13.
Así es esta región del azar: de un día al siguiente el perseguidor es perseguido

Así es esta región del azar: de un día al siguiente el perseguidor es perseguido, el poderoso jefe de tropas que sujetó pueblos enteros se ve inmovilizado en el cepo y humillado por sus propios paisanos. Le bastó a Heredia enterarse de la existencia de las minas de oro de Robledo para asumidas como suyas, porque los brumosos mapas de la Corona le habían dado mando hasta la raya solar, lo cual, contada la ignorancia de los funcionarios, podía significar cualquier cosa. Para él, Robledo no era más que el testaferro de un gobernador, sorprendido lejos de su territorio, así que no necesitaba siquiera reclamar los cañones y sus pueblos; bastaba apoderarse de ellos.

Aquí nada pueden los títulos si no están respaldados por la fuerza: aunque había ocupado comarcas más arduas y populosas que las de Belalcázar y Heredia, y siendo sus méritos políticos tal vez más altos, Robledo se vio atenazado entre el poder y la ambición de los gobernadores. Alegó que su derecho derivaba de una misión legítima, pero que estaba refrendado por el sudor y por la sangre. Decidido a batirse por lo que tanto le había costado, se defendió con un ardor tan vivo que Heredia no se atrevió a degollarlo, sino que lo puso en un barco rumbo a España para que allá lo juzgaran las virtudes, los tronos y las dominaciones.

Pero la corte quedó deslumbrada con las historias de Robledo, con sus vistosas fundaciones, con las minas de oro que anunciaba. El prisionero, más distinguido a los ojos de la Corona que Pizarros y Heredias, cambió sus cadenas por un traje de lujo y un título de mariscal, y obtuvo del príncipe Felipe, que estaba recibiendo como regalo de adolescencia el poder sobre medio mundo, una licencia para volver, por el llano que rompen los delfines, a recuperar sus conquistas. Fue por esos días cuando se encontró con Armendáriz en Valladolid, y vio en el juez una carta decisiva a su favor en la difícil partida de recuperar su reino de cumbres verdes y glaciales, de peñascos donde anidan los cóndores, de niebla que se arrastra por las vertientes y de valles donde la primavera no cesa.

Ahora volvía bajo las alas de la Corona y con el favor del gran juez, pero eso no allanaba del todo el camino para sus pretensiones. Las vertientes del Cauca seguían siendo el más arduo de los países, una región de orillas encendidas y montañas guerreras cuyos nativos podían ser aliados o enemigos, pero jamás se resignaban a ser siervos, donde los espíritus de los bosques y los valles seguían siendo misteriosos e indómitos, y donde la riqueza parecía llamar sin descanso desde la boca de las minas a esos dos codiciosos varones de hierro: Heredia, que no tenía bastante con las toneladas de oro que le robó a la muerte, y Belalcázar, que no olvidaba en nombre de quién había fundado Robledo tantos pueblos, y se mordía la mano pensando que aquel hijo malagradecido quería arrancarle pedazos de su territorio para inventarse una gobernación propia. Lo asombroso es que poco antes Belalcázar había hecho exactamente lo mismo: viajar a España a buscar títulos para sí sobre las tierras que conquistara en nombre de Francisco Pizarro.

Desde el momento en que Colón vio cruzar por el cielo esos pájaros desconocidos y Rodrigo de Triana gritó bajo la noche esa palabra, aquí toda tierra es el mapa de una ambición: forcejear por las selvas es el oficio de los brazos enguantados de acero, y los que se apropiaron de la tierra de otros no vacilan jamás en verter sangre, por amiga que sea, para sostener ante Dios que la propiedad es sagrada.

Crecía a lo lejos la sublevación de los pizarristas, y esa nube de violencia se dilataba ya sobre las Indias. La guerra que Ursúa vio nacer en su estadía fugaz ahora incendiaba al Perú y prometía encender toda la Tierra Firme. Bajo las nubes del peligro, Armendáriz envió a Ursúa la orden de auxiliar con tropas y vituallas al virrey Blasco Núñez de Vela. El muchacho no había olvidado que aquél era el virrey al que vio desde lejos en el palacio de Valladolid, el mismo que no tuvo tiempo de recibido en sus días sin estrella del Perú, y decidió, en un gesto de orgullo muy propio de él y de su casa, enviarle una ayuda superior a la solicitada. Mandó a Melchor Valdés a la cabeza de ciento veinte guerreros bien armados, y se dio el lujo de incluir un regalo adicional: un caballo dorado de La Española que le obsequió Pero Alonso de Hoyos, su ofrenda arrogante para los ojos del virrey, que en un día inolvidable del pasado habían tenido la ligereza de no verlo.

Al amparo de esa tropa emprendió por fin su viaje hacia el sur fray Martín de Calatayud, que estaba viendo a Lima cada vez más lejos a medida que conocía los valles y las selvas del reino. Es inútil que intente contar lo que ignoro: cómo fue su trayecto por selvas y ríos, pero sé que hacia la navidad estaban ya en Popayán, y que a finales de enero iban con rumbo a Quito cuando los alcanzó por el camino de los incas la noticia de la derrota y la muerte del virrey. Gonzalo Pizarro estaba tapiando el camino de regreso: alzado en sangre contra el trono, ya no le quedaría más remedio que martillar su propia corona.

Entonces la compañía se partió en dos: el obispo y sus curas siguieron con algunos soldados hacia el sur, a internarse en el corazón de la guerra, y el resto de la tropa se devolvió a todo galope con la noticia sangrienta y con el pálido caballo color de oro que no pudo llegar a su destino.

Entraron en febrero a la Sabana. A pesar de las noticias tremendas que traían, lo que más conmovió a Ursúa fue el regreso del caballo dorado. No se había dado cuenta de que le dolió desprenderse de él, porque era más fuerte el orgullo de enviarlo como un reproche que el otro ni siquiera sabría leer. Fue como si el virrey muerto le estuviera devolviendo el regalo, y Ursúa le tomó cariño al potro pelaje de oro que tan inesperadamente volvía a sus manos.

Más tarde pensó en la ironía de que al mismo tiempo hubieran viajado a las Indias un virrey dueño del mundo y un muchacho dueño de nada. Ahora el virrey, al que él no había osado acercarse, era un pobre despojo y una sombra en el tiempo, y él, el muchacho aventurero, gobernaba el tercer reino más importante del Nuevo Mundo. Se preguntó con nostalgia qué habría pasado con Lorenzo de Cepeda, su amigo en la corte virreinal, y envió a su turno la alarmante noticia de la muerte del virrey a su tío. Pero la carta tardó semanas en descender por el Magdalena, que a veces era una vía abierta y luminosa y a veces un túnel de rugidos y flechas.

Armendáriz había concluido su primer juicio de residencia, y acababa de embarcar para España en condición de prisioneros a los hermanos Heredia, con el duro teniente de Mompox Damian Peral de Peñaloza, que tenía un garfio de acero en el extremo de su brazo izquierdo porque un caiman le había arrancado la mano. Al mismo tiempo recibió en Cartagena a Jorge Robledo, y yo veo en aquella escena del puerto una imagen cabal de la conquista de estas tierras: dos años antes Heredia, ostentoso de su poder, había enviado a Robledo encadenado hacia España: ahora Heredia subía encadenado a bordo de un galeón, y Robledo descendía reivindicado por la Corona y convertido en mariscal del Imperio.

Llegaba con su esposa, María de Carvajal, quien parecía haberse traído la corte en pleno e iba presidiendo su séquito con una tal indiferencia por el hecho de estar en las Indias que a todos se les antojaba una aparición. Era bella, pero la suya era una belleza inmóvil y de cera, muy adecuada para su indumentaria de reina de otro mundo. Venía convencida de que las Indias tenían para ella algo equivalente a su vida lujosa en la corte, pero no la intimidaba la posibilidad de que las alfombras fueran de musgo, las columnas palmeras inmensas, los salones selvas resonantes y los cancerberos robustos jaguares. Robledo buscaba en Armendáriz la llave de la gobernación extraviada, y no sé si fue la arrogancia del juez o la impaciencia del mariscal lo que apresuró su viaje a ocupar las tierras que había conquistado entre Anserma y Antioquia.

Cuando Ursúa, más tarde, se enteró de esa decisión, comprendió que era una locura. «En un país donde todo lo deciden los hierros», me dijo, «el mariscal pretendía recuperar sus territorios sin el respaldo de tropas y espadas sino apenas con unos documentos legales». «Pero sus éxitos como conquistador», le dije, «¿no son una prueba de que era un hombre astuto?». «No creas», respondió, «Robledo era hábil para negociar con los indios, que son ingenuos y creen en promesas, pero no igualaba en astucia a un zorro viejo como Belalcázar».

Sin saber cual sería su suerte en las tierras que iba a buscar, Robledo llegó con su dama y su séquito a la región de Tolú, donde ocuparon una casa frente al mar luminoso. Mientras el mar se deshacía en espuma, el mariscal recontaba sus títulos, con la cabeza perdida en las nubes de la ley, tratando de convencerse de que el reconocimiento del Consejo de Indias, la voluntad del emperador, la gracia de su alteza el príncipe y el dictamen del juez, serían coraza suficiente para protegerlo contra otros capitanes de conquista, por feroces que fueran.

«A eso llamo yo la veneración de los códigos», le dije a Ursúa, y él me confesó sus pensamientos: «Mi tío Armendáriz le aseguró que ningún capitán podía negarle sus derechos. Con Heredia embarcado para España no había peligro por el norte, y allá en el sur Belalcázar debía entender que por fin un juez iba a poner en orden las gobernaciones. Más le valía preparar su defensa antes que incurrir en desacato ante la autoridad que iba a juzgarlo». «Entonces», dije pensativo, «con Robledo el juez le estaba enviando un mensaje al gobernador de Popayán». «Sí», confesó Ursúa, «confrontar a Belalcázar con los títulos de Robledo era ya el primer paso del juicio que debía seguirle. Un guerrero viejo como Belalcázar no podía ignorar que el juez estaba facultado para asumir incluso su gobernación».

Así que Armendáriz autorizó a Robledo para ir a deslizarse en la boca del caimán, recomendándole sólo que lo mantuviera enterado de cómo respondía el viejo gobernador. Y así volvió Robledo a las tierras que había conquistado, dejando buena parte de sus escasas tropas custodiando a su mujer en San Sebastián de Buenavista, la otra ciudad de los Heredia. (Es la amenaza de las flechas indias lo que hace que los conquistadores invoquen continuamente como su patrono a ese joven desnudo que murió acribillado por las flechas de los centuriones romanos. Ciudades de San Sebastián surgieron en el litoral guajiro y en la región de Urabá, como surgió después San Sebastián de Mariquita, aquí, en la región de los marquetones, en las llanuras abrasadas del Magdalena). La Doña se quedó desplegando tiendas blancas y parasoles andaluces junto al mar bravo, y Robledo avanzó por el Sinú, buscando a Antioquia desde el norte, donde la cinta del Cauca se desvía por la región de las ciénagas hasta precipitarse en el caudal del Magdalena. Esquivó los pueblos insumisos, buscó su territorio cañón adentro entre las cordilleras, y con sus pocas tropas llegaron sudorosos a Antioquia, donde había dejado amigos en el mando y ahora gobernaban los hombres de Belalcázar, viejos compañeros suyos que no lo recibieron por temor a las represalias del gobernador.

Así fue como, violando la ley en que fundaba su autoridad, y exhibiendo una escandalosa ignorancia ante el rigor de los asuntos indianos, Miguel Díaz de Armendáriz envió a Ursúa y a Robledo a dos aventuras simultáneas que tuvieron muy diferentes desenlaces. Ursúa, por instinto guerrero, apuntaló sus avances con lanzas y espadas, porque sintió que en un país sin tribunales los códigos sólo valen cuando los respalda la fuerza, pero le interesaba más conquistar que administrar. Una vez dominado un territorio lo excedían las tareas de gobierno, y se alegraba como un niño de que hubiera hombres ávidos de organizar los cabildos y regir las ciudades. Lo suyo seguía escondido más allá de las montañas; siempre estaba comenzando cosas que alguien debía terminar, y en ese afán comprometía a los otros, eludía deberes, acababa afilando rencores.

Robledo, más deseoso ya de gobernar que de conquistar, venía buscando sosiego, dejar descansar las espadas y cultivar el árbol de las leyes, pero ignoraba que la ley no es más que la voluntad concertada de muchos hombres, y que mientras las tierras estén a merced de los brazos de hierro están condenadas a guerra perpetua. Recorrió indignado el camino hasta los bosques de Arma. Allí rompió la vara de gobierno del teniente Soria, y abrió por la fuerza las arcas de la caja real, mientras exhibía en vano sus títulos, antes de cabalgar irritado rumbo a San Jorge de Cartago y a Santa Ana de los Caballeros, que ahora llevaba su nombre nativo de Anserma, y donde otra vez tuvo que apelar a la fuerza.

Estaba comprendiendo la dura ley de los conquistadores: cada día es preciso conquistarlo todo de nuevo. Había arrebatado a su dama a las comodidades de la corte, y a cada paso veía con mortificación y con furia que no tenía un reino para ofrecerle. Muchos de sus hombres habían cambiado de bando, y los que fueron fieles ahora llevaban cadenas, pero junto a los mantos verdes que oscurecen las hondonadas recibió la noticia feliz de que Belalcázar se había ido al Perú, a combatir al renegado Gonzalo Pizarro.

Pobre Robledo, no cabía en sí de gozo, sintiendo suyos por fin los bosques de guayacanes y las montañas de yarumos, los infinitos macizos de bambú que se retuercen por llanuras y laderas siguiendo el cauce secreto de las quebradas, los ojos de los venados en la espesura, el parpadeo de las nubes de mariposas por los bosques ardientes, los tesoros quimbayas guardados en el vientre de una tierra que tanto le había costado someter, el oro en veta de las minas, la belleza de los riscos envueltos en niebla y perforados por raudales donde se gesta el milagro. Y sintiendo sujetos a su mando los muchos pueblos indios ricos y laboriosos que pescan y tejen y moldean, que recogen la arena dorada de los ríos, que forjan hombres de oro y alfileres de oro con dragones en su cabeza, luminosos y complicados como pensamientos.

Casi no podía creer que sus dos enemigos hubieran desaparecido como por ensalmo, y eso le dio confianza para merodear un poco más al sur. Si no podía visitar a sus viejos compañeros de Cali, en el aire perfumado de flores invisibles, al menos acariciaba el sueño de incluir en la tierra que ofrecería a su mujer una fracción de esas llanuras anegadas donde se reflejan las garzas, donde la tierra exhala su agrio relente de limas, y donde las serpientes enormes abrazadas a los troncos navegan río abajo como embarcaciones.

¡Ay! por desgracia, Belalcázar, su mentor de otros tiempos y casi su padre, después de ver morir al virrey, había quedado herido en la batalla, pero fue liberado por el astuto Pizarro, que lo quería como aliado, y ya retornaba con sus tropas por el cañón del Patía, ya estaba entrando en los valles amenos de Popayán, ya cabalgaba bajo los tulipanes ecuatoriales de Piendamó, y ya estaba empezando a escuchar el rumor de sus capitanes, que hablaban del ingrato usurpador que aprovechando la ausencia del jefe intentaba robarle las montañas.

Mientras el Mariscal iba hilando su reino de ilusiones por la orilla de bambusas del Cauca, Armendáriz, que aún no recibía la carta con la noticia de la muerte del virrey, estudiaba con desgano el prontuario del fugitivo Alonso Luis de Lugo, y empezó a examinar con más interés los infolios de un juicio que adivinaba tortuoso: el de ese guerrero Sebastián Moyano, el hombre recio del sur, que repudió a los quince años el apellido de sus padres y tomó el muy sonoro de Ben Alcázar, aunque también descontento de esa filiación árabe lo cambió finalmente por Bel Alcázar, en recuerdo de una atalaya de su tierra.

Belalcázar tenía dos hermanos, nacidos con él la misma noche, a los que por fortuna no trajo a las Indias. Se envanecía de haber sacado primero los pies que la cabeza al nacer, y otros ilustraban su temperamento contando que una vez, cuando era un joven arriero, el asno cargado que llevaba se atascó en el barro, y el muchacho, harto de hacer esfuerzos, le dio un garrotazo en la cabeza con tanta furia que el pobre animal quedó muerto enseguida. Al parecer el asno era de un tío suyo, y ése fue el incidente que lo hizo viajar a las Indias.

El juez recelaba más de Belalcázar que de los otros gobernadores, y pronto sufriría en alma propia la evidencia de que éste era un varón más duro de someter a juicio. Llegado entre los primeros a las Indias, no parecía dispuesto a irse jamás. Armendáriz lo hallaba presente en casi todos los hechos importantes de la conquista: Belalcázar junto a Colón en la proa de su tercer viaje; Belalcázar testigo de las rencillas entre Pedrarias Dávila y Balboa en el viento salobre de Santa María la Antigua del Darién; Belalcázar padrino de confirmación del hijo de Diego de Almagro en Panamá; Belalcázar cabalgando con Hernández de Córdoba por las vegas de Nicaragua y combatiendo a los nativos al pie del lago inmenso; Belalcázar con Pizarro en Cajamarca a la hora en que el cañón del griego Pedro de Candia paralizó de terror al cortejo rojo de Atahualpa; Belalcázar combatiendo a los cincuenta mil guerreros de Hruminahui y acusado de las torturas que pusieron fin a la vida de aquel general de los incas; Belalcázar, dueño ya de Quito, sembrando el terror en los reinos vecinos antes de seguir hacia el norte. Aquel hombre incansable estaba en el país de los panches, comedores de corazones humanos, entrevistándose con Hernán Pérez de Quesada; estaba entrando en la Sabana de Bogotá después de que llegaron Jiménez de Quesada por el norte y Federmán por el oriente; y como señor de Papayán, ahora reclamaba con lenguas de acero todos los territorios que conquistó Robledo por el Cauca.

Estaba en todas partes desde hacía cuarenta años, todos lo respetaban o lo temían, era el sobreviviente de esa generación brutal y heroica que recorrió y ensangrentó las Indias, que trajo a Cristo sangrando en la proa de sus galeones para que fuera Dios de un mundo más inmenso (de esta tierra que hace medio siglo los monjes de Estrasburgo por error llamaban América), y a pesar de ser ya un anciano seguía en el corazón de las conquistas y las disputas. Era arduo ser juez de un hombre que siendo móvil como el viento también parecía ya una estatua, y Armendáriz se preguntaba por dónde entrar en esa vida, vasta como sus reinos y peligrosa como ellos.

La salud del juez, ahora gobernador de Cartagena, se había debilitado con las fatídicas brisas de marzo, y empeoró cuando al abrir por fin la carta de Ursúa, que lo venía buscando desde enero, recibió la noticia de la muerte del virrey. Dos semanas después, todavía enfermo, viajó a Santa Marta a investigar asuntos de Lugo, aunque pronto las purgas y las sangrías interrumpieron todo el trabajo porque la muerte lo estaba esperando ante la bahía luminosa y a la sombra de las grandes montañas. Desde su lecho de agonía Armendáriz dictó una carta para Ursúa, antes de recibir el sacramento final, pero era tanta la fiebre que sus disposiciones iban deformadas por el delirio: hablaba de un naufragio que no había existido y le encarecía proteger a Robledo de los murciélagos del Pozo y de los sabuesos de Belalcázar.

Sin embargo, contra el pronóstico de los médicos, la muerte inapetente renunció de pronto a su presa, el juez se repuso de modo milagroso y la carta no fue enviada jamas. Años más tarde, cuando Ursúa llegó como gobernador a Santa Marta para librar su guerra brutal contra el Tayrona, se sorprendió al encontrar en los archivos de Armendáriz ese soplo de fiebre, pero sólo después, en sus jornadas melancólicas de Panamá, descubrió en esa carta trazos proféticos de la muerte de Robledo en el mismo lugar que tenía figurado en su escudo de armas, y el presentimiento del naufragio y la muerte de Pedro de Heredia.

El juez retornó sus asuntos. Heredia y Lugo estaban en España, Andagoya finalmente no había asumido nunca su gobernación en Buenaventura, Belalcázar al parecer estaba herido luego de la batalla en que murió el virrey, Robledo iba rumbo a su gobernación, amparado por unos folios oficiales a falta de espadas, Ursúa seguía su lucha y su espera, y desde las remotas sierras del sur la tempestad de los encomenderos rebeldes era tan fuerte que hacía llegar el rumor de sus truenos hasta las costas blancas del Caribe. Armendáriz creía saber por qué se demoraba en la costa, pero al mismo tiempo ignoraba por qué no había viajado hacia el interior, ya que todos los juicios tenían igual importancia.

Pero en aquellos días de verano de 1546 encontró una respuesta, porque fue la casa de Miguel Díaz de Armendáriz en Santa Marta el centro donde la voluntad del emperador Carlos V maduró su estrategia para debelar la insurrección de los encomenderos. La estrategia del más alto príncipe de la tierra para salvar la integridad del Imperio que le habían legado sus abuelos los Reyes Católicos, su hermoso y malogrado padre Felipe y su triste y enloquecida madre Juana, ese increíble Imperio más grande que el mundo que estaban a punto de arrebatar de sus manos finísimas unos cuidadores de puercos de Extremadura.