de oro.
Ursúa no se acostumbraba a que los indios fueran así de crédulos y de ingenuos, pero, después de sus primeros sobresaltos, Z’bali se volvió tan dócil en el amor, tan comprensiva y tan franca, comparada con las españolas, que trataban de ocultar el cuerpo aun en medio de la cópula, y que en plena fiebre amorosa preferían la quietud y el silencio, que dejaba fluir el rumor de los cuentos de Z’bali como parte del bienestar que le causaba su compañía, aunque después del acto y del reposo, cuando ella se alejaba, él tenía la vaga sensación de haber orillado la sinrazón, de haber descendido un poco a la animalidad, porque en su recuerdo los placeres del cuerpo quedaban como contaminados de zarpazos y de aleteos, como si se hubiera revolcado con gatos monteses y con serpientes, como si los besos húmedos de Z’bali le dejaran un rastro de selva en el alma.
Pero eso sólo hacía que después la deseara con más ansiedad. Había un mundo de extrañeza y de ardor que sólo experimentaba con ella, con su aliento de hierbas salvajes y su asombrosa limpieza, porque Z’bali venía de esas tierras cálidas donde los indios pasan todo el tiempo que pueden en el agua, donde los cazadores se bañan continuamente para que sus presas no los presientan por su olor en los hilos del viento, donde a lo sumo los cuerpos tienen más aroma vegetal que animal. También yo supe por mi madre historias de danzas de indios y de largos entierros con cortejos embriagados, pero supe también que sólo es posible ver todo lo que los indios ven cuando uno bebe sus licores de maíz y de frutas, sus caldos de bejucos santos o sus sales de tierras y de árboles.
En el altiplano aquellas cosas sonaban ya un poco extrañas. Los muiscas podían persistir en sus ritos, lejos de la mirada de los españoles, pero el mundo de la península se afirmaba en casas de madera y de piedra, templos con naves solemnes y altares dorados, portales con escudos de armas tallados en roca, establos más allá de los patios llenos ya de ladridos y de relinchos, llanuras atrás con ovejas y reses, y hondos sembrados con indios vestidos de colores brillantes. Ahora en la Sabana no ocurrían catástrofes, pero allí llegaban noticias alarmadas del norte y del sur. Ursúa, que tenía 19 años, una india hermosa en su lecho, miles de indios trabajando a su servicio, tropas atentas a sus órdenes y una rutina de visitas a las encomiendas y los nuevos repartos, recibía sin tregua noticias del amplio mundo que su tío creía gobernar: un día los avances de los exploradores por Tocaima y La Palma, enfrentando a los panches en las riberas del Magdalena, otro día la exploración de las minas en la cordillera de los nevados, más allá de las aguas donde los indios abandonan canoas para que los invasores crucen a la otra orilla, otro día los avances de Jorge Robledo por los peligrosos arcabucos del Cauca, y reportes de los avances de Gonzalo Pizarro adueñándose del Perú, y nuevas noticias de los planes del presidente La Gasca en casa de su tío en Santa Marta.
Quería ir a auxiliar a las tropas del emperador acorraladas en Quito, pero al mismo tiempo las imaginaba en desbandada, a infinitos días de distancia. Quería obedecer a su tío, y auxiliar a Robledo, pero no sabía bien qué hacer ni cuándo. Y mientras él lo pensaba en la Sabana, entre conflictos de quesadas y de caquecios, bajo el rumor de rebelión de los chitareros del norte y de los muzos en el noroeste, de los panches del sur y de los gualíes del occidente, lejos de allí, en tierras de Robledo, en las lomas de El Pozo, por los floridos y poblados cañones del Cauca, se estaba haciendo tarde para cualquier ayuda.