Dos años eternos permaneció Armendáriz en Cartagena, tratando de manejar los asuntos distantes por medio de cartas que a menudo se devoraban los ríos y las selvas, mandatos que acababan en el buche de los caimanes y noticias que sólo eran examinadas por el fuego. Juzgar a un capitán suponía juzgar a toda una expedición, y el juez siguió como un sabueso las huellas del hombre de nariz remendada, de los muchos soldados que sometieron el reino de los zenúes, y de los que cayeron en el intento, empezando por un muchacho de nombre vistoso: Juan del Junco Montañez, el que menos duró en la campaña porque lo alcanzó primero que a los otros el silbo de las flechas envenenadas.
Eran venablos de belleza temible, hechos por los indios con magia y con paciencia en firmes y livianas varas de palma, con puntas que son filos de madera de laurel o trozos finos de pedernal, y en el litoral dientes cortantes de tiburón y dolorosas puyas de raya, envilecidos por un veneno que pudre. El soldado alcanzó a sonreír después de la guazábara, porque la flecha no había entrado demasiado en su hombro. Pero el zumo ponzoñoso se filtró por la sangre, esa misma noche le encendió todo el cuerpo, y al amanecer ya lo atormentaban los diablos. Y Juan del Junco Montañez había entregado el alma entre vómitos y convulsiones, que para los otros parecían el horrible presagio de sus propias muertes.
Armendáriz era un buen jurista, es decir, un lector atento. Aunque su misión era juzgar las acciones recientes de Heredia, no pudo impedirse rastrear todos los hechos, desde cuando aquel capitán llegó con licencia para fundar al oeste de Santa Marta. Y fue la conquista de los zenúes, que ya había sido juzgada, aunque mal, lo que más atrajo su atención. Vivió con los ojos las campañas que otros habían vivido con el cuerpo entero, vio los cuatro caballos que según testimonios cayeron bajo la primera descarga de los indios, lo impresionó que muchos hombres fueran cauterizados con cuchillos al rojo vivo, el remedio confiable contra la ponzoña, y siguió los movimientos de todos los aventureros: de Urriaga, el hombre de Guipuzcoa, que aprendió a gritar más fuerte que los indios en las batallas estruendosas; del vizcaíno Sebastián de Risa, que era siempre el primer voluntario para las incursiones arriesgadas; del portugués Héctor de Barras, a quien hacían sufrir sus pies encallecidos; del sevillano Pedro de Alcázar, que cantaba las coplas más alegres en los días del hambre; del temerario Juan Alonso Palomino, que dio después su cuerpo y su nombre a un río de la sierra; de Sebastián de Heredia, pariente del capitán, y de los muchos hermanos llegados por pares a la expedición, cuyos dobles apellidos abundaban en los informes: los Albadán de la Higuera y los Robleduarte, los Hogazones y los Valdenebros…
Oyó de testigos las andanzas de Pedro Martínez de Agramonte, que derribó a un gigante en las serranías de Venezuela, cuando andaba con los alemanes, con tan mala suerte que cuando volvió con sus compañeros para mostrarles el cadáver ya los otros gigantes lo habían llevado a rastras con rumbo desconocido, dejando sólo un amplio surco de árboles derribados. Y las del temerario capitán Francisco de César, veterano de las campañas del sur con Sebastián Caboto, que en una de aquellas incursiones salió de la batalla cabalgando sobre un potro que parecía un puerco espín porque llevaba clavadas casi cuarenta flechas. Gracias a que alcanzó a rezar a tiempo, ni una sola flecha le inoculó su veneno en la carne, aunque más de veinte se clavaron hondo en las espesas enjalmas de algodón.
El juez oyó uno tras otro a los veteranos de la campaña que estaban todavía en Cartagena, y escuchó por supuesto los alegatos y los descargos del capitán. Heredia tenía recuerdos heroicos desde los tiempos de Bastidas, y le indignaba que se le volviera a interrogar por cosas ya juzgadas. Había sufrido penalidades sin cuenta en la campaña del Cauca, donde tropezó con la piedra inexorable de Belalcázar, y en una prisión áspera de su propia ciudad de Cartagena, donde lo confinó con su hermano el juez de residencia Juan de Vadillo, un sótano tan insalubre que dejó a Alonso tullido por la humedad y a él mismo resentido para siempre.
«La conquista del Sinú ocurrió hace doce años», le dijo un día al juez: «nadie encontró las toneladas de oro que dicen que guardamos, pero siempre vuelven a cavar en el pasado. Es como si terminaran atribuyéndome a mí la leyenda de las tumbas, la costumbre india de enterrar el oro, y, por lo que dicen estos soldados malagradecidos, sepulté yo más oro que los reyes del Sinú en todos sus siglos». «También tendrá que responder», le dijo el juez, «por los tormentos de que lo acusan contra soldados, indios y esclavos; por los aperreados y los empalados, por las narices cercenadas y las manos cortadas». «No conozco», respondió Heredia, «otra manera de sostener la autoridad en tierras bárbaras que un castigo severo y una ley inflexible». Pero estas respuestas reafirmaron al juez en la necesidad de ser él a su vez inflexible y severo con aquel hombre rudo y lleno de cosas ocultas.
Siguió en informes y cartas el movimiento de la tropa desde la fundación del puerto de Calamar; su avance cauteloso por los bosques interiores de Turbaco, donde incontables guerreros brotaron de repente de la tierra armados y vistosos como una selva de plumajes, y donde se espantaron por igual los nativos ante las desconocidas bestias de hierro y los caballos ante el estruendo bélico de aquellos indios cubiertos de oro.
Dejaron un rastro de incendios y asaltos desde la desembocadura del río grande hasta las costas del Darién. Pueblos acostumbrados a la paz de las largas sabanas y a los cantos nocturnos al resplandor de las hogueras entre árboles con campanas de oro, vieron entrar por sus arboledas un tropel de bestias temibles, de hombres acorazados y de perros hambrientos. Heredia impuso su ley por las tierras de Carex el grande y de Carex el chico, de Piorex y de Curixir, dos atrevidos señores de indios que cayeron en los primeros combates; de Dulió, un jefe sonoro de cascabeles que dio muerte a uno de sus capitanes por oponerse a la alianza con los españoles; de Tocana, señor de Mazaguapo; de Guaspates, jefe de los ceibales de Turipana; de Cambayo, cacique de Mahates, y de los habitantes de la ciudadela de Cipacua, que les enviaron un día cuatrocientas mujeres mayores portando provisiones y joyas, y días después las cien mocitas más bellas y graciosas de la región. Ursúa se reía contándome que esa parte de la historia perturbó al salaz de su tío, quien leyó incrédulo que los españoles, adivinando que los indios los ponían a prueba, se negaron a tener comercio alguno con aquel enjambre de muchachas desnudas.
Armendáriz estudió la actuación de capitanes y soldados, anotando dónde y cuándo hubo robos, saqueos, violaciones, desmembración de cuerpos, mutilación de los pechos de las mujeres, intervención con hierros candentes, cortes de lenguas o de orejas; los abundantes y menudos tormentos que los conquistadores llamaban «trabajos de sujeción» en la campaña del Sinú. A la luz de las Nuevas Leyes, todo lo que pasaba bajo sus ojos era espantoso, y aún así el juez se preguntaba si era lícito juzgar a los guerreros bajo el rigor de unas normas promulgadas después de los hechos, como si los mandamientos de Moisés, que los conquistadores violaban noche y día, no fueran un poco anteriores a esos desmanes.
El puerto había sido establecido en 1533, pero estos litorales estaban historiados de candela y matanza desde cuando las proas de las carabelas empezaron a dibujar sus penínsulas y sus ensenadas. No había sido fácil encontrar fondeaderos bastante profundos para que los barcos grandes se acercaran a tierra, y por eso la escogencia del lugar de las fundaciones era todo un talento.
Allí se enteró el juez de la existencia de una muchacha legendaria, Catalina de Zamba, una india tan hermosa que se la robó siendo niña Diego de Nicuesa en aquel combate sangriento de Turbaco donde se salvó Francisco Pizarro y donde Juan de la Cosa fue acribillado por flechas de indios. Catalina volvió ya mujer con las tropas de Heredia a su pueblo, como lengua de los invasores. Había ido de isla en isla y de mano en mano desde los siete años, hasta llegar a mi ciudad, Santo Domingo, donde la crió una dama sevillana, y Heredia la tomó como intérprete cuando llegó a visitar en La Española sus ingenios de azúcar y sus cuadras de caballos. Catalina regresó a su tierra de origen vestida a la andaluza, con zapatillas y abanico, y un día se encontró de repente en Zamba con una vieja india desnuda que la reconoció como su hija, aunque no pudo entender que anduviera cubierta de telas en el clima despiadado de la mareta y rodeada por esos seres de corazas quemantes. La muchacha reconoció como en un sueño la aldea de sus padres, y trató de volver por unos días a las costumbres de aquel pueblo, pero sentía pudor de andar desnuda ante los españoles y malestar de andar vestida ante los indios, así que prefirió seguir con la campaña, exhibida como signo de la alianza engañosa entre los conquistadores y los hijos de la tierra.
Lo que más extrañaba a los nativos es que los españoles nunca estuvieran satisfechos de ofrendas. Me veo tentado a sonreír con indulgencia al pensar cuán incomprensible era para ellos la avidez por el oro que muestran estos hombres. «Son incapaces», decía el testimonio de un cacique, «de ver el poder de los brazaletes, la virtud de los cascos, la compañía que brindan los poporos, el modo como actúan las narigueras, los pectorales y las pezoneras que las hermanas llevan en sus pechos. Todo lo amontonan sin consideración, o lo derriten para acumularlo en panes inútiles en sus bodegas».
Al comienzo los zenúes pensaron que el oro era el alimento de los caballos, criaturas de metal con cabezas de diablo y una parte del cuerpo con forma humana. Más tarde aprendieron, como después en la Sabana los enviados de Tisquesusa, que caballo y caballero eran seres distintos, y, mejor aún, que ambos eran mortales, lo que los curó un poco de su terror ante ellos. (Y aquí recuerdo el modo como los mayores de mi madre, en La Española, descubrieron que los blancos no eran inmortales. Los primeros visitantes ganaron su amistad con cuentas de cristal y bonetes de colores, pero después los sometieron a servidumbre, obligándolos no sólo a cargar cofres y fardos por llanos y serranías, sino a llevarlos a ellos mismos sobre sus hombros cuando era necesario atravesar los ríos. Muchos españoles no habían nadado nunca y los indios se mueven por el agua con más seguridad y destreza que por la tierra misma. Desesperando ante la crueldad de estos dioses y atormentados por el miedo de que fueran inmortales, se animaron a ponerlos a prueba. Un día, llevando a un español en hombros por el río, el portador fingió tropezar y se precipitó al fondo con la carga. Los demás simularon que el accidente los arrojaba unos sobre otros, de modo que el español estuvo siempre abajo, en el lecho del río, hasta que dejó de moverse. Sin saber si estaba dormido, lo llevaron a la orilla, hablando sin descanso, procurando explicar el accidente, interrogando cómo se sentía, y mostrando su angustia. Aunque no reaccionaba, dudaron y fingieron dos días más a su lado, para que no se vengara de ellos. Pero al tercer día el dios empezó a despedir ese hedor dulzón inconfundible que mueve puntos negros por el cielo, y todos pudieron celebrar la libertad conquistada con tanto desvelo, la noticia feliz de que la carne de sus enemigos era tan porosa para la muerte como la de ellos mismos. Nunca se habrá danzado con tanta dicha alrededor de un cadáver).
Armendáriz leía. Siguió con detalle los caminos de Heredia hasta llegar a las tierras de Ayapel, que gobernaba un pueblo de huertas y frutales y campos de labranza admirablemente ordenados, en una región de aires suaves y soles benévolos, junto a ríos tan transparentes que podía verse la abundancia de peces casi al alcance de la mano. Enterado de que los invasores avanzaban contra su tierra laboriosa y tranquila, Ayapel les tendió una emboscada con tres mil indios escondidos en una llanura de hierbas de altura mayor que la de un hombre. Todos los soldados de Heredia recordaban aquel pueblo de guerreros altos y hermosos, y de mujeres bellísimas. Pero a los soldados de Ayapel los perdió su altivez, ya que para la guerra se adornaban más vistosamente que para el amor, y los hombres que venían a caballo vieron sobresalir entre las hierbas los penachos de plumas de colores que los indios llevaban en sus diademas de oro, por lo que se detuvieron, intrigados, recelando alguna novedad. Los guerreros desnudos cargaron contra ellos con estruendo de cornetas, pero muy pronto los hicieron huir las lanzas, las espadas y el escuadrón de colmillos de los perros de presa.
Dejando las aldeas de la llanura, el pueblo de Ayapel abandonó para siempre su tierra de aires dulces y aguas felices y se embarcó con niños y animales pero sin cosa alguna en numerosas canoas de colores, remando contra las corrientes, a buscar un tiempo más de libertad en las oscuras montañas. Y así llegó Armendáriz al hallazgo del gran templo del Sinú y de las tumbas opulentas en la raíz de los árboles, y al retorno de Heredia con su tropa de fantasmas a Cartagena, después de transformar el paraíso de Ayapel en la nostalgia de un pueblo desterrado, y la llanura de las tumbas en el sepulcro de sus propios hombres.
Mientras tanto el juez recibía mensajes frecuentes de Ursúa, cada vez más impaciente por su tardanza. No dejaba de preocuparlo aquel nombramiento irregular que había hecho, y se preguntaba cómo estaría manejando el sobrino la vara del poder en su sabana llena de discordias. Pero antes de remontar el río y los peñascos para ir a resolver los enredos de Santafé, había resuelto favorecer a su amigo Robledo, que acababa de llegar, seguido por un cortejo absurdo, porque traía esposa y damas de compañía, y menos tropas que sirvientes. Quería hacer valer a la sombra del juez sus derechos sobre las orillas del Cauca.
Doce años atrás, también Robledo había sido socio de mi padre en el crimen de Cajamarca. Enviado por su jefe Belalcázar a explorar hacia el norte, fundó después a San Jorge de Cartago en los barrancos del río atún, y avanzó con sus hombres, la mitad en balsas de guadua por el Cauca, hasta cuando los detuvieron los peligrosos raudales, y la otra mitad a caballo y a pie, entre perros violentos, por las orillas florecidas del río. Iba con ellos el muchacho letrado Cieza de León, que había andado con Heredia desde los quince años por la región de los zenúes y encontró en Robledo un interlocutor mucho más brillante en su proyecto de escribir relatos de las Indias Occidentales. Fundaron a Santa Ana de los Caballeros, y Robledo volvió a Cali a reportar sus fundaciones a Pascual de Andagoya, por los días en que Belalcázar buscaba en España títulos sobre las tierras que había conquistado para sacudirse el dominio de Francisco Pizarro.
También Andagoya se dejó cautivar por Robledo. No sólo se hizo su amigo sino que le ofreció en matrimonio a su propia cuñada, hermana de su mujer, disponiendo alegremente de la voluntad ajena y del destino. Las dos mujeres estaban a punto de llegar en un barco por el mar del sur, y Robledo aceptó enseguida el ofrecimiento. No sé cuál habría sido la voluntad de la novia, pero la del destino fue francamente adversa: las dos mujeres murieron en Buenaventura, y en vez de quedar Robledo casado, quedó Andagaya viudo. Robledo avanzó a duras penas hacia el cañón del Cauca, abriéndose un paso imposible a machete entre los apretados guaduales, y cruzó tierras densamente pobladas, maizales en las suaves laderas y miles de seres desnudos escamados de oro. Nunca olvidó que en la región de Arma convocó a los caciques numerosos a parlamentar y sólo acudieron en paz dos de ellos: un raro anciano indio de barba blanca que le traía de regalo un gran cántaro de oro, y un mancebo con el cuerpo desnudo pintado de rojo, con el rostro negro, azul y amarillo, que sostenía en su mano una vara muy alta de la que pendían muchos platos de oro. Más allá del peligroso cañón con palmeras donde el agua de los afluentes forma en el río remolinos traidores, envió a sus jinetes que llevaban de traílla alanos temibles y adornaban sus caballos con pretales de cencerros y cascabeles. La sucesión de pueblos indios era incesante, y unos vinieron de buena gana a su lado y aceptaron ser sus tributarios, pero otros opusieron flechas y embrujas a su avance.
En una de sus cartas, Robledo le había enumerado a Armendáriz los pueblos que encontró en sus conquistas por las montañas que se vuelcan hacia el Cauca, y Ursúa nunca olvidó la impresión de mundos fantásticos que le produjo aquel recuento. Más de una vez lo oí repetir esa lista, como se repite una oración o un cuento de infancia. Allá estaban los urabáes, que cambiaban mujeres por oro; los guazuzúes, que habitaban en lo espeso de los bosques; los nitanes que tejían delicadas telas de algodón; los cuiscos, que hacían cuencas de arcilla roja con forma humana; los araques del Sinú, que cebaban cerdos salvajes; los péberes, famosos por su oro y por sus esclavos; los tatabes del cerro blanco, que habitaban con sus familias en lo alto de los árboles; los uramas de la sierra de Abibe, que tenían templos en la montaña; los poderosos guacas de largas mantas de colores, gobernados por los hermanos Nutibara y Quinunchú, altos y ausentes con sus diademas de oro y de plumas, llevados en finas literas bermejas, seguidos por el resplandor de sus escoltas y precedidos siempre por tres ancianos con largos collares de oro; los belicosos nare, que se enterraban en túmulos y eran los dueños del sol de las profundidades; los naaz, que socavaban la tierra; los xundabe, que se alimentaban de raíces dulces; los viara, que llenaban de signos misteriosos las piedras; los cori, que no toleraban jefe alguno y entre los que estaba prohibido mandar; los pito, que hacían fortalezas en los pasos cerrados del cañón; los iraca, que llenaron las vertientes de cántaros rotos en los que hervían el agua de los manantiales para obtener la sal saludable; todos estos últimos frecuentemente llamados catíos sólo porque el pueblo de ricos guerreros de Buriticá solía darles sus capitanes; los peques, entre quienes la importancia se medía por el tamaño de las casas; los ebéjicos, ceremoniosos y ricos, donde mandaba el más valiente; y los noriscos, que tenían collares según su poder, de semillas rojas si eran soldados, de pedernal y de cuarzo si eran palabreros y chamanes, de pájaros de oro plano si eran ancianos principales y de pájaros relievados en oro y plumas verdes si eran señores de familia o de tropas. Y más allá estaban los curumes y los ituangos, grandes pescadores; los tecos, los pencos y los carautas, que se heredaban con las diademas de plumas y las barcas ceremoniales los sembrados y los señoríos; los nutabes de Nechí, que hicieron caminos de piedra; los tahamíes del Cauca, mercaderes de mantas, de sal y de frutas; los yamecíes de Paree, que cultivaban el maíz, el chontaduro, la yuca y el ñame, que pescaban el oro en los ríos, que hacían harina de pescado y cebaban tatabras y esclavizaban hombres pero jamás los comían; y los guamacoes del cañón de raudales, que tuvieron la desventura de tener más oro que los otros y fueron exterminados primero; y los aburráes del valle central, tejedores opulentos que domesticaban conejos, curies y perros mudos; y los cinifanáes de Xenufana, la región del oeste, que había sido leyenda como patria del oro desde los guaduales del sur hasta la región infinita de las ciénagas y hasta los bosques solares de Mompox; y por el camino que se abre hacia el cañón de las palmas, por el aire de fuego de Bolombolo, el camino sagrado de los murgia, donde había muchos pilotes de sal del tamaño de un hombre; y en la vertiente del Magdalena, que también algunos de ellos llaman Yuma, los pantágoras de las altas cuchillas que miran al oriente, entre los que se cuentan los indios coronados, que se deformaban el cráneo, los marquesotes del sur, los samanáes de Guatapé, los puchináes del Nare, diademados de plumas, con infinitos collares de semillas y cuerpos desnudos pintados de signos; y finalmente los amaníes de las vertientes felices que miran al Magdalena, constructores de largos poblados de caña y arcilla.
La batalla más dura de todas se libró en el sitio que llamaron la Loma del Pozo, no muy lejos de las peñas de Pácura. En medio del combate Robledo fue alcanzado por una lanza india tan gravemente que todos lo dieron por muerto. Después de días de fiebre y de delirio, volvió de la agonía, se levantó como un fantasma y siguió su campaña hacia el norte. No se cansaba de hallar cosas extrañas: uno de los caciques más potentes llevaba en las sienes una trabajosa corona de mimbre a la que valoraba más que si fuera de oro macizo; después, tras cruzar con gran riesgo un puente flexible de un solo tronco de árbol de más de treinta varas de largo, tendido sobre la garganta del río, le fue dado encontrar las minas de Buriticá, y advertir que eran tal vez la más grande reserva de oro del territorio. Los conquistadores apreciaban menos las minas que las joyas, porque eran poco industriosos, los emborrachaba el saqueo, y una riqueza que exigiera trabajo y disciplina frustraba su avidez de tesoros, pero Robledo no ignoró la importancia del descubrimiento y para su desgracia los gobernadores tampoco.
Volvieron a cruzar el río, otra vez en balsas de guadua, donde lo más difícil era mantener el equilibrio de los caballos, y cerca a la región de Zayuma improvisaron una fragua para hacer herraduras, porque las bestias tenían tan lastimados los cascos que no daban un paso. Robledo envió a Jerónimo Luis Tejelo a ver qué había tras los peñascos del oriente, y así se descubrió el vasto valle de sembrados de los Aburráes, sujetos al guaca Nutibara. De todos los pueblos que encontraron en el gran reino, ninguno tuvo una actitud más extraña frente a los invasores, porque antes que sus crueldades, antes que sus caballos acorazados o sus perros carniceros, lo que más espantó a los nativos por alguna razón misteriosa fueron los rostros y el aspecto de los españoles. Y al parecer muchos se suicidaron, incapaces de soportar el tormento de ver los rostros de aquellos hombres, que según sus propias palabras les daban «terror y disgusto de la vida».
Para llegar al valle bellísimo, rodeado de montañas muy altas cubiertas de bosques, en los que blanqueaba la ceniza de los yarumos y ardían los racimos de flores, habían remontado paredes de piedra desde el cañón occidental, pero toda pena la compensaba la contemplación de aquel valle cruzado por un río, con dos colinas boscosas en su centro, amurallado por lejanas montañas, y sólo abierto por el valle apacible que serpentea sembrado de maíz hacia el norte. Pero Robledo y sus hombres consideraron que allí no había riqueza suficiente, y sí un peligro grande de resistencia, y desandaron el negro camino del oeste, bajando por cornisas tan estrechas entre la niebla que todos sentían en sus rostros el hielo del abismo. Más tarde fundarían en las orillas abrasadas del río la ciudad de Antioquia.
Robledo retornó su camino hacia el norte, donde se remansan las cordilleras hacia los valles bélicos del Sinú, y llegó a San Sebastián de Buenavista, en el golfo de Urabá justo por los días en que Heredia, no contento con el oro de las tumbas, tomó la decisión de adentrarse bajo las selvas lluviosas por el río Atrato, hasta las aguas verdes de Bojayá. El hombre de la nariz remendada era enemigo del descanso: no halló oro en las selvas mojadas del Chocó, y al volver a San Sebastián se enteró de que Robledo estaba invadiendo sus dominios. Entonces puso en prisión al recién llegado, resuelto a darle como premio de sus muchas conquistas un navajazo en la garganta.