Pero esa historia, que es también la mía, había comenzado casi veinte años atrás, en una noche tabernaria de Panamá, cuando tres hombres audaces y ya maduros se jugaron su último aliento delirando una expedición imposible. El primero de ellos era Francisco Pizarro, cuya infancia fue tan ruda que sobrevivió amamantado por una cerda en los corrales de Extremadura. El segundo era Diego de Almagro, quien tenía fortuna pero más ambición. Un varón de cuerpo contrahecho, de rostro en el que las partes parecían más grandes que el conjunto, y de valor incomparable. El único hombre blanco que podía seguir y alcanzar a un indio por el rastro, en pleno monte, aunque le llevase gran ventaja, compitiendo con ellos en sigilo y destreza para leer las señales en troncos y lianas. El tercero era el vicario de Panamá, Hernando de Luque, quien sólo sabía que sus dos socios eran capaces de meterse al infierno si les decían que había oro adentro. Hartos de codiciar en vano algún mando en las islas, los tres soportaban su estrecho horizonte bajo los calores del istmo, en las rancherías insalubres donde Pedrarias Dávila, carcomido de envidia, descabezó a Balboa creyendo que así podría arrebatarle su fama y su océano.
Pizarro, macizo como un toro y ya de más de cuarenta años, necesitaba jugarse sus restos en una expedición salvadora. Lo desvelaba el relato de cómo su amigo Cortés sometió a Moctezuma, un rey indescifrable que jugaba en un palacio con muñecas, la descripción de un reino de templos feroces y de barcas floridas, y tantos hechos labrados para la leyenda: la tarde suicida en que fueron quemadas las naves para que nadie intentara el regreso, los avatares de la noche triste, proezas escritas en sangre y en oro que se había hecho repetir muchas veces por los testigos. Estaba seguro de que el mar de Balboa sería su fortuna: a Pascual de Andagoya, explorador de las costas lluviosas, indios del Chocó que se arriesgaban por el océano en delgadas canoas le habían hablado de un imperio riquísimo en las costas del sur. Una noche Pizarro compartió aquel rumor con sus dos amigos, y al soplo de leones del vino lo llenó con adornos fantásticos, con riquezas y precisiones que en realidad desconocía. En un rincón penumbroso de la taberna los tres juraron requisar palmo a palmo las costas hasta dar con el reino y repartirse en porciones iguales los tesoros y las dignidades que rindiera la empresa. Parece un cuento de borrachos, y lo sería, si después el destino no les hubiera dado con creces todo lo que tramó su delirio esa noche. Allí mismo concibieron el contrato que más tarde Pizarro firmó con su honda cruz de analfabeta enérgico, al lado de las firmas rebuscadas y temblorosas de sus socios y de los notables de Panamá que lo respaldaban, un contrato en el que volvían a jurar de veinte maneras distintas que todo sería distribuido en tres partes iguales. Y como un refuerzo poderoso, dividieron después en tres partes una hostia consagrada por Luque, para que el lazo irrompible que unía sus esfuerzos fuera el propio cuerpo de Cristo.
Esto ocurrió a comienzos de 1526 y vinieron años de dificultades y fracasos antes de que pudieran armar de veras su expedición. Pero digo que esta historia es también la mía porque por desgracia mi padre se encontraba ocioso en los muelles de Panamá cuando los hombres de la hostia pasaron reclutando voluntarios para explorar las costas del sur. Mi padre era como mi maestro Oviedo: siempre estaba por azar donde iba a ocurrir algo importante. Pero con una diferencia fatal: a Oviedo le tocaban los azares afortunados, y a mi padre siempre los azares aciagos. Lleno de las mejores intenciones, pero forzado por las circunstancias, que fueron siempre como un viento en contra, iba dejando un rastro de confusión y de extravío. Yo, el mestizo, era su hijo blanco; mi madre, la india, era mi nodriza y su criada; él, el moro converso, era el hidalgo que iba escribiendo la fe de Cristo con la punta de su espada. Acababa de dejarnos, a mi madre instalada como ama de llaves en nuestra casa de La Española, y a mí de nueve años asistiendo al estudio de Fernández de Oviedo. Buscaba, como todos, fortuna y destino, y al oír los tambores de Pizarro se embarcó a la aventura.
Todo estaba peor para ellos un año después, abandonados en una isla fangosa del mar del sur, a mitad de camino entre su antigua miseria y el reino perseguido. Y es de allí de donde a veces me alcanza la imagen, que no vi nunca pero que va conmigo, de unos hombres hambrientos devorando cangrejos y persiguiendo lagartos, las armaduras de hierro cubiertas de limo, guerreros hundidos hasta las rodillas en fango pestilente, cansados de aspirar el aire de moluscos descompuestos del mar. El nuevo gobernador los conminó a volver, y envió un barco que los llevara de regreso, y sólo doce hombres permanecieron con el capitán, contagiados de su locura. Durante un año entero mi padre, con su jefe Pizarro y once hombres más, padecieron hambre y desesperación en la isla que llamaban del Gallo, en el norte de la bahía de los Tumaco, mientras Almagro buscaba para ellos un barco cualquiera en el istmo, y porfiaba noche y día con soldados, con contrabandistas, con el nuevo gobernador, confiando hallar por fin quién financiara la empresa improbable, y les ayudara a encontrar el reino escondido, con sus ciudades populosas en los desfiladeros y sus montañas de plata. Todos sabían en Panamá que el relato de Almagro era un delirio, y él empezaba a creerlo también, cuando, para colmo de su mala suerte, un día en que se proponía desembarcar en el delta del río que llamaron de San Juan, allá donde bajan las aguas de las selvas lluviosas, una flecha infalible voló de la selva espesísima hasta la lejana cubierta del barco y se clavó en su ojo izquierdo. Como si fuera poco el rostro que tenía, un ojo menos acabó de convertido en el ser más extraño de esos puertos.
Después de días de fiebre donde encontró y perdió muchas veces en sus pesadillas el reino que buscaba y donde volvía a tropezarse de mil maneras horrendas con los hombres abandonados que lo aguardaban en la isla, el tuerto Almagro pudo recomenzar la búsqueda de recursos, mientras mi padre y Pizarro y sus hombres seguían hastiados de salamandras y de cangrejos verdosos, en un caldo de lodo y de limo, sancochados en sus armaduras en el hervor de las islas, sin esperar ya nada de Dios ni del mundo. Una vida entera buscando fortuna, y éste era el resultado. Yo sé que no puedo excusarlos, pero aquélla fue una de las muchas razones de sus ferocidades futuras, porque al final, cuando se les habían agotado la esperanza y la fuerza, la terquedad y la audacia, lo único que los sostuvo fue la rabia, y en ella siguió viva la obsesión que cruza por todas partes, de un extremo a otro, este relato: la inextinguible sed de riquezas. Ese monstruo recorría los reinos, y nos hizo viajar por los años y descender al infierno buscando el mismo milagro al que cada expedición daba un nombre distinto: el oro rojo de las momias del Cuzco, las montañas de plata maciza, el extenso y perfumado país de la canela, la selva lujuriosa de las amazonas, la ciudad de Cibola que buscó entre la árida luz del desierto Cabeza de Vaca, la Ciudad de los Siete Césares, cuya muralla inexistente consumió la existencia de muchos, la ciudad de las perlas, que era un cielo en la tierra y un infierno en el agua, el país de las tumbas de oro, la fuente de la eterna juventud de la isla Florida, la ciudad de las esmeraldas que Ursúa intentó edificar bajo una verde sombra de mariposas, y la siempre buscada y siempre escondida ciudad de El Dorado.
Pero la expedición de mi padre encontró su tesoro. Los devoradores de la salamandra dieron con el reino anunciado, y remontaron la cordillera hasta los llanos de Cajamarca, donde Hernando de Soto, emisario de Pizarro, se acercó tanto con su caballo forrado de hierro al rey, que había salido de su fragante anillo de mujeres para recibirlo, que el resoplar del caballo agitaba la borla de lana que Atahualpa llevaba sobre su frente. Allí el rey, que tenía una oreja rasgada en las guerras recientes y ojos oblicuos que su pueblo nunca había visto, soportó inmóvil la tierra que arrojaban sobre sus sandalias las patas del enorme caballo, y la proximidad de los belfos de espuma.
Y llegó el día en que Atahualpa aceptó una invitación al lugar donde se hospedaban los visitantes. Venía precedido por un cortejo numeroso, y anunció que pasaría la noche en el llano vecino, para lo cual había dado la orden de que se plantaran las tiendas. Convidado a cenar por Pizarro, quien le prometió recibirlo como amigo y hermano, para mostrar su confianza llegó acompañado por la corte real en pleno, vestida con trajes magníficos. Los españoles ya habían visto que eran tantas las piezas de oro que llevaba el cortejo del rey, que al mediodía, al acercarse, de verdad relucía como el sol. Centenares de hombres lo precedían vestidos de rojo y de blanco, más cerca los portadores tenían trajes azules y ornamentos lujosos, lo mismo que grandes pendientes en los lóbulos que son el signo de nobleza entre los incas. Lo llevaban en alto sobre un tablón de oro forrado de plumas del que se alzaba un trono de oro que después por romana pesó noventa kilos. Llevaba el Inca adornos de oro en sus cabellos cortos, tenía sobre la frente la gran borla de lana fina con salientes de oro, y alrededor del cuello un hermoso collar de esmeraldas que más tarde fue parte del botín de Pizarro. Y el cortejo desarmado avanzó entre la música dejando en la llanura cercana un ejército de cincuenta mil flecheros, de treinta mil lanceros y de veinte mil hombres más, provistos de macanas y dardos. No es mi intención contar de nuevo lo que tanto se ha contado, pero no callaré que 167 españoles y un griego, armados de cañones de Augsburgo y de arcabuces de Ulm, de espadas toledanas y de dagas, vestidos de acero como sus caballos y atrincherados en la deslealtad y en el trueno, sacrificaron a siete mil incas que avanzaban cantando, vestidos en su honor con lujosos trajes ceremoniales, y los masacraron en una sola tarde en la llanura sangrienta.
De bien poco le sirvió a mi padre aquella hazaña horrenda, porque no habían pasado dos años cuando sobre él y sobre sus indios se derrumbó el socavón de una mina. Pero Pizarro y Almagro sí encontraron una gran fortuna, porque después de que el griego Pedro de Candia hizo rugir sus cañones, después de apoderarse por traición del señor de los incas en un lago de sangre, después de arrastrar a Atahualpa y encerrarlo en una cámara de piedra, Pizarro obligó a los súbditos del rey a llenar con reliquias de oro una habitación enorme para pagar su rescate, y envió a los pies de Carlos V una colina de metal deslumbrante.
Ya desde antes había recelos entre los socios. Años atrás, cuando apenas habían visto las puertas del reino de los incas, Pizarro viajó a España a buscar previos títulos sobre las tierras que conquistarían, y allí obtuvo de manos de la emperatriz Isabel la Capitulación de Toledo, que concedía los reinos por descubrir a los socios de la taberna, reservaba millones de ducados para la Corona, y hacía merced a los descubridores de una parte de los tesoros futuros. Pizarro regresó con títulos mejores, alegando que la corte inexplicablemente no había concedido dignidades iguales a sus dos aliados. Y ellos se preguntaron si Pizarro, transfigurado en gobernador, había hecho por sus socios los mismos esfuerzos que realizó por su propio bien.
Después la riqueza y la tierra, el forcejeo por los repartos de indios y la sed de nuevas expediciones cumplieron su tarea corruptora, la hostia compartida no logró ser la luna de la alianza, el pacto de los hombres de la taberna se hizo trizas, y la mejor parte de los beneficios del contrato vino a tocarle al hombre que había firmado con la cruz enérgica. La guerra entre conquistadores destiló largos odios que se trasmitirían por herencia las sangres de Pizarro y de Almagro. La opulencia llegó de la mano de la discordia, el contrahecho Almagro fue derrotado en la batalla de Salinas y acabó estrangulado por Hernando Pizarro, quien le disputaba el lugar principal junto a su hermano, de modo que los grandes amigos terminaron matándose unos a otros.
Pero no por eso dejaron de maltratar a los antiguos señores del Imperio. Muerto Atahualpa, Gonzalo Pizarro quiso poseer a la esposa y hermana de Manco Inca Yupanqui, la bella Curi Ocllo, que tenía los ojos oblicuos de la familia real, piel canela más suave que seda y un cabello que los incas comparaban con la noche por su oscuridad y por sus estrellas. La princesa, fiel a su esposo, hizo lo imposible por esquivar los asedios de los hombres blancos, y cuando cayó finalmente en sus manos cubrió de excrementos su cuerpo desnudo para causar repulsión a los verdugos; pero Gonzalo había crecido en la vecindad de los albañales y no dejó de violarla por ello, después de lo cual el propio Francisco Pizarro la retuvo como rehén intentando que Inca Yupanqui se rindiera a cambio de rescatarla. Manco Inca se negó, y el marqués cometió el peor de sus crímenes: hacer azotar hasta el rojo a la hermosa cautiva, hacer que sus flecheros practicaran el tiro en su cuerpo, y arrojar el cadáver profanado al río Yuncay, que llora desde entonces por ella.
Por eso, cuando el rudo marqués oyó que los conjurados entraban en su palacio, se preguntó si venían en nombre de su ahijado, el mestizo Almagro, a quien tantas veces había hospedado en su casa, o si venían en nombre de los incas vencidos, y debió comprender que una legión de viejos conocidos, decapitados, degollados, ahorcados, acribillados o ahogados, enviaba por él. «Vistió su armadura de cuerno», solía repetir Ursúa con extraña fascinación, «tomó la espada que ya era como una parte de su brazo, y salió a saludar a esos aceros que venían a matarlo». Ursúa no olvidó jamás el relato de Núñez Pedrozo, y volvía al momento en que uno de los conjurados, entrando en los patios de Pizarro, se desvió del camino para esquivar el agua de una acequia, y Juan de Rada, que los dirigía, metiéndose en la acequia le dijo: «¿Temes mojar tus pies con agua, cuando vamos a bañarnos en sangre humana? Tú no mereces este honor: devuélvete».
No sé por qué lo exaltaba que alguien considerara un honor participar de un crimen casi a mansalva. Tal vez veía a Pizarro tan poderoso y tan grande que no hallaba injusto que doce hombres marcharan a la vez contra él. Ursúa sentía más pasión por la guerra que por la justicia, le bastaba que en las dos orillas de una pelea los hombres estuvieran en condiciones de guerrear para sentirse satisfecho. No podía saber que en la hora última nadie le concedería el privilegio de empuñar una espada… que sus asesinos serían más indignos que los que derribaron al viejo marqués.
Allí arreció la guerra. Hernando Pizarro persiguió como un tigre a los asesinos de su hermano, capturó en la batalla de Chupas al hijo de Almagro e hizo rodar su cabeza sobre el polvo de las piedras del Inca. El muchacho era mestizo como yo, pero luchó por su padre más de lo que yo habría luchado por el mío, tal vez porque el deforme Almagro supo amar a su hijo de un modo más franco. Y para aquellas guerras fueron propicios los tiempos, la muchedumbre de guerreros ociosos, de soldados baldíos, espadas que se oxidaban en la penumbra, tabernas turbias de jugadores y de riñas, dagas agazapadas por los caminos, la pobreza de los hombres blancos en las ciudades, y nada de ese caos tenía que ver con los indios sino sólo con los propios soldados del emperador.
Las leyes nuevas encontraron resistencia rabiosa en las cordilleras peruanas. A unos hombres hambrientos de fortuna, que sólo esperaban nuevos repartimientos de indios, les llegó de repente la prohibición de esclavizarlos, y una malla de filigranas jurídicas y de restricciones para su servidumbre. Todos ardieron de indignación, y fue en ese incendio donde Gonzalo Pizarro encontró su destino; un destino tan violento como el de sus hermanos, pero más ambicioso y atormentado, que no sólo lo alzó en rebelión contra la monarquía y contra el cielo, sino que lo tentó con el sueño de una corona para reinar sobre los Andes.
Mientras los encomenderos se alzaban en rebelión, no era menos confuso lo que ocurría en los reinos de Europa. El emperador vigilaba sus incontables frentes guerreros, y los asuntos de las Indias Occidentales eran bien poca cosa para un señor comprometido en guerras más ilustres, que debía responder día tras día ante las casas dinásticas, los banqueros, los funcionarios celosos y los altivos prelados de todos los viejos países, en tanto que las Indias eran tierras calladas de las que se esperaban ríos de oro y de plata pero jamás un clamor de justicia ni un grito de victoria. En las gargantas de Hungría sus soldados luchaban contra el turco; sobre el costado derecho del Rhin presionaban las lanzas francesas; el emperador entraba, vestido de negro para expresar su estado de ánimo, en las plazas fuertes de Nuremberg y de Ratisbona; arreglaba de prisa matrimonios de sobrinos impúberes de la Casa de Austria con vástagos de los ducados de Baviera y de Brunswick; asordinaba con diplomacia la convocatoria de un concilio católico en Alemania; discutía el problema de la Reforma durante sus cacerías en Straubling; sufrió un ataque de úlcera después de una discusión teológica sobre la eucaristía; lo encolerizaba que los teólogos insistieran en el misterio de la transubstanciación sólo para mantener la discordia con los reformistas cuando había ya acuerdos sobre temas básicos como la confesión auricular; asistía distraído por las urgencias del gobierno a las polémicas del Libro de Ratisbona; intentaba hacer converger a Lutero y al Papa; y comprendía con desesperación que el único factor capaz de cohesionar a la fragmentada Alemania sería la guerra, devoradora de su hacienda pero sustentadora diaria de su Corona. En estos pensamientos atravesó la Lombardía, Milán y Pavía, recibió en Génova la noticia fatal de la caída de Budapest en manos de los turcos; se entrevistó en malos términos con el Papa en Lucca, y, finalmente, hastiado de todas las cosas y deseoso de ver algo definitivo después de tantas intrigas y verdades a medias, presintiendo la disgregación de Alemania y viendo el cielo lleno de nubes de guerra sobre la frontera francesa, navegó en su flota real orillando a Cerdeña y a Córcega, desembarcó en Marsella, y convocó a su potente marina bajo el mando del almirante Andrea Doria, para emprender la campaña suicida de Argel. ¿Cómo podía tener tiempo para atender los asuntos de estos reinos borrosos de ultramar?
No podía hacer otra cosa que seguir administrando sus guerras, volver del desastre de África y avanzar, dejando atrás España, por Flandes, por el Rhin, por Ratisbona. Como en los tiempos en que nació su hijo Felipe, los mismos días del nacimiento de Ursúa, otra vez el cisma amenazaba a Alemania y recomenzaban las tensiones con el papado.
Sólo cuando sus tesoreros le informaron que la pérdida de las Indias supondría la pérdida de una tercera parte de sus ingresos, empezaron las noches de insomnio. Comprendió de pronto que la mitad de su Imperio estaba a punto de evaporarse, y que no tenía tropas disponibles ni recursos para conservarla. Un día, en su palacio de Ratisbona, amaneció más tenso y pensativo que nunca, y nadie se atrevió a preguntar nada porque así eran esos grandes silencios de los que a menudo salían cambios violentos para el mundo. De un silencio como ese había salido una vez la decisión de cobrar 300 000 ducados por la libertad del Papa aprisionado en Roma, y de otro silencio la decisión de ordenar al rey de Francia pagar dos millones de escudos por la liberación de sus hijos, que lo habían reemplazado como rehenes después de un año de cautiverio. Este espeso silencio seguramente preparaba algo extraordinario. Poco después el emperador dictó una carta dirigida a un monasterio lejano, que fue llevada por sus estafetas con la prontitud necesaria, y de esa carta emergió un extraño visitante que varias semanas después vino a las puertas del palacio.
Era un hombre alto y desgarbado, de gran cabeza, de cuerpo breve y de larguísimas piernas, en quien todo traje parecía una improvisación, y que insinuaba, visto de lejos, la silueta de una garza. Caminaba dando largas zancadas, sus brazos y sus piernas parecían excesivos comparados con su tronco, casi movía a risa verlo en su capa negra, pero nadie podía reír cuando lo miraban sus ojos luminosos y concentrados, ardiendo en ese rostro de gran nariz y de gran dignidad. Era el obispo La Gasca, clérigo de Navaguerilla, y antiguo comisionado de la Inquisición en Valencia, a quien Carlos V había conocido tiempo atrás y a quien le debía servicios de extrema lealtad. Altos validos de la corte decían que había salvado una vez la vida del emperador, pero aquel hombre duro y austero no tenía ninguna pretensión cortesana, y vivía concentrado en asuntos de su abadía, cerca de Salamanca, deseoso de sólo dedicarse al estudio y a la meditación.
«Lo más probable es que en las Indias no haya nada que hacer», dijo el emperador, «pero lo que sea posible lo hará La Gasca».
Francisco Vargas, el secretario imperial, le preguntó qué conocimientos de gobierno, de finanzas o del arte militar tenía el obispo.
«Tal vez ninguno», respondió el emperador, «pero basta ver sus ojos para saber que podría improvisar un imperio y gobernarlo mejor que yo mismo. Y a esa extraña virtud se añaden una falta absoluta de ambición mundana y un sentido profundo del honor y de la lealtad».
El emperador y La Gasca estuvieron reunidos la tarde entera. Enviados del Perú les informaron en detalle las circunstancias de la rebelión de Pizarro y sus hombres, la situación del virreinato ocupado por varones violentos y ociosos, la pretensión sacrílega de formar un reino de encomenderos desprendido de la tutela imperial, y la locura final de los Pizarro, convencidos de que eran más que sus reyes por haber sometido en breve tiempo una región tan dilatada y tan rica. La Gasca escuchó con atención e hizo pocas preguntas. No adivinaba cuál era el propósito del emperador, y asumió que a lo mejor quería un consejo de teólogo y de moralista sobre la conducta de sus súbditos rebeldes.
«No es la primera vez que los españoles se rebelan contra la Corona», dijo en algún momento. «Alteza: tu padre, Felipe, fue rechazado por las cortes cuando desembarcó con sus hombres de pelo rojo, y tú mismo estuviste a punto de ser obligado a renunciar a la Corona imperial para que fueras sólo rey de la península».
Formuló algunos consejos generales sobre el tipo de legislación que se debía imponer en el Perú, sobre el trato que merecían los rebeldes y sobre la guerra que se debía emprender contra ellos. Carlos V le confesó sus dificultades: la armada imperial estaba en ruinas, derrotada por el viento y las olas; le pintó la media luna sobre las iglesias de Hungría; le habló de los trigales de Suabia incendiados por las hachas de Francisco I; del fortalecimiento de los moros en el Mediterráneo, de la difícil campaña italiana, de los conflictos en el reino de Nápoles, y sólo pasó por alto las reticencias del Papa, que había desaconsejado la campaña de Argel y se sentía reforzado en su solio. Finalmente mencionó los costos de sus continuos desplazamientos por ese reino convulsivo de llanuras heladas y gargantas de niebla, de castillos asediados en los pinares alemanes y de flotas combatidas por los temporales del Mediterráneo. De todo ello debía concluirse que no había recursos para costear una campaña en las Indias.
El hombre de las piernas largas argumentó a Carlos que el poder de su nombre era tan grande, que bastaría invocarlo para que muchos soldados temerosos de Dios se arrojaran en defensa de su majestad.
«Además», dijo, «en esas tierras distantes los hombres necesitan más que aquí los consuelos de la Corona y del papado. Los rodean leguas de soledad y de misterio, gentes que no conocen a Dios, selvas sin templos. Abandonar la tutela del trono y el manto de la Virgen será como hundirse en un agua de espanto».
El emperador confirmó su presentimiento de que nadie mejor que La Gasca podría enfrentar el desafío de los encomenderos rebeldes, y le anunció su decisión de nombrarlo representante suyo en el Nuevo Mundo para restablecer la paz y el sometimiento a la Corona. El hombre de las piernas largas lo escuchó en silencio y quienes lo veían no supieron describir jamas su reacción. Si fue de sorpresa, fue todavía más de concentración, y en ninguno de sus gestos o de sus frases mostró la vanidad que habría sentido casi cualquier miembro de la corte si el emperador le ofreciera de pronto un poder incalculable sobre la mitad de su imperio. Si le hubieran pedido que administrara una pequeña provincia de Castilla o de Flandes, a lo mejor habría asumido la tarea con la misma gravedad. Y al parecer ni siquiera se extrañó cuando el emperador le dijo que lo único que podría darle para cumplir esa vasta misión era un barco y un título como enviado imperial.
«¿Qué autoridad legal puede conferirme?», preguntó el obispo.
Y Carlos V, que tenía dolor en el vientre, y que sabía que todo estaba perdido, le dijo: «La que quieras, La Gasca. Seras delegado del emperador, brazo y martillo de su Majestad, voz de la voluntad de la Corona, administrador con todos los privilegios del poder imperial en el Nuevo Mundo, presidente con mando sobre todas las autoridades. Lo que se pueda hacer en nombre de Carlos, debes hacerla».
Y el hombre que parecía una garza negra salió del palacio del emperador provisto sólo de una carta con el pesado lacre de los documentos solemnes, pero firmada por la mano fatal que empujaba montañas y calcinaba ciudades. Se embarcó hacia España, para recibir nuevos informes del Consejo de Indias, cruzó el océano sin una sola espada, y llegó el 10 de julio de 1546 al puerto de Santa Marta a visitar a su antiguo compañero de estudios en Salamanca, Miguel Díaz de Armendáriz, quien lo recibió con un cortejo solemne, y armó un banquete de reyes porque, a pesar de que desconocía la magnitud de la misión, no ignoraba que estaba recibiendo a un enviado del emperador. Y casi perdió el aire cuando vio que La Gasca traía la atribución misma del poder imperial, y que ésta, aunque sin aparato visible, era el poder más alto que se había visto jamas en las Indias. Incapaz de visitar sus dominios, el emperador había enviado su sombra, y La Gasca traía todo y nada a la vez: venía armado de su voluntad, del brillo terrible de sus ojos, y de una irresistible elocuencia.